Me desperté con un sobresalto. No me sentía mareada ni me encontraba mal. Estaba dormida y en un instante me encontré completamente despierta. En seguida presentí que algo andaba mal. Lo notaba en los huesos. Me senté y aparté las mantas. Jeff se había ido. Había estado durmiendo bajo las mantas conmigo, pero ahora ya no estaba. Tuve la sensación de que hacía rato que se había ido. ¿Por qué me había dejado sola? Nunca lo había hecho antes. Me levanté, tremendamente preocupada.
El cielo tenía el color gris de la ceniza, las estrellas se iban apagando poco a poco y ya casi no podían verse detrás de la niebla. El sol no tardaría en salir. Veía todo el campamento con claridad: el montón de ceniza que la noche anterior había sido nuestro fuego, los fardos que Jeff había descargado de las mulas.
Los animales estaban atados a un árbol al borde del bosque.
Jenny estaba pastando y… faltaba una de las mulas. La tercera mula, la que solía llevar la mayoría de los fardos, no estaba allí. ¿Por qué Jeff se habría ido así? ¿Por qué se habría llevado una de las mulas? No tenía sentido.
Nada tenía sentido. Cada vez estaba más preocupada. ¿Sería posible que Billy Brennan se hubiera arrastrado durante la noche para robar una de las mulas y Jeff hubiera salido en su persecución? No, era absurdo. Habían pasado ya cinco días desde que Billy huyera con su caballo hacia el bosque, y desde entonces no habíamos visto ni rastro de él. Jeff le daba miedo y arrastrarse hasta nuestro campamento era la última cosa que se le ocurriría hacer. No había apenas ninguna posibilidad de que volviéramos a verle. Él iría más rápido a caballo que nosotros con las mulas, y debía estar ya a doscientos kilómetros de allí. ¿Pero adonde había ido Jeff? ¿Qué le había pasado a la mula?
Si hubiera habido ruidos, yo me habría despertado. Estaba segura de eso. Jeff se había escurrido de las mantas y se había ido hacia los bosques sin el menor ruido por temor a despertarme.
Seguramente había una explicación simple, me decía a mí misma.
Tal vez la mula había cortado con los dientes la soga que la ataba y se había ido. No había duda de que era tonto preocuparme por esto, pero no podía pensar en otra cosa. Por más que tratara de entrar en razón, la preocupación seguía e iba aumentando a medida que pasaba el tiempo y Jeff no volvía.
La espesa selva me rodeaba y parecía ahogarme. Tenía plena conciencia de cada ruido, plena conciencia de que estaba sola. La última estrella envió su último fulgor y la niebla desapareció para dar paso a un cielo color gris perla. A medida que las manchas rosadas y anaranjadas iban cubriendo el horizonte, el color comenzó a aparecer a mi alrededor. El blanco, el gris y el plateado dieron paso al verde de las hojas, al azul de las flores silvestres, los marrones claros y oscuros de los troncos. Tímidos rayos de sol inundaron la copa de los árboles y empezaron a tomar fuerza. A esta hora solíamos estar ya siempre en camino.
Mi preocupación iba en aumento, estaba ya a punto de llorar, asustada; me sentía perdida. ¿Dónde estaría él? ¿Qué… qué pasaría si no volvía?
Un pájaro empezó a cantar entre los árboles. Un mapache me miró desde el otro lado de un arbusto y desapareció rápidamente cuando me volví para mirarlo. Las mulas se movían inquietas. Oí algo a lo lejos, muy lejos, en el bosque. Daba la impresión de ser un chillido. ¿Un tigre? El sonido no se repitió. Levanté el rifle.
Ya estaba cargado. Me dio cierta sensación de seguridad, sensación que desapareció a los pocos minutos. ¿De qué me servía el rifle si Jeff se había ido? Sin Jeff yo estaría… No quería pensar en eso. No debía perder la calma. No podía dejarme llevar por el miedo.
Dejé el rifle. Reuní unos troncos y arbustos secos y los puse sobre las cenizas, y a los dos o tres minutos, con ayuda del pedernal, el fuego estuvo encendido. La noche anterior, antes de acostarse, Jeff había ido hasta el arroyo y había llenado la vieja olla con agua. Saqué de uno de los fardos el bote de café y eché un poco en la olla. Ni siquiera me molesté en medirlo, como solía hacer siempre. El café era oro y éste era nuestro último bote, pero eso no me preocupaba esta mañana. Cuando las llamas bajaron puse el agua a calentar. Saqué los viejos vasos de hojalata. Doblé las mantas y las volví a poner en los fardos.
Traté de no preocuparme. Contuve las lágrimas. No iba a dejar que la desesperación me venciera. El sol brillaba con fuerza e inundaba el claro con una radiante luz amarillenta. Los pájaros cantaban por todas partes. Habían pasado quince minutos desde que había oído aquel extraño ruido a lo lejos. Un tigre. Seguramente había sido un tigre.
El café hervía con fuerza y llenaba el aire con un aroma agradable y penetrante. Pasaron otros cinco minutos. Fui a buscar un trapo, saqué la olla del fuego y la apoyé sobre una roca.
Fue entonces cuando oí pasos que se acercaban. Volví a coger el rifle y apunté hacia el lugar de donde procedía el ruido. Los arbustos se separaron y apareció Jeff, con ojos sorprendidos.
Bajé el rifle. Aliviado, entró lentamente en el claro.
—Confiaba en volver antes de que te despertaras —dijo con toda naturalidad.
—¿Dónde has estado?
—Hm… bueno… mm… —titubeaba. Estaba claro que trataba de inventar una historia lógica—. Me desperté y… noté que una de las mulas se había soltado y… se había ido. Fui a buscarla.
—¿Y dónde está?
—No la he encontrado —respondió—. Debe haberse ido temprano, después de que nos acostáramos. Debió haberse ido varias horas antes de que yo saliera a buscarla.
Era evidente que hablaba con demasiada naturalidad. Me escondía algo. En seguida me di cuenta.
—Pudiste encontrar el rastro de los hermanos Brennan —le dije—, pero no has podido encontrar una mula que ha escapado del campamento.
—Así es. Me siento un poco estúpido, pero…
—Mientes, Jeff.
Me miró a los ojos con aquella mirada marrón que daba lástima. Tenía toda la inocencia de un niño y a la vez toda la virilidad de un hombre. Y fue entonces cuando vi el corte en su pierna. El pantalón de cuero tenía un tajo de unos diez centímetros a la altura del muslo derecho. Los bordes de la herida estaban manchados de rojo, todavía húmedos.
—¿Qué te ha pasado en la pierna? Estás herido…
—Ah, no es nada, Marietta. Nada serio. Me llevé por delante un arbusto lleno de espinas, espinas largas y afiladas. Me enganché los pantalones con una de esas espinas y me arañé. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Café?
—Jeff…
De pronto se puso severo, enojado, con una dura expresión en el rostro.
—Se escapó la mula, Marietta —se apresuró a decir—. Ahora olvídalo. Ya he regresado. Todo está bien.
—Oí un chillido en el bosque. Pensé que era un tigre. Jeff, quiero saber la verdad. La mula no se ha escapado por su cuenta. Hay algo que me ocultas.
—¡He dicho que lo olvides!
Nunca antes me había hablado en un tono tan severo. Sabía que estaba preocupado y sospechaba el motivo. Se sirvió una taza de café y volvió a dejar la olla con un golpe, con tanta fuerza que el caliente líquido saltó por el borde y le quemó la mano. Se puso furioso, gritó y luego me miró como si yo tuviera la culpa.
Enojada por mi parte, miré hacia otro lado. Le oía revolver en los fardos, maldecir continuamente porque no podía encontrar lo que estaba buscando.
—¿Dónde demonios está la pomada?
Suspiré fastidiada, fui hasta donde estaban los fardos, empujé a Jeff hacia un lado y casi al instante saqué la pomada. Le cogí la mano y la unté con esa sustancia transparente y pegajosa. Él miraba con atención, impaciente.
—Creo que vivirás —dije fríamente mientras guardaba la pomada.
—Estás con un humor de perros esta mañana.
—¿Cómo quieres que esté? Me despierto cuando todavía está oscuro y me encuentro sola en medio de la selva. Oigo un ruido extraño en el bosque. Falta una de las mulas, y tú vuelves con un cuento absurdo que ni siquiera un niño de tres años…
—No quiero discutir, ¿está claro? Podría pegarte. No suelo pegar a mis mujeres, pero tú te lo estás buscando.
Me serví el café y lo bebí, sin prestarle la menor atención a Jeff.
Él echó tierra sobre el fuego, lo apagó y luego le echó el resto del café para asegurarse de que no quedara ninguna brasa encendida.
Después ensilló las mulas y comenzó a cargar los fardos. Jenny y su mula tendrían ahora que llevar una carga más pesada.
Cuando terminé el café me levanté, en el preciso momento en que él terminaba de atar el último fardo a su mula.
—¿Podrán llevar todo eso, además de a nosotros? —pregunté.
—Son animales fuertes. Aguantarán.
Él seguía de mal humor y yo realmente sospechaba que era un truco para que yo no le hiciera más preguntas. Abrí uno de los fardos y guardé mi vaso. Vi que la sangre en la pierna se le había secado; el corte ya no sangraba. No podía ser muy profundo, pensé. De lo contrario, no podría moverse de un lado a otro con tanta agilidad. No me creía el cuento del arbusto y las espinas.
Ese corte estaba hecho por algún arma de filo.
Mis sospechas se confirmaron cuando, ya en el camino, Jeff me dijo que no íbamos a seguir la ruta de siempre, sino que tomaríamos por un atajo. Dejamos atrás el sendero y bajamos por una pequeña colina cubierta de flores silvestres azules y púrpura. Luego nos internamos en el bosque. Las ramas se arqueaban en lo alto y nos aislaban del mundo. Sólo dejaban pasar algunos trémulos rayos de sol; daba la sensación de estar viajando por angostos túneles de verde y marrón. Estaba nerviosa, y también lo estaba Jeff, que se volvía con frecuencia para mirar hacia atrás. No tenía la alegría que era habitual en él. No podía esconder la aprensión, y al cabo de un rato ya ni siquiera trató de hacerlo.
Yo imaginaba lo que había pasado. La mula no se había ido.
Un indio se había arrastrado entre los árboles, la había desatado y se la había llevado. Debía ser un indio solo, pues si hubieran sido más nos habrían atacado. Jeff se había despertado y había seguido al ladrón por el bosque. Había habido una pelea y el corte de Jeff era del cuchillo del indio. Recordé el chillido. ¿Habría matado Jeff al indio? No se habría atrevido a usar la pistola por temor a atraer aún más salvajes al lugar. ¿Habría escapado el indio y se habría llevado la mula con él?
Me indignaba que me ocultara la verdad, aunque le agradecía el hecho de que no quisiera preocuparme. ¿Acaso creía él que yo era tan estúpida como para no imaginarme lo que había sucedido? Si había un indio en la zona, seguramente habría otros.
Recordé lo que Jackson nos había dicho y me costaba contener el miedo. Trataba de no pensar en aquel hombre gritando en agonía, retorciéndose en la estaca mientras las llamas ardían y los indios bailaban y daban gritos. Cabalgábamos rápidamente haciendo el menor ruido posible. Jeff no charlaba como de costumbre. No decía nada, no se alejaba de mí y no se adelantaba como solía hacer siempre.
La selva estaba llena de ruidos, cosa habitual, pero ahora cada vez que un pájaro gritaba, cada vez que un arbusto se movía, yo daba un salto: estaba segura de que un grupo de indios iba a caer sobre nosotros. Pasó una hora, dos, tres. Subimos por una colina cubierta de pequeños árboles, atravesamos bosques con frondosa vegetación, cruzamos un arroyo que se abría paso entre enormes árboles y ni una sola vez nos detuvimos para descansar. Estaba exhausta, me dolían los huesos, pero casi no me daba cuenta. El miedo era más fuerte que todo lo demás. El sol estaba justo sobre nosotros, y ambos estábamos empapados de sudor. Habíamos andado kilómetros y kilómetros, y yo empezaba a relajarme un poco, aunque todavía saltaba a cada ruido inesperado. Debían ser alrededor de las dos cuando Jeff por fin sugirió que descansáramos un rato. Desmonté sin perder tiempo. Jeff ató las mulas a un pequeño árbol y luego sacó la cantimplora que había llenado en el arroyo. Me la dio, y luego bebió él. Sus dorados mechones estaban empapados de sudor. Tenía el rostro tenso; sus ojos marrones estaban oscuros, serios. Este nuevo Jeff parecía mucho más fuerte, mucho más inteligente que aquel simpático payaso, y resultaba difícil creer que se trataba de la misma persona.
—¿Le has matado? —pregunté.
Me miró con gesto enojado, como si tratara de decidir si debía decirme la verdad. Luego suspiró y comenzó a sacudirse una mancha de tierra que tenía en el chaleco. Seguía en silencio.
—No soy una criatura, Jeff. Tengo derecho a saber.
—Le maté —dijo con voz uniforme.
—Te… ¿así es como te heriste la pierna?
Jeff asintió con la cabeza.
—Le oí arrastrarse por el bosque. Casi no hacía ruido, pero… en todos estos años he adquirido un sexto sentido para estas cosas. Le oí y me desperté; me quedé quieto, mirándole entrar en el claro. Siempre duermo con la pistola a mi lado. La tenía en la mano, lista para disparar en caso de necesidad.
—¿Y él que hizo?
—Se quedó ahí como una sombra, tratando de decidir si debía matarnos o no. Lo que sucedía es que no estaba seguro de que sólo éramos dos. Todavía estaba muy oscuro y había tres mulas. Podía haber habido alguien más durmiendo detrás de ese montón de fardos. Finalmente decidió no arriesgarse. Sólo desató una de las mulas y se la llevó hacia el bosque. Esperé tres o cuatro minutos y después salí tras él.
—Y me dejaste sola —dije amargamente—. Me podían haber matado. Corrí un riesgo absurdo sólo por ir a buscar una…
—Tardé un rato antes de alcanzarle —siguió diciendo, interrumpiendo mi reproche—. Ya casi amanecía cuando le encontré. Tenía la pistola, por supuesto, pero tuve miedo de usarla, miedo de que pudieran oírla otros indios que estuvieran vagando por el bosque. Di un rodeo, me adelanté a él y le esperé detrás de un árbol. Cuando pasó, salté sobre él.
—Tienes un corte. Te…
—Era rápido, fuerte como el acero. Me cogió por la muñeca antes de que pudiera clavarle el cuchillo, sacó el suyo y consiguió herirme en la pierna. Rodamos por el suelo, luchando violentamente. Me golpeó la muñeca contra una roca, la golpeó con fuerza y se me cayó el cuchillo. Se me tiró encima, pero conseguí desembarazarme de él. Se levantó y llevó el brazo hacia atrás para clavarme el cuchillo en el pecho. Me deslicé hacia un lado y esquivé el cuchillo por pocos centímetros. Cogí mi propio cuchillo del suelo y se lo arrojé. Lanzó un chillido…
—Lo oí.
—Después se contrajo y cayó muerto como una piedra. Le saqué el cuchillo de la garganta y lo limpié. Luego dudé de si debía tratar de encontrar la mula o no, pues había huido a todo galope en cuanto el indio dejó caer las riendas. Pero… pensé que debía volver al campamento para ver si tú estabas bien. Fue entonces cuando tuve el susto más grande. Te vi temblar como una hoja, y el rifle que apuntaba directamente hacia mí. Me asustaste más que cualquier indio, te lo aseguro.
—¿Iba solo?
—No había nadie con él en ese momento, pero…
Jeff titubeó. Otra vez estaba indeciso, sin saber qué debía decirme y qué debía esconderme. Logré mantener una expresión serena que disimulaba el miedo que había dentro de mí. Tenía una sensación de vacío en la boca del estómago, y todo lo que podía hacer era tratar de no temblar; pero Jeff veía sólo el rostro sereno, los ojos tranquilos. Cuando por fin siguió hablando, su voz era uniforme, sus ojos estaban serios.
—Voy a confesarte algo, Marietta. Estoy seguro de que ese hombre volvía a su campamento. Caminaba como si supiera exactamente hacia dónde se dirigía. No creo que sus compañeros hayan oído el chillido. Dudo que su campamento estuviera tan cerca. Pero seguro que se han dado cuenta ya de su ausencia y deben haberle encontrado con un tremendo agujero en la garganta, y deben estar buscando al que lo hizo.
—¿Es por eso por lo que no vamos por el camino de siempre?
Asintió con la cabeza.
—Lo primero que harán es buscar por ese camino, porque pensarán que vamos por allí. Esto es una buena señal: si todavía no nos han encontrado significa que posiblemente no nos encuentren ya. Estamos a varios kilómetros de ese camino y esta selva es inmensa. Y me sentiré aún mejor cuando nos hayamos alejado algunos kilómetros más. Si cabalgamos sin detenernos, creo que podremos llegar a la cueva al anochecer.
—¿La cueva?
—Un lugar que yo conozco. Es pequeño, un simple agujero en la ladera de una colina, pero hay suficiente lugar para los dos y las mulas, y la entrada está completamente escondida por unos arbustos. Me escondí allí una vez cuando me perseguían los indios, hace algunos años. Allí estaremos a salvo.
Seguimos nuestro camino, cabalgando por la selva. Todo estaba oscuro y en sombras. Los árboles nos rodeaban por todas partes y sólo débiles rayos de luz se filtraban a través de las gruesas ramas cubiertas de hojas que se entrecruzaban en lo alto.
Los sonidos parecían tener un extraño eco y el metódico galope de las mulas nos volvía distorsionado. Un rojo pájaro salió volando de la espesura, agitando violentamente las alas. Di un grito y casi me caí de la mula. En otro momento Jeff se habría reído y habría hecho alguna broma. Pero esta vez no fue así.
Seguimos andando sin parar, dando vueltas para esquivar los árboles. Hacía rato que yo había perdido el sentido de la orientación. Rezaba para que Jeff supiera hacia dónde iba y para que finalmente hallara la manera de volver al camino que iba a Natchez. El bosque parecía siniestro, horrendo.
Pasaban las horas. Nunca me había sentido tan cansada, pero no me quejé. También Jeff estaba cansado. Tenía el rostro tenso, con manchas oscuras bajo los ojos, y las mejillas hundidas.
A pesar de que era fuerte y robusto, empezaba a acusar los estragos del momento difícil y de la preocupación. Nunca habíamos cabalgado durante tanto tiempo sin detenernos y ninguno de los dos había comido nada en todo el día. Las mulas, por lo menos, habían podido pastar mientras nosotros tomamos nuestro descanso. Estaba muerta de hambre, pero tampoco iba a quejarme por eso.
El sol estaba bajo. Los árboles proyectaban largas sombras negras sobre la tierra, sombras que se prolongaban y convergían en una trama oscura. El cielo se había teñido de un gris violáceo y el aire se iba llenando de una espesa niebla azul a medida que los últimos rayos de sol desaparecían. Nos encontrábamos en una zona menos boscosa. Aunque aún había cientos de altos y gigantescos árboles que se elevaban hacia lo alto como torres con hojas, no crecían tan amontonados, no los ahogaba la maleza.
Había un arroyo un poco más adelante. Oía su murmullo sobre la arena y las rocas. Me preguntaba a qué distancia estaríamos de la cueva.
—Creo que será mejor que nos detengamos unos minutos para recobrar el aliento —dijo Jeff—. Todavía falta al menos una hora para llegar a la cueva. Además, quiero llenar las cantimploras y dar de beber a las mulas. Había un pequeño claro a unos cincuenta metros del arroyo.
Desmontamos. Jeff se desperezó, flexionó los brazos y me miró bajo la tenue luz. Vio la preocupación marcada en mi rostro y sonrió. Era una sonrisa hermosa, tierna, totalmente diferente de aquella simpática mueca que solía llevar en la boca. Se acercó a mí y apoyó las manos en mis hombros.
—Creo que y a no hay peligro —dijo—. Supongo que los hemos despistado. Es probable que todavía nos estén buscando por el camino montados en sus caballos.
—¿De veras crees que estamos fuera de peligro?
—No del todo, por supuesto. Mentiría si dijera que sí.
Seguiremos por el bosque durante un par de días más, y después volveremos al camino.
—¿Estás seguro de que podrás volver a encontrarlo?
—En este momento estamos bastante cerca de él. Hemos estado cabalgando prácticamente en línea paralela desde hace ya bastante rato. ¿Cómo te sientes?
—Cansada. Y hambrienta.
—Me temo que por esta noche tendremos que conformarnos con carne seca y maíz tostado: provisiones de emergencia que tengo en el fardo. No podemos arriesgarnos a encender un fuego, ni siquiera en la cueva. Descansaremos toda la noche y veremos qué nos trae el nuevo día.
—Está bien.
—Casi no puedo creerlo, todo el tiempo a mi lado, sin quejarte nunca, demostrando verdadero valor. La mayoría de las mujeres… pero no es justo siquiera tratar de compararte con ninguna. Eres única, ¿lo sabías?
—¿De veras?
—Nunca había encontrado una mujer como tú. Estoy orgulloso de la forma en que lo estás soportando. Eres una mujer magnífica, no cabe la menor duda.
Me apretó los hombros, sin dejar de sonreír, y después me dio un beso. Dejé que mi mano le acariciara el cuello y me sentí más cerca que nunca de él. Jeff se echó hacia atrás. Vi en sus ojos un brillo de picardía.
—Voy a llevar las mulas arroyo abajo y les voy a dar de beber. Llenaré las cantimploras y después nos iremos a la cueva. Yo también tengo hambre… y no sólo de comida. Me están entrando unas ganas tremendas de…
—Eres incorregible —dije en tono de broma.
—Creo que sí —admitió.
—Hemos estado cabalgando desde el amanecer, esperando que los indios nos atacaran en cualquier momento. Estamos exhaustos, con los huesos molidos, no hemos comido nada en todo el día, y tú piensas en…
—Yo siempre pienso en eso.
—Vamos —dije—, ve a abrevar las mulas. Cuando estemos en la cueva, después de que hayamos comido esa carne rancia y ese maíz tostado, veremos lo que pasa. No prometo nada.
—Me temo que no tienes alternativa —me dijo.
Jeff sonrió y volvió a su antigua sonrisa alegre, como si hubiera vuelto a ponerse unos viejos pantalones. Sacó mi rifle de la funda, me lo dio y me explicó que no le gustaría que me resbalara y se cayera al agua. Después cogió su rifle, tomó las riendas y condujo las mulas por la pendiente hacia el arroyo. Altos árboles entrecruzaban enormes ramas por encima de las aguas. Había un gigantesco roble con gruesas ramas a pocos metros del lugar en que Jeff estaba de pie con las mulas, sacando las cantimploras de los fardos mientras los animales bebían sedientos. Yo tenía el rifle a mi lado mientras los miraba y me sentía relajada por primera vez en todo el día.
Había sido un día duro, pero ya casi había terminado. El peligro inmediato había quedado atrás. Jeff también estaba relajado, y eso era una buena señal. Había sido tan tierno, tan cariñoso, me había tratado como a un ser querido, y yo me había sentido profundamente emocionada. Le quería mucho y habría deseado que no fuera así. Pero era imposible no responder a ese calor, era imposible por mucho que tratara de resistirme. Más tarde, cuando llegáramos a la civilización, sería más dura con él.
Por el momento sólo podía considerarme afortunada de que fuera el hombre que era.
Ya casi no había luz y apenas quedaba un tenue resplandor.
Sólo podía distinguir las siluetas de Jeff y las dos mulas. Él estaba de rodillas, llenando las cantimploras. Una enorme rama del roble llegaba casi hasta encima de su cabeza. Mientras estaba allí de pie, pensativa y en paz, vi que las hojas de la rama se movían ligeramente.
Algo se movía en el árbol. No podía dar crédito a mis ojos. Por un momento el bulto se quedó quieto, y luego comenzó a moverse hacia el tronco del árbol. Las aguas del arroyo seguían su curso, saltando sobre las rocas con un agradable sonido, lo suficientemente fuerte para ahogar el ligero ruido del cuerpo que iba descendiendo con gran lentitud por la rama. Jeff tapó una de las cantimploras, la tiró sobre el suelo detrás de él y se arrodilló para llenar otra. En la rama distinguí una silueta que ahora se había levantado y estaba de rodillas, y luego cayó al suelo con la mayor suavidad. Por un momento se quedó allí haciendo equilibrios, a no más de seis o siete metros de donde Jeff estaba arrodillado.
Vi un cuerpo alto y robusto, y vi un brazo fuerte que se levantaba hacia atrás; vi la silueta del hacha, completamente negra, y estaba tan aturdida que no podía gritar. El salvaje se arrastraba lentamente hacia el hombre arrodillado. Yo gritaba por dentro, pero no podía conseguir que mis gritos se materializaran. Entonces me di cuenta de que tenía el rifle. Lo levanté, lo puse en posición, apunté a la silueta y apreté el gatillo. Hubo un relámpago de fuego y una humareda. La silueta saltó enloquecida, como un títere al que se le han roto los hilos, y cayó al suelo como un bulto inerte.
Dejé caer el rifle. Corrí hacia Jeff. Me cogió en sus brazos y empecé a sollozar. Me abrazó con fuerza mientras miraba por encima de mi hombro al indio que yacía en el suelo. Como un gesto de ironía, las mulas seguían bebiendo tranquilas, sin que el estallido las hubiera perturbado en lo más mínimo. Aún en los brazos de Jeff, me volví para mirar el cuerpo tendido en el suelo con los brazos y las piernas separados. Aquí había un poco más de luz y vi esa piel color del bronce pintada con colores de guerra, vi el collar de dientes de oso, las plumas. Todo lo que el indio llevaba puesto era un angosto taparrabos y un par de mocasines.
Le faltaba la mitad de la cara, y me alegré de que no hubiera más luz.
—Buen tiro —dijo Jeff—. Ahora tenemos que irnos de aquí cuanto antes.
—Estaba en el árbol. No… no podía creer…
—No podemos perder tiempo, Marietta. Si él está aquí, los demás no pueden estar lejos. Es probable que se encuentren en el camino. Debe tratarse de alguno de ellos que se adelantó para explorar. En menos de diez minutos esto va a convertirse en una colmena de indios.
—Jeff, iba a matarte. Tenía el hacha levantada y…
—¡Vamos! Me lo contarás después. Ese disparo se ha oído a varios kilómetros a la redonda. ¡No pierdas tiempo! Ven, ayúdame con las mulas. ¡Ya habéis bebido bastante, vamos! Mientras no se les ocurra detenerse…
Inmediatamente nos pusimos en marcha otra vez. A lo lejos oímos tiros y gritos que me hicieron helar la sangre. Arreamos a las mulas y cruzamos el bosque a toda velocidad. El corazón me latía con tanta fuerza que ya no oía los gritos de los indios.
Pasaron diez minutos, quince, y nosotros seguíamos cabalgando.
Descendíamos por una pendiente a toda marcha, luego desviamos las mulas y nos encontramos al pie de una colina. Allí crecían gruesos e irregulares arbustos que cubrían parcialmente ese lado de la colina. De pronto Jeff se detuvo, de un salto bajó de la mula y corrió para ayudarme a desmontar.
—Ahora sígueme. Ten cuidado. Yo llevaré las mulas.
Tomó las riendas y empezó a caminar hacia los arbustos. Iba apartándolos al pasar. Yo le seguía de cerca. El corazón aún me latía con fuerza. A los pocos momentos estábamos completamente rodeados de arbustos y Jeff desapareció. Las mulas también desaparecieron, y yo iba tropezando entre la vegetación.
Las ramas me golpeaban en los brazos, se enganchaban en la falda. Entonces vi la angosta abertura y, al entrar, quedé en la oscuridad. El aire era húmedo y frío; el suelo, esponjoso y suave.
Oí que algo se movía, pero era imposible ver.
—Allá voy, compañero —dijo Jeff con voz serena—. Odio tener que hacer esto, odio ponerte un bozal, pero no puedo dejar que rebuznes cuando te apetezca. Así… ¿estás cómodo? Ahora te toca a ti, Jenny.
—Jeff…
—En seguida voy.
—Está tan oscuro…
—Pronto te acostumbrarás a la oscuridad. Ya está, Jenny. Ajustado pero no demasiado apretado. Sé que es humillante, nena, pero así es como tiene que ser. ¿Marietta?
—Aquí estoy.
Caminó hacia mí, llegó hasta donde yo estaba, me apretó contra él y me rodeó con sus brazos. Apoyé la mejilla en su pecho y sentí esa áspera ropa de cuero que casi me arañaba la piel.
Las corrientes de aire frío formaban remolinos a nuestro alrededor y se oía el sonido como de una respiración pesada mientras una fuerza invisible absorbía el aire hacia el interior de la cueva.
—Supongo que ahora puedo darte las gracias por haberme salvado la vida —dijo.
—Sólo… sólo disparé. Ni siquiera me di cuenta de que tenía el rifle en las manos. Estaba aterrorizada, tan aterrorizada que no podía gritar. Y entonces, simplemente… levanté el rifle y disparé…
—No estaría aquí escuchándote si no lo hubieras hecho. El agua corría y las mulas hacían tanto ruido al beber que no le oí.
Casi caí al agua del susto cuando oí el estallido y vi que ese piel roja saltaba en el aire con la mitad de la cara deshecha. Me alegro de haberte enseñado a disparar, nena.
—No van a encontrarnos, ¿verdad?
—Ni soñarlo —me aseguró—. Si no supieras que esta cueva está aquí, jamás la encontrarías. Tengo… tengo que dejarte sola un momento, Marietta.
—No vas a volver… allá afuera, ¿verdad?
—Me temo que tengo que volver —respondió—. Hemos dejado unas huellas bastante evidentes y tengo que borrarlas. No te preocupes, no dejaré que me atrapen. Volveré antes de lo que te imaginas. Toma, quiero que tengas esto.
Sentí que me buscaba las manos, luego me cogió una y puso en ella algo frío y pesado. Cuando cerré los dedos alrededor del objeto me di cuenta de que era su pistola.
—Si algo llegara a pasar… no digo que vaya a pasar, quiero que uses la pistola, Marietta. ¿Entiendes lo que te digo? Si yo no volviera, si los indios te encontraran, debes usar la pistola contra ti misma antes de que puedan hacerte algo.
—Por favor, no salgas —murmuré—. ¡Por favor!
—Es algo que tengo que hacer, Marietta. Tal como están ahora las cosas, lo único que nos falta es pintar una enorme flecha que señale la entrada de la cueva. Será cosa de diez o quince minutos, y después nuestras huellas habrán desaparecido.
—Es una locura. Ellos… tal vez ahora mismo estén…
—Conozco la zona. No te preocupes. Hace años que burlo a los indios. No van a verme un solo pelo, y tampoco me van a oír. Apenas hay luz suficiente para que pueda ver dónde están las huellas y borrarlas. Si espero más tiempo…
—¡No te dejaré ir!
Pero Jeff ya se había ido. Me di cuenta de que estaba sola en completa oscuridad, y estaba aterrorizada. Tenía más miedo por Jeff que por mí. Oí el ligero ruido de los arbustos mientras él caminaba entre ellos, un leve y apenas audible sonido que no habría oído si no hubiera estado escuchando atentamente.
Después sólo se oyó el suave murmullo del aire, como si la cueva misma estuviera respirando. Los minutos pasaban lentamente y mis ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. Un levísimo hilo de luz se filtraba por la entrada, y aquella negrura espesa e impenetrable se fue convirtiendo en un gris oscuro que permitía ver las húmedas paredes de piedra y las mulas de pie a un lado, tranquilas, con los bozales puestos. Oí ligeros chillidos que provenían de algún lugar sobre mi cabeza. Miré hacia arriba y apenas pude distinguir los peludos y oscuros bultos que colgaban de la roca. Debía haber unas dos docenas de murciélagos. Veía brillar sus ojos.
Me apoyé contra la pared. Respiraba con dificultad. Los murciélagos me asustaban casi tanto como los indios. Tenía las mejillas mojadas de lágrimas que ni siquiera sabía cuando habían caído. Nunca me había sentido tan absolutamente indefensa. Me sentía como un niño pequeño abandonado, y las lágrimas seguían rodando por mis mejillas. Decía que no había peligro, que había burlado a los indios durante años, pero si no había peligro, ¿por qué me había dado la pistola? Iban a atraparle, a matarle, a quemarle atado a una estaca como habían quemado a Joe Pearson, y después vendrían a buscarme. ¿Sería capaz de usar la pistola? Si vinieran, si me encontraran, ¿sería capaz de colocar el revólver contra mi cabeza y apretar el gatillo?
Las mulas se movían inquietas. Los murciélagos chillaban. Por lo menos pasaron otros quince minutos y él no volvía. La luz que se filtraba por la entrada se había teñido de plata. La luna debía brillar más que nunca. A lo lejos, muy a lo lejos, oí un ruido, como el de un pavo salvaje, y después se oyó el mismo ruido, como una respuesta que provenía de otra dirección. Después otro, y supe que se trataba de los indios; supe que se estaban comunicando en el bosque. ¿Le habrían encontrado? ¿Sería por eso que gritaban? Comencé a rezar en silencio, con todo mi fervor, y entonces, oí un leve ruido entre la maleza y el corazón me dio un vuelco.
—Marietta…
—¡Jeff! ¡Gracias a Dios!
—He tardado un poco más de lo que pensaba. He borrado todas nuestras huellas para dejar otras en su lugar, huellas que conducen hacia abajo, hacia el arroyo. Rompí algunas ramas, dejé un pedazo de pañuelo enganchado en una espina y tiré un viejo cuerno de pólvora en la orilla. Pensarán que seguimos un poco arroyo arriba y que después cruzamos hacia el otro lado.
—Gracias a Dios que estás de vuelta.
—Casi llegué a chocar con uno de esos salvajes —dijo alegremente, jactándose un poco—. Estaba allí de pie, de espaldas a mí, quieto como una pared. Estaba tan oscuro que pensé que era un árbol. Entonces uno de sus compañeros lanzó un grito parecido, al de un pavo, y él le contestó con otro grito igual, y yo me escabullí detrás de unos arbustos. ¡El grito se oía muy cerca!
Jeff se acercó y me cogió en sus brazos. Me tocó la cara y se mojó con las lágrimas.
—Eh, has estado llorando.
—No pude evitarlo.
Me secó las lágrimas con besos y me abrazó con más fuerza.
—Ya ha pasado. Van a recorrer toda esta zona y harán un poco de ruido, pero no nos van a encontrar. No tienes por qué temblar, de veras. Todo está bien.
Me acarició el cabello y me cogió el mentón con la mano. Me inclinó la cabeza hacia atrás y me besó. Me aferré a él para saborear su fuerza, su calor, su bondad.
—¿Aún tienes hambre? —preguntó al cabo de un rato.
—Estoy demasiado asustada para poder comer.
—Entonces será mejor que esperemos un rato. Vamos a ponernos cómodos.
Me cogió por la muñeca, se sentó y me hizo sentar a su lado.
Recostado contra la roca, me fue acercando a él hasta que me tuvo apretada contra su pecho. Me abrazaba suavemente, me acariciaba los brazos y me consolaba como se consuela a un niño.
Pronto dejé de temblar y me quedé quieta. Ya antes me había pedido la pistola y ahora la había dejado en el suelo, a su lado, al alcance de la mano. Cambié de posición entre sus brazos y apoyé mi cabeza contra su hombro. Me rodeó el cuello con un brazo, suavemente, y bajó la cabeza para rozarme la sien con los labios.
—¿Mejor? —murmuró.
—Creo… creo que sí. No… no era mi intención ser tan débil y todo lo demás. Odio las mujeres que lloran, las mujeres que se desesperan. No suelo…
—Lo sé, nena. Eres una brujita dura y batalladora, llena de valor y de coraje. Sin embargo, casi me gustas así. Hace que me sienta fuerte, protector, hombre. También me hace sentir otra cosa, pero supongo que tendré que olvidarme de eso por el momento.
—De eso ni hablar.
—Y yo que imaginaba toda una celebración. ¡Malditos sean los indios!
—Pronto se irán, ¿verdad? Se…
Dejé la frase sin terminar. Oí pasos sigilosos y los arbustos se movieron. Se me cortó la respiración y Jeff me tapó la boca con una mano, con suavidad pero con firmeza. Los pasos se detuvieron. Se oyó uno de esos gritos, y otro grito respondió al primero desde otro lugar. En menos de un minuto hubo más pasos, y oímos que los indios hablaban en voz baja. Luego dejaron de hablar y empezaron a buscar entre la maleza. Jeff extendió una mano y cogió la pistola. Creí que mi corazón se detenía. Los pasos estaban tan cerca… Las ramas que cubrían la entrada crujían, se movían. Hubo un momento de tensión y agonía, y luego, en la distancia, se oyó un chillido agudo, vivo. Hubo un ruido confuso entre la maleza cuando los indios que estaban allí buscando se fueron para reunirse con el que había gritado. Jeff me quitó la mano de la boca.
—Uno de ellos debe haber descubierto las nuevas huellas —dijo.
—Pensé que iban a encontrarnos.
—Sí. Por un momento yo también estuve preocupado. Ahora ya deben estar buscando cerca del arroyo.
—Espero que tu truco dé resultado.
—Lo dará. Tranquilízate. A pesar de que sólo estamos susurrando, creo que será mejor que permanezcamos callados por un rato, por si alguno vuelve para echar otra mirada a esos arbustos.
—Tengo tanto miedo…
—Tranquilízate. No dejaré que te hagan nada.
Su brazo todavía me rodeaba suavemente el cuello. Dejó la pistola y abrazó mi cintura con el otro. Me recosté contra él y traté de superar el miedo que se había apoderado de mí como una fuerza superior. Los indios ya no caminaban con cuidado.
Oíamos sus pies golpear contra el suelo mientras corrían por doquier. Gritaban con voces roncas, alteradas, y luego pareció que discutían. Jeff me tenía abrazada y yo cerré los ojos y recé para que se fueran.
Después sentí que me sacudían, y abrí los ojos. La cueva estaba llena de una pálida luz amarillenta. Me había quedado dormida.
No podía creerlo. Los indios habían estado hablando durante mucho tiempo, yo me había sentido muy asustada y me había quedado dormida. Estaba tendida sobre una manta, y otra manta me cubría. Jeff sonreía ante mí. Parecía contento y satisfecho consigo mismo. Me senté mientras me frotaba los ojos. Me dolía todo el cuerpo y nunca en mi vida había tenido tanta hambre.
—A decir verdad, cuando duermes, duermes de veras. Creí que nunca ibas a despertar. Son casi las diez de la mañana.
—¿Se… se han ido?
—Sí —dijo—, hace rato. Se fueron corriendo por el agua, arroyo abajo, poco después de que te quedaras dormida. Salí para dar una ojeada. Ya no van a buscarnos, Marietta.
Me levanté.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Jeff se puso serio y evidentemente no quería hablar. Había algo que no me había dicho. Me di cuenta en seguida. Aquellos ojos marrones se habían oscurecido y tenía la boca muy cerrada.
Aún dudaba y me miraba. Por fin suspiró e hizo una mueca antes de hablar.
—Han encontrado a quien buscaban —dijo—, o a quien creyeron estar buscando. Billy Brennan había acampado a medio kilómetro arroyo arriba, Marietta, al otro lado. Le encontraron a él. Se divirtieron un rato. Los… oí mientras lo celebraban anoche, después de que te quedaras dormida. También le oí a él. No sabes cuánto me alegré de que no estuvieras despierta. Nadie debería oír cosas como ésas.
Permanecí en silencio. Sabía que tenía las mejillas pálidas. Billy Brennan había sido un villano incorregible, un ladrón, un asesino, pero ningún hombre debería morir así. Jeff me miró con ojos que reflejaban preocupación.
—No debería habértelo dicho —dijo serenamente—, pero a fin de cuentas es mejor que lo sepas. Encontré a Billy, lo que quedaba de él. Le enterré antes de volver aquí a despertarte. Los indios se han ido y no volverán. Ya no tenemos que preocuparnos por ellos.
—Ese pobre hombre…
—Sí —dijo Jeff, y luego cambió de tema.
—Las mulas ya están afuera, pastando. Sugiero que desayunemos y después… después, ¿qué te parece si seguimos camino a Natchez?
—Me parece una idea espléndida —le dije.