XIV

No me había convertido en una experta tiradora, ni mucho menos, pero después de cuatro días de prácticas manejaba el rifle con cierta seguridad, y, por lo general, hacía blanco en cualquier objeto que Jeff me señalaba. Estaba bastante contento conmigo. Yo llevaría su rifle de reserva durante el resto del viaje.

Estaba metido en una larga y vieja cartuchera de cuero e iba adosado a la montura de Jenny; mi propio cuerno de pólvora estaba también al alcance de la mano. Eso me daba cierta sensación de seguridad, pues aunque habían pasado cuatro días sin que viéramos ningún indicio de los indios, no podía dejar de pensar que los íbamos a encontrar antes de finalizar nuestro viaje.

Cabalgamos sin detenernos. Descubrí que me estaba acostumbrando y ya no me quejaba como antes. Aunque nos levantábamos antes del alba y volvíamos a ponernos en marcha cuando los primeros rayos de sol comenzaban a teñir el cielo, por lo general Jeff prefería detenerse bastante temprano para pasar la noche, siempre y cuando hubiéramos avanzado lo suficiente durante el día. También me estaba acostumbrando al terreno. Aún me parecía una tierra siniestra y horrible, pero comenzaba a apreciar aquel salvaje esplendor, la sorprendente variedad de árboles, el brillo de las aguas sembradas de guijarros grises y dorados, la tosca y cruda belleza del paisaje que podíamos apreciar cada vez que salíamos por un momento de la espesura de la selva.

Cinco días después de habernos encontrado con Jackson empleamos toda la mañana para subir afanosamente por la ladera de una enorme montaña cubierta de altísimos pinos. El sendero era sinuoso, y nos llevaba cada vez más arriba. Me sorprendía que Jeff, o cualquier otra persona, pudiera seguir adelante sin perder nunca el camino que llevaba a Natchez, porque desde que partimos de la posada de Crawley el sendero se había vuelto cada vez menos visible. A veces parecía desaparecer por completo, y sólo podía encontrarlo un ojo experto. Jamás hubiera logrado seguirlo sola. Me hubiera perdido en seguida. Pero Jeff no se desanimaba nunca, y aun cuando parecía que no había sendero alguno, él seguía avanzando a través de la espesura sin titubear siquiera por un momento.

El sol estaba exactamente sobre nosotros cuando nos acercamos a la cima de la montaña. Yo estaba muerta de cansancio, la blusa blanca se me pegaba al cuerpo, empapada de sudor, y la falda marrón caía pesada y sucia. Un rato antes me había enganchado el cabello con una rama baja, y sabía que mis ondas color cobre debían parecer las de una bruja. Seguimos cabalgando a través del espeso laberinto de pinos. Los troncos eran de un color marrón grisáceo, las agujas, verde oscuro, cada rama estaba cubierta de maduros conos marrones. La tierra rojiza estaba sembrada de agujas secas, inundada de tenues sombras azuladas, algunos luminosos y amarillentos rayos de sol se filtraban entre las ramas. Los pájaros cantaban. El aroma de los pinos era algo delicioso.

—¿Cuánto falta? —grité.

—Un poquito más —respondió Jeff—. Calculo que llegaremos a la cima en unos quince minutos. De ahí en adelante el camino es mucho más fácil.

—Sí, claro —respondí con voz que casi era un lamento.

—¿Otra vez te estás quejando? Pensé que eso se había acabado.

Jenny no hace más que tropezar. Ella también está cansada.

—Descansaremos cuando lleguemos a una zona más llana.

La cima de la montaña era sorprendentemente plana. La tierra parecía extenderse hacia adelante y seguir hasta el lejano horizonte. Jeff me explicó que durante los próximos dos o tres días íbamos a cruzar una pequeña cadena de montañas. Tal como había dicho, desmontó; luego me tomó una mano y me ayudó a bajar. Estaba tan cansada que casi me caí. Me apretó contra él, sonriendo, y después me besó con pasión. Tenía la ropa de cuero un poco húmeda, y el rubio cabello mojado por el sudor parecía más oscuro. Me quedé junto a él por un momento, saboreando su fuerza, y luego, con suavidad, me apartó.

—Habrá tiempo para esas cosas cuando nos detengamos a pasar la noche —dijo en tono de broma.

—Pero yo ni siquiera…

—¿Que no me estabas deseando? —interrumpió.

—Claro que no. Estás sucio, empapado de sudor, y hueles como un…

—Tú tampoco exhalas la fragancia de una rosa.

—Nunca te lo he dicho. No me he bañado desde que salimos de la posada, y esta ropa…

—Hay un pequeño arroyo muy bonito a unos pocos kilómetros. Corre sobre un lecho de guijarros y forma una pequeña cascada. Nos detendremos allí. Podremos bañarnos juntos.

—Pensé que nunca íbamos a llegar a la cima —dije con voz cansada.

—Sí, es un camino muy escarpado. Lo estás soportando muy bien.

—¿Te parece?

Asintió con la cabeza. Aquellos cálidos ojos marrones estaban alegres.

—Estoy empezando a admirarte tanto, que creo que no voy a poder separarme de ti. Me estoy acostumbrando a tenerte cerca, y me está empezando a gustar.

Hice una mueca y fui a recostarme a la sombra de un árbol. Jeff ató las tres mulas bajo otro árbol, y luego vino y se dejó caer a mi lado. Estiró las piernas y colocó los brazos bajo su cabeza. Aquí no había demasiados árboles y podíamos ver enormes retazos de cielo, pálido y hermoso como seda celeste. Cerré los ojos, relajada, feliz de estar aquí, feliz de tenerle a mi lado, de que me brindara su calor, su amistad, su protección. Pensé en lo que había dicho acerca de no poder separarse de mí, y me preguntaba si lo habría dicho en serio.

No le amaba. No le amaría jamás, nunca podría, y menos después de Derek, pero comprendí que Jeff Rawlins me gustaba como nunca había logrado que me gustara Derek. Jamás había podido charlar con Derek, sentirme tan natural y cómoda como con Jeff. Jeff era un incorregible juguetón, al que le encantaba fastidiarme y le encantaba discutir, pero esto no le hacía menos viril; era un hombre con una masculinidad indiscutible, un amante excepcional. Sería tanto más fácil enamorarse de él que lo que había sido enamorarse de Derek. Con los ojos cerrados, el cuerpo cansado, traté de alejar de mi mente todos los pensamientos que me recordaban a Derek, y luché por contener todas aquellas amargas y dolorosas emociones que amenazaban con aflorar otra vez entre los recuerdos.

Debí quedarme dormida, porque la siguiente cosa que recuerdo es que intentaba levantarme a través de espesas nubes negras, quejándome, mientras algo suave, peludo, me hacía cosquillas en la nariz. Abrí los ojos y me encontré con el rostro de Jeff a pocos centímetros de mí. Aquellos ojos marrones le bailaban, divertidos, y la ancha boca rosada dibujaba esa sonrisa tan familiar mientras él me pasaba por última vez una peluda hoja por la nariz. La aparté de un manotazo y le miré fastidiada. Jeff arrojó la hoja, acercó su boca a la mía y torció ligeramente la cara hacia un lado para evitar que las narices se encontraran. Contra mi voluntad, levanté los brazos y recorrí con las manos esa ancha espalda, acariciando la áspera ropa de cuero y sintiendo los músculos que había debajo mientras él seguía besándome lenta y profundamente.

Levantó la cabeza y me miró a los ojos. Los suyos estaban llenos de cariño.

—Me parece que va siendo hora de que prosigamos el viaje —dijo con aquella cálida y suave voz.

—Me he quedado dormida.

—Has dormido casi media hora. Y yo te he dejado. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —pregunté.

—Tienes la cara sucia. Tienes una raya negra justo aquí. —Me tocó la mandíbula—. Y, además, tienes el pelo enredado, y la ropa hecha un desastre. ¿Y sabes una cosa? Nunca te he visto tan tentadora.

—¿De veras?

Se levantó y me miró desde lo alto mientras sacudía la cabeza.

—De veras. Si no tuviera una fuerza de voluntad tan grande…

Me senté y me quité algunas agujas de pino del cabello.

—¿Cómo decías?

—Que si no tuviera una fuerza de voluntad tan grande, jamás llegaríamos a Natchez.

Se agachó, me cogió por la cintura y me levantó de un tirón.

Todavía estaba un poco aturdida y aún sentía un tibio y agradable calor después de aquel prolongado beso. Por un momento me abrazó contra él, sonriendo plácido y satisfecho. También Jeff sentía aún esa tibieza, ese calor. Cuando sus muslos tocaron los míos, sentí la tangible e irrefutable prueba mientras me apretaba contra él.

—¡Maldita seas, tú hechizas a cualquiera! Voy a tener que vigilarte, nena. Voy a tener que ser fuerte y decidido. Un hombre podría pasarse el día entero sin hacer otra cosa que juguetear contigo.

—¿Y tú quieres jugar?

Rió entre dientes, me pegó con fuerza en el trasero y me empujó hacia las mulas.

—¡Vamos, camina! Conozco tus trucos, nena. Todavía nos falta un buen trecho antes de llegar a la cascada de la que te hablé, y no me vas a hacer perder más tiempo.

Me sentía bien cuando volvimos a emprender la marcha.

Disfrutaba sus bromas, aquella galantería a veces grosera, típica de él. En verdad que era fuerte y también decidido; sin embargo, me había dejado dormir toda una media hora. Era un hombre considerado y… de alguna manera, tierno. Era robusto y fornido, pero también había ternura en él, la clase de ternura que Derek Hawke nunca había mostrado. Jeff Rawlins comparaba una mujer a una buena comida o a un vaso de buen whisky, algo que se disfrutaba pero que jamás se tomaba en serio. Sin embargo… aquel beso había sido tan tierno, había expresado un sentimiento del que tal vez ni él mismo era consciente. Me preguntaba si era posible que estuviera enamorándose de mí.

Simplemente estaba imaginando, me dije a mí misma. Era lo más probable. Había vivido treinta y dos años sin enamorarse, y no era tan tonto como para enamorarse ahora, y menos aún de una esclava a la que pensaba vender a un prostíbulo apenas llegara a Nueva Orleans. Lo que sucedía es que… es que era cariñoso por naturaleza, y aquel ardor, aquella ternura, no significaban nada.

Me entregaría a la «madame» y se iría, y jamás volvería a pensar en mí. Yo no era para él más que un artículo con el que comerciar.

Me disfrutaba, sí, como debía haber disfrutado a tantas otras mujeres que había llevado por este mismo sendero, con el mismo fin. Podría bromear acerca de no poder separarse de mí, pero se separaría de mí en cuanto las monedas de oro cambiasen de dueño.

Íbamos cabalgando por una cadena de montañas. El sendero era angosto. A la derecha, una cortina de pinos, a la izquierda, la tierra descendía en pendiente hacia un valle inferior, muy abajo.

Al otro lado del valle aparecían las montañas, cuyas cumbres, a la distancia, parecían teñirse de púrpura y de violeta y elevarse contra un cielo celeste. El valle era un juego de verdes, de pardos claros y oscuros, atravesado por la plateada chispa de un arroyo.

Una enorme ave oscura daba lentas vueltas en el aire y describía círculos hacia abajo, hacia el valle. Jeff me dijo que era un águila.

Nos detuvimos para mirar dos cachorros de oso, negros y peludos, que bajaban brincando por la ladera, mientras una enorme osa madre caminaba pesadamente detrás de ellos. *

—No sabía que había osos —dije.

—Muchos —respondió—, pero no te preocupes, no van a molestarte si no los molestas.

—Esos cachorros son tan cariñosos… Mira, parece que estuvieran saltando, y después se echan al suelo y empiezan a rodar. La madre parece tan cargada de paciencia…

—Esa madre te haría trizas si tan sólo llegaras a tocar uno de sus cachorros. Cuando se enfurece, un oso puede incluso matar. Las garras son como el acero. No me gustaría meterme en líos con un oso.

Los osos desaparecieron de nuestra vista y seguimos adelante.

Poco después el sendero giró abruptamente hacia la izquierda y nos llevó hacia la selva, y la cadena de montañas quedó atrás.

Podíamos estar sobre una cima, pero el suelo era tan regular y la selva tan espesa como antes. Aunque aún había muchos pinos, la mayoría de los árboles tenían enormes ramas cubiertas de hojas.

Jeff me mencionó más de seis nombres que yo no había oído en mi vida. ¡Qué distinta era esta selva de las selvas de Inglaterra! Mucho más salvaje, mucho más grande. ¿Podría alguien alguna vez dominar todo esto? Lo dudaba, aunque Jeff opinara lo contrario. Había demasiados lugares civilizados donde la gente podía establecerse como para que alguien perdiera el tiempo y las energías tratando de vivir en medio de este tosco esplendor.

Todavía era temprano, tal vez las cuatro, cuando llegamos al claro donde íbamos a pasar la noche. Estaba al pie de una pequeña pero sumamente empinada pared de roca gris por la que descendía el agua de la cascada. Los otros tres lados estaban rodeados de bosques, y en medio había el angosto arroyo cuyo dorado lecho apenas tenía suficiente profundidad como para chapotear en el agua. La cascada, de no más de quince metros de altura, caía con fuerza, dejando en el aire finas gotas de rocío, y se convertía en un manso arroyo de aguas cristalinas. Era un lugar hermoso. El suelo era verde y suave; los árboles eran paredes vivientes de verde y marrón. Las enredaderas cubiertas de campanillas color púrpura trepaban por la roca gris a ambos lados de la cascada.

Desmontamos. Jeff descargó los fardos de las mulas y, después de hacerles beber agua del arroyo, las dejó que pastaran bajo la sombra de los árboles. Me quedé de pie cerca de la cascada, mirando el juguetear del sol con las gotitas, que formaban trémulos arcos iris en el aire. Jeff se acercó y se quedó de pie detrás de mí, con las manos apoyadas en mis hombros.

—¿Te gusta?

—Es un lugar encantador —respondí.

—¿Lista para un baño?

—Prefiero comer primero. Tengo hambre.

—Hay muchos pavos salvajes por aquí. He oído uno hace un momento. Iré a cazar uno para comer. Pero creo que primero voy a refrescarme un poco…

—Como quieras —le dije.

De pronto sentí sus manos en la espalda. Me dio un fuerte empujón. Grité al vacilar, y un instante después caí al agua justamente debajo de la cascada. Por supuesto, en seguida estuve empapada, y cuando traté de ponerme de pie, el agua volvió a tumbarme. Él estaba a pocos metros, desternillándose de risa.

A mí no me hacía la menor gracia. Por fin logré levantarme y salir de la cascada. Tenía la falda y la blusa empapadas, y el cabello se me pegaba a la cabeza en húmedos mechones. Me quité los zapatos y los arrojé sobre la hierba, mientras le miraba con ojos que hubieran querido matarle.

—¡No me ha hecho ninguna gracia!

—Pareces una rata ahogada.

Extendí la mano.

—Ayúdame a salir.

Y cuando me cogió la mano, le di un fuerte tirón. Abrió desmesuradamente los ojos por la sorpresa y cayó de cuatro patas al agua. Ahora me tocaba a mí. Jeff masculló algunas palabras incomprensibles, tosió, rodeó mis rodillas con sus brazos y me hizo caer hacia atrás dentro del agua. Como dos niños, luchamos y nos salpicamos. Después nos colocamos debajo de la cascada, y él me besó, me besó con furor, y los dos nos caímos, y el agua nos empapaba mientras sus labios cubrían los míos. Me soltó y volvió a reír, y salió gateando del agua para ir a buscar el jabón en uno de los fardos. Me lo arrojó, se sacó de un puntapié los empapados mocasines, se quitó el chaleco de cuero todo mojado y empezó a bajarse los pantalones.

Desnudo, volvió a zambullirse en el agua. Me hizo caer de espaldas y luché desesperadamente mientras él me desnudaba y arrojaba la ropa sobre la hierba. El jabón se movía de un lado a otro en el agua. Jeff lo cogió y me ordenó que le lavara, y yo le obedecí. Feliz, de pie en el agua, cubierto de espuma, él a su vez me lavó a mí y me volvió a llevar a la cascada para enjuagarnos los dos. Me besó otra vez, y de nuevo perdimos el equilibrio y caímos al agua. Me pasó un brazo alrededor del cuello y me sumergió en el agua. No paraba de reírse cuando salí a la superficie escupiendo agua y tosiendo; le clavé un codo en las costillas y le hice caer hacia atrás. Me cogió un pie y me hizo caer junto a él.

Pasamos otros diez minutos jugando alegremente y con despreocupación. Después, de un tirón, me hizo salir del agua y me empujó hasta hacerme caer sobre la blanca hierba.

Hicimos el amor como una explosión, una lucha apasionada, furiosa, distinta de todo lo que había vivido hasta entonces.

Luché deliberadamente contra él, y él parecía tener más fuerza que nunca. Se apretó contra mí, me abrazó, me atravesó con su pasión mientras yo luchaba y me retorcía. Finalmente dejé que me venciera cuando nuestra furiosa lucha llegó a la explosión del clímax. Entonces Jeff me abrazó, me abrazó con ternura mientras me besaba los pezones, los hombros, y escondía los labios en mi garganta mientras los minutos pasaban. Al cabo de un rato me volvió a tirar sobre la hierba, y otra vez me hizo el amor con increíble ternura, lentamente, suavemente, entregándose por completo incluso mientras me tomaba. Y supe entonces que antes no me había equivocado. Estaba enamorado de mí, aunque él mismo no lo supiera. Esto era amor, no sexo; amor expresado con más ardor que las palabras. Mientras le acariciaba los hombros, la espalda, las nalgas, mientras me levantaba para ser una sola cosa con él y apretarlo contra mí, cada fibra de mi ser me decía que no estaba equivocada, me decía que Jeff Rawlins me amaba en todo el sentido de la palabra.

Nos bañamos otra vez, rápidamente, y el sol secó en seguida nuestros cuerpos. Después nos vestimos. Jeff se puso la ropa de cuero que Lita le había lavado en la posada; yo me puse una enagua limpia y un viejo vestido de algodón amarillo de mangas cortas y escote cuadrado. Jeff sonreía tímidamente, y cuando ambos estuvimos vestidos, me abrazó con fuerza y me dio un beso rápido y ruidoso. Le acaricié una mejilla y miré aquellos alegres ojos marrones; deseé que nos hubiésemos encontrado mucho antes, en otras circunstancias.

—Creo que será mejor que vaya a buscar ese pavo —dijo con voz adormilada—. No tardaré en encontrar uno. Pórtate bien mientras esté fuera.

—Queda un poco de jabón. Voy a lavar la ropa. ¿La s prendas de cuero encogen?

—Un poco. Pero ya no puede pasarles nada que no les haya pasado. Están completamente empapadas.

Fue a buscar el rifle, cruzó el arroyo y, a grandes pasos, se internó en los bosques del otro lado. Los flecos de su ropa se balanceaban mientras movía los hombros al caminar. Me quedé pensativa, llena aún de aquella deliciosa tibieza que queda después del amor, comencé a recoger la ropa mojada y los restos de jabón y los llevé al arroyo. Me arrodillé en la orilla. Oí los pasos de Jeff que se alejaban en la distancia, y después sólo quedó el silencio, acompañado por el constante caer del agua de la cascada. Mientras lavaba la ropa estaba pensando en lo que había pasado y en lo que significaba, y me sentí triste porque no quería que me amara. Eso iba a complicar las cosas.

Pensaba escapar cuando se me presentara la primera oportunidad y, por otra parte, pensaba en lo mucho que iba a lastimarle al hacerlo. Él ya confiaba en mí. Había invertido todo su dinero en mí y, cuando yo me hubiese ido, él no tendría ni un centavo… No debía pensar esas cosas. Le quería demasiado y, aunque no le amaba, me sentía tan cerca de él como no me había sentido de nadie, ni siquiera con Derek. No era más que esta proximidad forzada, me decía a mí misma. Debía endurecer mi corazón.

Debía estar constantemente en guardia. Era posible que me amara, pero no por eso iba a dejar de venderme. Ni siquiera lo dudaría.

Escurrí la ropa, la llevé hasta un arbusto espinoso que crecía al borde del claro y la coloqué cuidadosamente sobre las ramas.

Aún había mucho sol, y con suerte estaría seca antes de la noche.

Mientras volvía a colocar la falda para que le diera más el sol, me pareció oír pasos en el bosque, justamente detrás del arbusto. Me detuve para escuchar con atención, pero el ruido no se repitió.

Probablemente había sido algún pequeño animal del bosque, pensé mientras caminaba sin prisa hacia los fardos que Jeff había descargado de las mulas.

Busqué hasta el fondo en cada uno hasta encontrar mi cepillo, me senté sobre el elevado montón y empecé a cepillarme el cabello. Ya estaba casi seco, suave y vaporoso, quizás un poco húmedo en las puntas. Era un placer sentirme limpia otra vez, libre del polvo y la suciedad, con olor a jabón. Mi vestido amarillo tenía el color de las flores doradas al sol y, a pesar de que era viejo, con el talle demasiado ajustado y la amplia falda cuidadosamente remendada en cinco o seis lugares, yo sabía que me acentuaba los pechos y la esbelta cintura, y además quedaba muy bien con el color cobrizo de mi cabello. Por una vez quería que me viera bonita, aunque no le amaba, aunque pensaba traicionar su confianza en un futuro muy cercano.

Cuando terminé de cepillarme el cabello tuve la impresión de que alguien me estaba observando. Era una fuerte sensación, y miré nerviosamente hacia los árboles donde me había parecido oír los pasos. No podía ser Jeff. Él había ido en la otra dirección, al otro lado del arroyo. Sólo vi árboles y una densa maleza. La ropa que había dejado extendida sobre el arbusto espinoso empezaba a secarse bajo los poderosos rayos del sol. La sensación continuaba y se hizo aún más fuerte. Podía incluso sentir los ojos que me miraban, que observaban cada gesto mío. Sabía que no se trataba de mi imaginación. Dejé el cepillo a un lado y me levanté. Mi corazón empezó a latir con más fuerza.

Una ramita se quebró, y el ruido fue tan fuerte que se oyó a través del sonido del agua que caía. Los arbustos se movían, las hojas se agitaban. Quedé paralizada por el miedo. Esperaba en cualquier momento que un salvaje alto y cobrizo, con plumas y pintura de guerra, saltara de alguna parte con un grito aterrador. ¡El rifle! ¿Dónde estaba el rifle? Jeff se había llevado el suyo, claro, pero el mío estaba… Jeff le había desabrochado la correa de la mula donde yo lo llevaba, y lo había puesto detrás de los fardos. Entonces estaba detrás de mí, en el suelo, a menos de dos metros. Tenía que cogerlo en seguida. El pánico aumentó cuando oí quebrarse otra ramita, y los lentos pasos iban pisando ramas y hojas. No podía moverme. Me quedé inmóvil como una piedra, sin poder hacer nada salvo mirar horrorizada hacia la maleza que se iba abriendo, las ramas que se iban separando para dar paso al hombre que venía detrás.

Era alto y delgado. El cabello, castaño oscuro, estaba totalmente despeinado; los rasgos eran toscos; los ojos azules aparecían semiescondidos por los párpados. Tenía la nariz encorvada, evidentemente rota en el pasado y luego descuidada. Llevaba botas negras, y los ajustados pantalones eran del mismo color. La camisa color azul oscuro era de una especie de seda. Los primeros botones estaban desabrochados, y abultaba un poco sobre el cinturón. Las mangas eran amplias. Llevaba un cuchillo de caza colgado de una funda del lado derecho de la cadera y tenía una larga pistola metida en los pantalones. Se quedó ahí de pie, al borde del claro, mirándome, y tuve una gran sensación de alivio.

—Casi… casi me muero del susto —dije casi sin voz—. Pensé que era un indio.

—¿De veras?

—Oí un ruido en el bosque y… y me alegro de que no traiga un hacha.

El hombre dejó que la mueca de una sonrisa se dibujara por un momento en un lado de la boca.

—Yo también me asusté, si quieres que te diga la verdad. Oí que alguien andaba por aquí y… yo también pensé lo mismo, pensé que era un piel roja. Me arrastré sin hacer ruido y observé a través de los arbustos. Sentí un gran alivio cuando vi que no era un Chickasaw.

Hablaba lentamente, arrastrando las palabras como Jeff, sólo que su voz era más ronca. Tenía un sonido áspero, duro, como si le doliera la garganta al hablar. Parecía un salteador de caminos con esa nariz rota, esos ojos semicerrados, pero, por otra parte, supuse que la mayoría de los hombres que transitaban por estos lugares debían tener ese aspecto. Jackson, por ejemplo, habría asustado a un niño.

—Siempre hay que tener mucho cuidado con los pieles rojas —siguió diciendo—. Mi hermano y yo tuvimos una pelea con tres salvajes hace cuatro días. Esos hijos de perra nos robaron un caballo, y se habrían ido con el otro si no los hubiéramos visto y comenzáramos a disparar. Ahora tenemos un solo caballo para los dos.

—¿Tomaron el camino a Natchez?

—Más o menos —respondió. Miró por encima de mis hombros, hacia las mulas—. Parecen las mulas de Rawlins.

Son las mulas de Rawlins. ¿Le conoce?

El hombre asintió lentamente con la cabeza. Tenía algo extraño en la mirada.

—Creo que sí —dijo, arrastrando las palabras—. Tú debes ser una de sus mujeres. ¿El anda por aquí?

—Se fue al bosque a cazar un pavo, pero no tardará en volver. Estoy segura de que se alegrará cuando le vea. Hace unos días nos cruzamos con otro amigo de él… Jackson, un comerciante. Tal vez usted también conozca a Jackson. Es…

Dejé la frase sin terminar. Era evidente que el hombre no me estaba escuchando. Aún tenía en los ojos esa mirada extraña.

Parecía estar pensando en algo, calculando los pros y los contras.

No me gustaba. No me gustaba en absoluto. Había algo inquietante en ese extraño. Actuaba con… recelo y parecía estar escondiéndome algo. ¿Por qué andaba vagando por los bosques de esa manera? ¿Por qué me había estado espiando durante tanto tiempo antes de dejarse ver? Volví a sentirme nerviosa. El hombre me miró a los ojos y notó mi expresión. Otra vez levantó un lado de la boca, y con naturalidad acarició el mango de su cuchillo.

—Así que Rawlins no está, ¿verdad? Esto me viene muy bien.

—Ya… ya debe estar al volver.

—No he oído su disparo. Todavía está siguiendo el rastro de su pavo. Va a tardar en volver…

Di un paso hacia atrás y miré hacia abajo, hacia el rifle. Fue un error. Rápido como la luz, el hombre me cogió por el brazo derecho, lo torció brutalmente y lo llevó hacia atrás y hacia arriba. Antes de que pudiera gritar, me tapó la boca con la mano que le quedaba libre y apartó mi cabeza hacia atrás, contra su hombro. Un dolor agudo me recorrió el brazo y el hombro cuando me apretó con más fuerza aún. Sentía su respiración contra mi mejilla.

—Vamos a jugar un poquito —dijo lentamente—. Vamos a darle una sorpresa al viejo Jeff. Va a volver y se va a encontrar con que su nenita no está, y va a empezar a buscarla. Yo y Billy vamos a estar esperándole.

Entonces supe quién era. Debí haberme dado cuenta en seguida, después de todo lo que había oído sobre los Brennan.

Éste debía ser Jim, el que Jeff había herido en el hombro. Había ayudado a su hermano Billy a escapar de la cárcel de Natchez y habían matado a dos hombres al hacerlo. «No creo que haya algo peor que los Brennan», había dicho Eb Crawley. «Si me dieran a elegir entre perseguir una banda de Chickasaw o a los Brennan, me quedo con los indios toda la vida». Estas palabras me recorrían la mente mientras Jim Brennan me apretaba violentamente el brazo y me tapaba la boca con su mano.

—Sí, creo que será un buen plan —siguió diciendo—. Vendrá corriendo por los bosques, buscando lo que es suyo, y yo y Billy vamos a estar esperándole. Vamos, camina. Serás un excelente cebo.

Traté de luchar, traté de darle una patada en la pierna. Me retorció el brazo con brutalidad. Casi me desmayé del dolor. Me hizo girar y me obligó a caminar delante de él a través de la maleza. Me tenía cogida por un brazo y aún me tapaba la boca.

Tropecé. Volvió a retorcerme el brazo. No podía hacer nada más que caminar. Las ramas me golpeaban en la cara, me rasgaban la falda, me despeinaban. No podría soportar el dolor por mucho más tiempo. Si no me soltaba pronto el brazo, sabía que iba a desmayarme.

Cuando por fin Brennan se detuvo estábamos bastante lejos del claro. Ya no oía la cascada. Me quitó la mano de la boca y me rodeó fuertemente el cuello con un brazo, tanto, que me hizo jadear y casi no podía respirar. Se echó hacia atrás y me apretó con más fuerza aún. Sentí unas alas negras que aleteaban en mi cabeza mientras la consciencia comenzó a abandonarme lentamente. Tenía sus labios junto a mi oído.

—Ahora te voy a soltar, nena —dijo arrastrando las palabras—. Y te vas a portar bien, ¿entendido? Si tratas de gritar, si tratas de escapar, voy a sacar el cuchillo y te voy a lastimar. ¿Está claro? Si lo has entendido, si te vas a portar bien, dime que sí con la cabeza.

Conseguí inclinar el mentón hacia adelante en lo que intentó ser un sí. Brennan titubeó por un momento, un momento que pareció convertirse en una eternidad, y luego me quitó el brazo de alrededor del cuello y me soltó. Trastabillé hacia adelante, y me hubiera caído si él no me hubiera agarrado por el hombro.

Tosí. Me froté el brazo dolorido. Esperó pacientemente durante cerca de un minuto, y luego me dio un fuerte empujón.

—Ya estás bien. Sigue caminando.

Tropecé contra el tronco de un árbol. Brennan frunció el ceño, me cogió por la muñeca, empezó a andar a grandes pasos y me obligó a trotar a su lado. Iban a preparar una trampa y querían utilizarme a mí como cebo, para poder matar a Jeff a sangre fría.

Después, probablemente me matarían a mí también. Era un hombre completamente insensible. Mataría con la misma rapidez, con la misma brutalidad con que otro hombre mataría una mosca. No había duda de que su hermano era igual. Tropecé y caí de rodillas. De un tirón Brennan me levantó, sin siquiera mirarme, casi sin detenerse. Yo no era un ser humano, por lo menos para él. Era una cosa que se usa y después se tira. Sabía que no había tratado sólo de asustarme cuando mencionó lo del cuchillo. Sabía que si gritaba, si trataba de escapar, me mataría inmediatamente.

Siguió arrastrándome a través del bosque. Debimos habernos alejado medio kilómetro del claro. Yo había perdido todo sentido de la orientación. Bajamos por un escarpado; pasamos por encima de un tronco podrido y comenzamos a subir por el otro lado. El cielo ya se había teñido de gris. La luz del sol era más débil. El suelo parecía inclinarse hacia arriba. Frondosas ramas se extendían sobre nuestras cabezas y gruesos troncos de árbol formaban laberintos a nuestro alrededor. Llegamos a un arroyo.

Brennan me cogió en sus brazos y así me cruzó. Le miré a los ojos. No había ninguna expresión en su rostro. Me dejó sobre el suelo al otro lado del arroyo. Comprendí que ésta debía ser la corriente de agua que formaba la cascada en el claro. Ahora estábamos a un kilómetro por lo menos. ¿Habría vuelto Jeff?

—Vamos —ordenó Brennan.

—Déjeme… déjeme recobrar el aliento.

—Ya tendrás tiempo para eso cuando lleguemos al campamento. Supongo que Rawlins tardará un buen rato en encontrar nuestro rastro. Un par de horas, por lo menos. Para entonces, ya habrá oscurecido.

—¿Por qué… por qué hace esto?

—Tengo una cuenta que saldar.

—Pero cómo puede…

Brennan me abofeteó con tanta fuerza que me caí. Se quedó de pie, mirándome desde lo alto, con las manos ligeramente apoyadas en los muslos, el rostro sin expresión alguna. La camisa color azul oscuro se hinchaba con la brisa que soplaba del arroyo.

Las amplias mangas se agitaban, la tela de seda se sacudía.

Comencé a sollozar, sacudiendo la cabeza. Jamás me había sentido tan asustada en mi vida.

—No me gustan las mujeres —dijo, arrastrando las palabras—, especialmente las mujeres que hablan mucho. Si sabes lo que te conviene, cerrarás la boca. El cebo sirve tanto vivo como muerto. Si no fuera a decepcionar a mi hermano, ya estarías muerta. Billy tiene debilidad por las mujeres. Se alegrará de verte.

Me hizo levantar de un tirón y, sin soltarme la muñeca, siguió internándose en el bosque. Yo iba dando traspiés a su lado y me desviaba a veces para esquivar troncos de árboles y ramas llenas de espinas. Las sombras a nuestro alrededor se fueron haciendo más oscuras. La luz del sol ya estaba desapareciendo. Una densa niebla gris azulada pareció envolver los bosques, y los troncos marrones y las hojas verdes parecían perder su color y volverse parte de las sombras. Tal vez pasaron unos quince minutos, tal vez más, y entonces vi llamas de fuego que ardían frente a nosotros, entre el laberinto de árboles. Tres o cuatro minutos más tarde, Jim Brennan me arrastró hasta un pequeño claro.

Pesadas ramas se entrecruzaban en lo alto y formaban un techo de hojas a través del cual era imposible ver el cielo.

Ya había oscurecido, pero el fuego daba una trémula luz. El hombre que estaba de pie junto al fuego era rubio y robusto, no tan alto como su hermano, no mucho más alto que yo, pero fuerte. Parecía tener la fuerza de un toro. La encorvada nariz le daba un aspecto de luchador, de guerrero. Llevaba botas negras y pantalones negros idénticos a los de su hermano, pero la amplia camisa de seda era de un color rojo vivo.

—¿Qué diablos significa eso? —exclamó.

—Pensé que te pondrías contento, Billy.

—¿De dónde has sacado eso?

—¿Recuerdas cuando estábamos en aquella colina esta mañana y tú dijiste que te había parecido ver mulas andando por el camino? Bueno, pues pensé que si había alguien de paso, probablemente se detendría en la cascada. Y no me equivoqué.

Billy no nos quitaba los ojos de encima, enojado. Parecía molesto, incluso podría decirse nervioso. Mientras que su hermano jamás demostraba un sentimiento, era evidente que Billy Brennan era una persona cambiante, explosiva. Tenía los puños cerrados, la mandíbula proyectada hacia adelante, los hombros encorvados, y parecía estar a punto de atacar, resoplando.

—¿Dónde está el hombre? No creo que viajara sola.

—Había ido a cazar pavos. Supongo que pronto vamos a tener visita.

Billy se acercó para mirarme mejor. Es posible que tuviera debilidad por las mujeres, pero no se alegraba demasiado de verme. Eso era evidente.

—¡Por Dios, Jim! No me vas a decir… una mujer como ésta sólo puede estar acompañada de Jeff Rawlins. ¡La sacaste de su campamento! Él va a volver y se va a encontrar con que ella no está y… ¡Dios mío!

—¿Pero qué te pasa, Billy? No tendrás miedo, ¿verdad?

—Ese Rawlins…

—Tengo una cuenta que saldar con él. Y tú también.

Billy estaba todavía más nervioso. Tenía las mejillas pálidas.

—¡Es peligroso, Jim! No hay un hombre más rudo en todo el territorio. Yo no quiero tener líos con él. Ya los tuvimos una vez y fue suficiente. Aquella vez le atacamos por sorpresa en el camino a Natchez. ¡Te metió una bala en el hombro, me destrozó la mandíbula y casi me rompe el cuello!

—Razón de más para tenderle una pequeña trampa. También hay razones prácticas. Necesitamos sus mulas. Sólo disponemos de un caballo para los dos, y así no vamos a ir a ninguna parte. Tranquilo, Billy. Ya lo tengo todo planeado. Va a venir a buscarnos y nos va a encontrar, y nosotros estaremos preparados.

—¿Y ella?

—La traje como si fuera algo así como un regalo para ti, hermano. Pensé que te pondrías contento. En cuanto nos libremos de Rawlins podrás divertirte con ella. Maldita sea, incluso puedes quedarte con ella si quieres. Después, cuando te canses, podemos venderla a uno de esos prostíbulos, como pensaba hacer Rawlins.

Billy me examinó de cerca con ojos azules y guerreros. Me miraba enojado. Empezó a gustarle la idea. Jim Brennan esbozó la mueca de una sonrisa y me empujó hacia su hermano. Billy me cogió por los brazos con fuerza y me inspeccionó como se inspecciona un caballo que se va a comprar. Parte de su enojo desapareció para ser reemplazado por el deseo. Me apretó contra él, me rodeó el cuello con un brazo y la cintura con el otro. Se abalanzó sobre mis labios como un loco, los obligó a separarse e introdujo la lengua en mi boca, y me estaba apretando con tanta fuerza que pensé que los huesos se me iban a romper. Traté de luchar. Fue inútil. Sólo logré que sus brazos me rodearan con más fuerza y su boca se apretara contra la mía con más furia.

—Tranquilo, Billy Billy. Tranquilo. Guárdalo para después, después de que hayamos matado a Rawlins.

Billy Brennan levantó la cabeza y dejó de apretarme con tanta fuerza, pero no me apartó de su pecho. Respiraba agitadamente, como un toro joven y fuerte, ansioso por fecundar. El hermano, divertido por la ardiente exhibición, se rió con frialdad.

—Eres como las mujeres, Billy Billy. Nunca he visto nada igual. Guárdalo para después, hermano. Cuando Rawlins esté muerto, podrás divertirte toda la noche; y, si no me equivoco, eso es lo que vas a hacer.

—Es un primor, Jim. Un verdadero primor. ¿Cómo se llama?

—¡Qué sé yo!

—¿Cómo te llamas, nena? —gruñó Billy.

Traté de hablar. No podía. Tenía la garganta seca. Me dolían los labios. Estaba tan aterrorizada que lo único que pude hacer fue sacudir la cabeza. Billy me cogió por el cabello y de un tirón me llevó la cabeza hacia atrás.

—¡Cuando hago una pregunta, quiero una respuesta!

—Creo que está aturdida, Billy Billy. ¡Diablos! Es que la has atacado como una manada de lobos hambrientos. El nombre no importa. Lo importante es que es propiedad de Rawlins, y Rawlins vendrá a buscarla. Conociéndole, no le va a llevar toda la noche encontrarnos.

Billy se puso nervioso de nuevo. Tenía la frente húmeda. Me soltó y dio unos pasos hacia atrás. En sus ojos se reflejaba la incertidumbre.

—Sigo pensando que no ha sido una buena idea, Jim. Ese Rawlins es un hijo de perra. Así que él viene a buscarnos y nosotros le oímos llegar, ¿correcto? ¿Y qué va a impedir que ella le grite y le ponga en guardia?

El mayor de los Brennan suspiró y sacudió ligeramente la cabeza.

—Eres mi hermano, Billy, y tienes músculos, pero cerebro… —volvió a sacudir la cabeza—. Vamos a atarla, a amordazarla. Hay una soga atada a la montura y un par de trapos en el fardo. Ve a buscarlos.

Billy pasó junto al fuego y cruzó el claro a grandes pasos. Por primera vez vi el caballo, atado a un árbol en las sombras.

Todavía tenía la montura puesta. Vi que el hombre rubio bajaba la soga y abría el fardo. Su hermano estaba de pie con los brazos cruzados; su mirada parecía cansada, aburrida. Billy volvió.

Tendría unos veinticinco años. Mientras su hermano estaba naturalmente dotado de una fría sagacidad, Billy era más bien tonto. Era esa clase de hombres que pasa por la vida como una saeta, con un carácter tempestuoso y agitando los puños, esa clase de hombres que deja la tarea de pensar a los demás. Cada uno de ellos era peligroso a su manera. Juntos eran terribles.

—¿Quieres que la ate, Jim?

Jim Brennan suspiró.

—Si no te supone demasiada molestia, Billy Billy.

Su sarcasmo era inútil con Billy. Me cogió por un brazo y me arrastró hacia los árboles. Aún estaba aturdida y sabía que sería una tontería tratar de luchar. Tenía las rodillas débiles. Me sentía desfallecer. Esto era una pesadilla, una pesadilla horrible que pronto llegaría a su fin. Me lo repetía una y otra vez para darme fuerzas y seguir adelante. Billy me torció los brazos en la espalda, me cruzó las muñecas y las ató con tanta fuerza que yo sentía que la soga me cortaba la carne. Dio varias vueltas, tiró y aseguró los nudos. Salté y me mordí los labios para no gritar del dolor.

Cuando estuvo satisfecho con su tarea, me cogió por el hombro y me hizo dar media vuelta.

—Ahora sí —exclamó con tono severo—. No te vas a poder soltar.

—No… no van a salirse con la suya —murmuré—. Jeff va a venir. Les matará a los dos.

—¡Cállate!

—Se dará cuenta de que es una trampa y…

—¡Mi hermano sabe lo que se hace!

—No va a caer en la trampa. Es demasiado…

Me metió una bola de trapos en la boca y no pude seguir hablando. Me vinieron náuseas. De nuevo estaba enojado.

Aquellos ojos azules despedían fuego, furiosos, mientras él me ataba el otro trapo alrededor de la boca y lo anudaba atrás.

Después, con el rostro ensombrecido por el enojo, me cubrió la cara con la palma de su mano y empujó con fuerza. Caí hacia atrás contra el tronco de un árbol. Creí que la cabeza me estallaba y luego comencé a dar vueltas en un vacío de oscuridad, girando y girando hasta alejarme del mundo.

No se cuánto tiempo estuve desmayada. Cuando finalmente abrí los ojos, vi a los hermanos Brennan sentados ante el fuego, que ya no era más que un montón de carbones encendidos. Jim estaba sentado en un tronco y Billy en una enorme roca cercana, apretándose las rodillas, tenso. Ambos tenían el rostro en sombras. El rubio cabello de Billy brillaba en la oscuridad. El caballo detrás de Billy se movía inquieto. Más allá del círculo de luz del fuego que moría había capas de oscuridad. La selva parecía encerrar siniestramente el claro; los árboles parecían acercarse cada vez más.

—¿Cuándo va a llegar? —exclamó Billy.

—No debería tardar —respondió el hermano—. Ya hace casi dos horas que ha oscurecido. Va a moverse con mucho cuidado, y no va a precipitarse para no perder a la mujer. Mantente alerta, Billy. Cuando llegue ya lo sabremos.

—¿Qué pasa si él dispara primero?

—Rawlins nunca juega de esa forma. Entrará en el campamento. No hará nada hasta que vea que la mujer está bien. No te preocupes.

—¿Vas a…?

—Apenas atraviese esa línea de árboles, voy a levantar esta pistola que ves aquí y le voy a volar la cabeza.

—Ese hombre sería un tonto si entrara…

—Ya te lo he dicho, Billy, lo tengo todo planeado. Nosotros no le vamos a oír llegar, ¿entiendes? Vamos a estar aquí sentados con toda naturalidad, como si no estuviéramos esperando, y él va a pensar que nos sorprende a nosotros.

—¡Sigue sin gustarme!

—Cállate, Billy —dijo pacientemente su hermano—. Piensa en la mujer. Piensa en lo que vas a poder hacerle cuando Rawlins haya tenido su merecido.

La cabeza me latía con fuerza. La soga me cortaba las muñecas.

Sentía una desesperante necesidad de tragar, pero tenía miedo, miedo de ahogarme con el montón de trapos que Billy me había metido en la boca. Al caerme contra el árbol me había desplomado en el suelo, y ahí estaba ahora, recostada contra el árbol, con las piernas extendidas hacia adelante. Jeff vendría. Debía estar al llegar y haría exactamente lo que Brennan había dicho. Los vería allí sentados y entraría en el claro con el rifle en alto, creyendo sorprenderles. Entonces Jim levantaría rápidamente la pistola, antes de que Jeff pudiera ver lo que sucedía. Por eso habían dejado que el fuego se extinguiera, para que no viera la mano de Jim cuando cogía la pistola del cinto.

Pasaron varios minutos. Resonó en la noche el grito de una lechuza, el canto de una rana. Las hojas crujían mientras una leve brisa comenzaba a soplar entre los árboles. Jim estaba sentado, quieto como una estatua, esperando. Billy cambiaba de posición, nervioso. Era evidente que Jeff le daba miedo. Jeff debió haberle dado una paliza tremenda y eso no debió ser nada fácil de olvidar.

Billy era robusto y fuerte. Haría falta ser un excelente luchador para vencerle. Había un aspecto de Jeff que yo no conocía. No me imaginaba que aquel libertino conquistador fuera el mismo hombre que hacía temblar a Billy Brennan, el hombre que había arriesgado la vida para rescatar a Lita de los indios. Ahora entraría directamente en la trampa que Brennan le había preparado, y yo era la culpable. No podía permitirlo. Tenía que haber una manera de evitarlo, una manera de prevenir a Jeff.

Me puse tensa. Había algo detrás de mí. Sentía una presencia, la sentía claramente, aunque no había oído un solo ruido. Había alguien allí, detrás del árbol. Ahora oía una respiración, suave, muy suave, y el sonido apenas audible de un cuerpo que se iba acercando. Unos dedos tocaron los míos y el susurro era tan bajo que tuve que hacer un tremendo esfuerzo para entender las palabras.

—Voy a cortarte las sogas. No te muevas. Sigue mirando hacia adelante. Cuando haya terminado, mantén los brazos atrás y quédate quieta.

El corazón comenzó a latirme con tanta fuerza que estaba segura de que los Brennan iban a oírlo golpear contra mi pecho.

Ninguno de los dos me miró siquiera. Pensaba que todavía estaba inconsciente. Sentía el frío metal del cuchillo que me rozaba las muñecas mientras él cortaba las sogas con la afilada hoja. Sentía ceder la soga a medida que las hebras se iban cortando. Cortaba rápidamente, en total silencio. Al poco tiempo las sogas se cayeron. No podía mover las muñecas y frotarlas porque no me atrevía a hacer un solo movimiento que pudiera llamarles la atención.

—Quédate aquí sentada como una niña buena —murmuró—, y después, cuando empiecen los tiros, quiero que saltes y te escondas detrás de este árbol. ¿Está claro? No te muevas hasta que yo dispare.

¡Tenía que prevenirle! De alguna manera tenía que prevenirle. Y, sin embargo, no podía hacer nada. Si trataba de levantar las manos y desatar la mordaza, los Brennan me verían. Oí un levísimo ruido y supe que se había ido. Ya no tenía aquella sensación de la proximidad de una presencia. ¿Cuánto tiempo había estado ahí detrás? ¿Lo suficiente para oír la conversación?

Planeaba algo. Por eso me había cortado las sogas. ¿Qué pensaba hacer? Era imposible soportar la tensión. Pasaron unos minutos más y luego se oyó un fuerte estallido al otro lado del claro.

Los dos hombres saltaron y se volvieron al oír el ruido. Billy temblaba. Jim tenía la pistola y apuntaba hacia los árboles.

—¡Brennan!

El grito vino de otra dirección, y Jeff entró en el claro en el momento en que ellos se volvían rápidamente. Se oyó la explosión de un trueno, una línea de fuego, una enorme nube de humo.

Alguien gritó. Salté, y a través del humo vi que Jim Brennan se apretaba el pecho. La sangre le corría entre los dedos y su rostro era la marca de la incredulidad. Tenía los ojos desorbitados por el impacto de lo increíble. Dio otro grito de angustia, cayó de rodillas y un mar de sangre brotó cuando abrió los brazos y se desplomó sobre el tronco en el que había estado sentado hacía tan sólo unos segundos. Todavía salía humo del rifle de Jeff, pero él parecía tranquilo, casi aburrido.

Billy Brennan soltó el caballo del árbol al que estaba atado y saltó sobre la silla. La camisa roja se agitaba con cada movimiento. Clavó las rodillas en el costado del animal, le dio un resonante golpe en el anca y caballo y jinete volaron hacia el bosque aun antes de que el humo del disparo se hubiera disipado.

Mientras me arrancaba la mordaza y escupía los trapos que tenía en la boca, temblaba violentamente y mis rodillas amenazaban con doblarse. No habían pasado sesenta segundos desde que la piedra que Jeff había arrojado hiciera impacto en el bosque.

Caminó lentamente hasta el hombre que yacía en el suelo.

Apoyó el pie en el cuerpo de Brennan, le dio un empujón y Brennan rodó como una débil y sucia muñeca de trapo. Jeff inspeccionó fríamente el cuerpo inerte. Yo me estremecí y volví la cabeza para no ver esa repugnante escena. Se oían los cascos de un caballo entre la fronda y el ruido se fue perdiendo en la distancia.

—Eso sí que es amor de hermano —comentó Jeff—. Ni siquiera esperó para ver si Jim estaba vivo o muerto.

—¿No vas a perseguirle?

—No es necesario. No volverá a molestarnos. Además sin el hermano que piense por él, no va a durar ni lo que canta un gallo. ¿Estás bien?

—Yo…

Cuando vio que no podía continuar, se adelantó, me cogió en sus brazos y me apretó suavemente contra él. Todavía estaba temblando, experimentando una lenta reacción que era aún peor que el horror del primer momento, y Jeff murmuraba palabras dulces para consolarme. Me aferré a él, ahora sollozando, y me acarició el cabello. Pasaron varios minutos antes de que me tranquilizara. Levanté la mirada hacia esos cálidos ojos marrones. Sonrió y me acarició la mejilla.

—Me dabas por muerto, ¿verdad? ¿Pensaste que iba a caer directamente en la trampa? No soy tonto. Imaginé que tramaban algo. Todo era demasiado simple. Estuve unos veinte minutos por los alrededores antes de decidir cómo debía actuar.

—Me estaba cepillando el cabello y… primero pensé que eran los indios y después… me sentí tan aliviada cuando vi que era un hombre blanco… Él y el hermano nos habían visto antes. El vino a investigar. Pero cuando de repente comprendí quién era, me cogió y…

—Ya ha pasado… —dijo con voz serena—. Estás agitada, pero pronto estarás bien.

—Yo estaba preocupada por ti. Pensé…

Jeff puso una mano sobre mi boca y luego me abrazó con fuerza, y me tuvo así durante un momento antes de soltarme.

Levantó la pistola de Brennan y se la metió en la cintura de los pantalones. Después miró a su alrededor para ver si había algo más que valiese la pena.

—Creo que será mejor que volvamos a nuestro campamento —dijo con naturalidad—. Es un largo paseo y todavía no hemos comido. Es posible que Billy Billy vuelva para enterrar a su hermano. ¿Te sientes mejor ahora?

Asentí con la cabeza. Todo había pasado. La pesadilla había terminado por fin.

Jeff sonrió, me rodeó los hombros con su brazo y me llevó fuera del claro. Volvía a ser el Jeff de antes, charlando alegremente mientras caminábamos por la oscuridad de los bosques.

—¿Sabes una cosa? He cazado el pavo más grande y más gordo que hayas visto en tu vida. Lo voy a limpiar, y después lo asaremos. Vamos a comer la cena más exquisita que pueda imaginarse. Estas cosas abren el apetito.