XXI

Eran casi las seis y el cielo todavía estaba oscuro, salpicado de estrellas; la madrugada aún no asomaba por el horizonte.

Dejé que la cortina volviera a su lugar y seguí caminando por la habitación. No había podido dormir, ni siquiera había intentado acostarme. Había caminado durante toda la noche, furiosa, preocupada, tratando de pensar qué cosa podría hacer para detener esta locura. Había estado a punto de ir a ver a Derek para rogarle como le había rogado a Jeff, pero hubiera sido inútil.

Derek se hubiera mostrado sordo ante mis súplicas, tal como lo había hecho Jeff.

Jeff no había dicho una sola palabra durante el viaje de vuelta en el carruaje, y yo también había estado callada, agitada, nerviosa. La culpa me consumía por dentro, pero sabía que debía mantenerme serena. Se había ido a su habitación en cuanto llegamos y había cerrado la puerta detrás de él. No sé cómo había logrado cambiarme y atender mis obligaciones como anfitriona, pero eso me había ayudado, pues cuando se fue el último de los clientes, yo estaba más tranquila, dispuesta a hablar con Jeff de una manera razonable y civilizada. Había permanecido arriba en su habitación desde que habíamos vuelto. Esperaba encontrarle borracho, pero cuando por fin llamé a su puerta y entré, le encontré sobrio como una roca, sentado en su sillón y con la mirada perdida, como sumido en un estado de shock.

Se negó a discutir el asunto, se negó a dejarme explicar, se negó a escuchar mis súplicas. Estaba tranquilo, incluso frío, y eso me había hecho sentir aún peor. Por último, no había podido contenerme y me había puesto a llorar, pero eso tampoco le había conmovido. Finalmente, después de casi una hora, yo había vuelto a mi habitación. Habían pasado otras cuatro horas, y él pronto se iría. Se habían consumido todas las velas, y las llamas, que bailaban en charcos de cera, proyectaban sombras sobre las paredes. Las agujas del reloj marcaban el monótono tic tac y acercaban la hora cada vez más y más. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer?

Tenía los ojos llenos de lágrimas, y jamás en mi vida me había sentido tan desdichada. En poco más de una hora, dos hombres iban a encontrarse en las afueras de la ciudad, bajo los robles, para dispararse con pistolas, y todo por mi culpa. Era una locura, una tremenda locura. ¿Qué pasaría si uno de ellos resultaba herido?

Dios mío, ¿qué pasaría si uno de ellos muriese? Sabía que no podría soportarlo. Amaba a Derek con todo mi corazón, y también amaba a Jeff, y si cualquiera de los dos… Arrojé la imagen de mi mente.

El reloj dio las seis. Debía detenerlos. Debía hacerlos entrar en razón. ¿Pero cómo? Jeff no quería escucharme, y Derek tampoco. No podía dejar pasar la afrenta de la bofetada. Era orgulloso.

Había jurado no volver a matar fueran cuales fuesen las circunstancias. Sin embargo, iba a enfrentarse con Jeff en el campo. Si ocurría un accidente, si algo le sucedía a Jeff, Derek me culparía a mí. Y Jeff… Jeff pensaba matar a Derek. No se trataba de una cuestión de honor que debía resolverse entre dos jóvenes impulsivos. Era algo mucho más profundo. Tenía que evitarlo.

En primer lugar, debía controlarme. Estaba al borde de la histeria, y de este modo no iba a lograr nada. Debía tranquilizarme, y luego debía vestirme, pues sólo llevaba la enagua. Me esforcé por sentarme frente a la mesa del tocador y coger el cepillo. A la trémula luz de la vela, me cepillé el cabello hasta hacerlo caer sobre los hombros en abundantes ondas cobrizas.

Comprobé que sumergirme en estas acciones me calmaba, y sentí que parte de la tensión desaparecía.

Me vestí con cuidado. Elegí un vestido de color azul marino oscuro con mangas largas. Fui hasta el espejo. La angustia se reflejaba en mis ojos, y en los párpados se dejaba ver la sombra gris azulada del cansancio. La piel de las mejillas estaba tensa.

Miré mi propia imagen, y tuve que contener las lágrimas que amenazaban con volver a caer.

Debí haber hablado con Jeff en un primer momento. Debí haberle dicho que Derek había vuelto, que yo iba a vivir con él.

Pero no había querido lastimarle, y lo había retrasado varias veces. En vez de ser franca y honesta y terminar limpiamente mi relación con Jeff, había salido de la casa a escondidas, como una mujer que engaña a su esposo, para encontrarme con Derek.

Porque no había querido lastimar a Jeff, porque había retrasado su pena el tiempo que fuera posible, le había lastimado mucho más. Yo era la única culpable de todo esto.

Me aparté del espejo, y, al hacerlo, oí voces en el vestíbulo. La voz de Jeff era fría y precisa mientras daba instrucciones a Kyle, y Kyle respondió en un tono profundo, sepulcral, que me hizo estremecer. Crucé rápidamente la sala de estar y abrí la puerta justo para ver a Kyle que cruzaba el vestíbulo hacia la escalera.

Jeff estaba de pie, mirándole. Tampoco él había dormido. Me di cuenta en seguida. Tenía el rostro pálido, los rasgos tensos, y había desaparecido todo rastro del hombre pícaro y atractivo. Aquellos ojos marrones estaban serios, y la ancha boca rosada, siempre lista para sonreír, dibujaba una expresión dura, decidida.

Se volvió para mirarme. Era como si mirara a un extraño.

—No puedes hacer esto, Jeff —dije serenamente.

—Kyle ya está en camino de la cochera a buscar el carruaje.

—Debes cancelarlo.

—Imposible, Marietta.

—Podría matarte.

—Puede ser, sí. No tendría demasiada importancia.

—Jeff…

—Es algo que tengo que hacer —dijo.

—Esta… esta locura no va aprobar nada. No cambiará nada. Le amo, Jeff. Siempre le amé. Nunca he fingido contigo.

—Es cierto, nunca has fingido —confirmó.

—No… no quería serte infiel. Fue… fue algo que no pude evitar. Cuando volvió, cuando le vi otra vez…

—No me interesa hablar de eso, Marietta.

—No quería lastimarte. Por eso no te lo dije. Pensaba decírtelo, pero no hacía más que retrasar el momento porque sabía cómo ibas a sentirte. Si hubiera habido alguna manera de evitarte esto…

—Es demasiado tarde para palabras.

—¡Cómo debes odiarme! —murmuré.

—No, Marietta, no te odio. No podría, no importa lo que hicieras. Te amó con toda mi alma y todo mi corazón, pero desgraciadamente parece que eso no es suficiente.

Nos miramos por un momento. Los ojos de Jeff estaban llenos de ese amor, con el dolor que suponía, y los míos estaban llenos de lágrimas que ya no pude contener. Suspiró y sacudió la cabeza, cansado; luego me atrajo hacia él y me besó con ternura en los labios, como si estuviera consolando a una niña. Apoyé mi mano en su mejilla y le miré suplicante, llorando.

—Por favor, perdóname —le rogué.

—Te perdonaría cualquier cosa.

—No lo hagas, Jeff. Por favor, no.

—Debo hacerlo, Marietta. Me temo que no podré rescatar gran cosa de todo esto, pero tal vez pueda rescatar mi hombría, mi orgullo.

—Orgullo…

—Tengo que quedarme con algo cuando todo esto termine.

—Le dejaré, Jeff. No volveré a verle. Incluso me casaré contigo. De veras te amo. A mi modo, te amo. ¡Cómo quisiera que pudiese ser., cómo quisiera poder amarte de la forma en que tú me amas! Aprenderé. Tú me enseñarás. La noche del baile dijiste que ibas a…

—Es demasiado tarde —dijo serenamente.

—¿Qué he hecho? —murmuré—. Nunca quise lastimarte. Tienes que creerme.

—Te creo, Marietta.

Me cogió por los hombros, me apartó suavemente de él y luego cruzó el vestíbulo hacia su despacho. Entró. Me apoyé contra la pared. Era inútil. Había fallado. Le había herido tan profundamente como puede herirse a un hombre, y, como tal, Jeff tenía que luchar.

Las habitaciones estaban en silencio. Las velas titilaban en los candelabros de las paredes. Oí llegar el carruaje en la calle, y oí el ligero sonido de los cascos de los caballos golpeando contra el empedrado. Se detuvo frente a la casa. Jeff salió de su despacho.

Llevaba la caja de cuero donde guardaba las pistolas. La larga capa negra se movía y se ondulaba mientras él venía hacia mí cruzando el vestíbulo. Ya no estaba serio, simplemente resignado. Parecía muy cansado.

Ni siquiera me miró. Pasó a mi lado y siguió caminando hacia la escalera, y mi dolor era tan grande que pensé que iba a morirme de pena. Fui hasta la escalera para mirarle descender los últimos escalones. Me sentía inmersa en una pesadilla. Jeff fue hasta la puerta principal y salió. Mientras la cerraba detrás de él, yo me quedé allí, de pie, aturdida. Cuando oí que el carruaje se ponía en marcha, sentí como si me arrancaran el corazón del cuerpo Pasaron varios minutos y ni siquiera oí los pasos de Angie al acercarse. Me cogió la mano y la apretó, y la miré con ojos llenos de angustia. Ella estaba completamente vestida a pesar de que eran poco más de las seis. Me condujo a través del vestíbulo hasta la sala de estar, y mientras me sentaba en el sofá me sirvió una copa de coñac.

—Bebe, querida. Te sentará bien.

—Ya te has enterado —dije.

Asintió con la cabeza.

—Me lo dijo Kyle.

—Debo ir, Angie.

—No puedes.

—Tengo que hacerlo. Tengo que detenerlos.

—No hay nada que puedas hacer.

—Tengo que ir. Va a ocurrir algo tremendo. Lo sé. Hace mucho que lo presiento. Ya tuve esta sensación antes. Sentí que algo fatal iba a suceder, y apareció Derek, y… y pensé que se trataba de eso. No era eso. Era esto. Ésta es la catástrofe. Tengo que evitarla.

—Es demasiado tarde. No hay manera…

Dejé la copa de coñac y me levanté bruscamente.

—Iré a la cochera. Debe haber alguien levantado a esta hora. Sí… sí, Kyle debe haberlos despertado cuando fue a buscar el carruaje. Alquilaré uno.

—Marietta…

—¡Tengo que ir, Angie!

Angie comprendió que no había manera de disuadirme.

Suspiró.

—Muy bien —dijo—. Será mejor que sea yo quien vaya a buscar el carruaje. Tú no estás en condiciones de hacerlo. Convenceré a Teddy Blake para que nos lleve. No le gustará la idea, y menos a esta hora de la mañana, pero creo que puedo persuadirle. Estaré de vuelta con el carruaje en menos de diez minutos. Lávate la cara. Anímate.

—Lo intentaré, Angie. Pero date prisa.

—Iré corriendo, querida.

Se fue; me lavé la cara con agua fresca y me tranquilicé. Traté de contener las emociones que casi me habían dominado. Jeff estaba decidido a concluir el asunto, y yo estaba igualmente decidida a detenerle. Lo lograría. De alguna forma. No podía razonar con Jeff, pero aún quedaba Derek. Él iba a escucharme.

Tenía que hacerlo. Él no había querido batirse en duelo en un primer momento, se había negado hasta que Jeff le abofeteó.

Aquella bofetada había sido una afrenta terrible, pero yo haría que me escuchara. Yo le haría renunciar al duelo.

Bajé la escalera y salí a la calle para esperar el carruaje. El cielo ya no estaba negro; se había puesto de un color gris oscuro y las estrellas se habían ido. A lo largo de la calle los edificios estaban envueltos en negras sombras, y había una fina, delgada capa de niebla que giraba en torbellinos en el aire como si fuera humo. El frío de la noche aún no se había ido, y yo temblaba un poco, pero no volví a entrar para buscar una capa. Esperé; mi impaciencia aumentaba cada vez más; el miedo y el pánico afloraban otra vez.

Al cabo de dos o tres minutos oí que el carruaje salía de la cochera de la esquina y se acercaba a la casa. Era enorme y negro, un carruaje cerrado tirado por dos caballos fuertes y robustos.

Teddy Blake tensó las riendas para detener el carruaje justamente frente a mí. Tenía el cabello desordenado; en el rostro podían verse las marcas del sueño. Se había vestido a toda prisa y la capa le colgaba torcida sobre los hombros. Angie me abrió la puerta y me ayudó a subir. Teddy dio un grito a los caballos y chasqueó las riendas. Estábamos en camino.

—¿No puede ir más rápido? —dije.

—Tranquila, querida. Llegaremos. Sólo son las seis y media. No vamos a tardar más de veinte minutos en llegar a los Robles.

—Está concertado para las siete.

—Lo sé.

—Haré razonar a Derek. Detendré esto.

—Espero que puedas.

—Es culpa mía, Angie. Todo esto es culpa mía.

—No debes decir eso —dijo—. No creo que hayas querido ser infiel a Jeff. Creo que fue algo que no pudiste evitar. Ahora lo comprendo porque amo a Kyle.

—Traté de no verle.

—Sé que lo intentaste, querida. Pero fue inevitable. Ahora me doy cuenta.

—Cómo quisiera que Teddy se diera un poco más de prisa.

—Pobre. Se había vuelto a acostar después de que Kyle se fuera. Tuve que sacarle de la cama, y estaba tan desnudo como cuando llegó al mundo. ¡Se puso tan colorado! Me quedé allí de pie mientras se vestía, golpeando el suelo con mis zapatos y diciéndole que se diera prisa. Llegaremos.

Me recosté contra el almohadón de cuero y miré por la ventanilla mientras el carruaje atravesaba calles oscuras y angostas, meciéndose un poco al saltar en el empedrado. Atravesamos una plaza donde hombres con delantales marrones de cuero estaban instalando carros de verduras. En el suelo habían puesto pequeños braseros negros, y las llamas ardían como brillantes flores anaranjadas que se agitaban con la brisa. Seguimos nuestro camino por otras calles oscuras, cada vez más cerca del puerto.

Percibía el olor del aceite, el alquitrán, el agua salada. Parecía que nunca íbamos a salir de la ciudad.

La tranquilidad me había abandonado. Estaba tensa, nerviosa.

Quería gritar al conductor, decirle que se diera prisa, que se apresurara a pesar de que íbamos todo lo rápido que el irregular empedrado nos permitía. Angie me cogió la mano. Oí el ligero crujido de sus faldas de tafetán celeste.

—Ya casi estamos fuera de la ciudad —dijo—. Podrá conducir mucho más rápido cuando hayamos salido de estas estrechas calles. Trata de estar tranquila, querida.

—Me siento como si estuviera a punto de estallar.

—Lo sé.

—¿Qué… qué pasará si no llegamos a tiempo?

—Llegaremos —me aseguró.

—Derek me escuchará. Tiene que escucharme.

—Me imagino que lo hará.

—Odia… odia matar. Me lo dijo. Tuvo que matar a un hombre una vez. El hombre que le dejó la cicatriz. Jamás pudo perdonarse por haberle quitado la vida, y ahora… ahora va a coger una pistola y…

—Trata de no pensar en eso. Trata de serenarte.

—Ya deben estar allí. Kyle será el segundo de Jeff, y… y me imagino que Derek tendrá a uno de sus hombres. Seguirán las reglas. Reglas. Qué tonterías tener reglas. Van a tratar de matarse.

—Dentro de pocos minutos estaremos allí —dijo.

Me apretó la mano con fuerza y se recostó contra el almohadón. El carruaje se mecía mientras las ruedas pasaban rápidamente por la tierra seca e irregular. Por fin salimos de la ciudad. El carruaje tomó velocidad. Íbamos bordeando un canal. Había olor a tierra mojada. Aquí la niebla era más espesa. Los árboles parecían tomar la forma de oscuros fantasmas que emergían de la grisácea niebla que formaba remolinos en el aire. Nos desviamos hacia el interior, alejándonos del canal. Estaba aclarando.

—Teddy conoce el lugar, ¿verdad?

—Todos conocen los Robles.

Pasaron siglos antes de que el carruaje por fin se detuviera.

Angie y yo bajamos. Estábamos al principio de un enorme campo rodeado de gigantescos robles. Los otros dos carruajes estaban allí, disimulados por la niebla que aún no se había despejado. El cielo todavía estaba gris, y trémulos rayos de pálida luz amarillenta se desparramaban sobre el campo donde cinco hombres se hallaban de pie, juntos. Me sentía tan nerviosa que casi no podía evitar temblar. Angie volvió a cogerme la mano y la apretó.

—Tranquila, tranquila, querida. No debes perder la calma.

—Gracias a Dios que todavía no han empezado.

Los hombres se separaron: dos caminaron en una dirección, dos en la otra. El quinto hombre hizo un gesto con la cabeza y se colocó de pie debajo de uno de los robles. Ninguno de ellos había levantado la vista, aunque debieron haber oído llegar el carruaje.

A medida que nos íbamos acercando comencé a distinguir los rostros. Jeff y Kyle hablaban mientras Jeff se sacaba la capa.

Derek estaba de pie junto a uno de los contrabandistas, examinando tranquilamente la pistola, apuntando, sopesándola. El quinto hombre llevaba un abultado maletín negro en la mano, y supe que ése debía ser el médico que Jeff y Kyle habían ido a buscar cuando salieron de casa. La niebla se había convertido en una fina neblina que se iba disipando a medida que el sol se iba haciendo más fuerte.

Angie me soltó la mano. El corazón me latía enloquecido.

Corrí hacia Derek por esa hierba que aún estaba húmeda; la niebla se iba abriendo a mi paso. La brisa agitaba mi vestido azul, que se levantaba y dejaba ver las rojas faldas de abajo. Tropecé y casi perdí el equilibrio, y Derek levantó la vista. No parecía sorprendido ni disgustado; aquellos ojos grises no revelaban nada. Dijo algo a su segundo, y el hombre se alejó unos pasos, molesto. Cuando llegué hasta él, Derek bajó la pistola que había estado examinando.

—No deberías haber venido, Marietta.

—Tenía que venir. Tenía que impedir que lo hicierais.

—Es un poco tarde para eso —dijo secamente.

—Jeff no quiso entrar en razón. Traté de persuadirle de que olvidara esta… esta locura, pero no quiso escucharme.

—Y crees que yo sí.

—Tienes que hacerlo, Derek.

—Faltan menos de cinco minutos, Marietta. Será mejor que te apartes.

Estaba increíblemente desinteresado, como si todo esto no fuera más que un asunto bastante tedioso que trataría de soportar junto con el aburrimiento que implicaba. No podía convencerle.

Lo comprendí en seguida. Estaba tan decidido a llegar hasta el final como Jeff.

—Por favor, Derek —murmuré—. Te lo suplico.

—Hace unos minutos, poco antes de que llegaras, nos dieron la oportunidad de anular el duelo. Ninguno de los dos quiso hacerlo.

—Todavía puedes anularlo. Puedes negarte…

Me miró con esos ojos grises, aburridos, y comprendí que sería inútil seguir hablando. Sentí una horrible sensación de vacío dentro de mí. Había perdido. Derek frunció el ceño, me dio la espalda e hizo una seña a su segundo. Cuando el hombre se acercó, me fui; comencé a caminar por esa hierba húmeda y a través de la niebla como si estuviera en un sueño. Casi no me di cuenta de que Angie me cogía el brazo y me conducía hasta uno de los robles. Nos quedamos de pie allí, debajo de una de las pesadas ramas, y me rodeó la cintura con un brazo.

—Trata de levantar el ánimo, querida —dijo serenamente.

—No quiso escucharme.

—Dentro de unos minutos todo habrá terminado. Hay tanta niebla que es probable que los dos fallen. Todo va a salir bien.

Sacudí la cabeza. Estaba aturdida, y gracias a Dios seguía teniendo la sensación de estar en medio de un sueño. Miré a los dos hombres que se acercaban y cruzaban el campo. Uno vestido de marrón, con el cabello color arena despeinado por la brisa; el otro, con pantalones azul oscuro y camisa blanca, caminaba con gesto aburrido. Cada uno tenía una larga y mortal pistola en la mano. La niebla se iba disipando rápidamente, aunque lo árboles que rodeaban el campo estaban aún envueltos en sombra.

Se encontraron. Se dieron la espalda, y luego una voz sombría comenzó a contar los pasos. Uno, dos, tres, y se iban separando Cuatro, cinco, seis, y la distancia entre ellos iba aumentando, y me preguntaba por qué era Kyle quien contaba los pasos y no el segundo de Derek. ¿Lo habrían echado a suerte? ¿Habría alguna diferencia? Una fuerte ráfaga de viento barrió el campo y disipó casi por completo la niebla. Arriba, las ramas de los robles se lamentaban; barbas de musgo se agitaban con la brisa. Diez pasos, faltaban diez. Luego se enfrentarían, dispararían, y uno de ellos moriría. Estaba segura de eso. Lo sentía en cada fibra de mi ser.

Dieciséis —gritó Kyle—. Diecisiete, dieciocho.

Amaba a los dos, a cada uno de una manera diferente, y por mi culpa uno de ellos iba a morir. No podía hacer nada, nada, y sacudí la cabeza cuando el brazo de Angie me apretó la cintura.

Era real, real, y no un sueño. Kyle gritó los últimos dos números, y los hombres se volvieron para enfrentarse otra vez; ahora los separaban cuarenta pasos, y cada uno levantó su pistola. Hubo una explosión ensordecedora y nubes de humo. Una mancha color rojo brillante brotó de la blanca camisa de Derek; se tambaleó hacia atrás, apretando aún la humeante pistola.

Me solté bruscamente de Angie. Crucé el campo corriendo hacia Derek, y él se quedó allí, de pie, con esa misma mirada aburrida en los ojos mientras la mancha roja iba extendiéndose por su hombro. ¡El médico! ¿Dónde estaba el médico? ¿Por qué no venía corriendo con su abultado maletín negro? El color había abandonado el rostro de Derek. Estaba pálido. Se volvió a tambalear, y por un momento se inclinó hacia un lado antes de recuperar el equilibrio. Le cogí por el brazo. Él lo apartó violentamente y me miró con fría hostilidad.

—Todo ha terminado —dijo.

—¡Estás herido!

—Es una herida sin importancia. La bala me ha atravesado el hombro. Todo ha terminado, Marietta. Mi barco parte esta tarde. Ve con él ahora.

—Te vas… sin mí. No puedes…

—Se está muriendo, Marietta. Le apunté al hombro. Su bala me hirió en el preciso instante en que apreté el gatillo. La mía le atravesó el pecho. Se está muriendo. Me has hecho matar a un hombre. Tú me has llevado a eso. No tenemos nada más que decirnos.

—Derek…

—¡Ve con él!

Mientras se volvía para alejarse a grandes pasos, recibí el impacto de lo que acababa de decirme. Estaba tan aturdida cuando me dijo que se iba, que casi no oí lo que siguió, pero ahora era como si una flecha me atravesara el corazón. Grité y corrí enloquecida hacia donde Kyle y el médico se habían abalanzado sobre Jeff. Los aparté y caí de rodillas para cogerle en mis brazos.

Me miró con ojos confundidos.

—¿Marietta?

—Aquí estoy, Jeff.

—¿Eres tú? ¿Marietta?

—Aquí estoy, querido. Aquí estoy.

Sonrió con aquella sonrisa inocente.

—Eres tú. Me has dicho querido. Ha sido una imaginación, ¿verdad? Debo haberlo imaginado.

—No, querido. Mi querido.

—Lo has dicho otra vez —murmuró.

—Claro que sí.

—Quisiera… —Las palabras casi no se oían.

—¿Qué?

—Quisiera haber sido yo.

Le cogí entre mis brazos y lo estreché contra mí. Apoyó la cabeza en mi hombro y me miró con aquella sonrisa que aún se dibujaba en sus labios. Tenía el rostro muy pálido y húmedo. Le aparté un mechón de cabello de la frente y apoyé una mano en su mejilla. Sentí cómo el calor abandonaba su cuerpo, cómo el frío le iba invadiendo, y comprendí.

Levanté la vista y miré al médico. Movió la cabeza. No podía hacer nada. Él y Kyle habían retrocedido unos pasos y Kyle estaba abrazado a Angie. Había lágrimas en las mejillas de ella.

Jeff se estremeció. Le abracé con más fuerza.

—Si tan sólo hubiera tenido más dinero —dijo. Era poco más que un susurro—. Ese día… todo habría sido diferente. Si tan sólo… él hubiera perdido y tú hubieras sido mía y…

Comprendí que hablaba de la subasta. Le acaricié la mejilla.

—Soy tuya, querido —dije—. Eso lo sabes. Vas… vas a ponerte bien. Nos vamos a casar. Vamos a ser muy, muy felices…

—¿Marietta?

—Estoy aquí, Jeff.

—¡No te veo!

—Querido…

—¡No me dejes!

—Nunca. Nunca voy a dejarte.

Se aferró a mí con increíble fuerza y me miró con ojos que ya no veían. Tosió. Fue una tos ronca, seca, que le hizo sacudir todo el cuerpo. Le sostuve, estrechándole junto a mí, y cuando dejó de toser parpadeó y me miró de reojo con una mirada llena de alegría. Me reconoció.

—No te has ido —murmuró.

—Todavía estoy aquí, querido.

—Te amo. Siempre te he amado.

—Yo también te amo, querido.

Parecía confundido.

—¿De veras?

—Sí, Jeff. Te amo.

Vi la felicidad en sus ojos; trató de decir algo más, pero no pudo articular las palabras. Frunció el ceño y luego se aferró a mí con una fuerza desesperada, tratando de hablar. Sus ojos se quedaron sin luz. Los brazos que se habían estado aferrando a mí cayeron sin fuerzas. Le abracé contra mi pecho y le mecí suavemente en mis brazos mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. Jeff había muerto.