A Jeff no le gustaba que yo saliera sin escolta, y la verdad es que no era muy seguro, aun en este sector de la ciudad, pero la tienda estaba a sólo unas manzanas y yo me había quedado sin perfume. Jeff estaba en su despacho revisando las cuentas y Kyle estaba abajo, en la bodega, haciendo el inventario de vino. Podía haber enviado a una de las criadas a buscar perfume, es cierto, pero era un hermoso día de sol y yo tenía ganas de salir a caminar.
Me arreglé el talle del vestido, uno de seda color tostado bordado con flores anaranjadas y marrones. Luego saqué una larga capa de terciopelo marrón forrada con tafetán anaranjado y me la puse sobre los hombros. Mis vestidos eran ahora muy suntuosos, y eso me complacía.
Salí de mi habitación, crucé la pequeña y elegante sala de estar y pasé al vestíbulo. La habitación de Jeff estaba enfrente. Yo había insistido en tener dormitorios separados desde un primer momento, y él había estado de acuerdo, aunque de mala gana, pues decía que tantas idas y venidas iban a fatigarle. Últimamente había habido muy poco de eso. Yo sabía que él se veía con una hermosa mulata de negros y brillantes ojos y abundantes cabellos negros. Se llamaba Corinne. Siempre vestía de rosa. Era una de las mujeres públicas más famosas de Nueva Orleans y una de las más caras. Hubiera querido sentirme celosa. También Jeff lo hubiera querido.
Crucé el vestíbulo y bajé por la suntuosa escalera de mármol que giraba elegantemente hasta llegar al vestíbulo de abajo. Todo estaba en silencio y, como nadie había abierto las persianas, había muy poca luz. Sentí el impulso de acercarme a las habitaciones de abajo. A la derecha, conforme se entraba, había tres espaciosas salas de juego que se comunicaban entre sí, y a la izquierda había un suntuoso salón de baile. El techo tenía la altura de dos pisos; arañas de cristal colgaban del techo color azul cielo adornado con lentejuelas de oro. El salón de fiestas sólo era utilizado como tal una vez por mes, cuando dábamos los bailes que habían dado renombre al Palacio Rawlins. Los restantes días estaba lleno de sofás de seda blanca y sillas del mismo color con adornos dorados, y altas plantas verdes en recipientes de porcelana blanca. Era un lugar social, donde los clientes podían comer, beber, cortejar y ser cortejados, quejarse por sus pérdidas o hacer alarde de sus ganancias. Además de una casa de juego, era una especie de club social. El Palacio Rawlins ofrecía todo tipo de entretenimientos.
Mientras iba caminando por las salas de juego pensaba en lo desastroso que estaba todo cuando Jeff lo había comprado.
Había convertido todo lo que tenía en dinero, había volcado todo su dinero en esto, y el dinero se acabó antes de terminarlos arreglos. Había logrado obtener un préstamo a altísimo interés, pero al final pudimos abrirlo. El primer año había sido muy difícil, pero la casa se había hecho popular y recuperamos lo invertido. Ahora, tres años después, sacábamos muy buenas ganancias, aunque Jeff no dejara de quejarse por lo elevado de los costos.
Servíamos la mejor comida, el mejor vino, e indudablemente se vivía en una atmósfera de lujo. Las paredes color marfil, las alfombras doradas, las cortinas de terciopelo color dorado, el brillante bar de mármol blanco, lo convertían en un auténtico palacio. El Palacio Rawlins, satisfacía a la gente más distinguida en una ciudad donde un hombre se distinguía por su riqueza y no por sus orígenes.
Era sólo un poco más respetable que la mayoría de los establecimientos de este tipo. Aunque los hombres podían traer a sus amantes, cosa que por lo general hacían, no se permitía la entrada a mujeres solas. Nuestros empleados eran astutos y conocían muy bien su trabajo, pero eran honestos. A veces algún muchacho armaba un pequeño escándalo, o algunos de los clientes se enojaban cuando perdían demasiado o habían bebido de más, pero Kyle sabía cómo manejarlos. Medía un metro noventa y ocho. Era un muchacho delgado y fuerte, serio, de rostro severo, que sabía echar a los posibles alborotadores con firme eficiencia.
Me detuve en una de las mesas y rocé con los dedos el paño verde, mientras me preguntaba cómo íbamos a sustituir a Laval.
Le habían sorprendido guardándose dinero hacía dos noches. La cantidad era insignificante, pero Jeff le había despedido al instante. Laval no podría trabajar en casas de juego durante una temporada. Kyle había salido con él a la calle, le había llevado a un oscuro callejón y le había roto los dos brazos. Yo estaba horrorizada cuando me enteré, pero Jeff sólo se encogió de hombros, dijo que Laval se lo tenía merecido y agregó que eso enseñaría a los demás a no tratar de pasarse.
—Si dejas que alguien haga una cosa así y no lo castigas, todos lo intentarán —me informó.
Iba a ser difícil encontrar un sustituto, pero era Jeff quien tenía que encargarse de eso. Cuando entré a la habitación de atrás, con aquel enorme espejo con marco dorado que colgaba detrás del bar, oí ruidos procedentes de la cocina y de las habitaciones de los criados, abajo. Kyle tenía una pequeña habitación arriba, junto a los despachos de Jeff, pero el resto del personal de la casa vivía en los sótanos. Teníamos un excelente personal. Yo misma los había entrenado. El cocinero francés tenía un carácter un poco fuerte y las criadas sentían un verdadero terror ante Kyle, pero por lo general se trabajaba con armonía. Todo el personal adoraba a Jeff. Eran sumamente leales y recibían atractivos sueldos. Los que trabajaban en las mesas y los mayordomos que acudían cada noche para servir la cena y las bebidas también recibían generosas remuneraciones. Laval era el único que nos había dado problemas.
Habíamos progresado mucho en tres años, pensé. El Palacio Rawlins era todo un éxito. Tanto Jeff como yo habíamos trabajado para que lo fuera, habíamos trabajado duro. Entré en el vestíbulo de atrás y me detuve ante las puertas abiertas que conducían al enorme patio que había en la parte posterior de la casa. Las baldosas azules estaban un poco torcidas, y motas de hierba crecían entre algunas de ellas. Las altas paredes de yeso amarillo que lo encerraban se estaban descascarillando y estaban manchadas de tierra, pero a pesar de todo tenía su encanto, con el estanque y sus lirios, la fuente, las descuidadas palmeras enanas, las mesas y las sillas blancas de hierro forjado. Un gato que holgazaneaba sobre una de las mesas se estiró indolentemente bajo el sol. Era de Pierre, el cocinero, y a juzgar por su tamaño y el suave pelaje anaranjado recibía una abundante ración de comida francesa. Ni siquiera se molestó en levantar la vista cuando un hermoso pájaro azul bajó y comenzó a remojarse en la fuente.
Aunque el patio tenía un aspecto decaído y abandonado a la luz del sol, era sumamente romántico a la luz de la luna, cuando se llenaba del crujir de las faldas y de los susurros en rincones oscuros. Más de una cita tuvo lugar en el Palacio Rawlins, y allí se inició más de un romance.
Volví por el vestíbulo a la puerta de entrada, salí y comencé a caminar lentamente por la calle en dirección a la farmacia. La calle empedrada era angosta, con casas que se levantaban a ambos lados y, aunque el sol brillaba, había muy poca luz directa. Todo era azul, gris, amarillento. Mujeres negras con voluminosos delantales blancos sobre los vestidos y pañuelos rojos en la cabeza caminaban sin prisa con sus cestas hacia el mercado. Un joven borracho caminaba con paso incierto por la calle, con una mirada aturdida en los ojos y con la ropa arrugada después de una noche en la ciudad. Una prostituta pintarrajeada y vestida con ropa extravagante salió de un patio y saludó a un hombre que estaba de pie en un balcón de hierro negro muy trabajado. Doblé la primera esquina y caminé por una calle mucho más concurrida.
Carros y carruajes pasaban por la calle con gran estrépito. Las aceras estaban llenas de gente. El ruido era ensordecedor mientras los vendedores ambulantes gritaban ofreciendo su mercancía. Los perros vagabundos ladraban y las mujeres discutían con voces chillonas.
Apretaba muy firmemente el bolso de terciopelo anaranjado.
Un poco más adelante vi un par de ágiles ladronzuelos que robaban la cartera a un hombre de mediana edad, gordo y muy elegante, que se había detenido frente a una tienda. El carterista se alejó rápidamente con una amplia sonrisa, y aquel hombre gordo no tenía idea de que le habían robado. Dos hermosas cortesanas salieron de la sombrerería y entraron a la elegante carroza negra descubierta que las estaba esperando. Una de las mujeres llevaba un vestido de terciopelo rosa y plumas blancas y rosadas que caían hacia un costado del sombrero blanco de ala ancha. La reconocí en seguida. Corinne también me reconoció, y me miró de reojo con mirada oscura y resentida mientras el uniformado cochero hacía restallar el látigo y ponía en marcha la carroza. Era una muchacha hermosa, desesperadamente enamorada de Jeff y deseosa de brindarle la servil devoción que yo le negaba. Sentía un poco de lástima por ella, pues sabía que pronto iba a abandonarla de la misma manera que había abandonado a todas las otras.
Antes de Corinne había sido Thérése Dubois, una francesa aristocrática y millonaria con los cánones morales de una rata de alcantarilla. Thérése, ya cuarentona, también había caído bajo su hechizo. Era delgada, de rasgos duros, cambiante. Había hecho todo lo posible por apartarle de mi lado. Jeff se había divertido con ella, la había tratado con bastante desprecio y de repente la había dejado, y la pobre mujer había quedado sumida en la angustia. Había muchas mujeres dispuestas a darle a Jeff el amor que él quería solamente de mí, y ninguna de ellas comprendía que era precisamente su amor por mí y las frustraciones que eso le acarreaba lo que, en definitiva, le impulsaba a entregarse a ellas.
Di la vuelta a otra esquina y me fui acercando al mercado.
Había olor a pescado, a sangre de animales, a fruta en descomposición, a flores. Esta calle era aún más oscura, más angosta. Un apuesto soldado español iba paseando de la mano con una muchachita, y otro soldado besaba ardientemente a una morena vestida de rojo en un oscuro portal. El romance. Parecía palpitar en todo Nueva Orleans. Tal vez era el clima caluroso, sofocante, los vientos cálidos que soplaban constantemente sobre la ciudad.
Tal vez era la fragancia de tantas flores exóticas que se mezclaba con el penetrante olor de los sucios canales y las superpobladas casas. Así como en Boston y Filadelfia la gente se entregaba de lleno y con ardor a tratar de liberarse de la tiranía y a ser leales a la Corona, con el mismo ardor en Nueva Orleans la gente se entregaba a los placeres carnales.
No se parecía a ninguno de los lugares en los que había estado.
Una ciudad que, como una fruta demasiado madura, había pasado de mano en mano, de nacionalidad en nacionalidad, y durante todo el tiempo había mantenido su propia personalidad. ¿En qué otro lugar podrían los piratas y los contrabandistas mezclarse con aristócratas y oficiales que tenían un espíritu bajo y ruin? ¿En qué otro lugar compartían los conventos la misma calle que los prostíbulos? ¿En qué otro lugar alternaban las sórdidas viviendas con hermosas casas con balcones de hierro forjado, patios cubiertos, galerías y opulentos jardines? La ciudad era demasiado rica, demasiado llamativa, con ese puerto repleto de gente, su industria, sus vicios. Estaba sola, aislada de los acontecimientos que mantenían a las colonias inglesas en permanente sublevación. Nueva Orleans atraía y daba miedo a la vez. Era única.
Salí de esa calle angosta, cruzándome con parejas de enamorados, y atravesé una bulliciosa plaza llena de movimiento, inundada de sol. El olor a pescado era ya muy penetrante, pues el mercado quedaba a una manzana. Sonó una campanilla cuando entré en la farmacia. Estaba fresco y oscuro. Lleno de mesas y estantes con botellas de líquidos de colores, paquetes con polvo y cajas llenas de raíces secas y hierbas. El farmacéutico no estaba, pero el ayudante se apresuró a atenderme. Era un muchacho de no más de diecisiete años, alto y robusto, de cabello castaño y brillante, grandes e inocentes ojos azules y labios rosados y carnosos que revelaban una sensualidad aún no explorada. El muchacho se sonrojó cuando le dije quién era yo y qué quería; sin embargo, aquellos enormes ojos azules me miraban con tierno deseo. Era evidente que aún era virgen, un muchacho frustrado y ansioso por explorar.
—Número noventa y tres —dije cortésmente—. Debería estar listo.
El muchacho asintió con la cabeza y con paso rápido se dirigió a la habitación del fondo de la tienda. El farmacéutico, un experto en su trabajo, había creado un perfume especialmente para mí: una fragancia suave, casi imperceptible, muy distinta de los perfumes demasiado fuertes o demasiado dulces que tanto hombres como mujeres usaban para disimular los olores del cuerpo. La mayoría de los ciudadanos más distinguidos de Nueva Orleans se bañaban una vez cada dos o tres meses y confiaban en el perfume durante el resto del tiempo. Mis baños diarios eran una excentricidad, pero me negaba a cambiar mis costumbres a pesar de que eran considerados insalubres y muy peligrosos.
El muchacho volvió, me entregó la pequeña botella y cogió el dinero. Puse la botella en mi bolso y, con una afectuosa sonrisa y con voz serena, di las gracias al muchacho. Volvió a sonrojarse; parecía atemorizado y, a la vez, era como si quisiera saltar sobre mí en un arranque de frenética pasión. La campanilla sonó otra vez cuando salí de la tienda. Mientras cruzaba la plaza sentía que el muchacho me miraba desde la ventana. No iba a tardar mucho en aliviar sus frustraciones, pensé. Nueva Orleans estaba lleno de mujeres aburridas e inquietas a las que nada les gustaría más que iniciar a un muchacho tan guapo. Dentro de un año sería ya probablemente un calavera entregado a los vicios que gastaría hasta el último centavo con alguien como Corinne o Thérése Dubois.
Cuando ya me estaba acercando a la angosta calle lateral por la que había bajado hacía unos minutos oí una gran conmoción que no debía proceder de lejos. Un hombre gritaba. Se oía el relincho de caballos. Me volví rápidamente y vi dos hermosos caballos grises aún de pie, con las patas delanteras bailando en el aire, y un hombre de aspecto fuerte y tosco que agitaba los brazos justo delante de ellos. El cochero tiraba de las riendas y hacía todo lo posible por calmar a las bestias. El hombre que casi había sido atropellado gritaba maldiciones al cochero; la gente comenzaba a apelotonarse y casi pisoteaba a una mujer negra a la que se le había caído la cesta de manzanas y se arrastraba por la calle, nerviosa, tratando de recogerlas.
—¡Hijo de la gran perra! ¡Por qué no mira por dónde va! ¡Voy a retorcerle el pescuezo!
—¡Apártese de mi camino! —gritaba el cochero—. ¡Apártese de mi camino le he dicho, a menos que quiera probar este látigo!
Mientras los dos hombres seguían insultándose yo clavé los ojos en la mujer que estaba sentada tranquilamente en el carruaje, muy aburrida por todo el escándalo. Llevaba largos guantes negros de encaje y un vestido de seda color azul cielo. El talle era bajo, y la amplísima falda estaba adornada con hileras de volantes de encaje negro. Era pequeña y parecía un poco frágil. Los carnosos labios rosados dibujaban una mueca; la nariz era respingona y los ojos marrones y enormes. Claras pecas doradas se esparcían por esas pálidas mejillas; el sedoso cabello rubio estaba muy bien peinado en esculturales ondas, y largos rizos le colgaban sobre los hombros. Pensé que algo me resultaba ligeramente familiar en ella; sin embargo, no podía recordarla.
Suspiró. Dio un golpecito en el hombro del cochero con la punta de una sombrilla cerrada, de seda azul, y él se calló al instante. Serena, bajó del carruaje mientras sus faldas crujían ligeramente con el sonido de la seda. Los mirones se sumieron en un silencio expectante mientras ella caminaba hacia el enfurecido y amenazante transeúnte que seguía agitando el puño y se negaba a apartarse.
—¿Qué quiere? —preguntó con sarcasmo—. ¿Ha venido a darme unas monedas para decirme que me vaya? ¡Usted y su asqueroso dinero! Casi me atropella con su maldito carruaje, y usted cree…
—¡Creo que será mejor que se vaya, y rápido, amigo, o voy a coger esta sombrilla y se la voy a hacer tragar!
La gente se moría de risa. La mujer negra se sobresaltó tanto que volvió a caérsele la cesta de las manzanas. El hombre se quedó perplejo, tan perplejo que no podía hablar. La muchacha rubia vestida de azul le miraba con ojos encendidos y, al cabo de un momento, él hizo una mueca y se alejó rápidamente. Las risas fueron en aumento y la gente comenzó a dispersarse. La muchacha rubia suspiró y empezó a gatear por el suelo para ayudar a la mujer a recoger las manzanas perdidas. Cuando todas estuvieron otra vez en la cesta, ella se levantó y se sacudió la falda.
Yo sonreí, mientras el alma se me llenaba de alegría. La muchacha sintió que la estaba mirando y se volvió rápidamente, dispuesta a decirme algo.
Se quedó mirándome. Aquellos ojos marrones se volvieron aún más grandes, y las mejillas perdieron todo el color. Sacudió la cabeza, incrédula, luego dio un paso hacia adelante y me miró de reojo. Yo asentí con la cabeza.
—Sí soy yo —le dije.
—¡Nooo! ¡No puedo creerlo!
—Yo tampoco podía al principio. Pensé que estaba equivocada, pensé que no podías ser tú, y cuando abriste la boca…
—¡Marietta!
Y entonces nos arrojamos una en los brazos de la otra, abrazándonos, sollozando, riendo allí frente al carruaje. El cochero nos miraba con horror y desaprobación. Cuando pasó el primer momento de entusiasmo, ella dio un paso hacia atrás y sonrió con aquella mueca, aquella sonrisa insolente que yo tanto recordaba. La misma Angie de siempre. Un suntuoso vestido, un peinado elegante, pero no dejaba de ser Angie. Me cogió de la mano, me ayudó a subir al carruaje y luego subió y se sentó a mi lado. Nuestras faldas cubrían todo el asiento.
—¡Al café del mercado, Holt! —ordenó—. Todavía no puedo creerlo —dijo mientras me apretaba la mano—. ¡Tengo tantas cosas que contarte! ¿Qué diablos estás haciendo en Nueva Orleans?
—Soy la anfitriona del Palacio Rawlins. Es la casa de juego más elegante de toda la ciudad.
—¡Y el dueño está locamente enamorado de ti y te llena de joyas y regalos! ¡Lo sabía! ¿Recuerdas que te lo dije, recuerdas que te dije que las dos íbamos a volar muy alto?
—Lo recuerdo. Tú… tú estás tan…
—Asquerosamente elegante —sugirió—. ¿Qué te parece este carruaje, este vestido? Y no te imaginas… la cantidad que tengo en casa. Hace sólo tres semanas que estoy en Nueva Orleans, pero ya es mi ciudad preferida. ¡Hay tantas cosas para hacer!
—¿Estás… hay un hombre?
—Siempre hay uno. Éste es un Grande de España, cuarenta y cinco, alto y moreno, y rico como el diablo. Muy especial en la cama. Le encontré en un barco. Tenía que irme de Boston, y estaba un poco apurada.
—¿Boston? ¿Estuviste en Boston?
—He estado en todas partes, querida. Espera a que lleguemos al café. Te lo contaré todo. Déjenos aquí, Holt. Seguiremos a pie. Puede llevarme el carruaje a casa.
El cochero parecía molesto cuando bajamos.
—¿Qué le digo a don Rodrigo? —preguntó.
—Dígale que me fui a acostar con un marinero y que no sé cuándo voy a volver —respondió Angie al instante.
El carruaje siguió su camino, y Angie y yo pasamos frente a puestos repletos de cestas de fruta, carros llenos de flores, tinglados de madera con reses desolladas colgadas de ganchos, mostradores cubiertos con montañas de brillantes y plateados pescados y largas anguilas negras. Había langostas en jaulas de madera, y cubetas de camarones llenas a rebosar. El mercado era un caleidoscopio de color y movimiento, el ruido destrozaba los oídos, los olores eran irresistibles. Abundaban las moscas. El suelo estaba cubierto de suciedad.
El café estaba en la entrada del mercado. Las mesas y las sillas estaban colocadas el aire libre y sólo había un viejo toldo de lona verde para resguardarnos del sol. Nos sentamos a una mesa y pedimos un delicioso café fuerte que había que tomar con crema. Angie suspiró y volvió a sacudir la cabeza mientras me miraba con sus insolentes ojos marrones.
—Aquel granjero joven y robusto… —empecé a decir.
—George Andrews. Le tuve en un puño en menos de una semana y se casó conmigo un mes después. No me sacaba las manos de encima. No he vuelto a encontrar un tipo tan fuerte y tan apasionado como él. Tenía una granja bastante grande y mucha tierra. ¡Pobre George! Le hirió de muerte un toro a los nueve meses de nuestra boda. Le dije que ese toro era malo, le dije que no lo comprara. Pero de todas formas lo compró, y dos días después… —Angie vaciló. Tenía los ojos tristes.
—Entonces te convertiste en una viuda millonaria —dije.
—Vendí la granja y toda la tierra, y me fui —replicó—. Tuve varias experiencias insólitas, ¡déjame que te cuente! Al cabo de un año estaba otra vez sin un centavo. Un maldito pillo que se llamaba Peter. Guapote como pocos. Se fugó del hotel con los zapatos en una mano y mi cartera en la otra. No volví a ver a ese hijo de perra. Me lo tuve merecido por confiar en él. Después apareció este distinguido coronel inglés y pasó tres días en la posada. Cuando partió hacia Boston, yo iba en el carruaje con él.
—¿Un coronel?
—¡Malditos soldados! El tipo era pesadísimo, hablando siempre de normas y reglamentos, haciendo sufrir a los ciudadanos. Con razón se rebelan con maricones como él, que se pasan el tiempo dando órdenes. A pesar de todo, me quedé con él durante casi un año. Era tan formal y autoritario en público, tan pomposo, con ese uniforme… pero cuando se lo quitaba, cuando estaba solo en la habitación conmigo, ¡parecía que la cama era el campo de batalla y yo el enemigo!
—¿Y qué pasó al final?
—Me aburrí. El muy hijo de perra era tacaño como él solo. No quería gastar dinero conmigo. Empezó a creerse que yo era una especie de sirvienta suya. ¡Incluso quería que le lustrara sus sucias botas! Cada vez resultaba más difícil vivir con él, y después de la fiesta del té se volvió completamente imposible. Tuvimos una seria discusión acerca del té que fue arrojado al mar…
—¿La famosa fiesta del té de Boston? Incluso aquí nos enteramos.
—Fue en diciembre. Esos tres enormes barcos arribaron al puerto cargados de té. Eran embarcaciones de una compañía inglesa de la India oriental y ese té a bajo precio significaba la ruina, iba a establecer un monopolio para la compañía y privar a los colonos de una fuente de ingresos. Todos estaban enfurecidos, ¡te lo aseguro! Se daban cuenta de que era otro ejemplo de la interferencia inglesa en el comercio de las colonias.
Angie hizo una pausa cuando el mozo trajo el café, una jarrita con crema y un plato de tortas recién fritas bañadas en azúcar.
Bebió un sorbo de la fuerte mezcla, hizo una mueca y luego se sirvió una generosa cantidad de crema en la taza.
—De todos modos, los rebeldes (así los llamaba el coronel: «malditos rebeldes») se pintaron y se vistieron como los indios, remaron hasta los barcos y arrojaron todo el té al agua mientras gritaban y daban alaridos. Causó bastante sensación. Cerraron el puerto de Boston y lo mantendrán cerrado hasta que hayan pagado todo ese té. Yo me puse del lado de los rebeldes y dije que sólo estaban protegiendo sus intereses. El coronel Bates se puso furioso y me gritó como si yo fuera un triste soldado al que piensa encarcelar después de darle veinte azotes. Le dejé que siguiera con su furia y esa noche, mientras él roncaba feliz, yo abrí el candado de su caja fuerte, llené mi cartera y desaparecí en la oscuridad. Como un ladrón —agregó con ese brillo insolente en los ojos—. Eso fue hace cuatro meses y ahora aquí estoy, en Nueva Orleans.
Levantó una mano para arreglarse los plateados bucles rubios que le colgaban en los hombros.
—Si quieres que te diga la verdad, empezaba a estar cansada de las colonias. Allí arman un escándalo por cualquier cosa. Los ciudadanos se rebelan contra el gobierno, los soldados maldicen a los rebeldes. Todo eso va a estallar, y pronto. Decidí salir de allí antes de que comience la verdadera lucha.
—¿De veras es tan mala la situación? Aquí se oyen rumores, claro, pero estamos tan alejados…
—Es muy molesta —respondió Angie—. Los soldados se están volviendo mucho más estrictos. Los granjeros esconden las pistolas en los pajares. ¡Pero quién quiere hablar de eso! Te he hablado de mí, y ahora me muero de ganas por saber cómo viniste a parar a Nueva Orleans hecha toda una duquesa. Vamos, Marietta, cuéntame.
Añadí más crema a mi café y permanecí con la vista clavada en la taza. Me preguntaba cómo podría contarle todo lo que había pasado en estos últimos cuatro años. Con tristeza, le hablé de Derek y la plantación, de Cassie y Adam y cómo los ayudé a escapar, de la furia de Derek y de cómo me vendió a Rawlins.
Angie escuchaba en silencio mientras yo seguía hablando, le hice una breve reseña de nuestro viaje por el camino a Natchez, le hablaba de la casa de juego y de aquel primer año tan difícil antes de que la casa se hiciera popular.
—¿Y ahora? —preguntó cuando terminé.
—Y ahora tiene mucho éxito y… y Jeff y yo seguimos juntos.
—¿Y tú sigues amando a ese Derek?
—Me temo que sí. No debería. Tengo mil motivos para odiarle. Traté de odiarle. No puedo. Ya… ya no pienso tanto en él como antes. A veces pasa toda la semana sin que piense en él ni una sola vez, y después… después me encuentro sola y, de repente, él aparece en mi mente, y el dolor vuelve a ser tan… tan vivido como aquel día en que me vendió a Jeff.
—Creo que yo he tenido suerte —reflexionó Angie—. Nunca estuve realmente enamorada. Me había encariñado de George Andrews, me sentía muy unida a Peter Hamison, aquel hijo de perra que se fue con mi dinero. Cuando se fue de esa manera, le eché mucho de menos, añoraba aquel rostro tan atractivo, su hermoso cuerpo, sus bromas, pero eché mucho más de menos el dinero, te lo aseguro. ¿Y ese tipo, Jeff?
—Es buen mozo, con un tosco atractivo, y es el hombre más encantador que existe sobre la tierra. Un amante excepcional, y adora el suelo por donde yo camino.
—¿Pero no le amas?
Vacilé por un momento antes de responder y dirigí la mirada hacia el colorido mercado. Hombres negros vestidos con andrajosos pantalones azules traían más canastas de camarones. Una anciana toda de negro miraba los amarillos limones y las doradas naranjas. Un organista con un mono sentado en el hombro paseaba mientras comía trocitos de pescado frito envueltos en cucuruchos de papel, y compartía su comida con el mono. ¿Cómo podría explicarle lo que sentía por Jeff? Era demasiado complicado.
—Le amo, sí —dije serenamente—. Pero no como él querría que le amara. Es un amor muy especial, es más que un simple cariño. Me gusta dormir con él, y el resto del tiempo me siento… casi maternal, protectora. Me necesita. Me ama desesperadamente y sin mí se sentiría perdido.
—¿Le eres fiel?
Asentí con la cabeza.
—Es lo menos que puedo hacer. No le haría daño por nada en el mundo.
—Pero, a pesar de todo, no quieres casarte con él.
—No sería justo, Angie. Jeff merece mucho más.
—¿Y él es fiel?
—Ha habido varias mujeres. Ahora justamente tiene una. Ninguna significa nada para él. Vuelve a pedirme que me case con él y yo vuelvo a decirle que no, y entonces se siente enojado, frustrado, tiene que probar algo. Sale y busca otra mujer. Pero siempre se cansa de ellas y vuelve a mí con esa maldita sonrisa tímida en el rostro.
—¿Nunca has pensado en dejarle?
—No podría. Le debo mucho, Angie. Él… después de Derek fue mi salvación. Me dio la libertad, me dio una nueva vida. Me necesita. Algún día encontrará a alguien y volcará en ella todo ese amor, y entonces me iré. Hasta que llegue ese día… me quedaré a su lado.
Angie suspiró y comprendí que era demasiado para que ella pudiera entenderlo. Angie era una de esas personas con suerte, capaces de abrirse paso en la vida con airoso aplomo, mezclando lo bueno y lo malo y considerándolo todo como una deliciosa broma. Había pasado por tantas penurias como yo desde su llegada a América, había tenido experiencias trágicas y penosas a diestro y siniestro; sin embargo, había cambiado muy poco. Su lenguaje era un poco más refinado, vestía excelente ropa y tenía un peinado muy elegante. Pero en lo más profundo de su corazón seguía siendo la misma prostituta agresiva, audaz y mal hablada.
Yo me había convertido en una persona completamente distinta.
—Se está haciendo tarde —dije—. Será mejor que vuelva. Jeff va a estar preocupado si no aparezco pronto.
Angie hizo una mueca.
—Creo que será mejor que yo también vuelva con mi español. No es gran cosa, pero es todo lo que tengo en este momento.
—¿También le encontraste en un barco?
—A decir verdad, era un viaje aburrido. Don Rodrigo lo alegró un poco. El capitán se quedó sorprendido cuando me instalé en el camarote de Rodrigo. Es un diplomático, y además multimillonario. Tiene una mansión aquí en la ciudad y más criados de los que puedo contar.
—¿Cómo es?
—Fatigante —admitió—. Tiene el clásico temperamento latino. Arde de pasión y furia. Me amenaza con matarme y al instante me está cubriendo de besos. Tiene unas ideas bastantes raras sobre lo que debería hacerse en la cama, pero no voy a hablarte de eso. Es generoso. Me compró todos estos hermosos vestidos apenas desembarcamos, me da una vida a lo grande, pero… ¡no es nada divertido! Le dejaría en seguida si tuviera otro lugar a donde ir.
De repente se me ocurrió una idea.
—Angie, ¿lo dices de veras?
—Claro que lo digo de veras. No tengo por qué exagerar.
—Dime una cosa, ¿entiendes algo de cartas?
—¿Jugar a las cartas? ¡No hay nada que yo no sepa! El coronel era un apasionado por las cartas. Él y sus compinches se sentaban a jugar casi todas las noches y apostaban grandes sumas. Yo me sentaba con ellos y aprendí todos los trucos. Al cabo de un par de meses yo me quedaba con todo el dinero. Al final se negaron a dejarme jugar y dijeron que era una tramposa.
—¿Te gustaría dar cartas?
—¿En el Palacio Rawlins? —los ojos de Angie brillaban de entusiasmo—. ¡Sería fantástico!
—Sabes que tendrías que ser honrada.
—Supongo que puedo intentarlo —dijo.
—Tendrías un sueldo fijo, claro, y arriba hay una sala para los invitados, al fondo del corredor donde estoy yo. Podrías subir. Nos veríamos todos los días.
—¡Hecho! —exclamó Angie—. ¿Cuándo empiezo?
—Esta noche. Necesitamos urgentemente alguien que dé cartas. Perdimos a uno hace dos noches. Le diré a uno de ellos que te lo explique antes de que empiecen a llegar los clientes.
—¿Qué pensará tu hombre, ese Jeff?
—Estará encantado —le aseguré.
Diez minutos más tarde estábamos ya en el vestíbulo de entrada, que aún estaba a oscuras, y subimos por la escalera de mármol hacia las habitaciones privadas. Angie estaba un poco nerviosa. No quería separarse de todos esos hermosos vestidos que Rodrigo le había comprado y temía que le diera uno de esos ataques de furia latina cuando ella volviera a buscarlos. Le dije que enviaría a Kyle para que la acompañara, y le expliqué que medía un metro noventa y ocho y que tenía una expresión severa y terrible que hacía palidecer incluso a los hombres más fuertes.
—Tu don Rodrigo no dirá una sola palabra —le prometí—, por lo menos si Kyle está a tu lado. Ven, te llevaré arriba y te presentaré a Jeff. Es posible que aún esté en su despacho.
Y allí estaba, sentado frente a su mesa de caoba, con el ceño fruncido ante un montón de papeles. El oscuro cabello dorado estaba despeinado, una profunda arruga le marcaba un surco sobre la nariz, y aquella mirada marrón estaba perpleja. Jeff se ocupaba de llevar todo el negocio, y últimamente había estado invirtiendo las ganancias en diversas empresas navieras, ninguna de las cuales había rendido nada todavía. A veces me preocupaba por eso, pero estaba segura de que él sabía lo que se hacía.
Levantó la vista irritado cuando entramos y después, al ver a Angie, se puso de pie y cogió la chaqueta que antes se había quitado.
Les presenté. Jeff estuvo muy amable, galante. Angie quedó encantada. Él quedó un poco sorprendido cuando le dije que ella iba a trabajar con nosotros y estuvo a punto de irse a la sala de invitados, pero pronto se repuso y le pareció que era una idea genial, y agregó amablemente que con una muchacha tan bonita que diera cartas en una mesa los negocios seguramente iban a prosperar. Angie expresó su alegría con términos obscenos y Jeff sonrió ante la elección de las palabras. Le dejamos con sus papeles y bajamos para hablar con Kyle.
Acababa de subir de la bodega cuando llegamos al pie de la escalera. Kyle había sido uno de los compinches de Jeff en los viejos tiempos, luego había conocido malos tiempos y, cuando finalmente Jeff le encontró, estaba viviendo en una sórdida habitación en el puerto, enfermo, hambriento, resignado a su destino con una profunda melancolía que era parte de su forma de ser. Fue el primer empleado que contratamos; al que más le pagaba. Abría la puerta a los invitados con suma cortesía, jamás hablaba salvo para responder a una pregunta y no permitía la entrada de nadie que no reuniera los requisitos para entrar al Palacio Rawlins. Cuando tenía que echar a uno de los invitados lo hacía con firmeza, en silencio, y rara vez se veía forzado a utilizar su imponente fuerza.
Kyle era sumamente leal a Jeff y habría matado por él sin titubear siquiera. Era un hombre melancólico que infundía terror. Hacía las veces de cochero durante el día y solía ayudar haciendo cosas como el inventario de la bodega, cosa que le había ocupado durante la mayor parte del día. Kyle no era amigo de ninguno de los otros empleados. Siempre estaba solo. Su trabajo y su devoción por Jeff no dejaban lugar para otra cosa.
Cuando Angie le vio acercarse a nosotras por el oscuro vestíbulo, contuvo la respiración y me apretó la mano.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Es un gigante! Esa cara haría gritar de horror a un niño.
Kyle parecía no haber oído. Era increíblemente alto, de hombros anchos y una estructura delgada y musculosa. Llevaba botas negras, pantalones negros, una camisa blanca de batista con mangas anchas y un chaleco de raso con rayas blancas y marrones. Sus rasgos eran pálidos, serios, con ojos muy oscuros y cabello negro y lacio cuidadosamente peinado hacia un costado. Aunque se comportaba siempre conmigo de una manera cortés y formal, me sentía un poco incómoda cuando estaba cerca de él. A la mayor parte de la gente le pasaba lo mismo. Daba la impresión de ser un hombre que encerraba una gran violencia dentro de sí, y jamás se le había visto sonreír. Yo tenía la sensación de no gustarle, la sensación de que nadie le gustaba excepto Jeff.
—Hola, Kyle —dije con tono amable—. Ésta es Angie. Es amiga mía y va a trabajar con nosotros. Va a dar cartas en una de las mesas.
Kyle no dijo nada. Angie tampoco. Se estaban enfrentando. La expresión de él era fría y melancólica; la de ella, insolente y desafiante, como si estuviera a punto de sacarle la lengua. Kyle asustaba a las criadas. Pierre comenzaba a temblar nerviosamente cada vez que Kyle entraba en la cocina. Pero no intimidaba a Angie en lo más mínimo. Era evidente que Kyle mostraba un desafío. Me parecía ver la imagen de un pequeño y agresivo «fox terrier» que arañaba y gruñía a un gigantesco y aburrido mastín.
—Angie tiene que ir a buscar sus cosas —seguí diciendo—. Va a quedarse aquí y va a dormir en la habitación libre de arriba. Quisiera que tú la llevaras en el carruaje y fueras a la casa con ella. Podría resultar un poco incómodo.
—¡Qué consuelo! —gritó Angie—. Cuando don Rodrigo le vea, se va a esconder debajo de la cama. ¿Estás segura de que no correré ningún peligro si voy con él? ¡Ya he sido violada antes, pero nunca por algo de este tamaño! Creo que tal vez prefiera arriesgarme a afrontar la ira de Rodrigo.
Los oscuros ojos de Kyle se endurecieron con indiferencia y su ancha boca hizo una mueca de desprecio, pero ni siquiera entonces hizo un comentario. En lugar de eso fue a buscar la chaqueta, se la puso y abrió la puerta para que pasara Angie. Ella me guiñó un ojo, se rió entre dientes y salió con naturalidad, seguida por el ruido de sus altos tacones y el crujir de la amplia falda con volantes. Kyle la siguió con la seriedad de un mártir. Yo tenía la sensación de que había encontrado su pareja.
Tres horas después, yo estaba en mi habitación preparándome para vestirme para la noche cuando entró Jeff. Sólo llevaba mi enagua, pero él ya estaba vestido, con una elegante levita color marrón oscuro, pantalones que hacían juego y un llamativo chaleco de raso anaranjado oscuro bordado con hojas de seda marrón. Sus botas estaban tan lustradas que resplandecían y el cabello aparecía muy bien cepillado. Parecía extraño, pero esas prendas tan elegantes acentuaban su masculinidad en vez de disminuirla. Me acerqué a él para arreglarle la corbata de seda marrón.
—Estás muy guapo esta noche —le dije.
—¿Acaso no estoy guapo siempre?
—Siempre —respondí.
—Eres una mujer afortunada —dijo en tono de broma—. Incluso con esa enagua estás realmente atractiva. Si no hubiera tenido tanto trabajo para ponerme todas estas cosas, me las quitaría ahora mismo y lo pasaríamos muy bien…
—¿Ah, sí? Eso rompería la rutina.
—¿Es que me lo ha parecido, o de verdad ha habido un tono de resentimiento? Un tipo importante como yo no puede pasar todo el tiempo complaciendo a las damas. Ya sé que no he pasado por tu dormitorio durante las últimas noches, pero… es que… estuve ocupado.
—Claro —dije secamente, y fui hacia el tocador.
Me senté frente al espejo. Jeff anduvo unos pasos y se quedó de pie detrás de mí. Apoyó las manos sobre mis desnudos hombros y me miraba de reojo en el espejo. Cogí un cepillo de pelo de marta, lo hundí en un pote de colorete y empecé a darme un tenue rubor en las mejillas. Él observaba y sus dedos me apretaban ligeramente la carne. Dejé el cepillo, cogí el polvo y comencé a empolvarme el rostro. Jeff seguía mirando y yo trataba de ignorarle. No era fácil.
—No estás enojada, ¿verdad? —preguntó.
—Claro que no.
—Esta noche voy a salir un rato. Nadie notará mi ausencia. Eso es lo que tiene de bueno este lugar. Funciona casi solo y no es preciso que yo esté aquí todo el tiempo.
Dejé la polvera.
—No, en absoluto.
—Uno se puede tomar una noche libre de vez en cuando, atender sus negocios, ver a sus viejos amigos alguna vez.
Apliqué una tenue sombra sobre mis párpados y, con un pincelito, un toque de maquillaje color canela en las pestañas y en las cejas. Los dedos de Jeff se hundieron en mis hombros, ya no con tanta suavidad, pero sin lastimar.
—¿Sabes una cosa? De veras me gustaría creer que estás celosa. No sé por qué me tomo la molestia de mirar a otras mujeres cuando tengo alguien como tú delante de mis narices. Lo que pasa es que…
—No tienes que darme ningún tipo de explicación, Jeff.
—Tu podrías ponerle fin. Tú podrías hacerlo de una vez por todas. Con sólo una palabra: «Sí».
No respondí. Tenía una expresión de enojo en el rostro, y aquellos ojos marrones se habían oscurecido. Me soltó y fue hasta la mesa para servirse un coñac de la botella de cristal. Di un toque de coral a mis labios, me arreglé el cabello y me levanté. Fui hasta el armario para sacar mi vestido, uno de seda amarillo claro.
La falda brillaba con flores bordadas en oro y plata. Jeff tenía la mirada fija en su copa de coñac y seguía frunciendo el ceño.
—Lo lamento, Jeff —dije serenamente—. Te dije desde el principio que no me casaría contigo. Te agradezco todo lo que has hecho por mí. Y lo sabes. Te quiero mucho. Y eso también lo sabes. Cuando quieras que me vaya, me…
—¡No digas tonterías! —dijo con violencia—. Sabes que no quiero que te vayas.
Me puse el vestido, segura de que su mal humor iba a pasar, como siempre. Rara vez se enojaba tanto, pero cuando sucedía casi siempre terminaba discutiendo en el puerto con los viejos compañeros que seguía viendo con regularidad. Solía emborracharse, volvía a casa tambaleándose a altas horas de la noche, y al día siguiente se sentía desdichado y me pedía perdón. Yo me sentía tremendamente culpable; sabía que la culpa era mía. Sin embargo, no podía hacer la única cosa que pondría fin a estas periódicas explosiones. Me sentaba al lado de la cama, le bañaba las sienes con un pañuelo empapado en colonia, le sonreía, le reprendía y le demostraba mi cariño de mil maneras diferentes.
Le daba cariño, cuando lo que él quería era un amor eterno.
—Perdóname —dijo—. No quería gritar de esa manera.
Apuró el coñac y dejó la copa vacía.
—Jeff, prométeme que no beberás demasiado.
—Uno necesita descargarse de vez en cuando.
—Siempre me preocupo por ti.
Levantó una ceja.
—¿De veras?
—Sabes que sí.
—Supongo que eso es un consuelo —dijo fastidiado.
Terminé de ajustarme el vestido y di unos pasos hacia atrás frente al espejo para arreglarme las amplias mangas que dejaban ver los hombros. El amarillo quedaba muy bien con el color cobre de mis cabellos, que brillaban con reflejos de luces bajo el luminoso resplandor de las velas. Satisfecha, me volví, decidida a no usar los diamantes esta noche.
—¿Y cómo le va a tu amiguita? ¿Ya ha traído todas sus cosas?
Asentí con la cabeza.
—Ahora está abajo en una de las mesas. Frank y George tenían que darle instrucciones acerca de cómo se dan las cartas. Pero había un enorme montón de fichas frente a ella. Frank y George se sentían un poco confundidos.
Jeff sonrió al oír ese comentario.
—Me gusta esa chica. Debería dar buen resultado.
—Estoy un poco preocupada por Kyle —dije.
—¿Que él la asuste?
—En absoluto. Creo que ella le asusta a él. Ella estuvo un poco agresiva e insolente la primera vez que se encontraron y, al volver, él le subía las cosas como si fuera su criado personal y ella le daba órdenes con voz de mando. Parecía que Kyle iba a estallar en cualquier momento.
Jeff rió entre dientes.
—Ya era hora de que alguien le sacudiera un poco. Es un tipo demasiado melancólico. Bueno… creo que será mejor que me vaya. No sé a qué hora voy a volver. Pórtate bien mientras no estoy, ¿me oyes?
—Y tú también.
—Esto no te lo prometo —dijo con su tono alegre.
Se fue, y yo suspiré. Iría a visitar a Corinne, le haría el amor y se sentiría fuerte y viril cuando ella se dejara vencer. Luego se reuniría con sus amigos e irían de taberna en taberna. Lo había hecho innumerables veces en el pasado… ¿Por qué debía preocuparme tanto ahora? Comprendí que no era sólo Jeff. Allí, de pie en medio de la elegante habitación, mientras la suave luz de la vela daba toques de brillo a mi falda, comprendí que había algo más. Aunque no podía determinar la razón, me sentía intranquila. Era… era como si tuviera un presentimiento. Algo iba a pasar.
Lo sentía dentro de mí.
Tonterías, me dije a mí misma. Estaba cansada. Había sido un día lleno de emociones. Me había encontrado con Angie y habíamos hablado mucho sobre el pasado. También había pensado mucho en Derek y eso nunca me ayudaba. Cogí el abanico de plumas amarillas de avestruz, salí de la habitación y crucé el vestíbulo hacia la blanca escalera de mármol. Cuando empecé a bajar vi que Kyle hacía entrar a los primeros clientes. Se reían, dispuestos a divertirse. Uno de ellos me vio mientras yo bajaba la escalera. Le sonreí. La hermosa anfitriona, suntuosamente vestida. Sin embargo, por más que lo intentara, no podía arrancarme la sensación de que algo fatal iba a suceder y… pronto.