Tal vez hoy fuera el día. No quedaba mucho tiempo.
Aunque él no lo había dicho, yo sabía que el barco para Inglaterra partiría de Nueva Orleans el lunes, y sólo faltaban cinco días. No había hablado de ello, no había hecho ninguna alusión a que pensaba llevarme con él, pero en lo más profundo de mi corazón yo sabía que eso era lo que planeaba. Tal vez hoy no me lo iba a decir. Todo sucedería con la mayor naturalidad. Simplemente me diría que iba a partir con él, y que debía iniciar los preparativos. Era muy probable que ya me hubiera comprado el pasaje.
Me amaba. Después de tanto tiempo lo había dicho, y aunque no lo había repetido, me había dado pruebas de su amor de otras mil maneras. Derek no era un hombre comunicativo, pero no podía esconder totalmente sus emociones detrás de esa dura coraza. Cada vez que le veía se traicionaba con una mirada, una palabra, un gesto. Me amaba, y cuando se fuera a Inglaterra yo estaría con él. Él obtendría su herencia, ocuparía su lugar en la aristocracia, y yo sería su esposa. ¡Qué tonta había sido al pensar que mi origen podría ser un obstáculo! Él no haría caso de la opinión de sus parientes. Los despreciaría tanto como a sus vecinos de Carolina.
Aceleré el paso. Eran más de las dos de la tarde, y hacía sólo unos minutos que Kyle me había dejado frente a la tienda de Lucille. Iba a volver a las cinco. Derek y yo tendríamos casi tres horas para estar juntos en ese soleado apartamento, donde hablaríamos y deliberadamente evadiríamos la ida al dormitorio, la retrasaríamos para saborear la anticipación. Luego me miraría con esos ojos adormecidos, le regalaría una sonrisa y haríamos el amor. Derek expresaría con su cuerpo, su carne, todas aquellas cosas que resultaban tan difíciles de expresar con palabras. De mala gana, yo volvería a la tienda de Lucille, y Jeff no se enteraría de nada.
Probablemente estaría toda la tarde en su despacho, revisando los libros en un supremo esfuerzo por hacerlos cuadrar. Aún no me había confiado qué problema le atormentaba, pero tenía el rostro serio cuando trabajaba. No se preocupaba en lo más mínimo por todas las visitas a la tienda de Lucille. Por el contrario, parecía complacido de que yo pensara renovar el guardarropa y dedicara tanto tiempo a eso. Creo que le hacía sentirse menos culpable por verse otra vez con Corinne.
Jeff no había vuelto la noche del baile, no había regresado hasta casi al mediodía siguiente. Me dijo que aquella noche Corinne había tratado de ingerir un frasco de láudano, y que él tendría que ir rompiendo la relación muy lentamente, pues de lo contrario esa tonta iba a hacer una locura. Me daba cuenta de que se sentía halagado de que ella hubiese llegado a tales extremos. Fortalecía su ego, le hacía sentir valiente. Se había mostrado afable y cariñoso como nunca durante las últimas dos semanas y media, como si quisiera reparar la reincidencia. Pero el hecho era que había vuelto a verla con regularidad, y nosotros no habíamos acudido a nuestra «cita». Jeff no se imaginaba qué alivio sentía yo por eso.
Tendría que decírselo pronto, claro. No iba a ser fácil, pero trataría de comunicárselo con la mayor suavidad posible. Había sido una locura pensar en casarme con él. El ver de nuevo a Derek me había hecho comprender aún con más claridad que jamás podría darle a Jeff el amor y la entrega total que merecía. Cuando me hubiera ido, él encontraría alguien, alguien que pudiera consagrarle toda la devoción a la que tenía derecho. Se sentiría lastimado, claro, pero me decía a mí misma que con el tiempo sería mucho más feliz.
Seguí caminando por la calle mientras la falda de mi vestido de seda se agitaba con la brisa que refrescaba el aire y lo mezclaba con el sabor de la sal. Era un día hermoso. El cielo era de un celeste claro inundado de sol, un sol plateado que arrojaba vacilantes rayos de luz sobre el marrón amarillento de las paredes. La ciudad parecía estar rebosante de vida, los colores se hacían más brillantes, los sonidos eran más fuertes; el letargo habitual se había convertido en una atmósfera de alegría sin límites.
Me sentía joven y radiante. Me sentía otra vez como una niña, y todo por la alegría que iba creciendo dentro de mí. Jamás había pensado que volvería a sentirme así. Doblé una esquina. Ya estaba cerca del lugar donde vivía Derek. A ambos lados de la calle había carros con flores atendidos por alegres ancianas envueltas en desteñidos chales que animaban a la gente a comprar. Había caléndulas doradas, crisantemos amarillos, pálidas lilas, azaleas color grana. A esto se sumaba el marrón de las paredes de piedra. La gente iba y venía, se detenía para mirar, para regatear precios. Un perro moteado movía la cola y ladraba a todo pulmón. Una mujer negra, robusta, con un almidonado vestido azul y un pañuelo blanco en la cabeza, caminaba resueltamente llevando de la mano a dos hermosas niñitas con largos rizos de oro.
No le había dicho nada a nadie de estas visitas, ni siquiera a Angie. Ella estaba metida en su propio romance, pues Kyle había realmente caído vencido la noche del baile, y, ante el horror y el placer de Angie, le dijo que pensaba casarse con ella, aunque sólo fuera para enseñarle a comportarse. A Angie la idea le parecía descabellada, pero día a día iba empezando a acostumbrarse. Ese pequeño gorrión agresivo se estaba convirtiendo rápidamente en una criatura dócil y delicada. Angie no sospechaba la verdadera razón de mis visitas diarias a la tienda de Lucille, e incluso la propia Lucille no hacía preguntas. Sabía que yo utilizaba su tienda como un pretexto, y lo aceptaba con fría sofisticación.
Al llegar a la puerta negra de hierro forjado la abrí y entré a ese enorme patio bañado de sol, con baldosas azules de pizarra, y con aquella fuente de la que no dejaba de salir agua. Había edificios a ambos lados y al frente, todos festoneados con dos pisos de balcones de hierro muy trabajado. Una cacatúa blanca con un copete muy brillante se contoneaba inquieta sobre un esbelto columpio amarillo que colgaba de una de las palmeras enanas, y graznó enfurecida cuando saqué la llave del bolso y la introduje en la cerradura. La casa de Valjean estaba en el piso de abajo. Eran habitaciones amplias, lujosas, con todas las comodidades.
—¿Derek? —llamé al entrar.
—Estoy aquí. En la sala de estar.
Me acerqué a la puerta, sonriendo. Derek estaba sentado en uno de los sillones de terciopelo color tostado, bañado por el sol que entraba por las ventanas situadas detrás de él. Estaba despeinado y tenía ojeras. Sabía que había hecho una entrega la noche anterior, y sospechaba que acababa de levantarse de la cama. Las cortinas color coral se hinchaban como olas con la brisa que entraba en la habitación. Se quedó cómodamente sentado en la silla, mirándome con esos ojos grises soñolientos.
—Qué galante eres —dije a modo de comentario—. Un caballero debe levantarse cuando una dama entra a la habitación.
—No soy un caballero.
—Me siento muy feliz de que te alegres tanto de verme.
—Me alegro de verte —dijo.
—¿De veras?
—Estoy cansado. He vuelto a las cinco de la mañana.
—Tal vez sería mejor que me fuera —dije en tono de broma.
—No estoy tan cansado.
Cómodo, con una pierna apoyada sobre el brazo del sillón, me examinaba con lánguida apreciación. Mi vestido turquesa era nuevo, de una bonita seda, y sabía que me quedaba muy bien con el color cobrizo de mis cabellos. Las enaguas que llevaba abajo combinaban distintos tonos de verdes y azules. A Derek le gustaba mi aspecto. Me alegraba de haber elegido cuidadosamente el vestido y de haberme peinado con tanto esmero. Quería estar atractiva para él. Me contemplaba ocioso; los párpados le pesaban, y aquellos ojos grises se hicieron más sombríos con el deseo. Luego frunció el ceño y apartó la mirada, casi como si se reprochara a sí mismo el desearme.
Yo le comprendía muy bien. Derek me amaba, pero a su pesar.
No sospechaba sentirse esclavo de las emociones que yo despertaba en él. Le hacían sentir vulnerable, y para Derek eso significaba debilidad. Algún día cuando ocupara el lugar que le correspondía en el mundo, cuando estuviera en paz consigo mismo, aprendería a aceptar esas sensaciones. Yo estaba dispuesta a ser paciente. Contra su voluntad o no, me amaba, y por el momento eso era lo único que importaba.
—Has pasado una mala noche —dije.
—Ha sido mala.
—¿Ha pasado algo?
—Cuando veníamos con la barca por el pantano nos encontramos con una patrulla española. Hubo disparos. Uno de mis hombres está herido. Esquivamos la patrulla, pero Peters casi se desangró en la barca antes de que pudiera verle un médico.
—¿Pasan con frecuencia este tipo de cosas?
—Es un trabajo arriesgado. He visto morir a muchos hombres. Yo mismo tuve que matar a uno. Por eso tengo esta cicatriz. El que me la hizo quería cortarme el cuello. Tuve que clavarle un puñal.
—Debió ser horrible.
—A algunos hombres les resulta fácil matar. No soy uno de ellos. Lo tendré sobre la conciencia por el resto de mi vida.
—¿A pesar de que quiso matarte?
—Jamás mataré a otro hombre, por el motivo que fuere.
Se levantó y caminó hasta el aparador para servirse una copa de coñac de la botella de cristal. Se apoyó contra el aparador y clavó la vista en la copa que tenía en la mano, como tratando de decidir si beber o no.
—Ha sido la última —dijo.
—No entiendo.
—La última entrega. Esta noche he dejado el contrabando. Mi negocio en Nueva Orleans ha concluido.
—Siempre lo has detestado, ¿verdad?
—Significaba dinero.
—Y ahora tienes todo el que necesitas.
—Ahora tengo todo el que necesito. Ya no habrá más viajes en barca por los pantanos en medio de la noche, no más peleas con subalternos codiciosos que quieren hacer ganancias extras, no más negociaciones a oscuras con clientes nerviosos que siempre piensan que los estás engañando.
—Nunca me has dicho cómo empezaste en el contrabando.
—Hay muchas cosas que no te he dicho, Marietta.
—No quise ser entrometida.
—Antes de empezar con el contrabando, firmé un contrato con un hombre que se dedicaba al tráfico de esclavos. Le encontré en Charles Town, poco después de haber perdido la plantación. Él necesitaba alguien que fuera su mano derecha. Acepté el trabajo. Navegamos hacia África. Vi cosas que espero no volver a ver. Me hicieron cambiar por completo mis ideas sobre la esclavitud. En el viaje de vuelta, desembarcamos en Martinica. Dejé el barco, cogí el oro que me correspondía y me fui. Juré no volver a tener esclavos.
Permanecí en silencio mientras recordaba a Cassie y a Adam.
También Derek pensaba en ellos. Me di cuenta. Me miró con rostro severo.
—Comencé a entender por qué ayudaste a escapar a esos dos. Entonces te odié por lo que hiciste, pero después de navegar en ese barco de esclavos… —Dejó la frase sin terminar.
—Me pregunto qué les habrá pasado —comenté con voz serena.
—Supongo que Adam habrá encontrado trabajo en las fundiciones. No vivirá mejor de lo que vivía en Carolina, pero al menos es un hombre libre. Gracias a ti. Fuiste muy valiente, Marietta.
—Me ayudaron.
—Elijah Jones. Siempre supe que él estaba complicado a pesar de que nunca pude probarlo. Los hombres como Jones se encargarán un día de poner fin a la esclavitud. Y yo estaré de su lado.
Hubo un momento de silencio mientras ambos pensábamos en el pasado; luego Derek bebió su coñac, dejó la copa vacía y cruzó los brazos.
—En Martinica me encontré con Valjean —me dijo—. Así es como empecé con el contrabando. No ha sido un trabajo agradable, pero es mucho mejor que el tráfico de esclavos.
—Y ahora volverás a Inglaterra —dije.
Asintió con la cabeza. Esperé. No dijo nada sobre llevarme con él. Me acerqué a una de las ventanas, retiré con la mano la cortina color coral y miré los jardines. Me negaba a dudar. Claro que iba a llevarme con él. Yo significaba tanto para Derek como él para mí. No debía permitir que las dudas me acosaran.
—Venceré —dijo.
—Estoy segura de que así será.
Me aparté de la ventana y dejé que la cortina volviera a su lugar.
—He trabajado muy duro durante mucho tiempo, pero al fin tendré la recompensa. Me puse en contacto con mi abogado en Londres, he estado en contacto con él todo el tiempo. Por fin logró verificar los documentos que prueban que mi padre se casó con mi madre. Le costó mucho tiempo, y aún más dinero, pero finalmente consiguió la prueba que necesitamos.
—Una vez me dijiste que tu tío tenía un grupo de hombres muy astutos que trabajaban para él. Dijiste que habían logrado mantener el asunto fuera del tribunal. ¿No tratarán de hacer lo mismo esta vez?
Derek sonrió con amargura.
—Lo intentarán, pero esta vez tengo el dinero para pelear. Ahora ya podré sobornar a los jueces. Puedo dar dinero a suficientes personas como para asegurarme de que llegue ante los magistrados.
—Entiendo.
—Es un mundo corrompido, Marietta. Incluso aquellos que están al lado de la razón deben admitir la corrupción e hincarse ante ella. He tardado diez años, pero al fin veré que se hace justicia.
—¿Y después te sentirás satisfecho? —pregunté.
—Me sentiré satisfecho.
—Espero que así sea, Derek. Espero que puedas empezar a vivir.
—¿Qué quieres decir con eso?
—No… nada. No he querido decir nada.
—No soy una persona muy agradable, ¿verdad?
—No he querido decir…
—Soy frío, reservado, totalmente insensible. Lo sé. Me lo han dicho muchas veces. Mi herencia ha sido una obsesión para mí. Me ha dado la forma y me ha llevado a ser la persona que soy, y esa persona no es agradable, no es gentil, no se levanta cuando tú entras en la habitación.
—Derek…
—Y a pesar de todo dices que me amas. Eres una tonta, Marietta. Te traté vilmente en Carolina, te maltraté, te eché de mi lado en un momento de furia. Y a pesar de todo estás aquí, pidiendo más. No lo entiendo.
Me miraba con ojos casi enojados. Aún estaba apoyado contra el aparador, con los brazos cruzados. Los pantalones de pana color beige se le adherían a las piernas, y la camisa blanca de batista era tan transparente que podía ver la piel debajo. ¿Por qué?, me preguntaba. ¿Por qué debía ser malhumorado y enigmático, y no de otra manera? ¿Por qué debía ser el único capaz de agitar estas temblorosas emociones dentro de mí? Yo no lo entendía, pero era así y no podía hacer nada.
—Eres hermosa —dijo, y fue como una acusación—. Eres la mujer más hermosa que he visto en mi vida, y me hechizaste como una bruja.
—¿De veras?
—Quise olvidarte. Lo intenté. Quise odiarte, y durante un tiempo pensé que te odiaba de verdad. Las otras mujeres… las castigaba, las trataba con odio, sin piedad. Te estaba castigando a ti.
—¿Porque te arruiné?
—Porque no podía olvidarte. Cuando te vi aquella primera noche a la luz de la luna, como en un sueño, vestida con terciopelo, luciendo diamantes, como una bruja, sentí deseos de estrangularte.
—Pero enviaste la llave.
—Y cuando no viniste, te maldije. Me dije a mí mismo que me alegraba, me dije que había sido un tonto al haber mandado la llave. Pasaron tres semanas, y comprendí que ya no podía seguir alejado de ti. Comprendí que la única manera de liberarme de tu hechizo era acostándome contigo y probándome a mí mismo que lo que sentía era algo puramente físico.
—¿Y ahora?
—Ahora es peor que nunca.
Derek caminó hasta mí y me cogió los brazos mientras me miraba a los ojos. Los suyos estaban oscuros, llenos de amor y una furiosa resignación. Durante un largo rato estuvo mirándome de reojo, y luego sacudió la cabeza, vencido.
—Supongo que tenía que ser así —dijo.
—Supongo que sí.
Inclinó la cabeza hacia un lado. La blanca y dentada cicatriz se movió cuando él separó lentamente los labios. Se agachó y rodeó mi boca con la suya, y la atrapó en un beso dulce, mientras sus labios se movían con una lenta y sensual deliberación que hacía que mis sentidos flotaran dando vueltas en el aire. Sus brazos me envolvieron, me acerqué aún más a él e incliné la cabeza hacia atrás mientras su boca invadía lentamente la mía. Los músculos de sus brazos se pusieron más y más tensos, hasta que pensé que mis huesos iban a astillarse. Y era feliz, abrazada a él.
Fue deslizando los labios hasta mi garganta, esos labios firmes, tiernos, suaves. Le pasé una mano alrededor del cuello, enredé los dedos entre esos oscuros mechones y me recosté contra su brazo mientras él clavaba sus labios entre mis pechos. Sentí que una dulce y líquida tibieza me recorría el cuerpo como miel que cae en un panal, y también sentí el hormigueo de aquel agradable dolor cuando la flor de mi pasión se fue abriendo, pétalo a pétalo, floreciendo dentro de mí con la proximidad de este hombre, su tacto, su perfume.
—Hermosa —dijo.
—Me alegro.
—Mía. Mía todavía.
—Sí.
—Más que antes. Mía.
—Tuya, Derek.
—Tenía que ser. Tenía que ser así.
Derek me levantó en sus brazos y me llevó por el corto pasillo hasta el dormitorio. Era pequeño, íntimo, y sólo algunos tenues rayos de sol entraban por las rendijas de las persianas cerradas.
Algunas sombras grises azuladas acariciaban las blancas paredes de yeso. La cama y el tocador eran de roble dorado; el espejo, de un oscuro azul plateado. Una colcha de brocado, pardo intenso, cubría la cama. Al dejarme, Derek se arrodilló para quitarme los zapatos y las medias. Cuando las tiró a un lado cayeron al suelo como bolsas de humo. Se levantó, me levantó a mí y me rodeó con sus brazos mientras desprendía los pequeñísimos e invisibles corchetes en la espalda del vestido. Yo flotaba sumida en confusas sensaciones. Derek dio un paso atrás, bajó lentamente la parte superior del vestido y se agachó para deslizarlo sobre las faldas verdes y azules de mis enaguas. Yo temblaba mientras los últimos pétalos se iban abriendo; la pasión había florecido dentro de mí, vibrante, tierna, y ahora quería ser arrancada.
Derek me desnudó como si estuviera desenvolviendo un hermoso regalo, sin prisa, saboreando el placer con anticipación. Bajó los tirantes de la enagua, liberó los pechos y los acarició lentamente antes de bajar la enagua por las caderas. Cuando por fin terminó, cuando toda mi ropa estuvo desparramada sobre la dorada alfombra y yo me quedé completamente desnuda, me volvió a besar mientras me envolvía entre sus brazos. Dejé que mis manos recorrieran su espalda y sentí los músculos y la tibia piel debajo de la transparente tela.
—Bruja —dijo.
—Tuya.
—Debería librarme de ti.
—No lo harás.
—Quisiera. No puedo.
—Nos necesitamos —murmuré—. Sin ti… me falta parte de mi ser. Sólo vivo a medias. Y tú… tú sientes lo mismo por mí.
—Te odio.
—Es cierto.
—Te odio por lo que me hiciste.
Me recostó sobre la cama. Me tendí lánguida sobre la fresca y sedosa colcha. Él se sentó en el taburete frente al tocador y se quitó primero una bota, luego otra. Se levantó, se quitó la fina camisa blanca y la dejó caer al suelo. Se desabrochó los pantalones, los bajó, se los quitó, y él también quedó desnudo, una soberbia estatua que vibraba con vida, con deseo. Mientras se acercaba a la cama levanté los brazos. El colchón se hundió cuando Derek se arrodilló sobre mí. Le rodeé con mis brazos, y cambié de posición conforme él iba bajando. Y recibí todo ese peso, esa tibieza, temblando.
Me penetró con la suavidad del terciopelo, la fuerza del acero, y me elevé para unirme a él. Ahora éramos uno solo, ya no incompletos, juntos, como tenía que ser, las piernas y los brazos entrelazados, uno. Dejé que mis manos corrieran por sus hombros, la tersura de su espalda, sobre las nalgas, y lenta, muy lentamente, fue introduciéndose en mí, acariciándome mientras yo le acariciaba, y me vi inundada por olas de sensaciones que crecían y crecían cada vez más, y aquel dulce hormigueo y el dolor se hicieron más rápidos. Entonces me penetró con más fuerza, buscando ya el final, mientras la pasión crecía y las caricias se convertían en una furia desenfrenada.
Entró violentamente, y me aferré a él. Las olas se convirtieron en torrentes, enormes torrentes que se abalanzaban una y otra vez contra nosotros, golpeándonos, llevándonos hasta la cima.
Por un momento quedamos suspendidos en el éxtasis, con los sentidos destrozados, y en su garganta se ahogó un ronco grito mientras íbamos cayendo locamente y sin control.
Derek tembló. Le tuve varios minutos estrechado contra mí, agitada hasta la última fibra por aquel esplendor que se iba alejando lentamente, como la marea al bajar, y dejaba una estela de tibieza. Ninguno de los dos habló. Nunca lo hacíamos. Le acaricié el cabello, húmedo por el esfuerzo, y finalmente se retiró, y la unidad se rompió, y otra vez la invisible barrera estaba allí. Cerré los ojos y me quedé dormida. Cuando me desperté, Derek ya no estaba a mi lado. Su ropa había desaparecido. Se había vestido mientras yo dormía. Oí que estaba en la sala de estar, y también le oí servirse un coñac.
Pasaron veinte minutos antes de que yo fuera con él a la sala de estar. Estaba totalmente vestida y me había vuelto a arreglar el cabello. Derek estaba de pie frente a una de las ventanas, mirando al exterior. Aún tenía la piel un poco húmeda, y la fina camisa blanca de batista se le pegaba a la espalda y a los hombros. No se volvió cuando entré a la habitación. Era como si aquella maravillosa unidad no hubiese existido nunca. Cada vez que hacíamos el amor, parecía que le hubiese robado parte de su independencia.
Algún día se sentiría en paz consigo mismo y con su amor, pensé. Algún día me miraría con ojos llenos de amor, y aquella invisible barrera habría desaparecido para siempre.
Miré el reloj. Eran casi las cuatro y media.
—Tengo que regresar —dije.
Derek se volvió. No había expresión alguna en su rostro.
Titubeó por un momento antes de hablar.
—Tengo… tengo que salir mañana por la tarde, Marietta.
—¿Ah, sí?
—Toda la tarde —dijo—. No tiene sentido que vengas.
—Entiendo.
—Me… pondré en contacto contigo.
—¿Hay algún problema, Derek?
Frunció el ceño. Tuve la impresión de que me ocultaba algo.
Sentí un ligero temor dentro de mí. Lo contuve, sabiendo que no debía alimentarlo ni dejarlo crecer. Derek fue hasta el aparador para dejar la copa vacía. Era evidente que no quería responder a la pregunta. Era probable que fuera algo relacionado con el contrabando, me dije. Debía ser eso, y por tanto no podía discutirlo conmigo.
—Te veré pasado mañana —dije suavemente—. Ahora… de veras tengo que irme. Kyle pasará a recogerme a las cinco.
Derek asintió con la cabeza y me acompañó a la puerta. La abrió, y salí. Me siguió. Aún tenía un gesto enojado. Parecía indeciso sobre algo, como si no quisiera dejarme ir. Luego me atrajo hacia él y me besó una última vez. Trataba de decirme algo con ese beso. Esos labios que cubrían los míos parecían transmitir un doloroso mensaje que era incapaz de expresar con palabras.
Apartó la cabeza hacia atrás, sin dejar de rodearme con sus brazos, y me miró a los ojos.
—Adiós, Marietta —dijo con ternura.
Ninguno de los dos había oído abrirse la puerta de la verja.
Derek levantó la mirada al oír pisadas sobre las baldosas. De pronto su rostro se puso serio. Me soltó de golpe y se apartó hacia un lado. Me volví. Jeff caminaba hacia nosotros lentamente, con naturalidad. Una extraña sonrisa se dibujaba en sus labios.
—Pensé que podrías estar aquí —observó.
Me quedé quieta, como paralizada. No sentí la avalancha de emociones que esperaba. Después de aquel primer momento, sólo sentí una profunda tristeza, preocupada por Jeff, no por mí.
—Traté de convencerme de que realmente ibas a la tienda todos los días —dijo amablemente—. Me decía a mí mismo que era tonto concebir la menor sospecha, pero… verás… tenía que desterrar esa sospecha. Tenía que probarme a mí mismo que no te veías con él.
—Jeff…
—Sabía que estaba en Nueva Orleans, sabía que había venido al baile cuando yo estaba fuera, pero me decía a mí mismo que no serías capaz de hacer esto. Esta… esta tarde ya no pude contenerme. Por fin fui a la tienda de Lucille, y al no encontrarte tuve que venir aquí. Sabía que él estaba en la casa de Valjean. Pedía al cielo que no estuvieras aquí.
—Perdóname, Jeff. No… no quería lastimarte. Es… es algo que no pude…
Jeff me interrumpió con un gesto, y luego, como si yo no existiera, miró a Derek y movió la cabeza como saludándole.
—Creo que tendré que matarte —dijo.
—Un momento, Rawlins.
—¿Te parece bien mañana por la mañana? ¿En los Robles?
—¿Estás sugiriendo un duelo?
—Es la costumbre, creo.
—No pelearé contigo, Rawlins.
—¿No?
—Podemos arreglar esto de alguna otra manera.
—¿Tú crees?
—No quiero hacerte daño.
Jeff sonrió y sacudió la cabeza, amablemente, como si acabara de oír una broma sin gracia. Luego se acercó a Derek, dio impulso a su mano y golpeó la mejilla de Derek con un tremendo impacto. Me quedé sin aliento cuando vi que Derek caía hacia atrás, hacia la puerta. Cogí a Jeff por el brazo para tratar de apartarle. Me empujó hacia un lado como si yo fuera un insecto molesto y se quedó de pie esperando la reacción de Derek. Pasó un momento. Derek se levantó. La huella de la mano de Jeff ardía en su mejilla, pero el resto de su rostro estaba pálido como la muerte.
—No debiste hacerlo, Rawlins.
—¿Te parece bien a las siete? ¿Pistolas?
—Me parece bien.
—¡No! —grité—. ¡No permitiré que lo hagáis!
—Cállate, Marietta —ordenó Jeff.
—¡Los dos estáis locos!
Ninguno de los dos me prestó la menor atención. Se miraban fijamente. Derek estaba serio; con ojos grises, oscuros. Jeff parecía sumamente tranquilo.
—Te veré mañana, entonces. En los Robles —dijo Jeff.
Derek asintió con la cabeza. Jeff me cogió por la muñeca.
—Ahora nos iremos a casa —dijo—. Hasta mañana, Hawke.
—Hasta mañana —respondió Derek.