Angie llamó a la puerta y entró en la sala de estar. Giró lentamente para que pudiera admirar su vestido de tul color azul cielo; la amplia falda tenía pliegues con moños de terciopelo azul oscuro. Iba a ser su primer baile en el Palacio Rawlins, y estaba muy entusiasmada.
—Estás encantadora, Angie —le dije.
—Yo también pensaba lo mismo hasta que te vi a ti. Ese vestido… nunca he visto nada igual. ¡Debe de ser oro puro!
—Lucille ha hecho un buen trabajo —comenté.
—¡Pareces una reina! Pero estoy segura de que la reina no usaría un vestido tan escotado. Vestido de oro, collar de diamantes, un peinado soberbio… vas a marearlos. No podrán mirar a otra mujer en el salón.
—Tonterías.
—Estoy impaciente porque Kyle me vea. Voy a pasar delante de él con la cabeza en alto y voy a dejar que me vea bailando con todos. Esta noche puede ser la noche.
—Eso significa que todavía no…
—No me ha puesto una mano encima —dijo Angie, exasperada—. Pasamos mucho tiempo juntos, es cierto, desde aquella noche en que fuimos a buscar a Jeff, pero se ha portado como un perfecto caballero. Es gales, claro, y todos saben que estos estúpidos galeses son bastante torpes.
—No te desesperes, Angie. Ya se decidirá.
—Sólo quisiera que se diera un poco de prisa. Si quieres que te diga una cosa, creo que me estoy encariñando con él. Ningún hombre me había tratado así, como si yo fuera alguien especial y no simplemente una mujer que se usa y nada más. Cuando salimos juntos en el carruaje, o cuando vamos a pasear por los jardines, tiene la solemnidad de un predicador; no habla mucho, pero tengo la sensación de que el estar conmigo significa algo para él.
—¿Seguís discutiendo?
—Más que nunca. Me dijo que tenía que dejar de coquetear con los clientes, me dijo que tenía que moderar el lenguaje y dejar de prodigar ciertas palabras. Y yo le dije… bueno, no importa lo que le dije, ¡pero por un momento pensé que me iba a pegar! Creo que de veras le importo.
—Tal vez.
—Creo que él también está empezando a importarme a mí. Me hace sentir algo extraño, algo que no había sentido antes. Siento un hormigueo y un fuego en todas partes. Quiero molestarle, incitarle, y a la vez siento unas ganas locas de besarle. ¿Crees que me puedo estar enamorando?
—Eso es lo que parece.
—¿De un maldito gales grande como una montaña y alegre como un cementerio? ¡Por Dios!
—Estas cosas no siempre se pueden controlar —dije serenamente.
—Yo nunca he estado enamorada. No estoy segura de que me guste.
Angie sacudió la cabeza. Los plateados rizos le bailaban en los hombros. Parecía atemorizada y a la vez loca de contento mientras pensaba en la posibilidad, y luego suspiró para apartar momentáneamente sus pensamientos de Kyle. Me miró de cerca y una pequeña arruga de preocupación le cruzó la frente.
—¿Te… te sientes bien, Marietta?
—Claro que sí. Qué pregunta más tonta.
—No es tonta. Hay algo que te preocupa. Me doy cuenta.
—Estás imaginando cosas.
—Claro que no, querida. Te conozco. Hace tres semanas que estás nerviosa como un gato, inquieta, tensa, y ésa no es tu forma de ser. Además, estás distinta, como si estuvieras siempre pensando en otra cosa.
—¿Ah, sí?
—¿Es por Jeff? —preguntó.
—Jeff ha estado maravilloso. Pagó las cuentas de los vestidos. Estuvo atento y… muy cariñoso. Bebe mucho menos, y no sale por las noches desde aquella vez que tú y Kyle fuisteis a buscarle. Ni siquiera va a ver a Corinne. Supongo que debe estar furiosa.
—Entonces…
—Es por otra cosa, Angie.
—Y no quieres hablar de eso.
—No estoy segura.
—A veces ayuda, querida.
Vacilé sólo un momento, indecisa, y luego suspiré. Sabía que podía confiar en ella y que no podía guardármelo por más tiempo. Con la mayor serenidad posible, le hablé de mi encuentro con Derek. No había podido pensar en otra cosa desde la noche en que había sucedido, y me sentía aliviada de poder al fin compartirlo con alguien. Angie me escuchó sin dejar traslucir ninguna emoción, pero cuando por fin terminé emitió un prolongado silbido y me miró consternada.
—Ahora me explico por qué estabas tan nerviosa —dijo—. ¿Ha tratado de verte otra vez?
—Al día siguiente envió a un muchacho con un sobre dirigido a mí. Yo estaba casualmente abajo. Y Jeff, gracias a Dios, estaba en su despacho cuando el muchacho llegó. No había ningún mensaje, sólo una tira de papel con una dirección… y una llave.
—Si quieres saber mi opinión, ¡asquerosamente arrogante!
—Sé que esperaba que iba a acudir en seguida.
—Pero no fuiste, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Quise. Dios sabe que quise, pero… no puedo verlo otra vez. No debo. Las cosas ya están bastante mal.
—Todavía le amas. Eso está más claro que el agua.
—En el momento en que le vi, revivió en mí todo el pasado. Traté de disimularlo, traté de mantenerme fría e indiferente, pero… él se dio cuenta en seguida. Cada noche espero que entre aquí y exija saber por qué no uso esa llave. Me aterroriza pensar que Jeff pueda enterarse de que Derek está en Nueva Orleans.
—No le caería muy bien —dijo Angie.
—Tengo que pensar en Jeff. Le… debo tanto… Amo a Derek, pero sé que eso nunca conduciría a nada. Pronto se irá a Inglaterra. Ahora tiene dinero. Podrá hacerse con su herencia por vía legal, tener un título y una soberbia mansión, y todas las cosas que tanto significan para él. En cuanto haya recuperado su lugar dentro de la aristocracia, se casará con alguien de su misma clase. En su vida no habrá lugar para una persona como yo.
—Te entiendo.
—Podría pasar algunas semanas con él, sí, pero eso me haría sentir peor cuando se fuera. Jamás podré olvidarle, por lo menos del todo, pero no puedo arriesgarme a destruirlo todo sólo… sólo por unas semanas.
—Eso es muy sensato.
—No ha sido fácil —dije—. No sabes cuánto deseé arrojar de mí la prudencia. Tengo que ser sensata. Tengo que ser fuerte. Si me dejara llevar por la tentación, equivaldría a un desastre. Me temo que Jeff tiene ciertos problemas económicos. A mí no me lo explica, pero sé lo suficiente como para darme cuenta de que podría tratarse de algo serio. He sido fiel a Jeff desde un primer momento, y si ahora traicionara su confianza y él llegara a saberlo…
Dejé la frase en el aire. Angie comprendió. Se hizo un largo silencio mientras nos mirábamos, y después suspiré cansada. Me sentía mucho mejor después de habérselo contado, y se lo dije.
Hizo una mueca y me apretó la mano.
—Todo saldrá bien —me prometió.
Angie fue abajo para desfilar con su vestido delante de Kyle, y yo entré en el dormitorio para mirarme al espejo por última vez. El vestido era perfecto, sencillo, con estrechas mangas que dejaban ver los hombros; el ceñido talle dejaba al descubierto parte de los pechos; la falda era como una campana que caía sobre la armadura que había debajo, pero sin volantes; sin moños. El dorado le daba a mi cabello una sombra de cobre más intensa, más profunda, y los diamantes resplandecían con un brillo de luces. Tenía un aspecto tranquilo y sereno; sin embargo, la tensión por la que había pasado era aún reconocible si me miraban con detenimiento. La piel de mis mejillas estaba tensa, y tenía dos tenues marcas violáceas debajo de los ojos.
Suspiré y di la espalda al espejo. Ahora iba a sonreír, iba a ser cortés. Iba a bailar con todos los hombres y a charlar amablemente, y nadie sospecharía siquiera la agitación que había dentro de mí. Descargarme con Angie me había hecho mucho bien. Me sentía más fuerte, más decidida. Después de haberlo expresado con palabras todo parecía más claro, menos confuso. No volvería a ver a Derek. Había resistido la tentación hasta ahora, y seguiría resistiéndola. Él se iría pronto. Si hubiese pensado en tomar algún tipo de medida agresiva, seguramente ya la habría tomado.
Había enviado la llave, había esperado que yo fuera. Yo no había ido. Tal vez él pensaba dejar las cosas como estaban. Yo esperaba que así fuera. Lo esperaba fervientemente.
Salí de mi habitación y fui abajo. Descendía lentamente por la ancha escalera blanca. Todavía faltaba un cuarto de hora para que empezaran a llegar los invitados, y el vestíbulo de delante estaba desierto. Oí la voz de Angie en una de las vacías salas de juego, y oí a Kyle que la reprendía con voz baja. Era evidente que él le estaba diciendo cómo debía comportarse esta noche, aunque no estaba tan claro que ella fuera a hacerle caso. Esa caprichosa muchachita insolente haría lo que ella quisiera, y perversamente le haría bromas con su mal comportamiento. Kyle estaba hechizado por ella, y Angie estaba un poco más hechizada que él.
Yo tenía la sospecha de que a aquel travieso gorrión londinense pronto iban a cortarle las alas para siempre.
Fui hacia el salón de baile mientras mi falda crujía con el suave sonido de la tela dorada. Las doscientas velas encendidas en las arañas y los candelabros de las paredes daban una luz cegadora.
Los diseños dorados resplandecían en el techo color azul cielo, y el piso de madera brillaba. Los sofás de seda blanca y las sillas doradas habían sido dispuestos alrededor de la pared, separados por blancos cestos de mimbre con rosas blancas, amarillas y doradas de largos tallos. Semiescondidos por las plantas los músicos afinaban los instrumentos mientras los impecablemente uniformados camareros ponían a enfriar botellas de champán.
Todo estaba listo.
Estos bailes mensuales en el Palacio Rawlins se habían convertido en una costumbre dentro de la sociedad libertina de Nueva Orleans, y eran tan populares que ya los imitaban por doquier.
La entrada era sumamente cara, pero siempre estaba lleno. Los hombres podían traer a sus amantes, podían beber y bailar y divertirse en un ambiente de absoluta discreción. Había mucho champán; una vitrina y mesas repletas de exquisita comida. Esta noche no habría juego, sólo romances. Cortesanas con hermosos vestidos harían nuevas conquistas. Jóvenes libertinos y atractivos ostentarían su virilidad, con la esperanza de compensar la falta de una fortuna en dinero. Se vivirían intrincados juegos de amor al son de la música, y a ellos se sumaría el perfume de las rosas, la luz de las velas.
Oí pasos, y al volverme vi a Jeff que entraba a la sala de baile. Se detuvo a cierta distancia y me miró con esos cálidos ojos marrones que brillaban con admiración.
—Pareces un sueño —dijo—. Nunca he visto algo tan hermoso.
—Gracias, Jeff.
—No puedo creerlo.
—¿Qué es lo que no puedes creer?
—No puedo creer que seas real, que algo tan hermoso realmente me pertenezca a mí.
—Soy real, te lo aseguro.
—Y me perteneces.
—Más o menos.
Sonrió.
—Nunca debía haberte dado la libertad. Si no lo hubiera hecho podría estar seguro.
—¿Y ahora no lo estás?
—No dejo de pensar… ¿qué pasaría si te perdiera? ¿Qué pasaría si me dejaras? ¿Qué haría?
—No voy a dejarte.
—No te culparía si lo hicieras —dijo—. Un tipo como yo… siempre haciendo escenas, bebiendo demasiado, buscando problemas. Quisiera merecerte.
Torció la cabeza hacia un lado, y parecía pensativo. Vestía con gran elegancia: pantalones negros, levita negra, chaleco de raso blanco, la pechera de la camisa con volantes. Aquel cabello color arena estaba muy bien cepillado, y en él se reflejaba el brillo de la luz de las velas. La ancha boca dibujaba aquella sonrisa tan familiar. Parecía un pícaro muchacho vestido con ropa de adulto.
Me acerqué a él y le acaricié una mejilla.
—No seas tonto —le dije.
—¿De veras te gusto?
—Mucho.
—Supongo que debería sentirme satisfecho con eso.
—¿Sabes qué querría?
—¿Qué?
—Querría que el baile hubiese terminado —dije—. Querría que los dos pudiésemos ir arriba ahora mismo.
Su sonrisa se hizo más ancha. Aquellos ojos marrones le bailaban.
—Creo que con eso te tengo atada. La forma en que hacemos el amor. Creo que todavía soy el mejor en ese aspecto.
—Por lo menos el más modesto —dije en tono de broma.
Jeff me atrajo hacia él y me dio un beso largo, lánguido, mientras su boca acariciaba la mía con suavidad y firmeza. Su garganta ahogó un gemido, y él me abrazó con más fuerza; la suavidad cedió el paso al deseo. Fingí una respuesta que la tensión me impedía sentir, y dejé que mi cuerpo se compenetrara con el suyo, y dejé que me besara hasta la saciedad. Cuando por fin me soltó, sus ojos estaban encendidos por el deseo. Tenía un mechón de cabellos caído sobre la frente; con una mano se lo peiné hacia atrás. Jeff suspiró profundamente.
—No debería haber hecho eso —admitió—. Ahora estoy demasiado excitado y no hay tiempo para poderlo solucionar.
—Tendrás que esperar.
—Voy a pensar en eso toda la noche.
—Me alegro.
—Y creo que tú también vas a pensar en eso.
—Tal vez.
—¿Tenemos una cita, entonces?
Asentí con la cabeza, y de pronto me sentí contenta conmigo misma, incluso orgullosa, porque había resistido la tentación, le había sido fiel. Sentí un tremendo impulso de afecto hacia ese atractivo bribón que me amaba tan desmesuradamente. Sonreí y volví a acariciarle la mejilla, y él parecía contento y a la vez sorprendido, como si acabara de entregarle un regalo con una hermosa presentación. Era una cosa tan pequeña, y le hacía tan feliz. Me dio un tierno abrazo, tosco, torpe, y fue en ese momento que prometí firmemente que por fin iba a ceder. Jeff merecía la felicidad y yo podía hacerle el hombre más feliz de la tierra. La próxima vez que me hiciera aquella pregunta tantas veces repetida, le diría la palabra que hacía tanto tiempo quería oír.
—Oigo entrar gente —dije—. Creo que será mejor que vayamos a darles la bienvenida. Esta noche me siento bien.
—Yo también.
—Yo me voy a sentir todavía mejor cuando todo este asunto haya terminado y me quede a solas contigo. Entonces me voy a sentir pero que muy bien… y tú también. ¡Te lo prometo!
Los invitados no cesaban de llegar, y pronto el lugar se llenó con el suave crujir de las faldas de seda, los tapones que saltaban de las botellas de champán, el ronco sonido de las risas. Jeff y yo recibíamos a los clientes a medida que iban llegando, como si no se tratara más que de una reunión social, y finalmente, cuando la mayoría de los invitados ya habían llegado, un Kyle de rostro severo ocupó nuestro lugar para que nosotros pudiésemos iniciar el baile. Angie charlaba animadamente con un atractivo joven español que la devoraba con la mirada. A Kyle no le hacía la menor gracia. Sonreí y sacudí la cabeza mientras Jeff me conducía hasta el salón de baile.
Los músicos empezaron a tocar. El centro de la sala se despejó.
Jeff me pasó un brazo por la cintura, me tomó la mano y me llevó hasta el centro girando con gran placer. Casi me caí; la falda volaba. Jeff me apretaba con fuerza y me hacía girar y girar, y las velas parecían dar vueltas, y los invitados de pie alrededor nuestro se confundían en un torbellino de color. A medida que las parejas empezaron a bailar, la sala se fue convirtiendo en un jardín de faldas de colores que giraban y producían un efecto cambiante al moverse. Me sentía repleta de vida, feliz, segura con su brazo como una cadena de hierro que me apretaba a él, su rostro a pocos centímetros del mío, esos alegres ojos marrones, esa ancha boca que dibujaba la inevitable sonrisa.
—Perdón —dijo cuando me pisó.
—De veras eres un pésimo bailarín, Jeff.
—Pero sin embargo te gusta. Me doy cuenta.
—Siento como si fueras a partirme en dos. ¿Tienes que apretarme tanto?
—Perdón —dijo cuando chocó contra otra pareja.
—Nunca podré explicarme por qué todas quieren bailar contigo.
—Les gusto. Pronto formarán cola esperando su turno.
—Estamos bailando, Jeff, no tratando de huir de los indios.
—Cállate —dijo amablemente—. ¿Sabes qué quiero hacer?
—Me da miedo preguntar.
—Quiero hundir los dientes en tu hombro.
—No te atrevas.
Rió entre dientes y me apretó aún con más fuerza cuando la música lo permitió, y me hizo girar como si yo fuera una muñeca de trapo. Y tenía razón, me gustaba, me gustaba su entusiasmo, su tempestuosa excitación. Cuando el baile terminó, me dio un beso rápido, torpe, y volvió a reír entre dientes. Pocas veces le había visto tan relajado, tan alegre. ¿Sería tal vez que sospechaba que yo iba a capitular? ¿Era ésa la razón de esa ardiente pasión, del regreso a la alegre forma de ser? Sin aliento, con los huesos molidos, le dije que necesitaba desesperadamente una copa de champán. Me tomó de la mano y casi me arrastró hasta donde había un camarero con una bandeja en la mano.
—Toma —dijo—. De lo mejor. Esos contrabandistas cobrarán todo el oro de la tierra, pero siempre entregan la mercancía. Yo también voy a tomarme una. Ésta es una noche para champán.
—Estás cambiando.
—Porque me he estado portando bien —confesó—. Porque he estado pensando mucho.
—¿De veras?
—Estuve pensando que soy un estúpido por beber tanto, por comportarme como un estudiante mal criado, sólo porque no puedo hacerlo todo como yo quiero. He decidido dedicar toda esa energía a tratar de alcanzar lo que yo quiero.
—¿Ah, sí?
—Hace… hace tres semanas que no veo a Corinne. No pienso volver a verla. Se encariñó demasiado conmigo, se estaba volviendo demasiado posesiva, y yo, sólo la estuve usando. De ahora en adelante, sólo te voy a ver a ti. Y te voy a ver todas las noches, toda la noche, y te voy a dejar sin aliento. Voy a insistir y a insistir hasta que te rindas.
—¿Y si no me rindo? —pregunté en tono de broma.
—O te ahorco, o te llevo al altar con un brazo retorcido en la espalda, y te lo sigo retorciendo hasta que digas lo que tienes que decir. No pienso seguir perdiendo el tiempo. Ya es hora de que me ponga severo.
—Nunca podrías ser severo —dije.
Me miró fingiendo una mirada feroz.
—¿No?
Negué con la cabeza. Sonrió.
—Creo que no —confesó—, pero puedo ser muy persuasivo. Y de ahora en adelante pienso serlo. Tengo ciertos métodos en la mente que te harían sonrojar.
Sonreí, y sentí otra vez ese ímpetu de afecto, y toda la angustia que había pasado durante las últimas tres semanas parecía totalmente absurda. Tal vez este afecto era aún mejor que el amor. No habría pináculos de gloria, pero tampoco habría una fría desesperación. Yo podía hacer feliz a Jeff, y él, hiciera lo que hiciese, jamás sería capaz de herirme. Me preguntaba por qué había tardado más de tres años en ver las cosas de esta manera.
Jeff dejó su copa vacía sobre la mesa.
—Creo que será mejor que vaya a complacer a las damas —dijo—. Se mueren de ganas por bailar conmigo. La mayor parte vienen para eso, para bailar conmigo.
—Se alegrarán de que vayas.
—Volveré contigo, no te preocupes. Y no te olvides de nuestra pequeña cita. Voy a empezar a poner en práctica los métodos de los que te he hablado apenas te quite ese vestido.
Jeff se fue con paso lento, y en seguida se le acercó una rubia de ojos oscuros vestida de raso color miel. Terminé mi champán, pensativa, casi contenta por mi decisión. Jeff sería muy bueno conmigo, como lo había sido siempre. La mayoría de las mujeres me envidiarían. ¿Por qué había sido tan obstinada? Él era dulce, atractivo, viril, y me amaba como pocas mujeres eran amadas.
Derek… Derek pensaba que yo era una prostituta, lo había pensado siempre. Era un estúpido si pensaba que iría corriendo para echarme en sus brazos. Le odiaba por su arrogancia, y rezaba para que se mantuviera alejado.
—¿Baila, Marietta? —preguntó Raoul Dubois.
—Hola, Raoul. Me encantaría.
—Es una noche de fiesta —dijo.
—Sí, es cierto. ¡Pero qué bien le queda ese chaleco!
Coqueteaba instintivamente al bailar con Raoul, con Jonathan Barkley, con Jaime Pérez; hablaba de temas superficiales y sonreía. Desempeñaba mi papel con naturalidad. Pasó una hora y media, y empezaba a sentirme un poco cansada. Me alegré de poder dejar de bailar por un rato. Jean Paul Etienne me trajo una copa de champán. Era un atractivo joven francés de cabellos negros y ondulados y ojos marrones, tristes. Vestía un traje color vino, y su brazo derecho descansaba en un cabestrillo de seda negra. Cuando le pregunté qué le había sucedido, Jean Paul hizo una mueca, como enojado.
—Es sólo un rasguño. Van a quitarme todo esto dentro de una semana.
—¿Otro duelo? —pregunté.
Jean Paul asintió.
—Tendría que ver a Guy Nicholas. Le metí una bala en la rodilla. Caminará renqueando durante el resto de su vida.
—Un día de éstos va a matar a alguien —dije en tono de advertencia.
—Mi intención era matar a Nicholas. El duelo tuvo lugar hace tres mañanas, en los Robles. Devereaux era mi segundo. Había niebla y no podía ver bien. Le apunté al corazón, y le di a la rodilla. Mala suerte. Aunque debería darme por satisfecho.
Sacudí la cabeza. Los duelos eran algo habitual en la sociedad de Nueva Orleans, y casi no había mañana que no tuviera lugar algún tipo de duelo debajo de los robles en las afueras de la ciudad. Debajo de un determinado grupo de árboles habían tenido lugar tantos duelos, que se los conocía con el nombre de los Robles de los Duelos. Era un paraje oscuro en el que innumerables hombres habían sido heridos o muertos. Jóvenes ardientes como Jean Paul hacían alarde de sus hazañas bajo los Robles, e incluso los asuntos más insignificantes se resolvían allí con pistolas y espadas. Era un deporte mortal que yo no lograba comprender.
—¿Más champán? —preguntó cuando dejé a un lado mi copa vacía.
—No, gracias, Jean Paul. Creo que iré a dar una vuelta para que las demás mujeres tengan oportunidad de interesarse por su herida. Hay algunas que no dejan de mirarle.
Jean Paul esbozó una sonrisa, como si la idea no le entusiasmara demasiado, pero yo sabía que estaba ansioso por deslumbrar a las damas. Había venido solo, pero no pensaba irse solo.
Apenas le dejé, dos mujeres se le acercaron para hacerle preguntas, aleteando como hermosas polillas alrededor de una atractiva llama. Las velas ardían luminosamente, bañando las paredes con sombras doradas. La música subía y bajaba al compás de las parejas que bailaban. Las cortesanas estaban sentadas en los sofás de seda blanca, rodeadas de admiradores, y había grupos de pie alrededor del salón conversando, coqueteando. Muchas parejas ya se habían ido al patio para conversar con más intimidad.
Mientras yo iba de grupo en grupo vi entrar a Corinne del brazo de un moreno y joven oficial español vestido con uniforme. Ella se detuvo, dijo algo en tono severo a su acompañante y le despidió. Él ya había cumplido su función, pues no se permitía la entrada a mujeres solas. Mientras el oficial se retiraba con una mirada feroz en aquellos ojos negros, Corinne paseaba sus ojos por todo el salón tratando de encontrar a Jeff. Tenía el oscuro cabello recogido en un rodete y un capullo de magnolia en un lado, sobre la oreja. El vestido de seda rosa era elegante, con una amplia falda con volantes como pétalos de rosa. Tenía ojeras en el rostro. Parecía estar en tensión. Yo sólo esperaba que no tuviésemos problemas.
Jeff hablaba con una rubia vestida de terciopelo azul al otro lado de la sala. Cuando levantó la vista vio a Corinne, y me di cuenta de que no se alegró lo más mínimo. Frunció el ceño; estaba molesto. Cuando Corinne finalmente le vio y comenzó a caminar hacia él, Jeff se volvió hacia la rubia, la invitó a bailar, la llevó hasta el centro y luego, rápidamente, hacia el otro extremo de la sala, lejos de Corinne. Corinne tomó una copa de champán y la bebió de un sorbo. Luego bebió otras dos, una detrás de la otra. Parecía estar tramando algo, como si fuera a explotar en cualquier momento. Los músicos dejaron de tocar, luego iniciaron otra pieza. Jeff estaba bailando con otra mujer y esquivaba hábilmente a la lánguida morena vestida de rosa.
Yo me dediqué por entero a mis obligaciones, y pronto dejé de prestar atención a Jeff y a Corinne. Sonreía. Charlaba. Bailé con media docena de hombres que me hacían girar por el salón mientras la amplia falda dorada de mi vestido se balanceaba como una campana detrás de mí. Las luces del techo brillaban como centelleantes estrellas doradas, el perfume de las rosas se mezclaba con el olor a sudor. Ya no me sentía tensa. Estaba disfrutando de la fiesta, y pensaba con deleite en la noche que me esperaba. El cuerpo de Jeff, su amor, el regalo que pensaba darle. Me sentía en paz conmigo misma después de tanto tiempo, feliz por la decisión que había tomado, segura de que era la acertada.
Entré en la sala de juego, donde las mesas estaban servidas con todo esplendor. Los camareros llenaban los platos con lonchas de jamón, carne asada, pavo, todo acompañado con exquisitas ensaladas frías, humeante arroz al azafrán y tiernos espárragos cocidos en manteca. Comí algunas ostras, bebí otra copa de champán y felicité a Pierre, que estaba de pie detrás de las mesas observando con resentimiento cómo desaparecían las hermosas fuentes que él había preparado. Jean Paul Etienne entró con una ardiente rubia vestida de raso color bronce que fue a buscarle un plato y le atendía como a un héroe herido. Él la miraba con ojos entrecerrados, pensando en los placeres que experimentaría con ella.
Cuando volvía a la sala de baile me encontré con Jeff en el vestíbulo. Parecía furioso y a la vez preocupado. Cuando le pregunté qué pasaba, frunció el ceño y señaló la escalera.
Corinne estaba sentada en el primer escalón, con su falda rosa de volantes esparcida por el suelo. Se aferraba a la baranda con una mano, y en la otra tenía una copa vacía de champán. La magnolia que llevaba prendida en el cabello colgaba como muerta. Las lágrimas le surcaban las mejillas.
—Tengo que llevarla a su casa —me dijo Jeff.
—¿Pasa algo?
—Está borracha. Sólo Dios sabe cuántas copas de champán lleva encima. Traté de mantenerme alejado de ella, pero finalmente me atrapó. Empezó a llorar, a amenazar con matarse. La saqué de la sala de baile antes de que hiciera una verdadera escena, pero… —sacudió la cabeza indignado—. ¡Por Dios! ¡Lo único que me faltaba!
—Debes llevarla a su casa, Jeff.
—No quiero hacerlo —insistió—, pero si no lo hago, sólo Dios sabe qué sería capaz de hacer. Kyle fue a buscar el carruaje. Estará en la puerta en un par de minutos. Tal vez., tal vez tenga que quedarme con ella una rato, Marietta.
—Entiendo.
—No hace más que repetir que se va a matar. Tendré que calmarla, darle un poco de café caliente, quedarme hasta que se sienta mejor. ¡Quisiera estrangularla!
—No te preocupes.
—¿No estás enojada?
—Claro que no. Jeff… se bueno con ella. Se lo debes.
—Lo intentaré —dijo entre dientes.
Kyle entró para decirle a Jeff que el carruaje estaba esperando.
Jeff volvió a sacudir la cabeza, se acercó a la escalera, cogió a Corinne por la muñeca y la levantó de un tirón. Cuando ella levantó la vista y le miró con ojos llenos de lágrimas, él le rodeó la cintura con un brazo y la condujo hacia la puerta. Corinne se tambaleaba, agitaba la copa en el aire y pedía más champán. Jeff le tapó la boca con la mano que le quedaba libre, y rápidamente se la llevó, maldiciendo entre dientes. Yo no me sentía turbada en absoluto, sino que casi me divertía. Él se lo tenía merecido por haberla tratado tan mezquinamente. ¡Pobre Jeff y sus mujeres!
Después de esta noche sólo habría una. No tendría necesidad de ir a otra parte para sentirse seguro de sí mismo. Cuando volví a la sala de baile, el español vestido con uniforme que había venido con Corinne me invitó a bailar. Asentí con amabilidad. Era un bailarín extraordinario, y aquellos ojos oscuros, brillantes, parecían devorarme. Cuando el baile terminó, me hizo una proposición indebida. Sonreí y fingí sentirme halagada, pero destruí sus esperanzas con una cortés negativa. Se inclinó en una formal reverencia, hizo chocar los talones al hacerlo, y se fue en busca de una compañera que le correspondiera. Otra persona me invitó a bailar, luego otra, y era hermoso sentirse deseada, bailar, lucir un vestido de fiesta dorado, diamantes, estar en paz después de tres semanas de angustiosa indecisión.
Pasó otra hora. Ya era más de medianoche, y el baile terminaba oficialmente a la una. Las velas se estaban consumiendo, las rosas empezaban a marchitarse. Muchos ya se habían ido para poder conversar con más intimidad: Jean Paul con la rubia, el español con una morena vestida de rojo. También Angie había desaparecido, y Kyle ya no estaba en su lugar. Me imaginé que se habrían ido a las sombras del patio o tal vez abajo, a una de sus habitaciones. Eran el uno para el otro, pensé. Angie haría de Kyle un hombre menos severo, y Kyle la enseñaría a comportarse.
Los músicos se estaban tomando un muy merecido descanso antes de la última sesión. No quedaban más de treinta personas en el salón. Con una copa de champán en la mano, rodeada de un pequeño grupo de hombres que aún no habían encontrado compañera para pasar las horas que restaban de noche, yo sonreía y charlaba animadamente. Me hacían bromas acerca de la repentina partida de Jeff, y se ofrecían para hacerme compañía en su lugar. Todo era alegría, tranquilidad, diversión.
Cinco mujeres con hermosos vestidos permanecían de pie al otro lado de la sala, cerca de la puerta, charlando y jugando con sus abanicos. Algunas parejas estaban sentadas en los sofás, y otras iban de un lado a otro esperando que la música comenzara a sonar de nuevo. El centro de la sala estaba desierto; el suelo aún brillaba y reflejaba la luz de las velas. Miré hacia atrás y vi que el hombre alto de la cicatriz entraba en la sala. Las cortesanas dejaron de hablar, y luego, como si fueran una sola, se acercaron a él balanceando las coloridas faldas al caminar. Él se detuvo. Sus fríos ojos grises recorrieron el salón, y, cuando me vio, comenzó a caminar hacia mí sin hacer caso del séquito de bellezas que se retiraron decepcionadas.
Entregué mi copa de champán vacía a uno de los hombres y les pedí que me disculparán. Murmuraron entre dientes. Colocados de nuevo en la plataforma, los músicos comenzaron a tocar mientras yo caminaba para ir a recibir a Derek Hawke. Las parejas empezaron a bailar. Me detuve para esperar a que él llegara donde estaba yo. Todas mis emociones estaban bajo perfecto control. Había tomado mi decisión. Sería cortés. No tenía miedo, ni siquiera estaba nerviosa. Me sentía muy fuerte.
Iba vestido de negro, con chaleco marrón oscuro bordado con seda negra. Aún tenía las mejillas ligeramente hundidas, como aquella noche bajo la luz de la luna, y parecía más delgado y más alto. Aquella fina y dentada cicatriz le daba el aspecto de un atractivo pirata, siniestro y romántico. Resultaba difícil asociar este extraño y elegante vestido con el granjero y su camisa mojada de sudor, los pantalones viejos, las botas embarradas.
—Hola, Derek —dije amablemente.
—Pensaba venir antes, pero tuve que hacer un par de cosas.
—Me alegro de que hayas podido venir.
—¿De veras?
—Damos la bienvenida a todos, siempre y cuando paguen. Supongo que habrás pagado la entrada.
Asintió con la cabeza.
—No había nadie en la puerta para retirarla.
—Guárdala. El baile casi ha terminado. Me temo que no vas a poder aprovechar tu dinero.
—Creo que sí.
—¿Ah, sí?
—¿Dónde está Rawlins? —preguntó.
—Jeff tuvo que irse hace un rato.
—¿Bailamos?
—Estoy un poco cansada, Derek. Hay por lo menos una docena de mujeres muy atractivas que estarían encantadas de bailar contigo. Incluso podrías convencer a una de ellas para que se fuera contigo a tu casa.
—Vamos a bailar —dijo.
Me tomó la mano, me rodeó la cintura con un brazo y, con un gracioso movimiento, me hizo comenzar a girar. Me relajé y dejé que me guiara por la sala. Jamás había bailado con él, y me sorprendía su habilidad. Sus ojos se entrelazaban con los míos, fríos, lejanos, indiferentes. Me negaba a sentirme intimidada, me negaba a demostrar la menor emoción.
—Te estuve esperando, Marietta.
—¿De veras?
—Estaba seguro de que vendrías.
—Te equivocaste, según parece.
—Querías —dijo.
—¿Ah, sí?
—Vi tu rostro bajo la luz de la luna. Vi tu expresión cuando me reconociste. Estoy seguro. No amas a Jeff Rawlins. Aún estás enamorada de mí.
—Te equivocas.
—No quiero juegos de palabras, Marietta. Hemos perdido ya tres semanas.
—Estás tremendamente seguro de ti mismo.
—Estoy seguro de ti.
—¿Por lo que te pareció haber visto bajo la luz de la luna?
—No me pareció.
La música dejó de sonar. Se oyeron algunos aplausos. Derek me soltó. Me alejé de él cuando la música comenzó otra vez. Me siguió y me cogió del brazo. Me volví. Mi enojo comenzaba a ser evidente. La gente nos miraba. Dejé que me llevara a un lado de la sala. Nos detuvimos frente a un alto cesto de rosas amarillas. El sofá de su lado estaba vacío.
—Pierdes el tiempo Derek —dije—. Lo digo en serio. No… no creo en tu arrogancia. Todo lo que pude haber sentido por ti está muerto. Vivo con Jeff y pienso casarme con él.
—Ya no.
—Sugiero que te vayas, Derek.
—Ven, saldremos al patio. No podemos hablar aquí.
—No tenemos nada de qué hablar.
—Si no vienes por las buenas tendré que arrastrarte. Lo haría si fuera necesario. Tus amigos nos están mirando. Estoy seguro de que les encantaría ver esa pequeña escena.
Me di cuenta de que no bromeaba. Con la mayor dignidad posible, salí de la sala de baile con Derek a mi lado. El patio estaba envuelto en profundas sombras negras; la luz de la luna iluminaba la fuente y un sector de las baldosas. Las dos o tres parejas que murmuraban en la oscuridad nos prestaban muy poca atención.
Derek me cogió de la mano y me llevó hasta una de las paredes donde altos arbustos nos escondían de las miradas.
—Espero que estés satisfecho —dije.
—¿Piensas seguir jugando?
—Sólo quiero que me dejes en paz.
—No, Marietta. Eso no es lo que quieres.
—Ya han pasado más de tres años…
—Me deseas, como yo te deseo a ti.
Quise negarlo, pero tuve miedo de que al tratar de hacerlo mi voz traicionara las emociones que iban creciendo dentro de mí.
Antes me había sentido verdaderamente enojada, pero eso había pasado, y ahora sentía aquellas otras sensaciones que con tanta desesperación quería esconderle. Estaba de pie, de espaldas a la pared, y él estaba frente a mí, a medio metro de distancia.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude ver un gesto de decisión en su boca. Pedí fuerzas al cielo; sabía que debía resistirme.
—Traté de olvidarte —dijo—. No pude. Después de haber tenido que renunciar a la plantación, después de haberme dedicado a mi nuevo trabajo, ha habido otras mujeres, una tras otra. Las tomaba ansioso, esperando que cada una me curara de ti, me hiciera olvidar. Fue inútil. Sólo logré empeorar las cosas, pues me hicieron comprender realmente lo que había perdido.
Su voz no revelaba ninguna emoción.
—No me perdiste, Derek. Me vendiste.
—En un arranque de furia. La noche que entregué el vino ya te dije cuánto lo lamenté. Me acosó el remordimiento por lo que había hecho.
—Y ahora…
—Ahora quiero reparar lo que hice.
—No me debes nada, Derek. Me… me hiciste un favor. Tengo todo lo que una mujer podría desear. Tengo dinero, joyas, seguridad, un hombre que me ama con todo su corazón.
—Tú no le amas.
—Te gustaría que fuese así. Jeff es encantador y bueno y… generoso. Me trata como a una reina. Y además es tierno; no le da miedo demostrar su amor.
—Tú no le amas —repitió.
—Eso no es cierto.
—Me amas a mí. Lo sabía. Cuando te miré supe que no habías podido olvidar, como tampoco pude yo.
—Y por eso enviaste una llave, y esperabas que fuera como… como una de esas prostitutas caras. Te decepcioné, ¿verdad? Eres tan increíblemente arrogante que de veras pensaste que eso era todo lo que tenías que hacer.
—Te quiero, Marietta.
—Quieres acostarte conmigo. No eres el único. Hay docenas de hombres que darían cualquier cosa por arrancarme del lado de Jeff. Muchos lo han intentado. Jamás le he sido infiel. —Mi penetrante mirada se clavó en sus ojos—. Me dijiste que dentro de poco te ibas a Inglaterra.
—Es cierto.
—Y sería agradable tener con quién acostarse hasta que llegue el momento de partir, ¿verdad? Ve a buscarte una hermosa prostituta. Hay muchas en Nueva Orleans. No me considero una de ellas.
Derek no dijo nada. Traté de controlar todo lo que se agitaba dentro de mí, traté de negar ese doloroso deseo que iba creciendo. Deseaba acariciar esa cicatriz, esa boca ancha, decidida. Le odiaba por lo que me estaba haciendo, y me odiaba a mí misma por revivir las emociones de un tiempo pasado. Las hojas de la palmera se agitaban con el viento. Al otro lado del patio se oyó una risa ronca, el sonido de unía breve lucha, un gemido ahogado en un beso. /
—Estás temblando —dijo.
—Me… me voy adentro. Tengo que estar allí.
—No irás a ninguna parte —dijo suavemente.
Me atrajo hacia él, deslizó un brazo alrededor de mi cintura y el otro alrededor del cuello. Inclinó la cabeza hacia un lado mientras la iba bajando, y cubrió mi boca con la suya. Traté desesperadamente de resistirme mientras esos labios firmes, húmedos, aprisionaban y exploraban los míos y exigían una respuesta que ya no pude contener. Me separó los labios con los suyos, y me apretó contra él. Sentí que la cabeza me daba vueltas, que el mundo se alejaba. No había otra cosa más que ese hombre, esa boca, estas sensaciones que se apoderaban de mí y me dejaban sin fuerzas. Rodeé con los brazos esos anchos hombros y me fundí con él, entregada.
Me pareció que habían pasado siglos antes de que por fin me soltara. Me apoyé contra la pared y le miré con lágrimas en los ojos. El viento le despeinaba, y en la pálida niebla de la luz de la luna aquel rostro parecía de piedra, el rostro de un triunfador, marcado por la satisfacción. En ese momento le odié, le odié aun cuando deseaba que esos fuertes brazos me rodearan una vez más, que esa boca iniciara otra vez su dulce tortura. Derek lo sabía, y asintió con la cabeza. Paso un momento antes de que yo pudiera hablar. Me temblaba la voz.
—Jamás… jamás te lo perdonaré.
—Yo creo que sí. Me amas y me deseas tanto como yo. Ahora me voy. No pienso obligarte a hacer nada que no quieras hacer. Aún tienes la llave.
—¿De veras crees que…?
—Vendrás —dijo—, y yo estaré esperando. Sólo hay algo más que quiero decirte. Te amo, Marietta. Ahora ya está. Lo he dicho con palabras. Te amo. Te he amado desde el primer momento. Debería habértelo dicho.
—Derek…
—Estaré esperando, Marietta.
Después se volvió y se fue. Oí que sus pisadas resonaban sobre las baldosas, y ya se había ido. Me quedé sola en el patio. Todos los demás habían entrado ya. Mientras escuchaba los grillos, el sonido del agua de la fuente, el eco de una música alegre que llegaba desde lejos, supe que él había vencido. Me sentía desamparada frente a las sensaciones que aún ardían dentro de mí. Me sequé las lágrimas de las mejillas y traté de serenarme, pero pasaron varios minutos antes de que tuviera fuerzas suficientes para entrar y despedir al último de los invitados.