El sendero era escarpado e irregular. A ambos lados, hileras de árboles alrededor de cuyos troncos se enroscaba la maleza que los ahogaba. Las hojas eran verdes y marrones. Las mulas avanzaban pacientemente. Yo montaba una, Jeff Rawlins otra, y una tercera venía detrás de nosotros cargada con los fardos. Él parecía muy tranquilo con respecto a los indios, pero yo esperaba en cualquier momento el ataque de esos salvajes sedientos de sangre. Casi se podría decir que lo deseaba. Habían pasado casi dos semanas, y yo seguía en un estado de shock, como hipnotizada, sin ánimo para nada.
Habíamos viajado mucho los últimos días, de sol a sol y a menudo por la noche. Había sido fatigoso, pero ni una sola vez me quejé. Ya nada tenía sentido. Nada me importaba.
Obedecía pasivamente las órdenes de Rawlins, y muy rara vez hablaba. Desde un primer momento me había tratado con el mayor respeto, como si yo fuera una mercancía preciosa.
Acampábamos por la noche. Cogía su rifle, cazaba animales salvajes y los asaba al fuego. Me obligaba a comer. Charlaba alegremente, y mi silencio parecía no molestarle en absoluto.
No había hecho ningún intento por acostarse conmigo. Parecía respetar mi dolor, y toleraba mi letargo y mi falta de ánimo con increíble paciencia. Yo no resultaba una compañera muy agradable; pero a Rawlins no le importaba. Sin perder su buen humor, seguía charlando alegremente y parecía muy contento.
En otras circunstancias me habría parecido un hombre encantador. Era innegable su poder de atracción, con esa imagen de hombre tosco y franco, la ropa de cuero con flecos, la sonrisa infantil, aquellos alegres ojos pardos.
—Deberíamos llegar a la posada de Crawley antes de la noche —me dijo—. ¡Qué agradable va a ser dormir en una cama de verdad! La forma en que hemos pasado todas estas noches, durmiendo con mantas sobre el suelo, no debe haber sido un placer para ti.
No respondí. Como si no lo notara, Rawlins continuó hablando con el mismo tono alegre.
—Además, podrás bañarte. Apuesto a que eso sí te va a gustar. Y tendremos buena comida. ¡Qué alivio después de estar siempre comiendo carne de animales salvajes! La posada de Crawley es el último rescoldo de civilización que veremos durante mucho tiempo. Ésta era la tierra de Daniel Boone.
—¿Daniel Boone?
—El viejo Dan comenzó a explorar estos lugares hace unos diez años. Esta tierra pertenecía a los franceses, pero la cedieron a los ingleses en el 63. Creo que los ingleses van a perderla dentro de poco, y es probable que lo pierdan todo a juzgar por la forma en que se están poniendo las cosas en el este. La región del Tennessee es una selva continua, pero William Bean se construyó una cabaña sobre el río Watauga hace un año. Me imagino que pronto crecerá un poblado. A la gente del este no le gustan todas esas reglas, restricciones e impuestos que fijan los ingleses. Lo que quieren es verse libres de todo eso.
Prestaba muy poca atención a lo que él decía. Seguía recordando aquel terrible día y la furia de Derek, una pesadilla que revivía una y otra vez en mi memoria. Después de que Rawlins le diera el dinero, Derek le había entregado los documentos según los cuales yo era una esclava; desde entonces me había quedado sin palabras a causa del dolor y del golpe que representó para mí.
Casi no recordaba haber recogido las pocas cosas que tenía.
Ahora estábamos en el camino que iba a Natchez; en unas semanas estaríamos en Nueva Orleans, y Rawlins me vendería a uno de los prostíbulos por una enorme suma de dinero. Pero a mí no me importaba. La vida se había acabado. Sin Derek no habría vida para mí. Hacía varios días que me había encerrado en un silencio mortal, e incluso mi dolor era algo lejano, distante, una emoción que observaba objetivamente, como si fuera otra persona quien la estuviera sintiendo. Me preguntaba si alguna vez volvería a sentir.
—Algunos lo llaman el camino a Chickasaw —estaba diciendo Rawlins—. Pasaremos por Chickasaw, como ya te he dicho antes, y después, cuando lleguemos más al sur, entraremos a la tierra de los Chocktaws. Los indios no suelen molestarnos, pero me he visto en dificultades un par de veces. Hace cosa de un año casi perdí el cuero cabelludo. A algunos de esos indios jóvenes no les gusta que pasemos por su tierra. Son muy crueles cuando se enojan.
Mi mula tropezó y me arrojó hacia adelante. Me aferré a las riendas y logré mantener el equilibrio. Un animalito cruzó el camino frente a mí. Los pájaros cantaban alegremente. Las hojas crujían. A lo lejos oí el rumor del agua. El cielo era de un gris azulado; el sol, una inmensa bola de fuego que irradiaba calor.
Todavía llevaba puesto el vestido rojo. No me había tomado la molestia de cambiarme. Estaba sumamente sucio y tenía el dobladillo descosido. Mi cabello era una masa rojiza y desordenada. Estaba segura de que debía tener la cara sucia, pero nada me importaba.
—Los indios no, pero los ladrones sí —continuó diciendo Rawlins—. Este camino está plagado de ellos, asesinos dispuestos a robar y saquear en la primera ocasión que se les presenta. Degüellan a un hombre con la mayor naturalidad. Más de uno partió de Natchez hacia Nashville y nunca nadie lo ha vuelto a ver. Realmente es un problema, pero no te preocupes, yo te voy a proteger. No son tan tontos como para venir a molestar al viejo Rawlins. Saben que soy más astuto que ellos. Hace mucho tiempo que paso por este camino, y esos muchachos me conocen de vista. Saben que les conviene mantenerse alejados.
Al cabo de un rato sugirió que nos detuviéramos unos minutos para descansar. Obediente, desmonté. Rawlins se desperezó y se rascó la espalda. Sonrió. Las mulas estaban a la sombra de un árbol, tranquilas. Una ardilla, desde la rama de un árbol, hizo rechinar los dientes, y un hermoso pájaro rojo cruzó el aire como una flecha de color. Una densa selva nos rodeaba. Sólo el angosto sendero se recortaba entre la maleza, aplastado y surcado por cientos de cascos de caballos y ruedas de carretas.
—Los hombres que navegaron por el Mississippi con aquellos botes debieron volver río arriba por tierra —dijo Rawlins—. Así es como nació este camino. Ahora se ha convertido en un paso obligado y todos lo utilizan. Por lo general, siempre hay mucho tránsito: exploradores, comerciantes, colonos, señores distinguidos, damas de la alta sociedad, y cualquiera que tenga que cruzar la región. En esta época del año no hay tanta gente, pero supongo que antes de llegar a Natchez nos encontraremos con algunos personajes importantes.
Sacudí una ramita que se me había pegado a la falda. Casi no prestaba atención a lo que él decía.
—Lo que te dije allí lo dije en serio. Vas a tener que salir de esta situación. Sé que no estás precisamente contenta con la forma en que ha sucedido todo, pero tampoco es posible que te quedes callada para siempre. Sé cómo te sientes, pero…
—No tiene idea de cómo me siento —dije con voz fría.
—Creo que sí, nena. No soy el tipo más inteligente de la tierra, pero sé que estabas enamorada de Hawke. Un hombre como él… no sabe valorarte. Yo, en cambio…
—No tengo ganas de hablar de eso, señor Rawlins.
—He tenido bastante paciencia. Soy un tipo paciente, tengo el carácter de un santo… pero ya hace dos semanas. Vas a tener que superarlo. Has estado arrastrando la cola como un perrito triste. A decir verdad, me estoy empezando a cansar.
—Lo lamento si cree que malgastó su dinero.
—De ninguna manera, no creo eso. Vales todos y cada uno de los centavos que pagué. Cuando vuelvas a estar en forma creo que vas a valer mucho más. Estoy ya ansioso de tener algunos escarceos contigo.
—No me importa lo que vaya a pasarme.
—Eso lo dices ahora, pero pronto cambiarás de opinión. Las cosas se olvidan, ¿sabes? Lleva tiempo, pero siempre se olvidan. Estoy seguro de que te sentirás mejor cuando lleguemos a la posada y te hayas bañado y hayas comido.
Al ver que no respondía, Rawlins simplemente se encogió de hombros y sonrió con aquella sonrisa amplia, infantil, contra la cual no se podía luchar. Hubiera querido odiarle, estar enfadada con él, pero no sentía nada. Era simplemente alguien que estaba allí, una parte de ese mundo de ensueño que existía a mí alrededor. El calor, el cansancio, la incomodidad de andar todo el día a lomo de una mula, aquella carne dura y maloliente que él cocinaba y me obligaba a comer. Nada de esto era real, nada me hacía reaccionar.
—Bueno, veo que todavía no tienes ganas de charlar amistosamente —comentó—. Supongo que será mejor seguir camino.
Y seguimos andando. Las mulas, cansadas, a veces se detenían y de vez en cuando rebuznaban. El camino era escarpado, de suelo duro e irregular, y se introducía constantemente en la selva.
El sol comenzaba a bajar y derramaba su luz de púrpura y oro en el cielo. Los árboles proyectaban largas sombras en el camino.
Flotaba en el aire una especie de niebla, una luz gris violácea que se iba haciendo más espesa a medida que la noche se acercaba.
Rawlins cabalgaba delante de mí en silencio. Los flecos de la chaqueta se movían, y los últimos rayos de sol se reflejaban en sus cabellos color arena. Yo estaba tremendamente cansada; sin embargo, hubiera cabalgado toda la noche sin protestar.
Los últimos rayos de sol desaparecieron. El cielo se había teñido de púrpura y gris, pero todavía no era negro. El aire se había vuelto espeso, como la niebla. Los árboles, muy juntos unos de otros, eran más oscuros, como altos centinelas negros, y los ruidos de la selva parecían amplificarse en la noche. Se oyó el grito apagado de un animal salvaje. De la selva llegaba el ruido de las hojas secas mientras las sombras se multiplicaban. La noche cayó sobre nosotros. Frente a nosotros vi un enorme claro, y apenas pude distinguir una empalizada hecha con troncos puntiagudos. Rayos de luz amarillenta se filtraban a través de las hendeduras.
—¡Allí está! —exclamó Rawlins—. Había empezado a creer que no llegaríamos.
Cabalgamos hasta el frente de la empalizada y desmontamos.
Rawlins dio un grito y golpeó la enorme y sólida puerta de roble.
Al poco rato se oyó el ruido de unas pisadas y, después una pequeña ventanita recortada en la misma puerta se abrió y un par de ojos nos miró del otro lado.
—¿Eres tú, Eb? ¡Soy yo, Rawlins! Abre, amigo. Déjanos entrar. Estamos muertos de cansancio y de hambre. A ver si María nos prepara algo de comer. ¡Vamos, qué esperas!
—¿Rawlins? —preguntó una voz ronca.
—¡Claro que soy yo! ¿No lo ves? ¡Maldita sea, abre la puerta!
Se oyó el ruido de alguien que retiraba un pesado candado y luego la enorme puerta se abrió. Rawlins entró, conduciendo sus dos mulas, y yo le seguí, aferrada a las riendas de la mía. Una vez en el interior, el hombre que nos había hecho pasar cerró la gran puerta y volvió a colocar el candado en su lugar. Era un individuo gigantesco, con pantalones de cuero y una ordinaria camisa blanca. Tenía el rostro encendido, los ojos oscuros y serios; su espeso cabello rojizo estaba totalmente revuelto.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Rawlins, irritado—. ¿Creías que éramos ladrones?
—Hay rumores de que los indios andan merodeando por el lugar —respondió el hombre—. María y yo aprendimos hace ya mucho que no hay que correr riesgos inútiles.
—¡Pero hombre, siempre ha habido rumores de que los indios andan merodeando! Nunca te vi tan asustado, Eb.
—Saca todo lo que necesites de los fardos, Rawlins, y después llevaré las mulas al establo. ¿Piensas quedarte mucho tiempo?
—Nos iremos por la mañana —respondió Rawlins mientras descargaba uno de los fardos de la mula—. ¿Tienes una habitación?
—La mejor —respondió Crawley—. Entrad y decidle a María que os he dicho que os dé el cuarto grande. Yo me encargaré de los animales.
Aquel gigante pelirrojo llevó las mulas hacia los establos, a un lado de la posada. Rawlins sacudió la cabeza. Estaba claro que no solían tomarse tantas precauciones. Miré a mi alrededor y contemplé la alta empalizada que rodeaba la posada, el patio, los establos. Habían construido una pasarela a lo largo de la parte superior de la empalizada y de vez en cuando había escaleras que conducían arriba. También vi las angostas aberturas por las cuales se podía disparar un rifle sin quedar expuesto a los atacantes. La empalizada estaba construida al estilo de los viejos castillos de Inglaterra, pero, en lugar de piedra, ésta estaba hecha con rústicos troncos. Una cálida luz amarilla se filtraba por las ventanas de la posada y se esparcía como agua sobre el suelo. Las gallinas cacareaban y picoteaban alrededor de la posada, diminutos fantasmas blancos en la oscuridad. Los caballos relinchaban en los establos.
—Como en casa, ¿no? —comentó Rawlins—. Eb y María tienen la mejor posada de todo el lugar: la mejor comida, las mejores camas, todo lo mejor. Aprecio mucho a esta buena gente.
—¡Jeff rey!
Fue un alarido más que un grito. Me sorprendió ver salir corriendo de la posada a una mujer que llevaba una blusa blanca y una encendida falda roja. La gruesa trenza de cabello negro se levantaba al viento. Rawlins sonrió y abrió los brazos. La mujer se arrojó sobre él, y él la abrazó con tanta fuerza que debería haberle hundido las costillas. María Crawley era casi tan enorme como su esposo, tan alta como Rawlins, y el doble de robusta.
Aquellos ojos negros brillaron con alegría cuando dio un paso hacia atrás para verle mejor.
—¡No has cambiado nada! —exclamó.
—¡Pero María, si sólo han pasado dos meses desde la última vez que me viste!
—Te echo de menos —dijo, mientras hacía una mueca—. Cada día parece una eternidad.
—¿Todavía me deseas? Te juro, María, que vamos a tener que hacer algo al respecto, y pronto. Si tan sólo pudiéramos sacarnos a Eb de encima…
—Querido, si supiera que hablas en serio, mañana mismo le envenenaría. No hay nada que yo no haría por acostarme con alguien como tú. —La mujer sonrió y Rawlins le pellizcó una mejilla. Ella le apartó la mano de un golpe, como una muchacha juguetona.
—Deja ya de hacerte el tonto —rezongó—. Un tipo como tú no sabría qué hacer con una mujer como yo entre las manos. ¿Quién es esta que has traído?
—Se llama Marietta… Marietta Danver.
—La odio —expresó María—. Odio por principio a cualquier mujer con ese aspecto. El vestido roto, la cara sucia, el cabello todo enredado y, a pesar de todo, parece un ángel. Hola, querida. Me llamo María Crawley.
—Mucho gusto —le respondí secamente.
María levantó las cejas, sorprendida tanto por las palabras como por el acento. Miró a Rawlins con ojos inquisitivos y él se limitó a sonreír. La mujer volvió a mirarme y me analizó de cerca.
Evidentemente, estaba desconcertada. Luego, su natural cortesía la impulsó a sonreír, a darme la mano y a conducirme hacia la puerta de entrada.
—Ven, querida. Estás muy cansada. Lo que necesitas es un buen baño caliente y una comida como Dios manda. Supongo que Jeffrey no te ha dado últimamente más que carne de animales salvajes y maíz tostado.
—¿Estás preparando algo especial para comer? —preguntó Rawlins mientras nos seguía hacia el interior.
—Querido, yo siempre estoy preparando algo especial para comer. ¿Me creerías si te dijera que esta tarde he hecho pasteles de manzana? Los hice esperando que tú vinieras. Esta noche está casi todo lleno… hay unas doce personas. Pero el cuarto grande todavía está disponible.
—El cuarto grande siempre está disponible. Soy el único tonto que paga lo que vosotros pedís por esa habitación. Es un robo, eso es lo que es.
—¡Lita! —gritó María—. Lleva una bañera al cuarto grande y luego ve a buscar agua caliente. ¡Ha llegado el señor Rawlins! Por Dios, Jeff, qué gusto verte. Supongo que Eb ya te habrá hablado de los indios.
Rawlins asintió con la cabeza.
—Lo había cerrado todo como una caja de caudales. Estuvo mirando por la ventana durante diez minutos antes de dejarnos entrar.
—Parece que esta vez va en serio, Jeff. Muchos de los hombres que están aquí han decidido no seguir adelante. Tengo entendido que todo un grupo fue asesinado hace apenas dos semanas. Era una familia que viajaba en una carreta cubierta. Steve Benson los encontró. Les habían arrancado a todos el cuero cabelludo, y todavía salía humo de la carreta.
—María, María, te conozco. Tratas de asustarme para que me quede un poco más y pueda acostarme más veces contigo. A mí no me engañas. Lleva a Marietta al cuarto grande, ¿quieres? Creo que voy a ir un rato a la taberna. A ver si la cerveza que prepara Eb es tan fuerte como siempre.
Cruzó lentamente el amplio vestíbulo y abrió la puerta de un empujón. María movió la cabeza y sonrió. Luego me hizo una seña para que la siguiera por la angosta escalera. La posada era bastante grande y olía a cera, a barniz, a cerveza. Mientras caminábamos por el vestíbulo de arriba observé que todo estaba muy limpio y arreglado, tal vez para compensar el destartalado aspecto de la casa. María abrió una de las puertas y me condujo a una pequeña salita de estar con suelo de madera y paredes encaladas. Una puerta abierta daba al dormitorio.
—No es gran cosa, pero es lo mejor que tenemos —me informó—. La mayoría de los cuartos no son más que agujeros de dos por dos. Espero que te sientas cómoda, querida.
—Estoy segura de que sí.
María lo hacía todo lentamente; era evidente que no quería irse. Era la mujer más enorme que había visto en mi vida y, aunque tenía cerca de cincuenta años, debía haber sido una mujer muy bonita. Aquel rostro regordete, estropeado, aún tenía rastros de una hermosa juventud: la boca pequeña y roja como una cereza, lo ojos oscuros y cálidos, que reflejaban su carácter jovial.
—Tú no eres igual que las otras —dijo finalmente—. Me he dado cuenta en seguida, incluso antes de que hablaras. Las otras que ha traído, a veces dos o tres a la vez, tenían un aspecto tosco, descarado. Tú eres distinta.
—Supongo… supongo que me lo dice como un cumplido.
—Claro. ¿Eres su amante?
—Soy una esclava, comprada. Le pertenezco, sí, pero no soy su «amante».
—Creo que ésa es tu desgracia, querida. La mujer que atrape a Jeff Rawlins va a ser muy afortunada. Le queremos mucho y no me importa decírtelo. No hay muchos como él. Es tosco y torpe, es cierto, y más cruel que el leopardo cuando se enoja, pero tiene un corazón de oro.
—¿Ah, sí?
—No creas a quien te diga otra cosa, querida.
—Si de veras es un modelo de virtudes, ¿por qué se dedica a la trata de blancas?
—¡Trata de blancas! ¿Jeff? ¡Tonterías! ¡Ah, sí! Lleva mujeres desde Carolina hasta Nueva Orleans, eso sí. Las compra en las subastas, las vende y obtiene amplias ganancias, pero a ellas les hace un favor. En vez de trabajar como bestias en alguna granja, viven con grandes lujos, llevan vestidos de seda y de raso y se les paga muy bien por lo que hacen. Y las mujeres que él compra, querida, no son vírgenes inmaculadas. La mayoría recorrían las calles desde muy pequeñas. No hay una sola que no le haya quedado agradecida…
María dejó de hablar repentinamente cuando una jovencita entró en la habitación trayendo un enorme barril de madera. Lo colocó en el centro de una vieja alfombra de vivos colores que cubría casi todo el piso. Era una muchacha de no más de dieciséis años, esbelta, de rasgos hermosos y dulces ojos azules. El suave cabello castaño le caía sobre los hombros como una cascada de luz. Estaba descalza y llevaba un viejo vestido de algodón rosa con florecitas azules, casi del mismo color de sus ojos.
—Ésta es Lita —dijo María—. Lita, ésta es la señorita Danver, una amiga de Jeff.
La muchacha sonrió.
—Hola —dijo tímidamente.
Le devolví la sonrisa. Era una muchacha hermosa, frágil, tierna, tremendamente joven. Bajó la vista y salió corriendo de la habitación. El suave cabello castaño le saltaba sobre los hombros.
—Lita también tiene motivos para estarle agradecida a Jeff —continuó diciendo María—. Tiene dieciséis años; trece tenía cuando Jeff la trajo aquí. Hace tres años, ella y su familia viajaban camino a Natchez. Los Chickasaw les atacaron, mataron a sus padres y a su hermanito, y a ella la hicieron prisionera. Un grupo de hombres se dedicaron a la búsqueda de los autores de la masacre, pero al cabo de una semana perdieron todas las esperanzas de encontrar a la niña y, además, creyeron que de todos modos ya debía estar muerta. Abandonaron la búsqueda todos, menos Jeff Rawlins. No; él siguió buscando a los indios sin ayuda de nadie. Le llevó dos meses y medio, pero al fin los encontró. Había media docena de indios renegados que se habían separado de la tribu. Jeff rescató a la niña, y para hacerlo tuvo que matar a tres de los salvajes.
—¡Qué valiente!
—Y no la llevó a ningún prostíbulo, querida. La trajo aquí, conmigo y con Eb, y nos pidió que la cuidáramos. Tendrías que haber visto cómo se portaba con ella. Manso como un cordero, hablando con dulzura, diciéndole que nada tenía que temer. Si le hubieras visto… —María sacudió la cabeza. Aquellos ojos oscuros se mostraron pensativos mientras recordaba la escena.
La muchacha volvió a entrar en la habitación trayendo dos enormes ollas de agua hirviendo. Volvió a sonreírme tímidamente mientras echaba el agua en el barril. Parecía increíble que una criatura tan suave, tan delicada, hubiera estado en manos de salvajes durante casi tres meses. Debió haber soportado horrores, pero no habían dejado ninguna marca visible. La muchacha parecía irradiar felicidad y una paz absoluta. Cogió las ollas vacías y volvió a salir. María suspiró.
—Jeff Rawlins es un hombre muy bueno, no lo olvides. No sé qué planes tiene para ti, pero podría apostar que, cualesquiera que sean esos planes, son los mejores. Es un bribón, estoy de acuerdo, pero no tiene nada de cruel.
Salió de la habitación y me sorprendí al comprobar que aquel silencio en el que me había encerrado empezaba a romperse. Lita y su historia me habían emocionado, y casi sin darme cuenta descubrí que admiraba a Jeff Rawlins por lo que había hecho.
¿Cuántos hombres habrían arriesgado la vida por una niña a la que todos los demás ya daban por muerta? Empezaba a verlo bajo una nueva luz. Me daba cuenta de que María hablaba demasiado a su favor, y ni siquiera por un momento acepté la versión que ella me daba sobre el horrible comercio; sin embargo, comprendí que siempre hay algo de bueno en un ser humano.
Indudablemente Rawlins tenía muchas cualidades que le redimían. La historia de Lita era una prueba evidente.
La muchacha volvió con otra olla de agua, jabón, una enorme toalla blanca y el fardo que Rawlins había descargado de la mula.
Dejó todas las cosas en una silla y echó el agua en el barril. Estaba lleno hasta más de la mitad; el agua humeaba.
—Su baño está listo —dijo Lita—. Si necesita alguna otra cosa, sólo tiene que llamarme.
—Gracias, Lita. ¿Está todavía abajo el señor Rawlins?
Lita asintió con la cabeza.
—Me dio el fardo, y me dijo que la ropa de usted estaba dentro. Supongo que se quedará un buen rato abajo, en la taberna, charlando con Eb y los otros hombres… —Los ojos parecían brillarle con un fulgor especial cuando hablaba de él.
—Le quieres mucho, ¿verdad? —le pregunté.
La pregunta pareció sorprenderla.
—Le amo —dijo—, como todos.
Luego la muchacha salió de la habitación y cerró la puerta. El agua estaba demasiado caliente, así que decidí esperar en el dormitorio a que se enfriara un poco. Era un cuarto pequeño, con techo bajo e inclinado. Apenas había lugar para la cama, cubierta con una manta hecha a mano, y para el tocador, con aquel espejo manchado por la humedad, opaco, que colgaba de la pared. Si éstas eran las mejores habitaciones de la posada, pensé, las demás debían ser realmente pequeñas. Era evidente que todos los muebles habían sido construidos en casa por el mismo Crawley; la colcha y la vieja alfombra que había en el otro cuarto eran, sin lugar a duda, producto del trabajo manual de María. No obstante, todo tenía un encanto especial, una cálida y acogedora atmósfera hogareña.
Me contemplé en el espejo y me invadió una profunda decepción. Tenía la cara sucia, el cabello completamente enredado.
No podía creer que yo misma hubiese llegado a un estado tal de abandono. Pero algo se despertó en mí mientras estaba allí de pie: una firme voluntad de sobrevivir, de triunfar. Los últimos vestigios de aquel silencio en el que me había encerrado iban desapareciendo lentamente. Jamás volvería a ver a Derek. Sin piedad, me había arrojado a las manos de un hombre que ya sabía que iba a venderme a un prostíbulo. Y yo me había rendido, había aceptado mi destino con humilde obediencia, sin importarme lo que pasara. ¿Cómo pude haber sido tan pasiva?
Sentí que algo se agigantaba dentro de mi ser, y supe entonces que iba a luchar. Hasta ese momento me había sentido acobardada, destruida moral y sentimentalmente por lo que había sucedido. Pero eso ahora quedaba atrás. Jamás podría superar lo que había pasado, jamás lograría olvidar a Derek Hawke y lo que me había hecho, pero tampoco lograría dejar de amarle. Pero no estaba dispuesta a seguir rindiéndome, iba a luchar. Por primera vez en dos semanas me sentía viva, como si un milagro me hubiera hecho revivir. Tal vez fuera sólo el contraste con aquel letargo que me había aprisionado hasta entonces, pero era como si cada una de las fibras de mi ser vibrase llena de vida. Jamás me había sentido tan fuerte, tan decidida.
Volví a la sala de estar, abrí el fardo y saqué la blusa de campesina italiana y la falda color marrón que llevaba puesta el día de la subasta que tan lejano me parecía. Coloqué la ropa sobre la silla, me desnudé, cogí el jabón y me metí en el enorme barril.
Resultaba sumamente incómodo, pero había suficiente lugar para sentarse si encogía las piernas. El agua estaba deliciosa, tibia; parecía entrar dentro de mí, relajarme y llevarse consigo toda la tensión, las preocupaciones. Me bañé profundamente y me lavé el pelo. Me emborraché con aquella sensación, la abundante espuma, el dulce perfume de lilas del jabón que parecía inundar el cuarto. Todo mi cuerpo irradiaba limpieza mientras lo enjuagaba y dejaba que el agua tibia recorriera los hombros y los pechos.
Hacía ya casi media hora que estaba ahí dentro, y me disponía a salir cuando alguien abrió la puerta.
Lenta y naturalmente, Jeff Rawlins entró en la habitación y arqueó una ceja al verme en el barril, con los brazos cruzados sobre los pechos. Luego sonrió y cerró la puerta tras él.
—Ya tienes mejor aspecto —comentó.
—¡Debí haber cerrado la puerta con llave!
—La habría echado abajo. Es un placer mirarte. Nunca en mi vida había visto tanta carne mojada. A uno le dan ganas de ver más.
—¿Se va a quedar ahí de pie?
—No. Creo que te voy a dar la toalla. ¿Quieres que te ayude a secarte?
—Es un…
—Te arden las mejillas. Tienes los ojos encendidos de furor, llenos de fuego. No sabes cuánto me alegro de eso, nena. Pensé que tendría que tomar severas medidas para hacerte salir de ese…
—¡Deme la toalla!
—Sí, señora. Aquí tiene.
Desafiante, me levanté y salí del barril. Rawlins no dejaba de mirarme; los cálidos ojos le bailaban de placer, y aquella radiante sonrisa todavía se le dibujaba en la ancha boca de labios rosados.
Habría querido borrársela con una bofetada. Estaba de pie en la vieja alfombra, chorreando, y me envolví con la toalla.
—Creo que yo también me voy a bañar —comentó—. Es una lástima desperdiciar toda esa agua.
—¡Como quiera!
Tiré el jabón en el barril y cogí la falda y la blusa que había dejado sobre la silla. Al hacerlo, la toalla se desató y casi se deslizó hasta el suelo antes de que pudiera sujetarla. Rawlins emitió una carcajada y luego comenzó a sacarse el chaleco de cuero. Rápidamente entré al dormitorio y el pánico me invadió al ver que no había puerta de separación entre las dos habitaciones.
También descubrí que me había olvidado de sacar la enagua del fardo. Las mejillas todavía me ardían, pero, aunque era absurdo, el furor resultaba casi agradable. Cualquier cosa era mejor que aquel letargo en el que había estado sumida.
Se oyó el fresco sonido del agua cuando Rawlins se introdujo en el barril. Titubeé por un momento, y luego, después de asegurarme de que la toalla estuviera firme y segura a mi alrededor, volví a la sala de estar. Rawlins estaba dentro de la tina, refregándose con fuerza todo el cuerpo. Tenía el cabello completamente empapado y aplastado contra la cabeza; los mechones le chorreaban. El verlo así me hizo pensar en un alegre cachorro jugando en el agua, y, muy a pesar mío, en mis labios casi se dibujó una sonrisa. Volví a abrir el fardo y saqué la enagua que necesitaba. Rawlins chilló cuando el jabón le resbaló de la mano y, rodando, llegó hasta el otro extremo de la habitación.
—¡Maldición! Sé buena. Alcánzame el jabón.
—¡Vaya a buscarlo usted! —le respondí secamente.
—¿De veras quieres que vaya a buscarlo yo? ¿Quieres que me levante y…?
—¡No! Yo se lo alcanzo.
Sonrió cuando se lo di. ¿Por qué sentía esta especie de cariño hacia este hombre? Tenía todos los motivos del mundo para odiarle. ¿Por qué sentí deseos de devolverle aquella sonrisa y apartarle de la frente esos húmedos mechones? Tenía intención de venderme a un prostíbulo en Nueva Orleans. A pesar de su trato tan agradable, a pesar de su atractivo, era mi enemigo. No debía olvidarlo. Debía recordarlo en todo momento. Si me dejara llevar por su atracción, cometería un error fatal. Rawlins me miró con esos alegres e irresistibles ojos.
—No sé qué ha pasado —dijo—, no sé qué te ha hecho volver a la vida, pero de veras me alegro de ver que estás bien otra vez. Las mujeres sumisas me aburren. Tengo el presentimiento de que ya no voy a estar tan aburrido.
—Tengo hambre, señor Rawlins. Sugiero que se dé prisa con el baño para que podamos ir abajo y comer.
—Muy bien —dijo—. Sólo voy a tardar unos minutos.
Lo dejé para que terminara de bañarse y volví al dormitorio.
Me quedé de pie lejos de la entrada y me froté todo el cuerpo con la toalla; después el cabello, hasta que lo sequé casi completamente. Mientras me vestía, oí que él salía del barril. Canturreaba una alegre melodía; se sentía inmensamente feliz.
—¡Eh! —gritó—. Necesito esa toalla.
Se la llevé, y también fui a buscar mis zapatos.
—Está mojada —protestó.
—Lo lamento. Tendrá que arreglarse con ésa.
—¡Qué falta de consideración! —murmuró entre dientes.
Se levantó, salió del barril y chorreó agua por toda la alfombra.
Volví rápidamente al dormitorio y me puse los zapatos. Encontré un viejo cepillo sobre la mesa del tocador. Me senté frente al espejo y comencé a cepillarme el pelo. Pronto estuvo casi seco, suave, vaporoso y maravillosamente limpio. Aún sentía dentro de mí aquel resplandor que había sentido antes. La pena, la desolación, no me habían abandonado, pero estaban contenidas, aprisionadas en un rincón de mi alma. Ya no estaba dispuesta a permitir que me hicieran sentir desamparada.
Rawlins se acercó al hueco de la puerta y se asomó para mirarme. Se había atado torpemente la toalla alrededor de la cintura. El verle así me hacía recordar la imagen de los antiguos gladiadores romanos. Tenía un físico estupendo, delgado y musculoso, que irradiaba virilidad y una franca seguridad, como los gladiadores antes de hacer su entrada en la arena. Alegre, audaz, me sonreía mientras los húmedos mechones, chorreando, le cubrían la cabeza como un casco. Dejé el cepillo sobre la mesa, me levanté y le miré con ojos serenos.
—He venido para decirte que ya casi estoy listo —dijo sencillamente—. Sólo me falta ponerme un par de pantalones limpios. ¿Por qué te quedas mirándome así, Marietta? Bueno… nadie nos obliga a ir abajo para cenar… —Dirigió la mirada hacia la cama.
—Creo que será mejor bajar —dije fríamente.
Sin perder el buen humor, Rawlins se encogió de hombros y volvió a la sala de estar para ponerse un par de pantalones de cuero idénticos a los que llevaba antes, pero más limpios. En lugar de botas se puso un par de mocasines de cuero. Mientras bajábamos a la taberna, parecía tan alegre y eufórico como un estudiante de Oxford que anda suelto por la ciudad con un puñado de dinero. Tenía el cabello húmedo todavía y sus ojos eran alegres mientras me conducía por aquella taberna oscura, llena de humo. Había más de una docena de hombres de tosco aspecto alrededor de las mesas, y todos nos observaron con envidia cuando Rawlins me condujo hasta una mesa en un rincón.
—¡Eh, Rawlins! —gritó uno de ellos—. ¿No andas con ganas de vender?
—Ni soñarlo —respondió—. Ésta es especial.
—¿Te la reservas para ti?
—Eres más inteligente de lo que pareces, Benson.
La propia María nos sirvió una comida deliciosa: jamón curado con azúcar, pan caliente, patatas y verduras. Estaba hambrienta y comí con placer, al igual que Rawlins. Él bebía cerveza de un vaso de latón, y yo me preguntaba cuánto habría bebido ya antes de subir a la habitación, qué cantidad de alcohol habría en aquel alegre buen humor. Al terminar, María nos trajo pastel de manzanas caliente con crema, y Rawlins se levantó de un salto para abrazarla con fuerza mientras le decía que ése era su postre preferido y que ella era un ángel. María se sonrojó de placer, con una modestia que resultaba infantil al ver su gran tamaño.
Después de terminar el postre, Eb Crawley vino a sentarse un rato con nosotros. Aquel rostro encendido por naturaleza estaba serio mientras él tomaba el vaso de cerveza que su esposa le había traído.
—Otro para mí también —pidió Rawlins.
—Ya has tomado bastante, hombre. ¡No vas a poder subir la escalera!
—Deja de darme órdenes, María, y tráeme la cerveza.
María se fue, y su falda roja iba barriendo el suelo mientras ella caminaba. Los ojos de su esposo traslucían preocupación cuando nos preguntó si pensábamos partir por la mañana.
—No veo por qué no —respondió Rawlins—. ¡Demonios!
Siempre ha habido rumores de sublevaciones indias. No digo que no hayan asesinado a esa familia y quemado su carreta, pero probablemente sólo se trataba de unos pocos salvajes que dieron rienda suelta a los bríos de su juventud. Lo más probable es que ya no permanezcan en la zona.
María apoyó bruscamente sobre la mesa, frente a Rawlins, el vaso de latón, y al hacerlo volcó la espuma de la cerveza por el borde. Rawlins la miró con un gesto malhumorado y luego se llevó el vaso a los labios.
—Si tuviera miedo a los indios no me habría atrevido a pasar por este camino la primera vez que lo hice —siguió diciendo—. Tengo dos buenos rifles, y también una pistola, y por los alrededores no hay quien tire mejor que yo.
—Será como tú dices, pero creo que deberías recapacitar. Aquí hay todo un grupo de hombres que están tratando de tomarse las cosas con calma, esperando que todo se apacigüe antes de proseguir su viaje. No se trata sólo de los indios, Jeff. Parece que los Brennan han vuelto al ataque. Se dice que tendieron una emboscada a un par de cazadores a no más de cincuenta kilómetros de aquí. Mataron a los dos.
—¿Quieres decir que esos dos buitres andan sueltos otra vez? Creía que alguien ya les había atravesado el cerebro con una bala. Sabía que Jim había salido de la cárcel, pero supuse que Billy estaba encerrado en Natchez.
—Escapó. El hermano le ayudó. Mataron al carcelero, y también le dispararon a otro hombre. No creo que haya cosa peor que los Brennan. Si me dieran a elegir entre perseguir una banda Chickasaw o a los hermanos Brennan, me quedo con los indios toda la vida. ¿No tuviste una pelea con esos dos hace un par de años?
—Claro que sí. A Billy le di una paliza de la que aún debe acordarse, y a Jim le metí una bala en el hombro. Me encantaría poder terminar debidamente la obra que empecé. Es la basura como ellos lo que da tan mala fama a este camino.
Eb Crawley frunció el ceño, evidentemente disgustado.
—Si se tratara sólo de ti, te diría ¡adelante!, ve a que te arranquen el cuero cabelludo o te metan una bala en el cuerpo, pero… ¡diablos, Jeff, tienes que pensar en la chica! No querrás correr riesgos con ella. Si los Brennan la agarran…
—No van a cogerla —respondió Rawlins después de terminar su cerveza. Apoyó de un golpe el vaso en la mesa y se levantó con esfuerzo—. No sé que te pasa, Eb. Hablas como un jovencito asustado, y eres uno de los seres más viles que existen sobre la tierra.
—No es algo que deba tomarse en broma, Jeff. Estos dos tipos…
—Ya me he cansado de hablar de eso —le interrumpió Rawlins—. Vamos, Marietta, subamos.
Me cogió de la mano y me dio un tirón que me hizo levantar.
Era evidente que el alcohol se le había subido a la cabeza.
Caminaba con paso ligeramente vacilante cuando abandonamos la taberna, y mientras subíamos la escalera tropezó y se golpeó contra la pared. Cuando llegamos al vestíbulo de arriba, me rodeó los hombros con un brazo y apoyó todo su peso en mí mientras íbamos caminando. Apenas entramos en la sala de estar, se dejó caer en la silla. El alcohol le había afectado, pero todavía estaba bastante alegre. Vi que habían retirado el barril y también la ropa sucia.
—Lita va a lavarlo todo —me explicó cuando le pregunté—. Lo tendrá todo planchado y listo cuando nos vayamos por la mañana. Siempre me lava los pantalones y me los devuelve con olor a nuevo.
—Muy atento de su parte.
—Lita es una muchacha excelente. Una vez le hice un favor. Ésta es su manera de pagármelo. A propósito, supongo que todos esos cuentos no te habrán puesto nerviosa. Me refiero a todas esas tonterías sobre los Brennan y los indios.
—No… no mucho, pero el señor Crawley parecía…
—Eb siempre monta un escándalo por nada. No tienes por qué preocuparte, nena. Hace años que hago este camino y lo conozco palmo a palmo. No hay nadie más seguro para llevarte a Natchez que yo. Sólo te pido que olvides todas esas tonterías, ¿me oyes? No vale la pena que pienses en eso.
—Lo intentaré —dije—. Creo que ahora me voy a acostar.
—Ve a la cama. Yo voy a sentarme un rato aquí mientras fumo un cigarro.
—¿Piensa quedarse a dormir aquí?
—Puedes estar segura de que no voy a dormir fuera en el vestíbulo, pero no te preocupes. Acuéstate.
Entré al dormitorio, apagué la lámpara y me desnudé en la oscuridad. Tenues rayos de luz procedentes de la otra habitación se filtraban por el hueco de la entrada y dejaban el resto del cuarto en una espesa niebla azul. La ventana estaba abierta, y entraba una fresca brisa. Me llegaba el olor del cigarro que estaba fumando Rawlins. Completamente desnuda, me tumbé en la cama y me tapé. Las ásperas sábanas de lino estaban frescas y limpias, con olor a jabón. Sentí una especie de miedo. Hasta ese momento Rawlins no había hecho ningún intento por hacerme el amor, pero, por otra parte, jamás habíamos compartido una cama.
Quizá pasó un cuarto de hora antes de que él entrara en la habitación. Apoyó un hombro contra el marco de la puerta y me miró con ojos pensativos. Me aferré nerviosa a las sábanas mientras le miraba. Rawlins se dio cuenta. Sonrió tímidamente.
—No te pongas nerviosa, nena. No voy a hacerte nada que tú no quieras.
Se quitó el chaleco de cuero y lo arrojó sobre la silla. Se quitó los mocasines y de una patada los envió al otro lado de la habitación.
—¿No va a apagar la lámpara? —pregunté con voz tensa.
—Creo que será mejor que la apague, si me lo pides así.
Fue hasta la otra habitación. Al cabo de un momento sólo hubo oscuridad. Le oí entrar en el dormitorio, le oí sacarse con dificultad las polainas de cuero. Pálidos rayos de luz se filtraban por la ventana y conferían un ligero resplandor de plata a la habitación. Casi no pude distinguir su cuerpo desnudo mientras colocaba las polainas a un lado de la silla. Después suspiró profundamente y se metió en la cama, a mi lado. Los muelles crujieron. El colchón se hundió con su peso, y rodé hasta su lado.
Rápidamente volví a mi lugar, pero su pierna seguía tocando la mía. Sentía su calor, el olor de su cuerpo, su sudor, la cerveza.
—¿Estás cómoda y bien tapada? —preguntó.
—Estoy… estoy casi dormida.
—Es agradable estar en una cama de verdad, ¿no?
No le contesté. Era plenamente consciente de su proximidad y, a pesar mío, sentía sensaciones conocidas. Perturbada, traté de poner mi mente en blanco, traté de ignorar aquel cuerpo masculino tendido a mi lado, pero me resultaba imposible.
Recordé aquel beso junto a la carreta el día de la feria. Recordé el vértigo y el placer que sentí cuando sus brazos me rodearon y sus labios aprisionaron los míos y me hicieron gozar. En ese momento pensé que estaba engañando a Derek porque otro hombre había sido capaz de despertar en mí las sensaciones que Rawlins había despertado.
—Hacía mucho que deseaba este momento —dijo Rawlins.
—Jeff, yo…
—No quise tomarte por la fuerza antes —siguió diciendo sin dejarme hablar—. Pensé que sería mejor esperar a que superaras ese momento. Sé que estuviste sufriendo por Hawke, y estuve dispuesto a respetar tu dolor.
—Por favor, no. Por favor…
—Sé que Hawke significaba mucho para ti, nena. Supongo que hubieras preferido morir cuando te vendió como lo hizo, en un momento de furor. Pero ya todo pasó y está olvidado. Yo te haré olvidar a Hawke, te lo prometo.
Cambió de posición, me cogió en sus brazos y cubrió mi boca con la suya. Fue un beso largo, interminable. Me abrazaba sin apretarme, saboreando aquel beso. Con una mano me acariciaba los pechos, y sentí que la cabeza me daba vueltas. Me miró a los ojos, sonriendo satisfecho, y comenzó a acariciarme tierna y suavemente con la yema de los dedos.
—Un hombre como Hawke… no sabe apreciar una mujer como tú. Yo, en cambio, creo que te aprecié desde el primer momento en que te vi.
—Jeff…
Y luego se tendió sobre mí como si yo fuera una almohada y volvió a besarme tiernamente, y, casi sin darme cuenta, me abracé a él y lo atraje hacia mí. Volví a sentir las sensaciones que pensé que jamás podría volver a sentir. Rawlins me penetró lentamente, saboreando cada segundo, saboreando cada sensación, usando mi cuerpo como un gran músico usaría un preciado instrumento, con ternura. Sentí que flotaba en el aire, y olas de éxtasis me alejaban más y más del mundo de la razón. Olvidé a Derek, lo olvidé todo menos al hombre que estaba encima de mí en este momento. Se agitó en un temblor y hundió los dientes en la tierna carne de mi hombro; ahogué un grito y le abracé con todas mis fuerzas mientras entraba en un paraíso de placeres que jamás había conocido hasta entonces.