A medida que nos íbamos acercando a Natchez la tierra se iba cubriendo de un verdor increíble, se tornaba fértil y verde y los árboles eran majestuosos, enormes robles que tendían sus ramas como si disfrutaran del aire puro, del suelo fértil, de ese claro cielo azul. Aún era temprano por la mañana, Jeff me dijo que íbamos a llegar a Natchez poco después del mediodía.
Debería haberme sentido aliviada, debería haber estado ansiosa por llegar por fin a las comodidades de la civilización, pero no lo estaba. Aunque parezca extraño, me sentía triste, porque ya había terminado este largo, arriesgado y fatigoso viaje, y aquella cálida y agradable intimidad debía llegar a su fin también. Ya no podría relajarme, decir lo que sentía cuando Jeff estuviera cerca.
Debía convertirme en una mujer de acero para él. Tenía que escapar en cuanto se me presentara la primera oportunidad.
—Natchez comenzó realmente allá por mil setecientos dieciséis —me informó Jeff—. Un tipo llamado Jean Baptiste Le Moyne, Sieur de Bienville, construyó un fuerte en lo alto de las colinas, Fort Rosalie, cerca de las aldeas de los indios Natchez. Él y sus hombres tuvieron muchos problemas con estos indios, pero al fin logró dominarlos: cuarenta y nueve hombres contra todo el pueblo de los Natchez. Se, desarrolló un importante poblado y los franceses acudían dé todas partes. Se limpió el terreno de árboles y maleza, se establecieron plantaciones y llegaron mercaderes y artesanos. Pasaron unos diez años, y entonces los franceses se volvieron codiciosos y trataron de apoderarse aún de más tierra de los indios. —Hizo una pausa y sacudió la cabeza.
—¿Y qué pasó?
—Una de las masacres más sangrientas de la historia. Los Natchez dijeron a los franceses que los Chocktaws iban a atacar, ofreciéndose para ayudarles a combatir contra ellos. Los franceses se asustaron y dejaron que los Natchez entraran por centenares con sus armas. Los indios se introducían en todas las casas para ayudar a combatir contra los Chocktaws. A las cuatro de la tarde —eso fue el 28 de noviembre de 1729—, el jefe indio dio la señal. La matanza comenzó. Los franceses fueron asesinados y decapitados y sus cabezas se amontonaron en la plaza. Las mujeres y los niños, junto con los hombres que no fueron asesinados, fueron hechos prisioneros. Arrasaron todo el poblado.
—Qué… horrible —dije mientras un estremecimiento me recorría el cuerpo.
—Hubo una represalia, claro —siguió diciendo Jeff—. Los Chocktaws eran viejos enemigos de los Natchez y los franceses consiguieron al fin su ayuda. Cientos de soldados y de salvajes vinieron desde Nueva Orleans, y la nación de los Natchez fue destruida; corrió tanta sangre que, en comparación, la masacre resultaba insignificante. Algunos pocos Natchez sobrevivieron y huyeron por la selva para reunirse con los Chocktaws. La selva reclamó el poblado de Natchez y lo absorbió como si jamás hubiera existido. Después, al finalizar las luchas entre los franceses y los indios, pasó a pertenecer a los ingleses.
—Yo creía que los franceses habían entregado ese territorio a los españoles.
—La mayor parte del territorio, pero Natchez fue la excepción. Es el único puesto fronterizo inglés que hay por estos lugares. Hace algunos años comenzaron a llegar colonos, gente que no había tenido éxito con la explotación de los cultivos allá en el este, gente disconforme con la política de las colonias, y otros que simplemente querían saborear la aventura. Han hecho maravillas en los últimos cinco o seis años. Aún está todo en pañales, claro, pero los cultivos prosperan. Esta tierra es de las más fértiles que he visto, y hombres como Helmut Schnieder establecen plantaciones que serán la gloria del territorio.
—¿Helmut Schnieder? Parece un nombre alemán.
Jeff asintió con la cabeza.
—Teutón al ciento por ciento. Un tipo serio, este Schnieder.
Llegó hace un par de años; un hombre misterioso, cargado de oro. Compró toda la tierra que pudo, construyó una cabaña y después mandó a buscar a su hermana, una muchachita insignificante que tenía miedo de su propia sombra. Dicen que Schnieder se está construyendo una mansión, y al parecer va a ser digna de admiración, y que todas esas hermosas casas del este van a parecer chozas a su lado.
Frente a nosotros se elevaba una alta colina. Jeff me miró, sonriente, y sus ojos marrones brillaban como si estuviera planeando una sorpresa. Cabalgué a su lado hacia la cima de la colina, pasando por debajo de los robles y contemplando aquella tierra verde esmeralda que iba descendiendo a cada lado. Oí un ruido suave, como de fluir de agua. Entonces llegamos a la cima.
El suelo se quebraba abruptamente en un rocoso acantilado, y por primera vez vi el río Mississippi.
Era una increíblemente enorme y vasta extensión de agua de color azul grisáceo que parecía dividir el continente por la mitad.
Lo miré con miedo y con respeto a la vez, pues nunca había visto nada igual. Frente a él los ríos de Inglaterra eran míseros arroyos, e incluso el imponente Támesis parecía insignificante a su lado.
Mientras estábamos observando pasó un enorme bote cargado con maderos y dos hombres iban en una balsa con grandes montones de paquetes de pieles. También había varias canoas y el gran río las empujaba a todas, como si permitiera pacientemente que estas diminutas partículas flotaran sobre su enorme superficie. Jeff estaba sentado sobre su mula, sonriente y feliz dé verme maravillada. Incluso se hubiera podido pensar que él mismo había inventado este majestuoso espectáculo.
—Supuse que te quedarías maravillada —dijo.
—Es imponente.
—Baja hasta Nueva Orleans y luego sale al mar. En algunas partes tiene más de un kilómetro dé ancho. Debe ser uno de los ríos más grandes del mundo, tal vez el más grande. Es algo digno de verse, ¿no crees?
Asentí con la cabeza. El río parecía destellar bajo la luz del sol con reflejos azules y plateados que bailaban sobre la superficie.
Las orillas eran de un barro rojizo; al otro lado se elevaba otro acantilado de escarpadas rocas color marrón dorado, y arriba la tierra era tan verde como en las laderas. Los enormes árboles quedaban empequeñecidos por la distancia. Era uno de los espectáculos más hermosos que había visto en mi vida. Al mirar ese paisaje, la tristeza que se había estado arrastrando en mí aumentó. Sentí deseos de llorar. Jeff se dio cuenta de lo que yo sentía.
—Ha sido bonito, ¿verdad? —dijo.
Comprendí lo que eso significaba. Volví a asentir con la cabeza, pues no estaba segura de poder hablar.
—Hemos pasado momentos difíciles, es cierto, y un par de días en que realmente tuvimos miedo. Entre los indios y los Brennan, pero… ha sido bonito. Nunca lo he pasado tan bien en un viaje.
—Pero ya terminó —dije.
—Sí, creo que todas las cosas buenas tienen un final.
—Y ahora… —empecé a decir.
—Ahora será mejor que continuemos hacia Natchez —me interrumpió—. Hay muchos asuntos que quiero arreglar esta tarde, y después, por la noche, te invitaré a cenar y será la cena más grandiosa que hayas visto en tu vida. La posada tiene una taberna muy bonita, realmente elegante. La gente más distinguida de Natchez cena allí.
—¿Cuándo partiremos hacia Nueva Orleans?
—Mañana por la mañana.
—¿Habrá un barco?
—El tráfico de aquí a Nueva Orleans es permanente. Siempre hay un barco que sale, siempre hay uno que llega cargado de mercancías. En los muelles cada día hay el bullicio de una colmena.
Y seguimos nuestro viaje, mientras el viento me azotaba el cabello y levantaba la falda de mi vestido rojo. Era el vestido que me había puesto para ir a la feria, el vestido que llevaba el día en que Derek me vendió a Jeff. Todo eso parecía muy lejano, como si toda una vida me separara de aquello. Carolina… pero no debía pensar en eso ahora. Debía concentrarme en preparar mi fuga.
Tendría que ser esta tarde o esta noche. Jeff estaba enamorado de mí, pero aún pensaba llevarme a Nueva Orleans. El amor era una cosa y los negocios otra. Seguramente obtendría una considerable ganancia, suficiente para que pudiera dejar de hacer estos viajes y se dedicara a algún otro tipo de trabajo. Había dicho algo de querer instalarse por su cuenta, lo mencionó varias veces, aunque nunca había aclarado a qué tipo de negocio se refería.
Llegamos a Natchez tres horas después. Era por cierto un poblado bullicioso, en pleno crecimiento, con muchas casas de madera, cuadradas y fuertes. Había varias tiendas, y otras nuevas en construcción. Situado en lo alto de la colina, mirando al río, era algo maravilloso, y me costaba creer que hacía pocos años no había sido más que una selva con unos pocos cañones franceses oxidados y las ruinas del fuerte. Mientras cabalgábamos hacia la posada veía los muelles de abajo, atestados de barcos, y docenas de hombres que descargaban sin parar cajas y barriles. Parecía que allá abajo también hubiera otra pequeña ciudad, pero las construcciones se caían en pedazos, se desmoronaban. Cuando le pregunté a Jeff sobre ese otro mundo, él sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.
—Natchez-bajo-el-monte —dijo—. Tiene ya la reputación de ser el peor lugar de todo el territorio. Vienen colonos honrados, gente trabajadora que quiere establecer sus hogares, iniciar nuevas empresas y comenzar otra vida. Ésos son los que están convirtiendo a Natchez en una ciudad importante que muy pronto va a competir con Nueva Orleans. Pero también viene otro tipo de gente: escoria, hombres que huyen de la ley, ladrones, asesinos, prostitutas. La gente decente no quiere saber nada con ellos; por eso se instalan allá abajo.
—Entiendo.
—Allá abajo los hombres se entregan a todo tipo de vicios: la bebida, la prostitución, el juego, todo lo que se te ocurra. Muchos de los así llamados hombres «respetables» contribuyen a que siga subsistiendo. Algunos dicen que Helmut Schnieder es el dueño de la mitad de la propiedad, incluyendo el prostíbulo más grande. No me sorprendería que fuera cierto.
—No paras de nombrarle. Debe ser una figura importante.
—Supongo que sí, si por importante quieres decir poderoso. A mí no me gusta, como a muchos otros, pero es rico… y parece que se está enriqueciendo cada día más. Hay algo en él… —Jeff titubeó y frunció el ceño.
—¿Qué es? —pregunté para que continuara.
—Es frío, serio, y le gusta intimidar a la gente. Jamás sonríe, y uno nunca sabe qué es lo que piensa. Parece que esté siempre tramando algo, y, sea lo que fuere, lo que trama no es algo bueno.
A los pocos minutos llegamos a la posada. Era una casa enorme, de dos pisos, con techo gris de pizarra. La galería de la fachada estaba sostenida por esbeltas columnas blancas, en un intento por imitar la elegancia de Nueva Inglaterra. Un hombre negro muy bien ataviado se apresuró a conducir las mulas a los establos y dijo que él mismo traería los fardos que Jeff le indicó.
Jeff me condujo por los escalones hasta la fresca galería y, orgulloso, abrió la puerta de entrada.
El interior era todavía más fresco, oscuro. Un pequeño vestíbulo conducía a la sala de recepción donde el propietario estaba de pie detrás de un largo mostrador de caoba. Las paredes eran de un blanco grisáceo, y arañas de bronce colgaban del techo. Una alfombra azul cubría el piso, y había un sofá tapizado, sillas que hacían juego y una mesita con flores azules y lilas en un enorme florero blanco. Una escalera de caracol conducía a las habitaciones superiores, y había una arcada que daba al enorme comedor. Aunque podría considerarse de segunda clase en las grandes ciudades del Este, la posada parecía el paraíso del lujo después de tantas semanas de viajar por la selva.
El propietario saludó efusivamente a Jeff y nos condujo en persona hasta nuestra habitación. Había una enorme cama de caoba con cuatro columnas, cubierta con una colcha de raso color violeta un poco gastada; el tocador que hacía juego con un alto espejo ovalado, y había también un amplio armario de caoba.
Una alfombra con descoloridos dibujos grises y rosados cubría la mayor parte del encerado piso de madera, y en las ventanas colgaban cortinas color violeta claro. Todos los muebles eran viejos y daban la impresión de que hubieran andado por varios caminos, pero todo estaba arreglado y limpio, y la habitación tenía un encanto particular. Cuando nos trajeron los fardos, Jeff los colocó ordenadamente en el armario; luego echó una mirada a la cama y los ojos se le encendieron de alegría.
—Creo que esto es mejor que dormir con mantas bajo las estrellas, ¿no?
—Sin duda.
—¿Cansada? —preguntó.
—Un poco. Me gustaría echarme un rato.
—Podemos hacer una cosa: ¿por qué no duermes una larga siesta? Yo tengo que atender algunos asuntos, ya lo sabes, y cuando vuelva… —Hizo una pausa, y sonrió con aquella sonrisa inocente de la que tanto me había encariñado—. Cuando vuelva, lo celebraremos con todos los honores.
—Eso me gusta. ¿Cuánto vas a tardar?
—Bueno, tal vez tres horas, tal vez cuatro. El tiempo suficiente para que descanses bien.
Se dirigió hacia el armario, sacó uno de los fardos y lo abrió sobre la cama. Yo fui hasta la ventana y fingí estar mirando los jardines de la parte posterior de la posada, pero volví ligeramente la cabeza y le vi por el espejo. Me sorprendió verle sacar del fardo un manojo de billetes. No sabía que tuviera dinero. Creía que se lo había dado todo a Derek. Jeff sacó varios billetes, se los metió en el bolsillo, volvió a poner el resto en el fardo y otra vez lo guardó en el armario. Me volví para mirarle. Si las cosas salían bien, es posible que fuera la última vez que lo viera. La tristeza volvió a crecer en mí, aunque traté de controlarla. Jeff inclinó la cabeza hacia un lado y me miró de reojo.
—¿Te preocupa algo?
—No, sólo estoy cansada.
—Parece como si acabaras de perder a un ser querido.
—No digas tonterías.
Sus ropas de cuero estaban increíblemente sucias, y tenía una mancha de tierra en la mandíbula. También los dorados cabellos estaban sucios, y olía a sudor, a cuero, a bosque. Nunca le había visto una mirada tan tierna; aquellos cálidos ojos marrones me miraban con cariño, y los anchos labios estaban listos para dibujar otra sonrisa. Quería correr hacia él, quería que me abrazara, quería que me acariciara el cabello y que me dijera cosas dulces al oído para poner fin al miedo y a los temblores que se debatían dentro de mí. Odiaba lo que iba a hacerle. Me sentía realmente culpable.
—Ya no habrá más problemas, Marietta —dijo.
—¿No?
—Tengo pensada una gran sorpresa para esta noche.
«Y yo tengo una para ti», pensé.
—Ahora ve a la cama y descansa —dijo—. Esta noche será una noche inolvidable.
Se volvió para irse. Mientras caminaba hacia la puerta, parecía que se llevaba mi corazón a cada paso que daba. Le llamé. Se volvió, perplejo. Corrí hacia él. Sonrió, me rodeó la cintura con un brazo y me acercó a él. Sus labios dibujaron una sonrisa. Tenía los ojos repletos de felicidad.
—Lo que pasa es que no me puedes dejar ir ¿verdad? —dijo en tono de broma—. No puedes estar sin verme.
—Yo… yo sólo quería decirte… adiós.
—Sólo me voy por un par de horas, nena.
—Lo sé, pero…
—¿Me vas a echar de menos?
Asentí con la cabeza. Me rodeó con el otro brazo e inclinó la cabeza hasta que su boca estuvo junto a la mía. Me besó, y esos labios firmes y húmedos acariciaron los míos; rodeé sus hombros con mis brazos mientras saboreaba cada segundo; me sentía triste, me odiaba a mí misma y lo sentí cuando se echó hacia atrás y me, soltó.
—Habrá más cuando vuelva —prometió.
—Adiós, Jeff. —Las palabras casi no se oyeron.
Se fue. Yo me quedé allí, de pie, mirando la puerta que él había cerrado tras de sí, tratando de hacerme fuerte, de contener las lágrimas. Finalmente me senté en la cama y me recosté contra una de las pesadas columnas, pues me sentía demasiado débil para decidirme a hacer algo. Seguía recordando. Recordaba la cascada y el desenfrenado baño que tomamos juntos, aquel ataque explosivo y la forma dolorosamente tierna en que después hicimos el amor. Recordé la cueva, y mi miedo, y la forma en que me había abrazado, con tanta suavidad, acariciándome el cabello mientras sus labios de vez en cuando me rozaban la sien. Había habido tantos momentos bonitos que, a mi pesar, me había encariñado de él de un modo especial que nada tenía que ver con el verdadero amor, el amor que aún sentía por Derek a pesar de todo lo que había sucedido.
Parecía poco menos que increíble. Jeff era un villano, a pesar de su simpatía, y pensaba venderme a un prostíbulo, aunque de mala gana, y era yo quien se sentía culpable porque estaba planeando huir ahora que se me presentaba la ocasión. ¿Dónde estaba todo mi valor? ¿Dónde estaba aquella voluntad de sobrevivir y triunfar? Me levanté y aparté de mi mente todos los recuerdos tiernos. Estaba enamorado de mí, y sin embargo pensaba llevarme a Nueva Orleans; yo estaba encariñada de él, pero no podía permitir que eso me impidiera hacer lo que tenía que hacer. Se sentiría muy decepcionado y enojado, pero… ¡al diablo con él! Ese hombre era un tratante de blancas. Tal vez no era cierto que me amara. Tal vez yo me lo había imaginado todo. ¿Cómo era posible que me amara y que aún pensase en llevarme a Nueva Orleans?
Estaba invadida por una firme determinación. Algo dentro de mí se iba endureciendo, y todos los recuerdos y sentimientos de ternura desaparecieron. Dijo que todos los días había barcos hacia Nueva Orleans. Tal vez hubiera uno que partiese esta misma tarde, y yo estaría en él. Primero había pensado en viajar escondida, pero ahora pagaría mi pasaje. Había mentido sobre el dinero. Le había dicho a Derek que sólo tenía mil ochocientas libras, y hacía apenas unos minutos que había sacado billetes de un gran paquete. ¿Sobre cuántas otras cosas había mentido? Se tenía merecido perderme. Yo iría a Nueva Orleans, y después tomaría otro barco en cuanto pudiera. Tal vez iría a París o a… o a España. Sabía que constantemente salían grandes barcos de Nueva Orleans, y yo tomaría el primero disponible, y dejaría esta tierra virgen, inmensa, llena de trampas y peligros. Si no había dinero suficiente para pagarme el pasaje, podría ganarlo fácilmente. Nueva Orleans estaba llena de hombres ricos.
Saqué el fardo. No me molesté en contar el dinero. Puse todo el paquete en el bolsillo de mi falda, volví a meter el fardo en el armario y cerré la puerta de un golpe. La resolución se convirtió en enojo, y eso era una buena señal. Fortalecía mi decisión y hacía todo esto más fácil. ¡Cómo se había atrevido a tratarme con tanto cariño si pensaba dejarme en un prostíbulo! Era astuto y falso, y yo me había dejado engañar por sus encantos. El viaje había resultado así mucho más fácil, pero ahora el viaje había terminado y ya era hora de afrontar la realidad.
¿Pero cómo bajar hasta los muelles sin que él me viera? No me atrevía a salir por la puerta principal y caminar por la ciudad. Él podría estar en cualquier parte, en la calle, en una de las tiendas, en cualquier parte. Caminé hasta la ventana otra vez y miré abajo, hacia los jardines. Llegaban hasta la cima de la colina, y un empinado y rocoso declive se derrumbaba hasta la extensión de tierra que había abajo. Tal vez yo pudiera bajar por ese declive.
Podía ser peligroso, pero no podía arriesgarme a bajar a los muelles de otra manera. Si el declive era demasiado empinado, iba a caminar por la colina hasta encontrar un lugar desde donde fuera posible el descenso.
Salí de la habitación. Al subir, había visto una escalera al final del vestíbulo. Evidentemente, era la escalera de servicio que usaban los criados. Bajé por allí y me encontré en un pequeño vestíbulo trasero. Una puerta daba a la cocina, y otra al exterior, a los jardines de atrás. Mi enojo había desaparecido. Ahora estaba nerviosa y tenía una sensación de vacío en la boca del estómago.
Salí caminando tan serenamente como pude hasta el pie de los jardines, y miré hacia abajo. Justamente abajo había una franja de hierba; luego un angosto camino de tierra, y luego más hierba que llegaba hasta la fangosa orilla del río. La pendiente era empinada, pero no tanto. Tal vez hubiera unos treinta metros hasta abajo, y sobre las rocas crecían gruesas enredaderas. No sería fácil, pero estaba segura de que podría llegar abajo sin demasiados riesgos.
Respiré profundamente, asustada, y traté de calmar el miedo.
Debía haber varios lugares para apoyar los pies, y además podría sujetarme a las enredaderas. Tenía que hacerlo. No podía arriesgarme a caminar por la ciudad sin saber dónde podía estar Jeff. Me senté y dejé que las piernas colgaran en el vacío. Luego me volví, y comencé a bajar muy lentamente, aferrándome a una de las enredaderas mientras los pies pisaban un estrecho peldaño de roca. Ya estaba sobre la roca, aferrada a la ladera de la colina; era una locura, simplemente una locura. Lo comprendí en seguida. El viento me azotaba el cabello y me agitaba las faldas.
Estaba aterrorizada, pero me obligaba a seguir bajando, buscando otra piedra que sobresaliera, aferrándome a la enredadera.
Cometí el error de mirar hacia abajo. La tierra parecía estar lejos, muy lejos, y sabía que iba a matarme si me caía. ¡Una locura!
Cerré los ojos y me apoyé contra la roca mientras el corazón latía sin control.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera tranquilizarme y seguir bajando. Mi pie derecho halló una raíz que sobresalía en la roca. El pie izquierdo colgaba en el aire, pero estaba fuertemente sujeta a la enredadera. Mientras bajaba, el peso de mi cuerpo hizo que la raíz se rompiera. Resbalé unos metros, y me habría caído si no hubiera estado aferrada a la enredadera. Los pies golpearon contra algo que sobresalía de no más de treinta centímetros de ancho, y me detuve para recobrar el aliento. Me volví y vi el río. Un enorme barco se deslizaba lentamente, y casi no podía distinguir las diminutas figuras que había en cubierta.
Debieron sorprenderse al ver a una mujer vestida de rojo aplastada contra la roca y aferrándose desesperadamente a una enredadera mientras el viento le agitaba el cabello y las faldas.
Miré hacia abajo y vi otra piedra que sobresalía a unos pocos centímetros hacia la izquierda. Dejé la enredadera de la que me había estado sosteniendo, me aferré a otra y seguí bajando lentamente, tocando con el pie derecho la roca que sobresalía.
Poco a poco iba descendiendo, y cuando me detuve de nuevo vi que estaba a mitad de camino. No era tan difícil, me dije a mí misma. Mentía, pero no me atrevía a entregarme al pánico que amenazaba con destruirme. Me aferré a la raíz con ambas manos, y bajé un poco más. De pronto oí que algo se desgarraba, una lluvia de tierra, la enredadera se balanceó en el aire y cayó.
Tambaleé por un momento. ¡Había llegado la hora! ¡Iba a caer!
Entonces me azotó una fuerte ráfaga de viento que me aplastó contra la pared. Mis dedos se aferraron a ella, pero no tenía donde sostenerme. Me balanceé sobre el diminuto borde de una roca de no más de veinte centímetros de ancho; en cuanto la ráfaga cediera iba a caer hacia atrás.
Imágenes desordenadas, inconexas, pasaron por mi mente, el tipo de imágenes que vería un hombre que se está ahogando justo antes de hundirse por última vez. Mi madre reía, servía cerveza mientras se regocijaba en la admiración de los hombres de la posada, y yo tomaba un vaso de cerveza, que se convertía en una copa de vino, y luego estaba sentada frente a un hogar, vestida con ropa elegante y sobria, sonriendo mientras mi padre me hablaba de los maravillosos planes que tenía para mí. La imagen se hizo borrosa, desapareció, y vi la casa de Montagu Square, vi a lord Mallory mirándome de reojo, apuesto, endemoniado, destructivo, y su rostro desapareció, y me encontré en aquella húmeda y horrible celda, esposada. Angie sonreía orgullosa y desafiante, y me mostraba cómo se abría el candado de las esposas. Y luego Derek estaba en la cama, delirante por la fiebre después de que le mordiera la víbora, y yo le tocaba la mejilla, y él, furioso, cruzaba el patio hacia mí, y yo tenía una cesta de melocotones, y se caían, y Jeff y yo íbamos a lomos de una mula por la espesa selva verde y marrón.
La ráfaga remitió. De repente. Las imágenes habían cruzado mi mente como un relámpago, como un destello, en pocos segundos. Ya no había viento y yo no me había caído. Vi de reojo otra gruesa enredadera que se balanceaba, tal vez a unos dos metros a mi derecha. Si pudiera deslizarme por el borde y aferrarme a esa enredadera… Pedí fuerzas a Dios, y en unos momentos llegaron; comencé a acercarme lentamente a la enredadera, con cuidado, pero el borde se acabó y ya no pude seguir deslizándome. Me estiré para alcanzar la enredadera. Faltaban unos pocos centímetros para que mis dedos llegaran a tocarla. Tendría que balancearme y cogerla. No podía. Si fallaba, si no conseguía aferrarme firmemente, me caería. El pánico se apoderó de mí, y hubo un momento horrible en que nada me importó, en que supe que iba a caer, que me aplastaría contra el suelo, y simplemente no me importaba. Así, sin importarme, me arrojé hacia la enredadera y me aferré a ella con ambas manos. Me balanceé en el aire, pero las manos iban resbalando; volví a balancearme hacia la roca, y mis pies se apoyaron sobre algo ancho que sobresalía varios centímetros más abajo.
La enredadera resistió. Era fuerte, gruesa. Seguí bajando, e iba encontrando dónde apoyar los pies a mi derecha y a mi izquierda, y ahora estaba tranquila y muy concentrada. El miedo por fin me había abandonado. Toqué el suelo con los pies. Solté la enredadera, di unos pasos hacia atrás y miré hacia arriba, hacia el acantilado que se elevaba frente a mí. Tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para poder ver la cima. Sabía que había sido una locura tratar de bajar por allí. Pero ya estaba abajo. Eso era lo que importaba. Me aparté de las mejillas los largos y enredados mechones de cabello color cobre y sacudí la tierra y el polvo de la falda roja. Había tardado casi media hora, pero lo había logrado.
Sentí un impulso de echar mi risa al viento, pero lo contuve inmediatamente. No había tiempo para la histeria, no había tiempo para pensar en lo que había hecho. Me volví y comencé a caminar en dirección a los muelles.
A cierta distancia, aquellas construcciones medio derruidas, parecían amontonarse allí como si se apoyaran unas en otras, y al acercarme, tenían un aspecto aún más sórdido. Oí carcajadas y música obscena. Alguien golpeaba las teclas de un piano.
Alguien cantaba, desafinando a placer. Incluso ahora, a media tarde, Natchez-bajo-el-monte bullía de actividad. Me imaginaba cómo debía ser cuando llegara la noche. Pasé frente a tres tabernas y una casa marrón de dos pisos, con una amplia galería en el frente, donde había varias mujeres vestidas con colores llamativos, bebiendo y riendo, y más mujeres asomadas a las ventanas de arriba. Me gritaron cosas. Aceleré el paso y traté de ignorar los comentarios obscenos, las proposiciones deshonestas.
Un hombre salió tambaleándose de una taberna, apretando entre sus manos una botella medio vacía. Me vio y dio un alarido, bajó los escalones con paso incierto y vino tropezando hacia mí, agitando la botella en el aire. Era grande, corpulento, y el cabello le llegaba a los hombros. Caminé más deprisa, pero pronto me alcanzó, me cogió por el hombro y me hizo girar. Estaba furiosa y sentía llamas de rabia en lugar del miedo que hubiera tenido en otro momento. El hombre rió entre dientes. Su aliento apestaba a alcohol, y cuando trató de atraerme hacia él le di un fuerte empujón. Estaba borracho y ya le resultaba difícil mantener el equilibrio, así que cayó hacia atrás mientras daba un grito de espanto.
Las muchachas de la galería aplaudían. Sorprendida por lo que había hecho, seguí caminando, agitada, sintiendo el miedo que no había sentido antes. Mantenía la mirada fija al frente, y así fui pasando por delante de las demás casas, sin prestar atención a los silbidos y los gritos. A los pocos minutos Natchez-bajo-el-monte había quedado atrás. Frente a mí estaban los muelles. Tres enormes barcos y por lo menos una docena de embarcaciones más pequeñas flotaban en el agua. Hombres corpulentos subían y bajaban por las pasarelas, cargando y descargando. Los muelles estaban repletos de cajas, barriles, rollos de soga, hombres que corrían de un lado a otro, hombres que gritaban órdenes. La actividad era tan intensa que nadie me prestaba la menor atención. Los hombres estaban demasiado ocupados como para demostrar algún interés por mi llegada.
Me detuve junto a una pila de cajas, sin saber qué debía hacer para conseguir un camarote. Al fin abordé a uno de los hombres que pasaban corriendo y le pregunté si había algún barco que partiera esa tarde hacia Nueva Orleans. Asintió con la cabeza y señaló el barco más grande, el Roy al Star. Había hombres que bajaban por la pasarela carretillas llenas de lo que parecían ladrillos. Al acercarme comprobé que en realidad eran ladrillos de un suave y delicado color rosado, como pálidas rosas. Otros hombres cargaban los ladrillos en una enorme carreta, y mientras yo estaba observando, otra carreta ya cargada salía de los muelles y comenzaba a deslizarse por aquel camino que lentamente iba subiendo hacia la ciudad. Los cuatro caballos tiraron con fuerza de la carreta cuando el cochero hizo restallar el látigo en el aire.
Un hombre robusto, enorme y rubio parecía estar vigilando mientras descargaban el Royal Star. Estaba de pie, a cierta distancia, con los brazos cruzados y observando toda la actividad con expresión severa. Su voz sonó como un trueno cuando dirigió un grito a uno de los hombres que había perdido el control de su carretilla y casi había dejado que los hermosos ladrillos rosados cayeran al agua. El hombre que había cometido el descuido hizo una mueca, enderezó la carretilla y siguió bajando por la pasarela hasta la carreta. El hombre robusto frunció el ceño. Evidentemente estaba indignado. Me pregunté si sería el capitán del barco. De ser así, tal vez pudiera arreglárselas para darme un camarote. Mientras me acercaba levantó la vista y me miró con ojos fríos y azules como el acero.
Había algo en esos ojos que me hizo vacilar. Era imponente, irradiaba poder y autoridad y dominaba la escena a pesar de estar de pie y absolutamente quieto. Tenía una presencia increíble, una presencia tan fuerte que daba miedo. Era robusto, y llevaba elegantes ropas: brillantes botas negras hasta la rodilla, pantalones grises ajustados y una amplia camisa blanca de seda. Pero sus rasgos eran toscos: mandíbula cuadrada, pómulos anchos y chatos y una especie de nudo sobre la nariz que le daba ese aspecto guerrero. El cabello era rubio claro, corto y con un flequillo como el de los monjes que le caía sobre la saliente frente. Cuando me acerqué un poco más calculé que tendría unos cuarenta y cinco años.
—¿Quieres algo, mujer?
Era una voz profunda, gutural, y no cabía duda de que los modales eran duros. Me di cuenta de que debía tener un aspecto horrible, con el cabello enredado, el vestido sucio, y tal vez la cara sucia también. Había venido de Natchez-bajo-el-monte, y probablemente él pensaba que yo era una prostituta dispuesta a trabajar. Un hombre como él debía despreciar a esa clase de mujeres, debía considerarlas basura. Me miraba fijamente con esos duros ojos azules, y por un momento no supe si iba a golpearme o no. Pasaron unos instantes antes de que pudiera volver a hablar.
—Quiero… quiero ir a Nueva Orleans —dije con voz entrecortada.
Mi acento le sorprendió. Una de aquellas espesas cejas marrones se arqueó.
—¿De dónde eres? —No fue una pregunta. Fue una orden.
—No… no creo que sea asunto suyo —respondí.
—¡Responde, mujer!
—¿Y si no? —pregunté desafiante.
—Si no, te arrepentirás —amenazó.
—Yo le diría que se fuera al infierno —dije serenamente.
Sus cejas se juntaron sobre la nariz. Cerró la boca con firmeza.
Era evidente que no estaba acostumbrado a que le contestaran.
Estaba acostumbrado a dar órdenes y a que las obedecieran inmediatamente. Su tamaño, su fuerza, le daban ese aire de mando, y percibí la crueldad en esa mueca que dibujaban sus labios, en la dura y fija mirada de aquellos ojos azules.
—Eres nueva por aquí —dijo—. Nunca te he visto antes.
—He llegado a Natchez esta mañana.
—Y quieres ir a Nueva Orleans. En este barco.
—Tengo entendido que pronto va a zarpar.
—Tan pronto como estos inútiles terminen de descargar.
—Usted… ¿es usted el capitán?
—Soy el dueño del barco. El capitán trabaja para mí.
—Entonces usted puede darme permiso para viajar.
—Si quiero, sí.
Aunque todavía estaba de mal humor, ya no mostraba el desprecio del primer momento. Sus ojos parecían evaluarme, observaban cada detalle. Estaba sumamente interesado. Ya no tenía miedo, y sentí que el color volvía a mis mejillas. Sentí deseos de empujarle hacia atrás como había empujado a ese pobre borracho que me había seguido por la calle hacía unos minutos.
Sabía que mis ojos debían estar echando fuego cuando hablé.
—Puedo pagar —dije rápidamente—. Puedo pagar lo que pida. Necesito salir de Natchez… lo más pronto posible.
—Es decir, antes de que te encuentre Rawlins.
—¿Cómo…?
—No eres una de las prostitutas de aquí, y apuesto a que tampoco eres una de las mujeres serias de la ciudad. Me dijeron que Rawlins había llegado con una hermosa mujer.
—Las noticias vuelan —dije amargamente.
—En una comunidad como ésta, sí. Así que quieres que yo te ayude. ¿De dónde has sacado el dinero que tan ansiosamente me quieres pagar? Las mujeres que Rawlins trae por el camino de Natchez no tienen dinero.
—Lo…
—Lo has robado —dijo—. Aunque quisiera ayudarte, me temo que ya es demasiado tarde.
Miraba por encima de mi hombro. Me volví hacia atrás y vi a Rawlins que caminaba lentamente hacia nosotros. Estaba alegre como siempre. No parecía sorprendido de verme ahí de pie en los muelles con ese tosco gigante. Se comportaba como si todo fuera perfectamente natural, como si hubiéramos quedado en encontrarnos aquí. Me saludó amistosamente con la cabeza e hizo lo mismo con el hombre, pero con menos efusividad.
—Schnieder —dijo.
—Rawlins. Le estaba esperando.
—Me dijeron que estaba descargando material de construcción. Parece que llegaron dos cargamentos de madera antes de que yo fuera a Carolina. Supe que trajo un moderno arquitecto de Nueva Orleans. Su casa debe estar quedando muy bien. Unos ladrillos muy bonitos, un tono de rosa muy poco común.
—La casa se llamará Roseclay[1].
—Bonito nombre. Tal vez un poco extravagante, pero pienso que la casa va a ser algo maravilloso.
Helmut Schnieder no dijo nada. Ambos se tenían un profundo desprecio. Eso se había hecho patente desde un primer momento. Aunque Jeff había hecho todos sus comentarios con naturalidad, había en ellos un tono de burla. Schnieder parecía estar conteniéndose, como si deseara derribar a Jeff con un fuerte puñetazo. El aire parecía bullir con odio. Jeff se volvió hacia mí con toda naturalidad.
—¿Estás ya lista para volver a la posada, Marietta?
Schnieder habló antes de que yo pudiera responder.
—¿Cuánto pagó por ella, Rawlins?
—Mucho.
—Pago el doble.
—Me temo que no está en venta, Schnieder.
—Diga un precio —dijo el alemán—. Mi dinero es tan bueno como el de cualquier tratante de prostitutas. Incluso mejor. Pago al contado el precio que pida.
—Es muy generoso de su parte, Schnieder, pero sostengo lo que dije antes. Además, ¿para qué quiere otra mujer? Me han dicho que tiene toda una casa llena de prostitutas en bajo-el-monte, y también me han dicho que usted es el dueño del lugar.
—La quiero, Rawlins. —Había un tono de amenaza en su voz.
—Lo lamento, amigo.
Hubo un tenso momento de silencio mientras los dos hombres se miraban. Schnieder era dos o tres centímetros más alto que Rawlins, y mucho más pesado. Debajo de esa apariencia civilizada se escondía toda la brutalidad del campesino alemán, y estaba preocupada por Jeff. Los músculos del rostro de Schnieder estaban tensos, y tenía los ojos oscurecidos por el odio. Jeff parecía estar completamente tranquilo y sus labios esbozaban una sonrisa. Era como si retara a aquel gigante a pelear. Pasaron unos momentos, y al fin Schnieder se rindió, disgustado.
—Si alguna vez cambia de idea…
—No lo creo. Vamos, Marietta.
Me cogió por el brazo y me alejó del Roy al Star. Dejamos atrás los muelles y subimos por el empinado camino hacia la ciudad de arriba. Ninguno de los dos hablaba. Jeff no parecía estar enojado o alterado porque yo había tratado de escapar. Era como si estuviéramos paseando. Cuando llegamos a la colina dejamos el camino y cruzamos la ciudad hacia la posada. Jeff saludó a varias personas con la cabeza, se detuvo para cambiar algunas palabras amistosas con un hombre vestido de negro, y durante todo el tiempo me tuvo cogida del brazo. Sólo me soltó cuando estuvimos en la galería de la fachada de la posada. Sonrió y extendió un brazo. Saqué el paquete de billetes del bolsillo de mi falda y se lo entregué. Sacudió la cabeza lentamente, y fingió estar disgustado.
—Por pura curiosidad… ¿cómo bajaste? Estuve observando todo el tiempo y no te vi pasar.
—Bajé por el acantilado, por la parte posterior de la posada.
—¿Bajaste por dónde? —exclamó.
—Por el acantilado.
—¡Pero te podías haber matado!
Volvió a cogerme por el brazo, esta vez con firmeza, y sus dedos me apretaban, me lastimaban. Cruzamos la puerta, atravesamos la sala principal y subimos por la escalera de caracol. Al llegar a la habitación, su enfado se había disipado. Me soltó el brazo y me miró perplejo con sus ojos marrones. Me froté el brazo.
—Sabías que lo intentaría —dije.
—Pero si casi me lo dijiste. La forma en que me dijiste adiós… tratando de contener las lágrimas, aferrándote a mí como si no quisieras dejarme ir… Tenía que haber sido ciego para no darme cuenta de lo que planeabas.
—¿Entonces por qué te fuiste?
—Pensé que el ejercicio te haría bien. Sabía que no irías más allá de los muelles. Lo que no sabía es que harías algo tan descabellado y estúpido como bajar por un acantilado; de haberlo sabido te habría atado a la cama. Podría pegarte por eso.
—Hazlo. No… no me importa.
—¡Por Dios! Mírate. Pareces una pobre mendiga. Tienes el vestido sucio, y la cara. El cabello parece como… como si tuvieras que estar revolviendo una olla de sapos y diciendo palabras mágicas.
—¡Gracias! —me apresuré a decirle.
Jeff sonrió, contento al ver que recuperaba el ánimo. Se dirigió hacia el armario y sacó el fardo. Cogió algunos billetes más del paquete y luego volvió a ponerlo en su lugar, colocó el fardo en el armario y cerró la puerta de una patada. Cuando miré hacia atrás, vi la cajas encima de la cama. Había tres, todas blancas; dos de ellas eran enormes; la otra, pequeña. Las debió haber traído aquí antes de ir a buscarme. ¡Estaba tan seguro de sí mismo!
—Todavía tengo muchas cosas que hacer —me dijo—. Volveré alrededor de las siete. Quiero que estés lista para bajar a cenar. Más aún; quiero que me esperes abajo. Cuando salga diré que te preparen un baño.
Luego salió lentamente de la habitación, y dejó la puerta abierta de par en par. La cerré de un golpe, mientras me preguntaba por qué no estaba furiosa, por qué estaba casi contenta de que me hubiera seguido y me hubiera encontrado con tanta facilidad. No volvería a tratar de escapar. Ambos lo sabíamos. Me indignaba que él lo supiera, me indignaba su manera de ser, alegre y vivaz; la manera en que había guardado el dinero en el fardo, la manera en que había dejado la puerta abierta. Me enfurecía. Y también producía una amarga y dolorosa sensación dentro de mí, y tenía ganas de echarme a llorar.
Fui hasta la cama y abrí las cajas. Cuando vi lo que había adentro me entraron aún más ganas de llorar. Me asombraba que hubiera podido comprar tales cosas en Natchez, pues la ropa interior era elegante, y el vestido, uno de los más hermosos que había visto. Los zapatos de tacón alto hacían juego y eran hermosos; y me estaban perfectamente. Comprendí que debía haber cogido uno de mis vestidos viejos y un par de zapatos del fardo que no habían traído arriba, y debía haberlos llevado a la tienda para asegurarse de que todo era de la talla adecuada.
Maldito, pensé. Maldito por hacerlo, por hacerme sentir así… feliz, agradecida, indefensa.
A los pocos minutos alguien llamó a la puerta. La abrí y me encontré con una muchachita sumamente gorda, de desordenados rulos rubios y alegres ojos marrones. Llevaba un vestido de algodón azul, un delantal blanco almidonado y, aunque pareciera absurdo, un par de pendientes de azabache. Alegre y efusiva, se identificó como Lizzie; confesó ser la hija del propietario y agregó que odiaba ser una criada y que le gustaría ser una aventurera.
—Creo que de veras necesita un baño. Está listo. La habitación pequeña al final de pasillo. Aquí tiene la llave. Y no pierda tiempo. El agua está caliente. Hay una toalla suave y enorme, y el jabón más perfumado. ¡Cómo quisiera tener ese color de cabello…!
—Tienes un cabello precioso, Lizzie.
—¡Y cómo me gustaría tener una figura como la suya! Estoy dejando los caramelos, se lo juro. Ese señor Rawlins… ¡cómo me gustaría tener un hombre como él durmiendo en mi cuarto! Es tan excitante…
—Le diré lo que acabas de decir.
—¡No! ¡Por Dios, no lo haga! ¡Pensaría que soy una mala muchacha! —y se escapó corriendo por el pasillo, riéndose con picardía, alegre.
Me sentía espléndida después de aquel largo baño caliente en la enorme bañera de porcelana blanca colmada de agua humeante.
Más tarde, después de ponerme la hermosa enagua nueva, con sus amplias faldas bordeadas de encaje, estuve casi una hora arreglándome el pelo, usando el cepillo y el par de pinzas que me había traído Lizzie, junto con un brasero. Quedé bastante satisfecha con los resultados: el cabello levantado ordenadamente y recogido atrás, y un conjunto de largos y perfectos bucles que caían sobre los hombros.
Unos minutos antes de las siete estaba ya lista para bajar y me miré en el espejo por última vez. El vestido era de raso de un intenso color marrón, con enormes mangas amplias, que se hacían más angostas en los hombros. La parte anterior del talle estaba formada por capas de encaje color beige oscuro, y debajo, en el centro, había un moño de terciopelo azul. La falda estaba compuesta de enormes y amplios volantes marrones adornados con moños azules. Los volantes se separaban en la parte de delante para descubrir la falda totalmente adornada con hileras superpuestas de vueltas de encaje color beige. Era la clase de vestido que llevaban las damas de la corte francesa, una magnífica creación que me hacía sentir como una reina… o una cortesana muy elegante. La propia Du Barry se habría sentido celosa, pensé mientras salía arrastrando el vestido y bajaba por la escalera de caracol.
No vi a Jeff por ninguna parte. El salón principal estaba vacío.
Sólo había una muchachita esbelta y nerviosa, de cabello castaño claro y ojos de un azul violáceo, y un joven muy buen mozo que parecía estar discutiendo con ella. La muchacha, que llevaba un vestido blanco de seda bordado con florecitas azules y violeta, pertenecía evidentemente a una familia acaudalada. El joven tenía el cabello negro y desarreglado, sus ojos parecían enojados. Las negras botas eran viejas y estaban deslustradas; el traje marrón empezaba a brillar por el uso. A pesar de todo, era una figura atractiva, rebosante de juventud y vitalidad. La muchacha era pálida, y habría sido sosa de no haber sido por esos hermosos y atormentados ojos y por el brillo de plata de su cabello de un castaño claro. Ella no dejaba devolverla cabeza hacia atrás, hacia el concurrido comedor, y parecía estar a punto de llorar. Ambos estaban inmersos en ese drama intenso, íntimo, privado, y ninguno de los dos levantó la vista siquiera cuando bajé los últimos escalones y entré en el salón.
—¡No me importa lo que él diga! —protestó el chico—. Es tu vida, Meg, tu decisión. ¡Tengo casi veinte años! Cuando murió mi padre lo heredé todo. Admito que la plantación no es gran cosa, pero dentro de algunos años, trabajando duro…
—James, no… no lo entiendes. El te… —La muchacha dejó la frase sin terminar y volvió a mirar hacia el comedor—. Tendremos que esperar. Dentro de dos años tendré dieciocho y entonces…
—¡Yo te quiero ahora!
Qué valiente e impetuoso era, fogoso con las pasiones de la juventud y ansioso por defender lo suyo. La muchacha le amaba también, desesperadamente. Eso era evidente. El verlos juntos me hacía sentir una extraña tristeza. Aunque ambos tenían más o menos mi edad, yo me sentía muchísimo mayor, con mucha más experiencia, y no era necesariamente una sensación agradable. La inocencia, la admiración, la impetuosa intensidad del amor joven como ellos lo conocían, me habían sido negadas. ¡Qué hermoso era! ¡Qué triste!
—Cuando estemos casados no podrá hacernos nada —siguió diciendo el joven mozo—. ¡Tú podrás tenerle miedo, pero a mí no me asusta en absoluto! ¡Quiero que vengas conmigo, Meg, esta noche, ahora! ¡No pienso seguir escondiéndome!
La muchacha le miró con esos ojos azules llenos de angustia, luego movió la cabeza tristemente y se fue corriendo hacia el comedor. El joven golpeó un puño contra la palma de su mano, pronunció un indignado juramento y salió de la habitación a grandes pasos. Luego cruzó el pequeño vestíbulo que conducía a la puerta de entrada. Era sólo un poco menor que yo, y sin embargo parecía un alegre cachorro comparado con los hombres que yo había conocido. Habría deseado ser joven e inocente otra vez, habría deseado que todavía existieran hermosas ilusiones a las cuales aferrarse.
—Veo que el vestido te queda bien —observó Jeff—. La de la tienda me aseguró que te iría bien. Estás muy hermosa.
—Jeff. No te he oído entrar.
—Por poco no entro. James Norman salió como una flecha por la puerta justo cuando yo iba a entrar. Casi me tira al suelo. Ni siquiera se disculpó. Si no le quisiera tanto, le habría dado una buena paliza.
—¿Quién es?
—¿Norman? Tiene una plantación fuera de la ciudad, al lado de la de Schnieder. Sus padres murieron a causa de la fiebre hará cosa de un año. Norman se hizo cargo de todo él solo y trata de sacarlo adelante. Se negó a vender, a pesar de que Schnieder le ofreció una pequeña fortuna.
—Es muy buen mozo.
—Supongo que sí —dijo Jeff.
Se quedó en silencio. Parecía esperar algo. Por último sacudió la cabeza exasperado, dio varios pasos hacia atrás y giró lentamente. Me había hundido tanto en mis pensamientos que ni siquiera había notado su ropa nueva. Con razón estaba exasperado. Aquella sucia ropa de cuero había desaparecido. Llevaba nuevas y brillantes botas negras, un espléndido traje azul y un chaleco con rayas azules y marrones. Tenía una impecable corbata de seda marrón y, por una vez, el cabello estaba cepillado y no tenía un solo mechón fuera de lugar. Estaba casi irreconocible. Se lo dije. Hizo una mueca.
—¡Has tardado en darte cuenta! Podía haber estado completamente desnudo y no lo habrías notado. James Norman es buen mozo, pero yo… yo… yo soy un zapato viejo al que ya ni siquiera miras. Todos estos trapos me han costado bastante caros, no me importa decírtelo, y tuve que esperar horas mientras acortaban los pantalones.
—Estás espléndido.
—Me siento como un tonto —gruñó—, pero nunca más voy a usar ropa de cuero. De ahora en adelante seré Jeffrey Rawlins, un caballero, a sus órdenes. ¿Crees que podrás aguantarme así?
—Creo que sí.
—Entonces vayamos a cenar. Me muero de hambre.
El comedor estaba lleno de gente, pero Jeff había reservado una mesa. Mientras nos sentábamos, vi a la muchacha de cabello castaño claro sentada en una mesa en la otra parte de la sala.
Inmediatamente reconocí al hombre que estaba con ella. Helmut Schnieder llevaba un chaleco azul y la chaqueta gris que hacía juego con los pantalones que llevaba puestos cuando le había visto en los muelles. Al vernos se quedó mirándonos abiertamente, como sorprendido por la transformación de ambos.
—¿Quién es la mujer que está con Schnieder? —pregunté.
Jeff miró hacia el otro lado de la sala.
—Su hermana Margaret. Ya te hablé de ella.
—Dijiste que era una muchachita insignificante. Es casi bonita. Tiene ojos hermosos, y ese cabello…
—Escúchame, Marietta, ¿te molestaría prestarme un poco de atención a mi, sólo para variar un poco?
—Perdón. ¿He herido tus sentimientos?
—¡No seas perra! He vendido las mulas esta tarde. Me costó separarme de ellas, lo admito, pero esa etapa de mi vida ha quedado atrás. En cuanto llegue a Nueva Orleans pienso comprar una propiedad. Ahora está un poco descuidada, pero en cuanto le haga algunos arreglos va a ser la cosa más lujosa que te puedas imaginar.
—¿De qué clase de propiedad estás hablando?
—Una casa de juego —dijo Jeff. Tenía la voz excitada por el entusiasmo—. Va a ser algo espectacular. Va a haber todo tipo de mesas, una ruleta, un bar muy lujoso, de todo. También va a haber un salón de fiestas, para bailar. Será un lugar al que podrán ir las damas… bueno, cierto tipo de damas. No habrá prostitutas, eso no, pero los hombres podrán traer a sus amigas. Habrá mármol blanco y cortinas doradas y…
—¿Cómo piensas pagar todo eso? —interrumpí.
—¿No te lo he dicho? Soy un hombre rico… bueno casi rico. Tengo mucho invertido y he estado ahorrando todo el tiempo, ahorrando para el día en que pudiera instalarme por mi cuenta, ser un señor.
—Los verdaderos señores no tienen casas de juego —le informé.
—¡Al diablo! ¡Qué aguafiestas estás esta noche! Yo vengo a contarte todas estas novedades y tú… bueno, está bien, olvídalo. ¡Pidamos la cena!
Parecía un niño enojado y no pude evitar una sonrisa.
Lamentaba haberle hecho enfadar, por eso le di una cariñosa palmada en la mano. Jeff la retiró y frunció el ceño. Siguió malhumorado durante algunos momentos, luego me miró y sonrió con esa sonrisa tímida, llamó al camarero con una seña y pidió la cena. Aunque sencilla, la comida era excelente y la acompañamos con una botella de vino espumoso. Jeff siguió hablando entusiasmado sobre la casa de juego. Traté de mostrar interés a sus palabras, pero resultaba difícil. Aunque Jeff parecía no notarlo, yo sentía que Helmut Schnieder nos miraba. Me volví una vez y miré hacia su mesa. No se molestó en bajar la vista.
Sencillamente miraba, sin discreción, sin delicadeza. Me sentí aliviada cuando él y su hermana por fin abandonaron el comedor.
Cuando terminamos de comer y de beber, Jeff sugirió ir a dar un paseo por los jardines de atrás. Estaba pensativo cuando salimos.
Tenía las manos metidas en los bolsillos: había soltado todo su entusiasmo. Por la tarde había prestado muy poca atención a los jardines, pero ahora me parecían hermosos. La luna estaba casi llena, las rosas blancas y rosadas tenían un brillo plateado bajo la luz de la luna, los pequeños y cuidados arbustos proyectaban negras sombras aterciopeladas sobre las baldosas. Caminábamos lentamente; las faldas crujían al arrastrarse por el suelo. Las botas nuevas de Jeff hacían un ligero ruido al pisar. Cuando llegamos al final de los jardines, nos quedamos mirando hacia abajo, hacia el Mississippi, una enorme cinta de plata que brillaba en la noche; las orillas estaban envueltas en oscuridad.
—¿De veras bajaste por ese acantilado? —preguntó.
Asentí con la cabeza.
—Por allí. Me dio… me dio un poco de miedo.
—Tonta, pequeña tontita.
—Casi desearía haberme caído. Todo sería mucho más fácil.
—¡Eh! Se supone que estamos en una celebración. Deberíamos estar contentos.
—Me temo que yo no estoy muy contenta.
—¿Pero por qué?
—Jeff…
Antes de que pudiera seguir hablando, me atrajo hacia él. Con un brazo me rodeó el cuello, con el otro la cintura, y me abrazó.
Me besó durante largo rato, con increíble ternura, y sus labios apretaban, saboreaban los míos con una deliciosa languidez que no tenía nada que ver con la pasión, sino con el amor. Al fin me soltó, metió la mano en el bolsillo, sacó un trozo de papel cuidadosamente doblado y me lo mostró.
—Mira —dijo.
Rompió el papel en dos, luego volvió a romperlo y siguió rompiéndolo hasta que el papel no fue más que un montón de diminutos pedacitos. Luego los arrojó al aire. El viento se apoderó de ellos y por un momento revolotearon a la luz de la luna como enloquecidas polillas blancas; después desaparecieron en la noche. Jeff suspiró y se volvió hacia mí, otra vez sonriente.
—Eres una mujer libre —dijo.
—No entiendo.
—Eran los documentos que te acreditaban como esclava, comprados a Derek Hawke por la suma de mil ochocientas libras. Eres libre, Marietta. No perteneces a nadie.
—Pensé… —estaba demasiado emocionada para seguir hablando.
—Sí, ya sé lo que pensaste. Creías que iba a venderte a un prostíbulo. Nunca te he dicho nada, pero jamás pensé hacer eso. Lo que sucede es que durante todo el tiempo estuve pensando en esa casa de juego, pensando que necesitaba una hermosa mujer en calidad de… bueno, en calidad de anfitriona. Una especie de atracción especial, por llamarlo de alguna manera.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Te lo reservaba como una sorpresa.
—Pero eso fue…
—Cruel de mi parte, lo sé. No pensaba liberarte, Marietta, por lo menos al principio. Y después… pasó algo. Creo que ya sabes a lo que me refiero. Creo que ya sabes que estoy enamorado de ti. Dudo de que no te hayas dado cuenta.
—Yo… yo no estoy enamorada de ti, Jeff.
—Eso es lo que crees. Crees que todavía estás enamorada de Hawke. Yo no opino lo mismo. Te he dado la libertad, Marietta, pero ahora la quiero otra vez. Quiero que te cases conmigo. En vez de ser mi anfitriona, serás mi socia. ¡Por Dios, qué equipo vamos a formar!
Estaba de pie detrás de mí. Me rodeó la cintura con un brazo, se inclinó hacia adelante y apoyó su mejilla contra la mía. Abajo, muy abajo, el río brillaba, plata y negro, azul plateado, y yo lo contemplaba. Sentía aquella mejilla contra la mía y sentí algo firme en mi interior; comprendí que era mi determinación. No le amaba, pero él sí me amaba a mí, y yo podía utilizar ese amor.
Triunfaría. Tendría todas las cosas que una mujer podía desear, y puesto que Jeff me amaba él me ayudaría a conseguirlas.
—No me casaré contigo, Jeff —dije—. Iré a Nueva Orleans contigo, seré la anfitriona en tu casa de juego, pero no pienso casarme contigo.
—Creo que tendré que hacerte cambiar de idea.
—No lo hagas. Perderías el tiempo.
—Veremos —respondió.