XIII

Mediaba la tarde, dos días después de que hubiéramos partido de la posada de Crawley, y yo ya estaba exhausta.

Habíamos cabalgado todo el día y sólo nos habíamos detenido para almorzar. Había llegado a odiar a Jenny, mi mula. Durante el día se había detenido varias veces, una de ellas en medio de un pequeño arroyo que estábamos cruzando. Casi simultáneamente yo me caí y aterricé en el agua. Salpiqué hacia todos lados. Lo único que resultó lastimado fue mi orgullo, y las abiertas carcajadas de Rawlins no me habían ayudado en lo más mínimo.

Hacía un calor increíble. Estábamos cabalgando en medio de una verdadera selva, y el sendero se había vuelto mucho más desigual que antes.

—¡Estoy cansada! —protesté.

—Nunca serás una verdadera exploradora —respondió en tono de burla.

—No tengo ninguna intención de ser una exploradora.

—Quieres que te mime ¿verdad? Si nos detuviéramos cada vez que te sientes cansada, nunca llegaríamos a Natchez.

—Jeff, lo digo en serio. Estoy exhausta.

—Sigue cabalgando un poquito más —me dijo con dulzura—. Pronto nos detendremos para descansar.

Suspiré profundamente y clavé las rodillas en los costados de Jenny para que siguiera adelante. Tenía la blusa empapada de sudor y la falda recogida sobre las rodillas. Un enjambre de insectos apareció zumbando en el aire cerca de nosotros. Tuve que espantarme uno que se había posado en mi brazo. El sol ardía como un fuego, se filtraba por las espesas ramas de los árboles y me quemaba la piel. La posada de Crawley parecía un paraíso lejano. Rawlins cabalgaba delante de mí, conduciendo la tercera mula, y yo no me atrevía a retrasarme demasiado. Esta tierra salvaje, cubierta de vegetación, me aterrorizaba más que cualquier otra cosa que hubiera visto en mi vida, y, además, no podía olvidar todo lo que había oído sobre los indios.

El sendero seguía a través de espesos bosques; a veces parecía desaparecer por completo, y casi no podía denominársele sendero. Aunque Jeff me aseguró que este camino era la ruta obligada a través de la selva, no nos habíamos cruzado con nadie. Este territorio había sido otorgado a los ingleses después de la guerra con los franceses y con los indios. Jeff me había contado infinidad de relatos sobre aquel conflicto; la mayoría de ellos describían hordas de feroces salvajes, pero yo aún no comprendía por qué alguien podría estar interesado en estas tierras. Aunque era cierto que tenían un majestuoso esplendor, eran demasiado extensas, demasiado selváticas.

Al menos Carolina estaba parcialmente civilizada, con numerosas granjas, plantaciones y poblados; Charles Town se había convertido en un puerto importante. Al recordar todo eso sentí el dolor de una puñalada y traté de alejar de mi mente todo lo que me recordaba a Carolina. Juré que jamás volvería a pensar en el pasado. Eso había quedado atrás. Mi vida había tomado otro rumbo, y ahora todo lo que me importaba era sobrevivir. Estaba decidida a sobrevivir, y no acabaría mis días en un prostíbulo de Nueva Orleans. Ya estaba pensando en huir. Por supuesto, ahora no podía siquiera pensar en eso. ¿Adónde iría? Pero en cuanto hubiéramos cruzado esta selva, en cuanto hubiéramos llegado por fin a la civilización, a la primera ocasión que se me presentara me escaparía de Rawlins, y, de alguna manera, trataría de rehacer mi vida en el territorio francés y español.

Mientras tanto, no podía hacer más que quedarme a su lado hasta que toda esta selva quedara atrás. Si no había más remedio que cruzar esta bendita tierra, no se me ocurría pensar en un mejor compañero de viaje. Por un lado, confiaba en que era capaz de hacernos llegar a la civilización a salvo, y, por otro, no cabía duda de que era un hombre atractivo y conversador, que siempre contaba increíbles aventuras de sus hazañas y de las de Daniel Boone. Boone, uno de los primeros exploradores de la región, era sin lugar a dudas, uno de sus héroes preferidos. Podía estar cansada, incómoda y muchas veces enojada, pero con Jeff Rawlins jamás podía aburrirme.

Además, estaba el aspecto físico. Realmente sabía hacer el amor, no podía negarlo. Incluso sobre las mantas y en el suelo irregular hacía el amor como nadie, y me entregaba a él con placer. Todo formaba parte de mi plan. Cuando llegáramos a la civilización estaría completamente seguro de mí, seguro de que no podría seguir sin él, y seguramente se despreocuparía más, dejaría de vigilarme tan de cerca. Y eso me ayudaría a escapar. Ésa era la justificación que me daba a mí misma, pero el hecho es que cuando hacíamos el amor yo disfrutaba tanto como él. ¿La sangre de mi madre? Tal vez; pero eso no me importaba demasiado. La selva no era el lugar más indicado para ponerse a pensar en la moral.

Hacía ya un buen trecho que el camino subía, y pronto nos hallamos en la cima de un monte; el sendero bajaba serpenteando frente a nosotros. Jeff se detuvo, y yo conduje a Jenny hasta su lado. Ante nuestros ojos se desplegaba un panorama maravilloso.

En un fondo de cielo celeste, inundado de sol, se recortaban las cimas de lejanas montañas, teñidas de un gris violáceo, y las laderas, cubiertas de árboles, eran una trama de verdes y marrones. Abajo había un arroyo, con chispas de azul y plata, que se hacía visible para esconderse después, detrás de los árboles. La tierra misma tenía un color pardorrojizo. Todo era de una belleza increíble. Percibía lo que Jeff sentía. Él amaba esta tierra. Éste era su hogar. Formaba parte de él.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo con voz serena.

—Es muy bonito. Si te gusta la selva —agregué.

—Algún día será todo nuestro.

—¿Nuestro?

—Nos va a pertenecer a nosotros… el pueblo. Nosotros vamos a conquistarlo. Los franceses, los ingleses, todos esos políticos con sus concesiones y escrituras… van a tener que recoger todos sus papeles y volverse a casa.

—¿Tú no te consideras inglés?

—¡Claro que no! Los míos sí lo eran. Se instalaron en Virginia quince años antes de que yo naciera. Yo nací allí, en las colonias norteamericanas. Soy norteamericano. Así nos llaman los ingleses, muchas veces con desprecio. Si las cosas siguen como en Boston y en Filadelfia y todos estos lugares, los soldados ingleses no nos van a mirar con tanto desprecio. Creo que los «norteamericanos» los van a echar.

—Eso suena a traición —dije.

—Puede ser —respondió sin enojarse—. A mí la política y todo eso no me importa en lo más mínimo. Yo vivo en cualquier lugar en que me encuentre. Territorio inglés, francés, español, me da lo mismo. Pero oigo lo que se dice. La gente del norte se está cansando, están hartos de ser súbditos de un rey lejano que, además no está en sus cabales.

Es verdad que el rey George solía ser a veces un poco loco. Todos lo sabían. Se decía que se ponía a platicar cordialmente con los robles, y decía que le contestaban. Pasaba largos períodos de tiempo encerrado; con todo, seguía siendo nuestro monarca. Yo sentía una lealtad absoluta hacia mi tierra, lo cual resultaba sorprendente después de mi experiencia con el sistema legal inglés. Sin embargo, aquí, en medio de esta inmensa selva, todo lo demás parecía lejano, sin importancia. A los hombres como Jeff les preocupaba más la vida que las leyes, y lo que sucedía en Inglaterra y en las colonias del Este no les afectaba demasiado.

Seguía contemplando la tierra que se extendía ante sus ojos, saboreando aquella belleza salvaje como si saboreara la belleza de una mujer. Luego comenzó a cabalgar lentamente sendero abajo, conduciendo la otra mula detrás de sí.

Y yo le seguí, quejándome. El sendero era empinado y me obligaba a dar saltos sobre el lomo de mi mula, pero pronto anduvimos otra vez sobre un suelo más regular. El hermoso panorama había quedado atrás; los árboles, en espesas hileras a ambos lados, nos impedían ver cualquier cosa que hubiera detrás. Me pareció que había pasado un siglo cuando por fin llegamos junto al pequeño arroyo. Había un claro cubierto de hierba, sombreado por los árboles, y pequeños grupos de flores silvestres anaranjadas y rojas que crecían por todas partes. Era un arroyo poco profundo, y el agua producía un agradable y melodioso sonido al fluir sobre las enormes rocas dispersas en el fondo. Todavía nos quedaban por lo menos dos horas de luz, y me sorprendió ver que Jeff sugería que nos detuviéramos para pasar la noche.

—Parece un buen lugar para acampar —dijo—, y no quiero que te canses demasiado… por motivos puramente egoístas. Nos detendremos ahora y partiremos temprano por la mañana.

—No pienso discutir —le respondí, y desmonté ansiosa.

Jeff desmontó de un salto y sonrió.

—Eres muy resistente, ¿sabes? Te quejas y estás todo el tiempo lamentándote y pidiéndome que nos detengamos un rato, pero sigues cabalgando.

—No puedo hacer otra cosa, dadas las circunstancias.

—Algunas de las mujeres que he arrastrado por estos lugares… no puedes imaginarte el trabajo que me dieron.

—Me lo imagino —dije secamente.

Mientras él daba agua y comida a las mulas, yo pensaba en María Crawley y en el modo en que había tratado de justificar el comercio a que él se dedicaba. Era cierto que la mayoría de las mujeres que venían en el barco de prisioneros eran prostitutas o algo peor aún, y era de suponer que cualquiera de ellas preferiría trabajar en un prostíbulo en Nueva Orleans antes que hacer el tipo de trabajo pesado que, en caso contrario les hubiera correspondido. Angie, por ejemplo, hubiera saltado de alegría ante tal posibilidad. Pero eso no lo hacía menos desagradable. Él sabía que yo no era una prostituta; sin embargo, pensaba venderme de la misma manera que había vendido a las demás.

—¿Cuántas mujeres has llevado a Nueva Orleans? —pregunté.

—Unas dos docenas, supongo. No vale la pena perder el tiempo con las que no son jóvenes y bonitas, y no llegan muchas mujeres jóvenes y bonitas en los barcos.

—Me imagino que algunas debieron enamorarse de ti.

—Supongo que sí. Y era bastante molesto.

—¿Tú… tú nunca has estado enamorado? —pregunté.

—Nunca he tenido tiempo. Siempre he estado demasiado ocupado ganándome la vida. Supongo que una mujer es como una buena comida o un vaso de buen whisky: algo que se disfruta profundamente, pero por lo que no hay que perder la cabeza.

—Trataré de no olvidarlo.

—Dime una cosa: no te estarás enamorando de mí, ¿verdad?

—Ni lo sueñes —respondí.

Parecía aliviado.

—No quisiera complicar las cosas —dijo.

Sería muy fácil para cualquier mujer enamorarse de él. Físicamente era muy atractivo. Tenía un cuerpo estupendo, que hacía pensar en un antiguo gladiador romano, un gladiador que, absurdamente, llevaba ropa de cuero con flecos y mocasines.

Además estaba ese magnetismo, y sus modales alegres y despreocupados. Yo sabía que era tosco y fogoso como todos; sin embargo, había en él una especie de nobleza. A Rawlins no le molestaba demostrar ternura. Aunque disfrutaba molestándome, se había comportado con suma consideración desde el primer momento. Era tan distinto a Derek en todos los aspectos… Yo había amado, y me habían herido profundamente; jamás volvería a amar, y menos aún a un hombre que pensaba venderme en un prostíbulo para sacar gran beneficio. Acostarme con él era una cosa. Amarle era algo totalmente distinto, y no existía ni la más remota posibilidad.

—¿Te gustaría cenar con pescado? —preguntó.

—¿Pescado?

—Este arroyo está repleto de peces. Sólo esperan que los pesquen. Te diré lo que vas a hacer: preparar el fuego. Me has visto hacerlo varias veces y ya debes haber aprendido. Mientras tanto, yo iré a pescar algo para la cena.

Sacó el cuchillo de la funda, miró las ramas de un árbol que había cerca, eligió una y la cortó. Luego comenzó a afilar un extremo. Al terminar, tenía una lanza rústica pero útil. Se quitó los mocasines, se introdujo en el arroyo y, con la lanza en alto, observó fijamente. Un segundo después introdujo con fuerza la lanza en el agua. Salpicó hacia todas direcciones y, cuando volvió a levantar la lanza, un enorme y plateado pez se debatía en el extremo. Lanzó un grito de triunfo y arrojó el pez a la orilla, donde se agitó durante unos momentos y luego se inmovilizó.

—Un sistema que aprendí de los indios —me gritó.

—Muy hábil —le respondí.

Comenzó a caminar por el arroyo, alegre y entusiasmado como un muchacho. Pescó otros tres mientras yo fui hacia el fardo a buscar la pala, cavé un angosto agujero en la tierra, lo rodeé con piedras y luego puse la leña sobre ellas. Después de reunir algunos leños secos traté de encender el fuego con el pedernal. No era tan fácil como parecía, y me llevó un buen rato encender los leños con una chispa. Cuando lo conseguí, Jeff ya había decapitado a los cuatro peces y les estaba quitando las escamas. Luego les sacó las espinas y, muy contento consigo mismo, sacó una vieja cacerola del fardo y comenzó a cocinar el pescado, que iba revolviendo con un largo tenedor de metal que también había sacado del fardo. Yo le observaba. Me sentía bastante tranquila y cómoda.

—Resulta útil tenerte cerca —comenté.

—Creo que sí —admitió—. Una mujer podría ser peor.

—Supongo que tienes razón. Has hecho muchas cosas en tu vida, ¿verdad?

—He andado por muchos lados. Me fui de casa cuando tenía trece años y empecé a vivir por mi cuenta. Hice diversos trabajos. En el cincuenta y cinco me enrolé en el ejército de Carolina a las órdenes del capitán Waddell. Allí conocí a Daniel Boone. Él tenía veintiún años, cuatro más que yo. Dan conducía carretas. Los dos fuimos en la expedición del general Braddock para echar a los franceses del fuerte Duquesne. Los indios nos tendieron una emboscada mientras nos dirigíamos hacia el fuerte. No quedó nada de la expedición. Daniel y yo y algunos otros fuimos los únicos que logramos escapar sin que nos arrancaran el cuero cabelludo. Te aseguro que después de eso perdí todo interés por la vida militar.

—Ya me contaste todo sobre el asunto entre los franceses y los indios —le recordé—. ¿Qué hiciste después?

—Me dediqué un poco a explorar, poniendo marcas en el camino. Pero no sabía hacerlo, no como Boone. Finalmente fui a parar al territorio de Luisiana, un lugar magnífico para un joven ambicioso. Pasé la mayor parte del tiempo en Nueva Orleans y en los alrededores. En aquel entonces pertenecía a los franceses. En el sesenta y dos entregaron todo el territorio al oeste del Mississippi a España, incluyendo Nueva Orleans. Es increíble, pero esta tierra cambia de dueño con tanta frecuencia que uno nunca sabe a quién pertenece.

—¿Y qué hiciste en Nueva Orleans?

—Me dediqué un poco al comercio. La mayor parte del tiempo estuve causando problemas. Después empecé a hacer estas expediciones a Carolina para ver qué traían los barcos. En el camino iba vendiendo mi mercancía. Creo que éste va a ser mi último viaje. Me estoy cansando de estas idas y venidas. Tengo planes…

Me miró a los ojos y sonrió misteriosamente, y tuve la extraña sensación de que esos misteriosos planes tenían algo que ver conmigo. Era evidente que no pensaba darme explicaciones, y yo me sentía demasiado aturdida para preguntar. Retiró la cacerola del fuego y, cuando el pescado estuvo un poco más frío, lo comimos. La carne estaba jugosa, riquísima, el mejor pescado que había comido en mi vida, pero tal vez eso se debiera a que estaba hambrienta. Cuando terminé, fui al río a lavarme las manos, y cuando me las estaba secando oí relinchar al caballo.

Me estremecí, y en un primer momento me sentí demasiado sobresaltada como para tener miedo. Volví corriendo hasta donde estaba Jeff. Tenía la expresión seria. Parecía otra persona.

El simpático bribón había dado paso a un hombre implacablemente serio, con una dura expresión en la boca y con ojos fríos y arrebatados. Tenía el rifle listo para disparar, apuntando hacia el otro lado del arroyo, de donde había provenido el ruido.

Entonces el miedo se apoderó de mí. Sentí que mis mejillas palidecían.

—Escóndete detrás de esos árboles —me ordenó—. Que no te vean.

—¿Qué…?

—¡Haz lo que te he dicho! —me gritó.

Obedecí sin hacer más preguntas. Corrí detrás de los árboles y asomé mi cabeza tras un tronco para mirar. El corazón me latía con fuerza. El caballo volvió a relinchar y se oyó el claro estrépito de caballos. En el mismo instante apareció un jinete que arrastraba cuatro mulas detrás de sí. Era un hombre delgado, con aspecto de vagabundo. El rostro era largo, pálido, con una barba tan negra y lacia como el cabello. Su cabeza estaba cubierta por un gorro de mapache, con la cola colgando en la parte de atrás, y vestía ropa de cuero similar a la de Jeff, sólo que mucho más sucia. Por un momento Jeff mantuvo el rifle quieto; luego lo bajó y lanzó un alarido tan fuerte que asustó a los pájaros de las ramas cercanas. El jinete no hizo ninguna reacción y cruzó tranquilamente el arroyo con su caballo.

—¡No es nada, Marietta! —gritó Jeff—. Ya puedes salir. Jackson es amigo mío. ¡Jackson, viejo hijo de perra! ¿Qué diablos estás haciendo por aquí?

—Voy camino de Carolina —respondió el hombre—. Llevo cuatro mulas cargadas con mercancía. Pienso ir a venderle a la gente que tú aún no engañaste. Si todavía queda alguien —agregó.

—¡Por todos los cielos, hombre, qué susto nos has dado!

Jackson desmontó. Era alto, todavía más alto que Jeff, y tan delgado que parecía enfermo. La ropa de cuero parecía flotar en aquel manojo de huesos. La barba, descuidada, y el largo cabello eran oscuros y acentuaban aún más la palidez del rostro. Miró a su alrededor con ojos azules y pesados y no pareció sorprenderse en lo más mínimo cuando salí de mi escondite. Cuando estuve un poco más cerca pude olerle. Era difícil no sentir repugnancia.

Era ese olor a grasa, a sudor, a cuero y a varias otras cosas. Todo junto formaba una mezcla penetrante y desagradable.

—Cuando oí ese grito pensé que me había metido en un campamento de salvajes —dijo lentamente—. ¿Tienes whisky?

—Sabes que siempre llevo una botella, hijo de una gran perra. Seguro que tienes media docena metidas allí dentro de los fardos, pero quieres sacármelo a mí. Supongo que podré darte un par de tragos.

—No sabes cuánto te lo agradezco —expresó Jackson, arrastrando cada palabra.

Jeff sacó la botella de uno de los fardos, y los hombres bebieron, llevándose la botella a los labios con gran placer. El caballo de Jackson pastaba la hierba. Una de sus mulas rebuznó.

La botella estaba por la mitad cuando por fin Jeff volvió a taparla y a meterla otra vez en el fardo.

—Muy bueno —declaró Jackson.

—Especialmente porque no te costó nada.

—Ése podría ser uno de los motivos. ¿Los dos vais a Natchez?

Jeff asintió con la cabeza.

—Salimos de Carolina hace unas dos semanas. Nos dijeron que podía haber problemas con los indios en el camino. Crawley estaba seguro de que iban a atacar en cualquier momento. ¿Has visto algún rastro de ellos?

Jackson vaciló. Me miraba. Se rascó la cabeza; sus ojos mostraban la indecisión mientras pensaba si debía o no hablar. Al cabo de un momento frunció el ceño y habló con voz recelosa.

—Una banda de renegados. No serían más de diez o doce, calculo. El resto de la tribu se dirigió hacia el norte, a unos cincuenta kilómetros del camino a Natchez. Este grupo… no tienen buenas intenciones. Mataron a la familia McKenney. Supongo que Crawley debe haberse enterado de eso. Estos salvajes están dispuestos a matar a cuantos blancos encuentren.

Jeff estaba serio.

—¿Te encontraste con ellos?

—Los vi —dijo Jackson—. Había acampado para pasar la noche, y el caballo y las mulas estaban atados. Los oí a lo lejos, oí cómo gritaban y daban alaridos. Me arrastré por los bosques para investigar, y me escondí detrás de unos arbustos junto a su campamento. Iban completamente pintados, se habían colocado las plumas y bailaban alrededor del fuego. Joe Pearson… —Me dirigió otra, mirada, y la expresión de su rostro se puso aún más seria—. Joe salió un par de días antes que yo. Él… él estaba dentro del fuego, atado a una estaca y gritando como un loco. No pude hacer más que salir de allí tan rápidamente como pude. Borré mis huellas y di un rodeo antes de volver hasta donde yo había acampado.

Ambos permanecieron un momento en silencio. Estaba aterrorizada por lo que acababa de oír. El agua seguía su curso fluyendo con aquel sonido agradable y borboteante. Zumbaban insectos en el aire. El sol y las sombras jugaban sobre la tierra cada vez que las ramas de los árboles se mecían suavemente en la brisa. El lugar que hasta hacía un momento había parecido tan tranquilo y hermoso de pronto resultaba siniestro y amenazador.

Me sentía vulnerable, desamparada, y tenía la sensación de que ojos hostiles nos estaban observando incluso en ese preciso momento, mientras estábamos allí charlando.

—¿Cuánto hace que los viste? —preguntó Jeff.

—Hace como una semana y media.

—Es posible que ya se hayan ido de esta zona.

—Existe esta posibilidad —admitió Jackson—. Sin embargo, si piensas seguir adelante, será mejor que tengas el rifle a mano. Y también sería mejor que la mujer tuviera un revólver a mano.

Jeff volvió a asentir con la cabeza. La expresión de Jackson permaneció inmutable. Evidentemente era un hombre que sentía pocas emociones, un hombre acostumbrado a las penurias y al horror. Con aquella sucia ropa de cuero y el gorro de mapache, los lacios mechones de cabello y la descuidada barba negra, era una figura que, por algún motivo que no sabía explicar, me llamaba la atención. Si en verdad existía el tipo «norteamericano», Jackson era un fiel representante.

—Creo que será mejor que siga mi camino —dijo lentamente—. Todavía falta cerca de una hora para que anochezca. Quiero adelantar todo el camino que pueda.

—No has visto a los Brennan, ¿verdad?

—¿Te refieres a Jim y a Billy?

—Crawley dice que andan por la zona, y también dice que mataron a un par de cazadores.

—No lo dudo. Es probable que los cazadores llevaran un importante cargamento de pieles. Los Brennan no son cosa buena. Yo no los he visto, pero eso no significa que no anden por aquí. Y si es así, será mejor que tengas cuidado. Creo que te la tienen jurada desde aquella vez que le metiste una bala a Jim y le diste esa paliza a Billy.

—Supongo que sí —asintió Jeff.

Jackson montó y se balanceó pesadamente sobre la silla.

—No quiero perder más tiempo. Cuídate, Rawlins.

—Y tú también.

Se alejó lentamente con su caballo, arrastrando las mulas.

Antes de desaparecer detrás de una hilera de árboles se volvió y nos miró con ese rostro pálido e inmutable. Luego levantó un brazo en señal de despedida. Jeff permaneció en silencio durante largo rato, con mirada pensativa, y luego, al ver mi rostro, sonrió con esa franca y alegre sonrisa.

—Eh, vamos, no estés tan asustada. Yo voy a protegerte.

—Es que… es que me da tanto miedo.

—Lo más probable es que los indios ya se hayan ido. Eso fue hace más de una semana. En cuanto a los. Brennan, creo que puedo plantarles cara cuando más les guste. Si saben lo que les conviene, se van a mantener alejados. No te preocupes por eso.

—Ese pobre hombre…

Me miró como si no comprendiera.

—¿Jackson?

—Joe Pearson, el que los indios… —titubeé, y un estremecimiento me recorrió el cuerpo.

—Quemarle atado a una estaca es algo suave comparado con algunas de las cosas que hacen con los prisioneros. Suelen mantenerlos vivos todo lo posible. Pero antes pasan por una infinidad de muertes… Te estoy poniendo nerviosa. Te diré lo que haremos: ¿por qué no practicamos un poco de puntería?

—No entiendo.

—¿Has disparado alguna vez un rifle?

—Ni siquiera he tocado uno en mi vida.

—Pues ya es hora de que te dé algunas lecciones. No porque tengas que usarlo contra los indios —se apresuró a agregar—. Algún día me puedo cansar de tener que salir a cazar, puedo hacerte ir a ti para que te encargues de la cena. Todos deberían saber usar un rifle. Pronto vas a aprender.

Jeff sacó el cuerno para la pólvora y el rifle de uno de los fardos. Me enseñó cómo se cargaba, cómo se sostenía. Sin entusiasmo, yo observaba y cuando me lo arrojó a las manos lo sostuve nerviosa, temerosa de que explotara entre mis brazos.

Jeff se colocó detrás de mí, me rodeó con un brazo y me ayudó a sostenerlo en la posición adecuada. Me apoyé contra él. Me temblaban un poco los brazos por el peso del rifle. Su mejilla casi tocaba la mía, y sentí la tensión de sus músculos cuando me levantó los brazos un poco más hacia arriba.

—Así, ¿ves? Sostenlo así. Que la culata se apoye en el hombro. Relájate, Marietta, no te va a morder. Muy bien. Ahora fija el ojo en la mira.

—¿La mira?

—Ese pedacito de metal que sobresale en el extremo del tambor. ¿Es posible que no sepas nada? Eso es la mira. Cualquier cosa a la que quieras disparar debe estar en la misma línea que la mira. Después, aprietas el gatillo. Y si me preguntas qué es el gatillo, te ahorco ahora mismo.

—Sé lo que es el gatillo —dije cansada.

Jeff me soltó los brazos y se apartó varios pasos a mi derecha.

El rifle era mucho más pesado de lo que yo creía. Resultaba difícil mantenerlo firme.

—Muy bien —dijo—. ¿Lista para disparar?

—¿A qué disparo?

Sin dejar de sostener el rifle, me volví inconscientemente hacia él. Su rostro palideció. Los ojos parecieron salírsele de las órbitas. Dio un grito y casi cayó de espaldas al tratar de apartarse del camino. Me di cuenta de que el rifle había estado apuntándole directamente a él, y no pude evitar una sonrisa. Jeff frunció el ceño, y no parecía divertirse. Todavía asustado, se apartó el cabello de la frente.

—Ese trasto está cargado. ¡Pudiste haberme volado la cabeza!

—Esto fue idea tuya —le dije.

Se colocó detrás de mí. Evidentemente comprendió que ése era el lugar más seguro.

—¿Ves ese tronco al otro lado del río? —dijo—. Hay una enorme rama que sale de un extremo. Dispárale. A esa distancia no puedes fallar. Recuerda que debe estar en la misma línea que la mira.

Los brazos me dolían tremendamente por el esfuerzo de sostener el rifle, y estaba más nerviosa que antes. No obstante, apunté con cuidado, decidida a demostrarle que no era una imbécil. El dedo apenas se apoyaba sobre el gatillo. Estaba tensa y tenía el cuerpo rígido. Cerré los ojos. Apreté. La explosión fue ensordecedora. El estruendo casi me tiró. Me habría caído si Jeff no me hubiera rodeado con sus brazos. Me sostuvo con fuerza mientras el humo se disipaba. Luego suspiró enojado.

—¿Le he dado?

—Me temo que no —respondió—, pero por lo menos lograste hacer saltar todo ese montón de flores.

Me dio el cuerno de la pólvora y me hizo cargar el rifle otra vez. Antes no había prestado suficiente atención. Me temblaban las manos y derramé pólvora por todo el suelo. Jeff me sacó bruscamente el rifle y lo cargó él mismo. De nuevo volvió a enseñarme cómo se hacía y amenazó con pegarme si fallaba otra vez. Me devolvió el rifle e hizo que lo colocara en la posición adecuada sin su ayuda.

Volví a apuntar. Esta vez me sentía más relajada. No permití que el peso del rifle influyera tanto, y no estaba tan tensa. Oprimí el gatillo, esta vez con los ojos abiertos, y me mantuve firme, preparada para el estrépito. Otra explosión ensordecedora, y otra vez el olor acre y la espesa nube de humo. Una roca saltó en mil pedazos en medio del arroyo.

—Lo más probable es que le hayas dado a un pez —exclamó.

—Hago lo que puedo —respondí—. ¡La idea de disparar esta cosa no fue mía!

—¡Serás una experta tiradora cuando termine de entrenarte!

—¿Ah, sí?

—¡Claro que sí! —gritó con voz de trueno.

Nos miramos fijamente, con la frente alta y los ojos encendidos. Pero Jeff no pudo continuar con su enfado y esbozó una tímida sonrisa. Yo también empecé a sonreír. Ambos nos reímos, me dio unas palmaditas en la espalda y otra vez me entregó el cuerno de la pólvora. Esta vez no se me cayó al suelo. Disparé al tronco. Fallé. Él se limitó a sacudir la cabeza. Seguimos practicando durante unos quince minutos, y aunque ni siquiera le di una vez al tronco, causé varios destrozos en las zonas vecinas.

Jeff limpió el rifle y lo guardó.

—Al menos estamos progresando —observó—. Ya no le tienes miedo. Tal vez mañana incluso puedas hacer blanco en algo.

El sol ya casi se había puesto. Espesas sombras empezaban a avanzar sobre la tierra. Jeff fue a ver las mulas y luego tendió unas mantas sobre el suelo, bajo las ramas de un árbol. Ya hacía rato que el fuego se había apagado. Me alisé el cabello; ahora me sentía mejor. Jeff me tomó en sus brazos y me besó con pasión; luego me llevó hacia las mantas. La noche nos envolvió mientras hacíamos el amor, luchando, disfrutando cada momento. Inmediatamente después, Jeff se quedó dormido, con los brazos aún a mi alrededor y la cabeza apoyada en mi hombro. Se oía el sonido borboteante del agua del arroyo, el murmullo de las hojas. La selva se llenó de los ruidos de la noche. A través de las ramas del árbol veía aquel cielo oscuro tachonado de estrellas que titilaban y centelleaban con intenso fulgor.

Jeff se movió ligeramente, gimió y me abrazó con más fuerza.

Le acaricié la cabeza mientras sentía su peso, su calor, y deseaba poder sentirme segura aquí, entre sus brazos. Pero no podía.

A pesar de todos mis esfuerzos por borrarlo de mi mente, no podía dejar de pensar en aquel pobre hombre atado a la estaca mientras las llamas ardían a su alrededor y los indios daban alaridos. A pesar de todo lo que Jeff pudiera decir, yo sabía que estaríamos en constante peligro mientras permaneciéramos en esta tierra salvaje.