XVIII

Lucille miró atentamente el diseño y frunció el entrecejo en señal de desaprobación. En seguida sugirió un moño aquí, una hilera de encaje allá, pero yo estaba ausente. Levantó las manos, volvió a examinar el diseño y finalmente empezó a asentir con la cabeza, entusiasmada.

—Sí, sí, ahora entiendo. ¡Ahora entiendo! La simplicidad… ¡Es una excelente idea! El vestido lo haremos con tela dorada. Te va a costar un ojo de la cara, ya sabes… pero con todo ese oro no será necesario agregar moños y encajes. ¡Eres un genio, Marietta! Será el vestido más hermoso que haya hecho en mi vida.

—La falda tiene que ser muy amplia —le recordé—, como una enorme campana de oro, y las mangas angostas, que dejen ver los hombros, tal como he indicado en el diseño.

Lucille asintió enérgicamente con la cabeza. Yo era su única cliente esa tarde. Sus ayudantes estaban en la sala de corte, desenvolviendo rollos de tela, charlando como alegres comadres.

Tenía el cabello gris recogido en lo alto de la cabeza en una montaña que amenazaba con caerse en cualquier momento. Era delgada, con un rostro anguloso, muy maquillado; una mujer activa, ágil, a menudo dictatorial, de casi sesenta años, que había consagrado su vida a la creación de hermosos vestidos. Siempre lucía un vestido negro de tafetán, con cuello alto y mangas largas, y pendientes de color granate. Fumaba delgados cigarros negros, una excéntrica costumbre que sus clientes más respetables consideraban sumamente desagradable.

Encendió uno, sacó unas bocanadas de humo y arrojó las cenizas en un platillo de porcelana blanco que tenía sobre el mostrador.

—Sólo espero que nunca montes una tienda por tu cuenta —exclamó mientras miraba de reojo el diseño una vez más—. ¡Pronto me llevarías a la ruina! La mayor parte de mis clientes no tienen idea de lo que quieren. Tú siempre traes un diseño. Nunca puedo hacer más que coserte el vestido que tú has diseñado. Tienes un don especial para ello. Y te lo digo sinceramente. No hay una sola mujer en Nueva Orleans que vista como tú, y todos los vestidos son de tu propia creación. Me sorprende que dejes que te los haga.

—Si tuviera tiempo para coser, es probable que no la dejara —admití—. Sé coser bastante bien.

Lucille levantó otra vez las manos en alto. Finos mechones de cabello le caían sobre la frente.

—¡Es una lástima! ¡Una verdadera lástima! Deberías dedicarte a esto, aunque espero que nunca lo hagas. ¡Dedicándote a las cartas en una casa de juego! Una verdadera lástima —repitió—. Si hubieras nacido enclenque y sosa como y o, habrías tenido que hacer trabajar tu ingenio. Fía llegado ya la tela.

La conversación de Lucille volaba de un lado a otro con repentinos cambios de tema, y esto con frecuencia sorprendía a quienes no estaban acostumbrados a ella.

—¿Quieres verla?

Asentí con la cabeza. Lucille se metió el cigarro en un lado de la boca, dio unas palmadas y, cuando una de las muchachas salió presurosa, le ordenó que trajera la tela dorada. Cuando volvió, Lucille extendió una pieza sobre el mostrador. Brillaba intensamente y resplandecía como oro derretido. Lucille volvió a echar las cenizas en el platillo.

—Importada de París —me informó—. ¡Ah! Eso es un secreto. ¡Qué haría yo si no fuera por Valjean y su tripulación! Mi mejor material entra como contrabando por los canales, por la noche. Estos contrabandistas son nuestra salvación. No sé qué sería de Nueva Orleans sin ellos. Claro, los españoles se ponen verdes, pero no pueden hacer nada. Valjean y los de su calaña son demasiado astutos.

—Si no fuera por estas cosas que entran de contrabando, la mitad de las tiendas de la ciudad no tendrían mercancía —dije—, y tampoco habría vino en los sótanos. Jeff recibe una remesa mensual de botellas. Los hombres siempre vienen de noche, mucho después de que hayamos cerrado.

—¡Estos contrabandistas se están haciendo ricos! ¡Cobran lo que quieren! Dentro de poco van a ser los dueños de la ciudad. Además, son tipos románticos. El hombre que me entregó esta tela… si yo hubiera tenido treinta años menos…

Sonreí, pues sabía que quería hablarme de él.

—¿Cómo era? —pregunté.

—Alto —dijo—, y ¡tan serio! El carro se detuvo en el callejón de atrás. Era más de medianoche. Sabía que vendrían y les esperaba en la puerta de atrás y llevaba una larga capa negra y botas de pirata. ¡Me dio un susto! Era frío como un témpano, los negros cabellos ondeaban al viento y miraba con penetrantes ojos grises. Tenía una delgada cicatriz color rosa desde la sien hasta la boca que le hacía aún más atractivo. Era el hombre más guapo que he visto, y tan cauteloso… Tenía dos criados. No dijo una sola palabra. Simplemente se quedó allí de pie, en el callejón, con la capa al viento, mientras sus hombres entraban las piezas de tela. Actuaba como si le repugnase lo que hacía, y ni siquiera contó el dinero cuando le pagué.

—Son gente muy extraña —comenté—. Un mal necesario. ¿Está segura de que el vestido va a estar listo para cuando se lo pedí?

—Segura. ¿Me he retrasado alguna vez? Lo lucirás con los diamantes, claro.

Asentí. Lucille suspiró y sacudió la cabeza. Más mechones de cabello gris se escaparon del peinado y tres o cuatro horquillas cayeron al suelo. Apagó el cigarro y lo aplastó violentamente contra el platillo.

—¡Qué hombre tan generoso, ese señor Rawlins! —dijo—. Vino hace unos días… ¡Perdón! No debería haber… —me miró con esos ojos negros, afligidos.

—Me imagino que vino con Corinne —dije con calma—. Sé que usted le hace todos los vestidos.

—Ésa —dijo en seguida—. No tiene imaginación. ¡Siempre rosa, rosa y más rosa! ¡Raso rosado, terciopelo rosado, seda rosada! Le queda muy bien, claro, pero parecería… —Lucille agitó sus delgadas manos, en señal de desaprobación—. No sé qué le ve.

—Es una mujer muy hermosa.

—Y tú lo tomas con tanta calma.

—Tarde o temprano, Jeff se va a cansar de ella.

—Más temprano de lo que tu piensas, creo yo. Es una muchacha malhumorada, caprichosa, que siempre está enojada; y con ese aspecto trágico, triste… Estaba enfadada cuando vinieron el otro día, se quejaba con esa voz ronca y le amenazaba con matarse si él…

—La verdad es que no me interesa, Lucille —la interrumpí.

—Siempre hablo de más, nunca me detengo a pensar. Perdóname, querida. Él sí que es encantador, ¿no? Eres muy afortunada. ¡Sólo espero que no tengas que vender todos esos diamantes que te regaló!

—¿De qué habla?

Lucille frunció el ceño y otra vez me miró afligida, Luego encendió otro cigarro y su rostro se puso duro, como para hablar de negocios.

—Lo que sucede, querida, es que me debe una fortuna. Hace meses que no paga la cuenta. Siempre tardó un poco, claro, pero nunca me preocupé hasta hace poco. Verás: se supone que él tiene que pagar todos los vestidos de ella también, y con la cuenta que tú vas sumando todos los meses… —titubeó—. No debería haberte hablado de ello, lo sé, pero…

—Deme una copia de la cuenta —dije—. Las dos cuentas, la de ella y la mía. Le aseguro que mañana estarán pagadas.

—Dios mío, no estarás enojada, ¿verdad? —Realmente estaba afligida.

—Claro que no —dije serenamente—. Estoy avergonzada, Lucille. No sabía que Jeff no pagara puntualmente todos los meses. Está… está tan ocupado con todas sus inversiones y todo eso… Estoy segura de que se debe haber olvidado.

Lucille se dirigió hacia la habitación de atrás y regresó al poco rato con dos largas hojas de papel en las que se detallaba cuidadosamente cada compra. Antes de doblarlas miré la cifra que aparecía al pie de cada hoja. El total de la deuda era una cifra exorbitante. ¡Con razón Lucille se había decidido a hablar! Yo estaba furiosa con Jeff por dejar que las cuentas se acumularan durante tanto tiempo.

—No hay prisa —me dijo Lucille—. Los caballeros nunca pagan puntualmente una sola cuenta. ¡Va contra sus principios! En realidad, el dinero no me preocupa, pero… bueno, tengo que mantener el negocio.

—Entiendo. No volverá a suceder.

—Y ahora, no hablemos más de eso. ¡Es tan desagradable! Pompadour se hizo un vestido de esta tela. No se lo hice yo, claro. Mi tienda era demasiado humilde. En realidad, nunca entró en mi tienda hasta que me fui de Francia. —Comenzó a enrollar la tela—. Era una frígida, esa Pompadour. No sé qué le habrá visto el rey. En realidad, era poco más que una intermediaria. Tenía un grupo de muchachas que se encargaban de entretener al rey cuando él se aburría de la constante charla de ella.

Kyle me esperaba en el carruaje cuando salí. En silencio, sin expresión en el rostro, me ayudó a sentarme en aquel asiento tapizado de cuero azul oscuro. Luego ocupó su lugar delante, hizo restallar el látigo y nos fuimos. El carruaje era abierto y me invadieron las imágenes, los sonidos y los olores de Nueva Orleans. Estábamos cerca del puerto. Percibía el olor del alquitrán, del aceite, de los fardos de algodón. Al poco rato desfilábamos por una de las zonas más residenciales y se oía el rumor del agua de las fuentes detrás de las paredes, el perfume de flores exóticas, la belleza de balcones y rejas de hierro con hermosos diseños.

Kyle me dejó frente al Palacio Rawlins y luego siguió con el carruaje para guardarlo en la cochera. Entré, enojada con Jeff, decidida a hablarle en seguida. Al subir, volvía a experimentar aquella extraña y casi imperceptible sensación de inquietud que había sentido por primera vez hacía un mes, el día de la llegada de Angie. Nunca la había dejado del todo. Me había acompañado constantemente, a flor de piel. Lo había llamado presentimiento.

Había pasado un mes, y aquel hecho fatal no había sucedido; sin embargo, la sensación persistía. Traté de convencerme de que eran tonterías, consecuencia de la tensión constante de mis nervios y de mi disgusto, pero mientras caminaba por el vestíbulo hacia el despacho de Jeff la sensación de una desgracia inminente se hizo más fuerte que nunca.

El despacho estaba vacío, la mesa cubierta de papeles y, en el aire, un fuerte olor a whisky. Había una botella medio vacía sobre una mesita junto al escritorio y un vaso junto a la botella.

Enojada, caminé hasta la puerta de su dormitorio y llamé. Se oyó una voz alegre que me invitaba a pasar. Jeff se estaba vistiendo para la noche. Se estaba metiendo la camisa blanca dentro de la cintura de los ajustados pantalones color tostado. Me miró y sonrió con ojos llenos de alegría.

—Justo a tiempo —me dijo—. Puedo ponerme el chaleco y la chaqueta, pero dudo que pueda anudarme bien la corbata. Tengo que estar elegante para los clientes. —Tenía la voz ligeramente más gruesa que de costumbre y las mejillas encendidas.

—Estás borracho —dije con voz fría.

—No, borracho no, querida; sólo un poco alegre. Me siento bien. Uno tiene que sentirse bien de vez en cuando.

—Jeff…

—¡No, no! —me interrumpió—. No quiero sermones. Puedo beber si quiero. Esas cuentas… habría que ser brujo para recordarlas todas. Números y números, tanto aquí, tanto allá… te vuelven loco. Tendría que tener un contable. Eso es lo que tendría que tener.

—Tal vez tengas razón.

—Amargo. Un tono amargo en tu voz. Bueno, bueno, estamos fríos y arrogantes, ¿verdad? Y todo porque he tomado un par de tragos. Vamos, querida, sé buena. Sé mi dulce y comprensiva Marietta.

—Creo que tal vez haya sido demasiado comprensiva.

—Te amo, lo sabes. Por eso he hecho todas estas inversiones, porque te amo y quiero ser rico, muy rico. Cuando sea lo suficientemente rico, te casarás conmigo y viviremos felices para siempre. —Las últimas dos palabras las pronunció como si fueran una.

Cuando la camisa estuvo en su lugar, cogió el llamativo chaleco amarillo con flores de color bronce y marrón. Tambaleó un poco y se detuvo frente al espejo. Se puso el chaleco y dio unos pasos hacia atrás para verse mejor.

—Un hombre guapo —dijo mirando su propia imagen—. Muy atractivo. Y además, en cuanto rindan las inversiones, va a ser rico. Rico y guapo.

Se volvió para mirarme. La sonrisa se acentuaba más en un lado de la cara. Me miró de reojo, y la sonrisa desapareció, así como la alegría de sus ojos. Frunció el entrecejo de esta manera que cada vez me resultaba más familiar.

—Muy bien —dijo malhumorado—. Tú quieres decirme algo. ¿Qué pasa?

Saqué las cuentas del bolso y se las di. Las miró, aún con gesto enojado, y fijó la vista como si le resultara difícil ver con claridad.

—¿Qué es esto?

—Son cuentas, Jeff. De Lucille. Dos. Una por mis vestidos. Otra por los de Corinne.

—Así que te has enterado.

—Hace meses que sé lo de Corinne. No se trata de eso.

Ella me ama, ¿lo sabías? Me ama. Y me suplica que te deje, me suplica que me case con ella. No es sólo por el dinero. Ha tenido muchos hombres más ricos que yo y podría encontrar uno el doble de rico mañana mismo. Dice que soy el hombre más maravilloso…

—No me interesa —dije severamente—. Las cuentas no han sido pagadas, Jeff. Las has dejado pendientes durante meses. Me sentí humillada. Lucille trabaja mucho, y…

—¡Las pagaré mañana!

—No te olvides, Jeff.

Me volví y salí rápidamente de la habitación, antes de que alguno de los dos pudiera decir palabras que íbamos a lamentar después.

Al llegar a mi cuarto suspiré y traté de calmarme y olvidar lo que acababa de ocurrir. Jeff pagaría las cuentas, sería humilde y me pediría perdón y yo le perdonaría, como siempre. Sin embargo, no podía evitar sentirme preocupada. ¿Cuántas cuentas quedaban sin pagar? ¿Se estaba quedando sin dinero? Nos quedaban buenos beneficios cada semana después de los gastos y yo pensaba que había una gran suma en el banco. ¿La habría realmente? Jeff nunca hablaba de negocios conmigo. Sólo me había hecho una breve descripción de las inversiones que había realizado y me aseguró que darían grandes beneficios en muy poco tiempo. Me preguntaba cuánto habría invertido. Jeff se creía un hombre de negocios muy astuto. Yo no estaba tan segura de ello.

Tardé un poco en estar lista y pasó casi una hora antes de que bajara. Me había peinado el cabello en ondas que caían hacia delante y largos rizos que colgaban sobre los hombros. Llevaba el vestido de terciopelo azul oscuro, uno de mis favoritos. Decidí ponerme el collar de diamantes que Jeff me había regalado hacía dos años, cuando supimos con seguridad que el Palacio Rawlins sería un éxito. Los diamantes se apoyaban sobre mi piel en una trama de esplendorosos colgantes que brillaban con fuegos plateados y violeta. Me miré en el espejo y quedé satisfecha con el resultado final. Hubiera querido sentirme tan serena y tranquila como parecía por fuera.

Bajé a la cocina para controlar lo que hacía Pierre. Como siempre, corría de un lado a otro, golpeando cacerolas y sartenes, dando órdenes a sus subalternos, quejándose porque las tajadas de carne no eran lo suficientemente delgadas. Le halagué vivamente y le aseguré que todo saldría muy bien. Me pidió que probara uno de los pequeños postres helados. Lo hice, y el gato color mermelada me miraba indignado cada vez más. Pierre me recordó que se nos estaba acabando el vino francés tan caro al que nuestros clientes se habían acostumbrado. Le dije que debía llegar esa misma noche, después de que cerráramos. Pierre hizo una mueca que expresaba su desprecio por los contrabandistas, y luego comenzó a revolver enérgicamente la salsa de queso.

Volví a subir al piso principal. Los jóvenes camareros que servían los manjares y las bebidas en el salón de fiestas ya habían llegado y permanecían todos alineados mientras Kyle los inspeccionaba con una severa expresión en el rostro. Las arañas de cristal derramaban su intensa luz sobre las salas de juego. Todas las mesas estaban listas, las cartas en su lugar y los encargados de repartirlas, vestidos con las elegantes chaquetas de uniforme, esperaban la llegada de los primeros clientes. Angie vino hacia mí cuando entré. Llevaba un hermoso vestido de seda blanco adornado con cintas color violeta. Tenía cierto aire de maldad en la mirada.

—Ese imbécil de Kyle —dijo—. Creo que le di su merecido. Me dijo que tuviera cuidado, ¡que me estaba vigilando! He sido tan honrada como una monja desde el día en que llegué, ¡y ni una sola vez he hecho trampas! Le dije que era un maricón. Se enojó muchísimo.

—¿Cuándo vais a terminar tú y Kyle de pelear constantemente?

—En cuanto se decida a hacer algo —respondió Angie—. Querer, quiere. Creo que no me equivoco. Tendrías que haber visto cómo me miró cuando esta mañana nos encontramos en el vestíbulo. Sé lo que piensa. Cree que es demasiado alto e imponente como para acostarse con una cosa tan pequeña como yo; cree que eso podría rebajarle, pero se muere por poseerme.

Sonreí.

—Le has estado molestando otra vez.

—Claro que sí —admitió—. Uno de estos días se va a derrumbar y me va a meter en el primer armario que encuentre. A decir verdad, deseo que lo haga.

—Eres incorregible, Angie.

—Lo sé —dijo suspirando—. Cuando veo un hombre creo que no puedo contenerme. Y Kyle es tan intrigante… nunca me he encontrado con un hombre tan difícil. Es tan solemne, y tan grande. ¡Me dan pálpitos con sólo pensarlo!

—Pobre Kyle. No tiene opción.

—Ni una. Estás muy hermosa esta noche, Marietta. Ese vestido azul, tan escotado. Y te queda bien con el color del cabello. ¡Y esos diamantes! Pareces una duquesa.

—Gracias —dije, con tono ausente—. Angie, ¿has visto… has visto a Jeff?

—Bajó hace cerca de una hora —respondió—. Le sonreí y le dije «Buenas noches», pero pasó a mi lado sin responder, como si no se diera cuenta de que yo estaba allí.

—¿Ha salido?

Angie asintió con la cabeza.

—Parecía como si tuviera ganas de emborracharse. Parecía como si ya estuviera borracho, si quieres que te diga la verdad. El olor a whisky casi me mareó.

Sacudí la cabeza y suspiré molesta.

—¿Habéis discutido? —preguntó.

—En realidad fue una tontería. Él había estado bebiendo y no fue demasiado agradable. Le hablé con un tono un poco severo. No llegamos a discutir, pero desearía que no se hubiese ido así.

—Ya se le pasará. Siempre se le pasa, ¿no? Bueno, mañana va a notar los resultados de esta borrachera, claro, pero después se va a sentir como un príncipe durante dos o tres semanas y va a estar encantador como siempre, y tratará de reparar esta nueva salida.

—Sé que es tonto preocuparse. Es sólo que… tengo una extraña sensación, como si fuera a ocurrir algo terrible.

—Tonterías. Es probable que vuelva antes de que cerremos. Levanta ese ánimo, querida. ¡Qué fastidio! Allí vienen las víctimas. Tengo que ir a mi mesa. El viejo Langley parece cargado de malicia; debe traer mucho dinero encima. Ahora no te preocupes. Bebe una copa de champán.

Angie se apresuró a ir a su mesa y saludó a Charles Langley con un comentario obsceno que le hizo morir de risa. Ella era muy popular entre los clientes. Atrevida, alegre; se divertía mucho cada noche. Era una alegría contagiosa y su mesa estaba siempre llena. El lugar comenzó a llenarse rápidamente de caballeros alegres y optimistas que se iban poniendo cada vez más tensos a medida que la noche avanzaba, y de mujeres hermosas y amorales que pronto se aburrían y comenzaban a ir de un lado a otro movidas por la inquietud. Yo me entregué de lleno a mis tareas, recibiendo a los clientes habituales, sonriendo a los nuevos, circulando por los salones. Permití que uno de los que venían siempre me invitara a una copa de champán, y accedí a jugar una mano por otra copa. Pasó una hora, luego dos, y no podía dejar de pensar en Jeff, no podía dejar de preocuparme por él.

Tomé una segunda copa de champán y entré a la sala de baile.

Estaba llena de invitados que no jugaban. Había mujeres con elegantes vestidos sentadas en los sofás, charlando y coqueteando. Hombres muy bien vestidos hablaban de sus ganancias, sus pérdidas, y bebían continuamente para infundirse valor y volver a las mesas. Se servía comida. Corinne estaba siendo cortejada en uno de los rincones. Estaba sumamente elegante, vestida con raso rosa; el oscuro y lustroso cabello le brillaba. A pesar de que estaba rodeada de atentos caballeros, no dejaba de mirar a su alrededor, inquieta, y no hacía ningún esfuerzo por disimular su aburrimiento. Así que Jeff no está con ella esta noche, pensé. Él y sus exaltados amigos estarán probablemente en alguna taberna del puerto a punto de destrozar el lugar.

Una voz grosera y chillona llegó a mis oídos cuando volvía al vestíbulo. Kyle estaba de pie frente a la puerta, cerrando el paso a un hombre alto y robusto. El traje marrón aparecía en un estado lamentable y la corbata amarilla colgaba arrugada y manchada.

Tenía la boca demasiado ancha y la nariz encorvada. Los rubios mechones estaban despeinados.

—¿Te parece que mi dinero no es tan limpio como cualquier otro? —gritó con voz ronca—. Mira, tengo cinco libras. ¿Quién te crees que eres, compañero? ¡Te advierto que es mejor que me dejes pasar o aquí van a volar los puños! Puedes ser todo lo gigante que quieras, pero eso a mí no me importa. Creo que puedo pelear contigo sin ningún problema. Apártate, amigo. No quisiera hacerte daño.

Miré al que hablaba y no podía dar crédito a mis ojos. Luego sentí un arrebato de alegría. Caminé rápidamente hacia la puerta.

Kyle había sido bastante paciente, pero era evidente que estaba a punto de tomar las medidas necesarias. El rubio había cerrado los puños.

—Déjale entrar, Kyle —dije.

—Creo que no es conveniente —respondió Kyle con voz severa—. Es una basura, y además un alborotador.

—¡Conque soy basura! Nadie dice esas cosas a Jack Reed sin que le rompa la nariz.

—Déjale entrar —repetí.

Kyle me miró con ojos llenos de indignación, pero sin embargo se hizo a un lado. Jack Reed se internó en el vestíbulo con un andar que se balanceaba y saltaba, reminiscencia de todos sus años en alta mar.

—Maldito criado —dijo—. Como si él fuera el dueño de esto. Gracias por la ayuda, señora.

—Hola, Jack —dije tranquilamente.

—Pero… ¿cómo sabe mi…? —dejó la pregunta sin terminar. Me clavó la mirada, con ojos desorbitados, llenos de asombro—. ¡Por todos los santos! —exclamó—. Eres tú, ¿verdad?

Asentí con la cabeza, y sonreí con afecto. La ancha boca de Jack dibujó una sonrisa.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que ibas a terminar llevando elegantes vestidos y diamantes! Una chica como tú, era evidente. ¿Cuánto hace? ¿Cuatro años? ¿Cinco? Es maravilloso verte otra vez.

—¿Has venido a perder tu dinero, Jack?

—He venido a ganarlo, que es distinto. Cinco libras es todo lo que tengo, pero en cuanto me siente a las mesas eso va a cambiar. Me siento con suerte, y encontrarme contigo tiene que ser un buen presagio. ¡Todavía no puedo creerlo!

—¿Has cenado ya, Jack? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—No quería gastar mi dinero en comida. Pregunté cuál era la mejor casa de juego en Nueva Orleans y me dieron esta dirección. Después tu estúpido criado no quería dejarme entrar. Me muero de ganas por llegar a las mesas.

—Tal vez quieras comer algo primero —sugerí—. Podríamos cenar juntos. Podrías contarme qué has estado haciendo. Serás mi invitado, claro.

—No estaría mal comer algo —admitió Jack—. ¿Todo esto es tuyo?

—Ayudo a llevarlo. Mi… mi buen amigo es el dueño.

—Entiendo —dijo con ojos llenos de brillo—. Siempre pensé que te arrimarías a alguien importante. Me quedo maravillado de lo bien que te va. ¿Estás segura de que quieres perder el tiempo hablando con un tipo como yo?

Sonreí y le cogí la mano.

—Segura —le dije—. Ven. Vamos a charlar un rato y a comer algo, y después te dejaré suelto en las salas de juego. Tengo la sensación de que vas a tener suerte.

Kyle me miraba con franca desaprobación mientras yo conducía a Jack por el vestíbulo hacia la sala de baile. Llamé a un camarero y le pedí que trajera comida y vino. Luego llevé a Jack a la glorieta donde Jeff y yo solíamos cenar. Había una mesita cubierta con un mantel blanco como la nieve, y dos cómodas sillas. Aunque daba directamente al piso del salón de baile, una enorme maceta de plantas altas nos aislaba un poco. Jack se sentía un poco incómodo, intimidado por tanto esplendor, consciente de su traje raído, sus cabellos revueltos y despeinados. El camarero trajo champán en un cubo de plata, y a los pocos minutos regresó con la comida. Sonreí amablemente a Jack e hice todo lo posible por que se sintiera cómodo.

—¿Qué te trae a Nueva Orleans? —pregunté.

—Voy camino a Natchez —me explicó—. Mi vida en el mar ha quedado atrás. Pensé que ya era tiempo de sentar cabeza. Dicen que Natchez está en pleno desarrollo. Al norte, en las colonias, no hay más que rebeldes que causan problemas y que son desleales a Inglaterra. Mucha gente leal al rey se vino para Natchez y mandó sus cosas en barco.

Yo ya me había enterado de eso. Un tal general Lyman había traído un grupo de militares a Natchez y había establecido varios territorios en las cercanías. Se estimaba que, sólo en el verano del 73, más de cuatrocientas familias habían emigrado a la floreciente ciudad. Jeff había pronosticado que pronto competiría con Nueva Orleans, y parecía que su predicción se iba a convertir en realidad antes de lo que creía. En realidad, Natchez era la decimocuarta colonia de Gran Bretaña, y al estar tan alejada quedaba milagrosamente marginada de los conflictos que bullían en las otras trece.

—Creo que no tendré problemas para encontrar trabajo —continuó diciendo Jack—. Se construyen nuevos edificios cada día. Necesitan hombres para la construcción. Me lo contó un amigo mío, y me dijo que viniera.

Destapé la botella de champán. El corcho hizo ruido al saltar.

Jack sacudió la cabeza y suspiró mientras yo echaba la chispeante bebida en las copas. Sonrió, y me observó de pies a cabeza con ojos llenos de cariño.

—Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos nuestras pequeñas batallas en el barco. Te has convertido en una gran dama.

—Nada de eso —le dije.

—Sí, y no lo dudes. Me sorprende que te dignes hablar con alguien tan insignificante como yo.

—No seas tonto.

—Me alegro por ti —dijo—. Me alegra ver que al fin has triunfado de esta manera.

—Estoy segura de que tú también triunfarás, Jack.

—No, la gente como yo nunca será una gran cosa, pero si gano suficiente para pagarme el pasaje a Natchez y no morirme de hambre hasta que encuentre trabajo, creo que podré arreglármelas. La gente como yo no necesita mucho.

Mientras bebíamos el champán y comíamos aquellos deliciosos manjares, Jack comenzó a relajarse; ya no le asustaba el esplendor que nos rodeaba. Me contó algunas de sus experiencias de los últimos cuatro años. Había sobrevivido a un huracán y un motín, y había estado cazando ballenas. Finalmente, cansado de la vida de mar, había dejado el barco en Jamaica para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar, hasta que tuvo suficiente dinero para el pasaje a Nueva Orleans. Había llegado esa misma mañana y no estaba demasiado familiarizado con la ciudad.

A pesar de ser demasiado grande para él, además olía como una letrina. Estaba deseoso de llegar a Natchez, donde había aire puro e ingleses que no chapurreaban en castellano ni en francés.

Cuando terminamos de comer le llevé a los salones de juego.

Algunos de los clientes miraron despreciativamente su ropa raída, pero la mayor parte estaban demasiado ocupados como para desviar su atención de las cartas que tenían en la mano. Jack preguntó si íbamos a aceptarle sus libras inglesas. Yo le aseguré que sí y le llevé hasta la mesa de Angie.

—Ésta es Angie —le dije—. Ella también estaba en el barco.

—¡Santo cielo! Esto es como pasar una semana en casa.

—¡Jack Reed! —exclamó Angie—. Me acuerdo de ti. El marinero más guapo de a bordo. Siéntate, marinero, tengo la sensación de que ésta va a ser tu noche de suerte.

—Yo también —dije con doble intención.

Angie se dio en seguida por enterada. Asintió ligeramente con la cabeza. Los demás jugadores estaban un poco enojados por la atención que ella prestaba a Jack, y quedaban boquiabiertos ante su increíble suerte. Angie era muy astuta. No le hacía ganar demasiado de golpe. Perdía de vez en cuando, pero no cabía duda de que las cartas estaban a su favor. Jack estaba exaltado, y a medida que sus ganancias iban en aumento se excitaba más y más. La gente comenzó a agolparse alrededor de la mesa. Había una atmósfera de alegría y tensión; los presentes le instaban a seguir, le daban consejos. A todos les gustaba ver a un ganador, y los gritos de júbilo de Jack y su entusiasmo infantil hicieron que la gente lo tomara por su favorito. Todos disfrutaban su triunfo como si fuera el propio y se sentían estimulados para intentar competir con él. Era más de medianoche cuando por fin se levantó de la mesa, con más de doscientas libras ganadas.

—No está mal para haber trabajado sólo una noche —admitió.

—Estoy agotada —declaró Angie—. ¡Nunca he visto tanta suerte junta!

—Te lo tienes merecido —dijo en broma uno de los jugadores—. Siempre nos ganas a nosotros. Ya era hora de que te ganaran a ti.

—Vete al diablo, Dalton. ¡Todos saben que no sirves para nada ni en la cama ni con las cartas!

Dalton se rió a carcajada limpia, como los demás. Los insultos de Angie eran una muestra de aprecio. Los clientes habituales se divertían muchísimo al oírla. Aquel cabello rubio plateado estaba ligeramente despeinado, y el vestido un poco arrugado. Contempló a Jack con una mirada dura y profunda y frunció el ceño.

—¡Si no tuvieras esos ojos azules tan inocentes, juraría que eres un maldito tramposo!

—Muy agradecido —dijo Jack, y el rostro se le iluminó con una picara sonrisa.

—¡Desaparece! Si no recupero parte de ese dinero, me van a echar. ¡Vamos, señores, hagan sus apuestas! Sólo tenemos una hora para seguir jugando. Hasta pronto, marinero.

—Nos veremos —gritó él.

Jack guardó el dinero en una delgada bolsa de cuero y yo fui con él hacia la puerta. Era una noche sofocante, con una luna llena semiescondida por oscuras nubes arrastradas por el viento.

La luz de la luna iluminaba el empedrado de la calle con un plateado resplandor y hacía más oscura las espesas sombras. Jack suspiró cansado, miró la luna por un momento y luego volvió sus ojos hacia mí con una triste sonrisa.

—Creo que, después de todo, ha sido mi noche de suerte —dijo.

—De veras lo ha sido.

—No tenías que haberlo hecho, ¿sabes?

—¿Hacer qué? —pregunté con inocencia.

—Me di cuenta de lo que tramabais vosotras dos, me di cuenta desde el primer momento. Tengo suerte, pero no tanta. Soy bastante bueno jugando a las cartas, ¿sabes? A lo mejor hubiera ganado sin hacer trampas.

—No quería correr ningún riesgo.

—¿No?

—Fuiste muy bueno conmigo una vez, Jack. Digamos sólo que ha sido mi manera de devolverte parte de aquella bondad.

—Eres toda una dama —dijo—, la mejor del mundo. Siempre supe que lo eras, aun cuando estábamos en el barco.

—Supongo que ahora te irás a Natchez —dije para cambiar rápidamente de tema.

—En el primer barco que zarpe —respondió—. Creo que será mejor que vuelva ya a mi habitación. Esta mañana he reservado una abajo, en el puerto, y he dejado todas mis cosas allí.

Miré de reojo hacia la oscura calle desierta, un nido de sombras siniestras en el que sólo entraban algunos trémulos rayos de luna.

Yo tenía miedo, pues Nueva Orleans estaba llena de asaltantes y ladrones dispuestos a matar por mucho menos dinero que el que Jack llevaba encima. Se dio cuenta de mi preocupación.

Metió la mano debajo de la chaqueta y extrajo un largo y fino palo con tiras de cuero atadas. Lo levantó en alto, cortó el aire y sonrió.

—Cualquier hombre que sea tan tonto como para meterse con Jack Reed terminará con la cabeza aplastada. No te preocupes. Sé cuidarme solo.

—Ten cuidado, Jack.

—Lo tendré. Tal vez volvamos a encontrarnos, nena. Uno nunca sabe. A lo mejor vas a Natchez uno de estos días, y te veo allí. Te deseo toda la felicidad del mundo.

—Y yo a ti, Jack.

Asintió con la cabeza, y comenzó a caminar por la calle, con ese alegre y pesado paso marinero, y pronto le envolvieron las sombras. Durante algunos minutos me quedé allí, de pie frente a los escalones, escuchando el eco de sus pisadas; al final sólo hubo el silencio.

Volví adentro y seguí atendiendo mis deberes. Los clientes comenzaban a irse, y al cabo de una hora sólo quedaban los más recalcitrantes, dispuestos a recuperar lo perdido. El salón de baile estaba vacío, y los camareros se lo llevaban todo hacia la cocina.

Dos de ellos bajaron con cuidado las arañas hasta casi el nivel del suelo, y sostenían firmemente las sogas mientras otro apagaba las velas. Aún quedaban velas encendidas en los candelabros de las paredes, pero el salón estaba ya envuelto en sombras. Volví a las salas de juego. Los últimos ya se iban, echados alegremente por una Angie cansada y decaída.

—¡Qué noche! —dijo—. Hemos hecho un buen negocio. He ganado más del doble de lo que ganó Jack. Todos estaban ansiosos por competir con la suerte de él. Ya sabes cómo destacó.

Los encargados de repartir cartas lo estaban guardando todo.

Habitualmente Jeff hacía las veces de cajero y se encargaba de todo el dinero. Ahora, en su ausencia, lo estaba contando Kyle.

Anotó números en una hoja de papel y luego lo llevó todo arriba, a la caja fuerte en el despacho de Jeff. Los empleados se fueron.

Angie y yo nos quedamos de pie, juntas, en el salón de juego principal.

—Sigues preocupada por Jeff, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—No puedo evitarlo. No fue a ver a Corinne. Ella llegó temprano, rodeada de admiradores y frustrada porque él no andaba por aquí. Jeff estaba de mal humor cuando se fue.

—No le va a pasar nada, Marietta.

—Supongo que no. Sólo quisiera liberarme de esta sensación.

Kyle volvió a bajar para comprobar que todo quedaba bien cerrado. Le pregunté si conocía los lugares donde Jeff y sus amigos solían ir a pasar las noches en la ciudad. Kyle asintió solemnemente con la cabeza.

—Está preocupada —dijo Angie—. ¿Por qué no sacas el carruaje y vas a buscarle para estar seguros de que vuelve a casa sano y salvo? No tienes otra cosa que hacer esta noche.

—¿Lo harías, Kyle? —le pedí—. Me sentiría mucho más segura si supiera que tú estás con él.

—Los hombres que traen el vino estarán aquí dentro de media hora. Tengo que abrirles la puerta de atrás y pagarles la mercancía.

—De eso puedo encargarme yo.

Era evidente que Kyle no quería ir. Angie le miró irritada.

—Vamos, Goliat. Yo iré contigo y te haré compañía. Mientras le buscamos te contaré la historia de mi vida.

—Los lugares a los que voy a ir no son propios de una mujer.

—Vamos, no me hagas reír. No hay un solo lugar en Nueva Orleans que sea peor que los lugares a los que yo he ido. Además, te tengo a ti para que me protejas, ¿no? No te quedes ahí parado como un tonto. ¡Ve a buscar el carruaje!

Kyle la miró malhumorado, con ojos amenazantes, pero obedeció. Angie subió trotando la escalera para ir a buscar su capa, y al poco rato bajó alegre, sin rastros de cansancio. Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa, me tiró un beso y salió corriendo, agitando las blancas faldas de seda al caminar. Cerré la puerta con llave y subí al despacho de Jeff. Los contrabandistas siempre querían que se les pagara en monedas de oro. Abrí la caja fuerte y encontré la pequeña bolsa de gamuza con el oro que ya había sido separado para ellos.

Unos veinte minutos más tarde, cuando volví a bajar, todo estaba quieto, en silencio; las habitaciones estaban a oscuras, y sólo algunas velas habían quedado encendidas en el vestíbulo.

No me había molestado en ponerme una capa, y la falda azul de terciopelo se arrastraba ligeramente mientras yo me dirigía hacía la puerta de atrás que daba al patio. Debería haberme quitado el collar de diamantes, pensé. No era prudente que los contrabandistas me vieran luciendo piedras tan preciosas. Seguramente eran ladrones. Pero tendría que correr el riesgo, pues no había tiempo de volver a mi habitación. Cogí el farol que se guardaba en un hueco de la pared, junto a la puerta, lo encendí y salí al patio.

La luna estaba detrás de un grupo de nubes. El patio estaba cubierto de espesas sombras negras que se ponían aún más de relieve con el trémulo resplandor del farol. Había un fuerte viento que hacía que las hojas de la palmera se agitaran con un sonido opaco y confuso. El agua de la fuente caía salpicando mientras yo caminaba hacia la portezuela que había en la pared de atrás. Mientras apoyaba el farol en el suelo y abría el portón, oí maullar un gato en el callejón, pero no se oía el carro de los contrabandistas. Fui hasta uno de los bancos de mármol blanco para esperar su llegada. Estaba alerta. Algo iba a pasar. Ahora.

Esta noche.

Sopló una ráfaga de viento y se apagó el farol. Hubo un momento de oscuridad total. Entonces la luna asomó por entre las nubes, y el patio se convirtió en un mundo de azul, negro y plata, y las baldosas brillaron como mojadas por la luz de la luna; las sombras se debilitaron y ya no eran tan espesas. Oí que se acercaba el carro, y también oí a los hombres que hablaban en voz baja, con arrogancia. Caminé hasta la pequeña puerta, la abrí de un tirón y me quedé de pie, mirando hacia el callejón. El carro se detuvo. Había tres hombres. Dos de ellos eran gordos, vestidos con ropa ordinaria, pero el tercero era esbelto y llevaba una larga capa negra. La capa se agitaba cuando él descendía del carro. Dio instrucciones a los otros dos hombres y comenzaron a descargar las cajas de vino. El hombre de la capa se volvió y me miró por primera vez. El impacto me paralizó.

Le veía con claridad bajo la luz de la luna. Vi cada uno de los rasgos que tanto recordaba, vi la cicatriz que antes no tenía. Le miré sin poder hablar, casi sin poder respirar. Él no pareció sorprenderse. Caminó hacia mí mientras la capa se agitaba detrás de él como las alas de un demonio. Yo estaba paralizada y no podía sentir ninguna de las emociones que debería haber sentido.

—Hola, Marietta —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.

Era como si estuviera en medio de un sueño. Ese hombre, la luz de la luna, las sombras negras y azuladas que llenaban el patio, todo parecía parte de un sueño, cosas inmateriales. Las hojas de la palmera se agitaban. El agua de la fuente seguía fluyendo, y los grillos emitían sonidos breves y agudos entre las baldosas.

—Han traído el vino —dije.

Tenía la voz serena, sin la menor sombra de emoción; sin embargo, parecía una voz que venía de lejos, como si perteneciera a otro. Le vi allí, de pie a no más de tres metros, vi los hombres detrás de él que sacaban las cajas de vino de la parte posterior del carro, y nada de eso era real. Era una ilusión óptica, igual que el tenue brillo de la luz de la luna, igual que las sombras que acariciaban las paredes.

—Hay que llevarlo a la bodega —dije—. La puerta de atrás está abierta. Cuando entre verá una escalera a su derecha. Baje por ella y siga por el sótano.

—Ya sé dónde es —dijo uno de los hombres entre dientes—. Yo traje la mercancía la última vez.

—¡Rápido! —ordenó Derek severamente.

Cada uno de los hombres levantó una caja de botellas, atravesó la pequeña puerta y cruzó el patio hacia la puerta de atrás. Derek entró al patio, donde no soplaba el viento, y la capa descansó sobre sus hombros en sedosos pliegues que casi tocaban el suelo.

Yo estaba de pie bajo un rayo de luna y le observaba con mirada fría e indiferente.

—Parece que te ha ido muy bien —observó.

—Sí.

—Vestida de terciopelo. Diamantes. Muy bien.

—Así que tú eres el hombre de la cicatriz.

—Me la hicieron en Jamaica, hace un año. Hubo un altercado por un cargamento de mercancía.

—¿Qué le pasó al hombre que te la hizo?

—Murió.

Yo estaba fría, más serena que nunca, pero sabía que ese estado pronto iba a pasar, sabía que violentas emociones comenzarían a agitarse dentro de mí. Tenía que controlarlas, debía mantener esa serenidad a cualquier precio. Sabía que era mi única defensa.

—El Palacio Rawlins —dijo—. Jeff Rawlins. Debí haberme dado cuenta. Hace sólo tres semanas que trabajo en esta zona. Antes estaba en Jamaica.

—¿Has perdido la plantación? —pregunté.

—Tres meses después de tu partida tuve que venderla.

—Lo lamento, Derek.

—Ya no importa. Fue un mal negocio desde el primer momento. Hay maneras más fáciles de ganar dinero.

—El contrabando, por ejemplo —dije.

—El contrabando da mucho dinero —respondió—. Tengo una pequeña fortuna. Dentro de un par de meses voy a dejarlo. Me iré a Inglaterra para arreglar algunos asuntos.

Los hombres salieron de la casa y pasaron a nuestro lado para ir a buscar más cajas. Los caballos golpeaban sus cascos en el callejón, y uno de los hombres echó una maldición al levantar uno de los cajones. Las botellas se movieron e hicieron ruido.

Los hombres volvieron a atravesar la pequeña puerta y proyectaron largas sombras sobre las baldosas plateadas al pasar a nuestro lado en dirección a la casa.

—De momento vivo aquí en la ciudad —siguió diciendo Derek—. La casa pertenece a Valjean. Me la deja mientras él está en Martinica. A decir verdad, está bastante cerca de aquí.

Yo no hablaba. Derek seguía observándome.

—Estás tan hermosa como te recordaba.

Era una voz uniforme. Fue una afirmación, no un cumplido.

Su rostro era un conjunto de planos y ángulos bajo la luz de la luna; la cicatriz, una línea fina y dentada que iba desde la sien izquierda hasta un lado de la boca. Agregaba un toque siniestro y, aunque pareciera extraño, acentuaba sus rasgos; una imperfección que le hacía aún más atractivo. Sus ojos no tenían ninguna expresión.

—Así que aún sigues con Rawlins —dijo—. Al parecer no te vendió a uno de los prostíbulos.

—Fue muy bueno conmigo.

—He pensado mucho en ti, Marietta.

—¿Ah, sí?

—Te he tenido sobre mi conciencia durante todos estos años.

Te vendí en un momento de furia. Después lo lamenté amargamente. Cuando pensaba en lo que había hecho, me invadía el remordimiento.

—No deberías haberte preocupado. Como ves, a mí me ha ido muy bien. Visto… visto de terciopelo y diamantes. Soy una mujer libre, y tengo lo que siempre quise.

—¿Le amas?

—Eso no es asunto tuyo —respondí—. Ya no te pertenezco. Me vendiste. Cobraste mil ochocientas libras. Creías que Jeff me iba a vender a un prostíbulo, pero eso no te detuvo.

—Me odié por lo que había hecho —dijo con esa voz uniforme, sin emoción—. También te odié a ti, porque me habías arruinado económicamente… y porque por fin comprendí lo que significabas para mí.

—Claro.

—Te odié por eso más que por todo.

—Allí vienen tus hombres, Derek —dije con voz serena—. Toma. Aquí está tu oro. Tal vez quieras contarlo.

Derek cogió la bolsa con el oro y se la entregó a uno de los hombres. Los dos hombres siguieron caminando hasta el callejón y subieron al carro. Una tenue nube pasó sobre la faz de la luna.

Derek no se dirigió hacia donde estaban sus hombres. Yo sabía que no podría soportar esta situación durante más tiempo sin caer vencida, y tenía demasiado orgullo como para hacerle saber lo que sentía. Le miré con fría dignidad, y cuando hablé mi voz era como el hielo.

—Has entregado el vino. Yo he pagado. No tenemos nada más que decirnos, Derek.

—¿Nada más? —preguntó.

—Tengo que ir adentro. Adiós, Derek.

—Pienso verte otra vez.

—Eso ni pensarlo.

—Estaré en contacto contigo, Marietta.

No le contesté. Me volví y crucé el patio. Sentía que sus ojos me seguían hasta que por fin llegué a la puerta de atrás. Cuando estuve segura de que la oscuridad me escondía, me volví para mirarle, y vi algo negro que se agitaba cuando la brisa hizo mover la capa. Cruzó la pequeña puerta y un instante después oí que el carro se ponía en movimiento. Me apoyé en la puerta, pues estaba tan exaltada que casi no podía tenerme en pie; mientras las distintas sensaciones me envolvían, pedí a Dios que me diera fuerza. Iba a necesitarla más que nunca.