Ya eran más de las ocho y Derek todavía no se había levantado. Los esclavos hacía mucho que habían desayunado y ya estaban trabajando en los campos. Ben Randolph llegaría alrededor de las nueve y media o las diez, y pensé que sería conveniente preparar el desayuno y llevárselo en una bandeja a su habitación, pues resultaría sospechoso si le dejaba dormir demasiado. Le despertaría y me mostraría preocupada, molesta porque se había quedado dormido hasta tan tarde; le preguntaría si se sentía mal.
El tocino se enroscaba al freírlo. Rompí algunos huevos en un recipiente y los batí con crema. Estaban ya listos para revolverlos. Los bizcochos estaban en el horno y el café llenaba la cocina de un aroma profundo y agradable. Era un día espléndido; el cielo aparecía de un color blanco azulado, y el sol lo inundaba todo con su luz. Pero yo no podía apreciar todo ese esplendor. No había dormido en toda la noche; había estado agitándome inquieta en la cama, llena de miedo. Poco antes de la madrugada había oído una carreta en el camino e imaginé que era Elijah que volvía. Cassie y Adam ya estaban a salvo, me dije a mí misma, y ahora debía prepararme para afrontar las consecuencias.
Retiré el tocino del fuego, saqué gran parte de la grasa que había en la sartén y eché los huevos. Acababa de terminar de revolverlos y los estaba poniendo en el plato cuando oí pasos en la habitación contigua. Comenzaron a temblarme las manos.
Tenía la garganta seca. Luché por controlarme cuando Derek entró con paso lento a la cocina.
—Iba a subir a despertarte —le dije. Tenía un ligero temblor en la voz—. Empezaba a preocuparme… pensé que no te sentías bien. Nunca duermes hasta tan tarde…
—No sé qué me ha pasado —respondió. Frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Siento como si anoche me hubiera desmayado.
—Estabas muy cansado —respondí con serenidad—. Fui… fui a tu cuarto antes de acostarme. Yacías atravesado en la cama. Te puse bien y te cubrí con una manta.
—Imaginé que habías sido tú.
Cogí un trapo para protegerme las manos, abrí la puerta del horno y saqué los bizcochos. Derek permanecía de pie y me observaba, todavía un poco aturdido. El cabello le caía despeinado sobre la frente. Tenía un diminuto corte en la mandíbula que se había hecho al afeitarse y todavía llevaba puestos los pantalones con que había dormido. La camisa blanca estaba descuidadamente metida en los pantalones.
—¿Te sientes bien? —le pregunté.
—Muy bien… sólo un poco aturdido. Hacía meses que no dormía tanto. Supongo que lo necesitaba.
—Has estado con mucha tensión estos días.
—Supongo que ése es el motivo —afirmó—. Tengo un hambre espantosa.
—El desayuno está listo. Voy a preparar la mesa del comedor…
Derek se sentó frente a la vieja mesa de madera.
—Puedo comer aquí. ¿Dónde está Cassie?
—Se… no la he visto esta mañana, y… bueno, tampoco he ido a buscarla. Estaba muy nerviosa. Pensé que sería mejor dejarla que se quedara en su cabaña un rato, hasta… hasta que todo haya pasado.
—De todas maneras, no creo que hubiese ayudado demasiado esta mañana —respondió. Se apoyó contra el respaldo de la silla mientras yo le ponía el plato en la mesa—. Lamento todo esto, Marietta. Sé cómo te sientes.
—Es… supongo que es algo que no se puede evitar.
—Si hubiera otra salida…
—Lo sé, Derek. —Puse la manteca y la mermelada sobre la mesa—. No tienes que justificarte.
—No estoy tratando de hacerlo —replicó, y volvió a fruncir el ceño. Le serví el café y comencé a ordenar las cosas mientras él comía. Cuando todo estuvo en su lugar y los platos sucios apilados en el fregadero, me serví un café y me apoyé contra el fregadero mientras lo bebía. Tomaba su desayuno lentamente, saboreando la comida, y untó tres bizcochos con mermelada después de haber terminado los huevos y el tocino. Le serví otra taza de café, con la esperanza de mantenerle alejado del cobertizo todo el tiempo que fuera posible. Todavía no habían descubierto a Caleb, y el pobre aún estaría atado, amordazado y, sin duda, muerto de miedo.
Derek terminó su último bizcocho, levantó la taza de café y se apoyó contra el respaldo de la silla. Ahora tenía mucho mejor aspecto que antes. Aquella mirada perdida había desaparecido, y las ojeras ya no eran tan aparentes. Bebía el café lentamente y no dejaba de mirarme. Su actitud no me ayudaba a sentirme mejor. Me sentía deshecha. El remordimiento me consumía por dentro cada vez que pensaba en lo que había hecho. Sabía que jamás me perdonaría si descubría que había ayudado a Adam y a Cassie a escapar. Derek dejó la taza vacía sobre la mesa, bostezó y estiró un brazo.
—¿Te sientes mejor? —pregunté.
Asintió con la cabeza y se puso de pie.
—El desayuno estaba delicioso, Marietta. Excelente. Creo que voy a ir al despacho para repasar algunas cuentas hasta que llegue Ben Randolph. No va a tardar.
Salió lentamente de la cocina y sentí que mi corazón se sumía en la angustia. ¿Qué pasaría si descubriera que le faltaba dinero? ¿Qué pasaría si llevaba la cuenta exacta del dinero que había dejado y descubría que faltaban varios billetes? Era un miedo infundado, y lo sabía, pues Derek no tenía ningún motivo para abrir la cigarrera esta mañana. Sin embargo, no podía librarme de esa aprensión. Quité las cosas que había sobre la mesa y lavé los platos. Después barrí el suelo y empecé a dar brillo a la cubertería. Había decidido mantenerme ocupada, pues sabía que ésa era la única forma de soportar la tensión.
Un poco más tarde oí que una carreta se detenía a un lado de la casa. Derek salió del despacho, salió por la puerta principal y dio la vuelta por la galería para recibir a Randolph, que en ese momento descendía de la carreta. Les oí hablar. Me acerqué a la ventana y los vi de pie, juntos, en el patio de atrás. Randolph era un sujeto enorme, con un físico imponente. Parecía un boxeador maduro y tosco y su ropa no estaba de acuerdo con su aspecto.
Llevaba botas negras y brillantes que le llegaban hasta la rodilla, y un elegante traje marrón. Tenía un rostro cansado, abatido; la boca era grande, dura; los ojos, oscuros y fríos. El abundante cabello era de color gris plateado, opaco. Aun a la distancia percibía su innata brutalidad.
Mi corazón comenzó a latir con más fuerza cuando vi que se dirigían hacia el cobertizo. Ya sólo era cuestión de minutos.
Caminaron un poco hasta perderse tras los robles. Esperé. Me sentía tan débil que casi no podía tenerme en pie. Descubriría la cerradura rota. Encontraría a Caleb atado en el cobertizo. Al principio no podría dar crédito a sus ojos; luego sería presa de una furia incontenible. No se oía un solo ruido en el patio; todo era silencio, quietud. Después le oí gritar. El juramento que profirió llegó hasta la cocina. No pude contenerme. Salí por la puerta de atrás y corrí hacia el cobertizo.
Derek seguía maldiciendo mientras arrastraba a Caleb hacia el exterior y empezaba a desatarle. Randolph estaba de pie, con las manos en los muslos, las piernas separadas y una desagradable expresión en el rostro. Amordazado, Caleb no dejaba de retorcerse mientras Derek trataba de desatar las sogas.
—¡Estáte quieto, muchacho! —gritó.
—¿Qué… qué ha pasado? —pregunté con voz desesperada.
—Ha escapado. Adam ha escapado. Alguien ha entrado en el cobertizo.
—Cassie… —murmuré con un hilo de voz—. No la he visto en toda la…
—He encontrado un martillo y un formón en el cobertizo. Debe haberlos usado para romper la cerradura. ¡Maldita sea, Caleb, te he dicho que te quedaras quieto!
—Parece que tendremos una cacería de negros —observó Randolph.
Derek echó las sogas a un lado y desató la mordaza. Caleb escupió el trapo que Adam le había metido en la boca. Los ojos de Derek estallaban de furia y las mejillas parecían arderle con fuego. Caleb estaba tan asustado que no podía estarse quieto.
Derek le cogió por los brazos y se los apretó con fuerza.
—¿Qué ha pasado?
—No… no lo sé con seguridad. Había ido al retrete, y volvía cuando oí la lechuza… —Caleb titubeó, tragó saliva y trató de controlar el miedo.
—¡Sigue!
—Me está haciendo daño —gimió Caleb—. Me hace daño en los brazos…
—¡Y voy a hacer algo más! ¿Quién te ató? ¿Quién te encerró en el cobertizo?
Caleb sacudió la cabeza.
—No… no lo sé. Fue un fantasma…
Derek soltó uno de sus brazos y le abofeteó con tanta fuerza que la cabeza de Caleb giró violentamente hacia atrás. El muchacho gritó de dolor, y Derek volvió a abofetearle.
—¡Ya basta! —le supliqué—. No ves que…
—¡No te metas en esto! —me previno Derek.
—Está demasiado nervioso y no va a sacar nada, Hawke —dijo Randolph con tranquilidad—. Deje que yo le pregunte. Yo le haré hablar.
Derek arrojó al muchacho hacia él. Randolph sonrió. Cogió la muñeca izquierda de Caleb, tiró de ella, la retorció brutalmente y la llevó violentamente hacia atrás hasta que quedó a la altura de los omóplatos. Con la otra mano le tiraba de los cabellos. El grito de Caleb me heló la sangre.
—¡Derek! No puedes permitir…
—¡Cállate! —ordenó—. Ve y dile a Mattie que en quince minutos quiero que todos los esclavos estén en sus cabañas.
Caleb volvió a gritar cuando Randolph le retorció aún más el brazo.
—Vas a hablar, muchacho —murmuró Randolph con tono melodioso, como si estuviera hablando a una mujer—. Tú le ayudaste a escapar, ¿verdad? Tú le ayudaste a quitarse las esposas y después le pediste que te atase para que nadie pensara que tú tenías algo que ver en el asunto.
—¡No! —gritó Caleb—. ¡Amo! ¡Amo! ¡Dígale que me suelte! ¡Me está rompiendo el brazo!
—Y también te voy a romper el cuello —le amenazó Randolph mientras le tiraba brutalmente de los cabellos.
—¡Derek! —grité—. No puedes permitir que este…
—¡Sal de aquí! —ordenó Derek, furioso—. ¡Haz lo que te he dicho!
Los gritos de Caleb llenaban el aire mientras yo me alejaba corriendo. No podía soportarlo, no podía mirar. Sabía que yo tenía la culpa. El muchacho seguía gritando, sollozando y gimiendo, balbuceando palabras entrecortadas. Mattie estaba frente a su cabaña. Me miró a los ojos y bajó rápidamente los escalones para cogerme entre sus brazos. Me abrazó con fuerza, meciéndome como si fuera una niña. Ya no se oían los lamentos de Caleb. Era posible que se hubiese desmayado.
—Es culpa mía —murmuré con voz ronca y débil—. Todo es culpa mía. Ese hombre le va a…
—No hables, querida —dijo Mattie—. No van a matarle. Me imagino que le darán una buena paliza.
—Pero él… él no sabe nada. Anoche volvía del retrete y nos oyó. Adam le distrajo y le sorprendió por detrás, y Caleb no llegó a saber…
—Bueno, está bien —murmuró Mattie con dulzura—. Ya no grita. Ahora tienes que ser valiente, querida. Tienes que ser fuerte. Ahora es cuando más necesitas serlo.
Asentí con la cabeza y me sequé las lágrimas. Cuando transmití a Mattie el mensaje de Derek, me soltó, llamó a una de las mujeres del cuarto donde ahumaban la carne y le dijo que reuniera a todos los hombres que estaban en los campos. A los pocos minutos Caleb venía caminando hacia la cabaña, con paso inseguro, el brazo derecho dolorido y los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Mattie le cogió en sus brazos y trató de calmarle cuando él empezó a llorar.
—Yo no he hecho nada —dijo entre sollozos—. Ese hombre me iba a matar. Es un demonio. Me rompió el brazo y casi me arranca todo el cabello. Mattie, tengo hambre. ¡No he comido nada y me estoy muriendo de hambre!
Mattie suspiró fastidiada y levantó los ojos hacia el cielo. Me sentí aliviada cuando vi que el muchacho estaba más asustado que otra cosa. Mattie le condujo a la cabaña y yo volví lentamente al cobertizo. Los dos hombres me ignoraron. Derek había controlado su furia.
Aunque estaba segura de que aún hervía por dentro, por fuera parecía de hielo, un hielo que asustaba aún más que su violenta furia desatada.
—No hay nada más emocionante que una cacería de negros —decía Randolph—. Es algo que me encanta. Supongo que habrá oído que hace un tiempo se escaparon dos de mis negros. A esos dos nunca los pudimos encontrar; pero uno de los hombres de McKay se escapó no hace más de un mes. ¡Eso sí fue una cacería! Nos llevó dos días enteros.
—¿Le atraparon?
—Finalmente le encontramos escondido en un bosque a no más de treinta kilómetros de la plantación. Tendría que haberle visto deslizándose a cuatro patas, tratando de esconderse en unos matorrales. Cuando le vimos soltamos los perros. ¡No se imagina lo divertido que fue!
Randolph sacudió la cabeza y sonreía mientras recordaba.
—Va a necesitar ayuda, Hawke —siguió diciendo—. Mientras usted interroga a los otros negros, yo voy a reunir algunos de mis hombres. Se alegrarán de poder colaborar. Una buena cacería les excita tanto como a mí. Perseguiremos a estos dos a caballo. Con un poco de suerte los atraparemos antes de que baje el sol.
—¿Cuánto tardará en volver?
—Cerca de una hora. Voy a pasar por casa de McKay para que mande a buscar a Johnson y a Arnold. También vendrán Barnett y Roberts. Prepare su caballo y esté listo para salir en una hora. Iremos todos a buscar a esos negros.
Derek asintió con la cabeza. Randolph estaba radiante de alegría, pensando en la diversión que se acercaba.
—Empezaremos por ir a la casa de Elijah Jones. Todavía sigo pensando que él tuvo algo que ver con la fuga de mis negros. Vamos a registrar el lugar de arriba abajo y, si llego siquiera a oler un negro, ¡yo mismo le prendo fuego a todo!
Randolph caminó rápidamente hasta su carreta y se fue. Derek se quedó mirándole, y luego se volvió hacia mí. Tenía los ojos duros, decididos.
—¿Has dado mi mensaje a Mattie? —preguntó con voz de acero.
—Dentro… dentro de unos minutos estarán todos en sus cabañas esperándote. ¿Qué ha dicho Caleb?
—No sabía nada. Adam le sorprendió por detrás. Ni siquiera llegó a saber qué pasó.
—Derek… —titubeé mientras trataba de reunir fuerzas.
—¿Qué pasa?
—¿Tienes que ir a buscarlos?
—Tengo que hacerlo —respondió secamente.
No obtuvo ninguna información de los esclavos. Nadie había visto ni oído nada. Hizo que todos volvieran a sus tareas, ordenó a uno de los hombres que ensillara el caballo marrón y entró a la casa para cambiarse de ropa. Le esperé afuera, de pie bajo uno de los robles, mientras miraba cómo el sol y las sombras dibujaban extrañas y cambiantes formas sobre la tierra. Me sentía muy desdichada. Derek volvió a los pocos minutos. Llevaba puestas las botas negras y los pantalones y la chaqueta de pana azul, viejos ya por el uso. Su rostro parecía de piedra mientras a grandes pasos cruzaba el patio hacia mí.
—Te dejo a cargo de todo en mi ausencia —me informó. Habló secamente—. No sé cuánto voy a tardar, tal vez un día, tal vez incluso dos o tres. Supongo que podrás arreglártelas sola.
Asentí con la cabeza. Sin agregar nada más se dirigió hacia los establos. Oí los cascos de los caballos que golpeaban contra el suelo en el camino frente a la casa. Derek montó en el suyo y se alejó galopando para reunirse con los otros plantadores. Oí que todos reían, y también oí las fuertes voces de aquellos hombres.
Luego partieron. Mattie cruzó pesadamente el patio para venir a hablar conmigo. La faja que utilizaba hacía que cada paso fuera un gran esfuerzo para ella. Tenía la piel brillante y húmeda y llevaba el viejo y descolorido vestido azul de algodón. Cuando llegó hasta donde yo estaba, debajo del árbol, vi la mirada de preocupación en aquellos aterciopelados ojos marrones.
—Se ha ido —le dije—. No sé cuándo volverá.
—Tú ve adentro y descansa un poco, querida. Ya has hecho bastante. De momento no puedes hacer nada más.
—Pero estoy tan preocupada…
—¿Por los negros? No te preocupes. Elijah Jones ya debe haberlos puesto a salvo. Esos hombres van a gritar y a dar alaridos y se van a divertir, pero no van a encontrarlos. Cassie y Adam están a salvo.
—Así lo espero, Mattie.
—No tienes por qué inquietarte, querida.
Mattie tenía razón, claro, pero estuve inquieta todo ese día, y el siguiente. Rezaba para que Elijah Jones hubiera hecho todo lo que debía hacer, rezaba para que Adam y Cassie estuvieran realmente a salvo. A la mañana del tercer día Derek aún no había vuelto, y comencé a sentirme aliviada. Si tenían que encontrarlos ya lo deberían haber hecho, me dije a mí misma. Tenía el presentimiento de que Derek volvería esa misma tarde. Bajé al río a tomar un largo y refrescante baño, y también me lavé el pelo.
No me equivoqué. Cuando regresó, alrededor de las dos, yo tenía puesto el vestido rojo estampado con florecitas negras que me había puesto para la feria.
Él tenía la ropa sucia y arrugada. Estaba tremendamente cansado; tenía el rostro serio. Comprendí en seguida que la búsqueda había fracasado y tuve que esforzarme mucho para disimular mi alivio. Derek no me dijo ni una palabra, fue directamente arriba a lavarse y a cambiarse de ropa, y más tarde le oí bajar al despacho y cerrar la puerta detrás de sí. Sabía cómo debía sentirse, y me dolía, pero estaba orgullosa de lo que yo había hecho. A las cuatro de la tarde, como todavía no había bajado del despacho, ya no pude contenerme. Tenía que verle, averiguar qué había pasado. Me acerqué a la puerta del despacho y llamé suavemente. Con un grito seco me dijo que entrara.
Estaba sentado frente a la mesa, estudiando cuidadosamente un montón de papeles. Me di cuenta de que había estado haciendo sumas, había estrujado papeles y los había arrojado al suelo. Se volvió para mirarme. Tres de los cajones estaban abiertos, incluso el último, donde estaba la cigarrera. El corazón me dio un vuelco cuando me di cuenta. Derek frunció el ceño, enojado. Evidentemente estaba de muy mal humor. Vacilé, y deseé no haberle interrumpido.
—¿Qué pasa? —preguntó de repente.
—Pensé que quizá tenías hambre. Pensé que tal vez querrías que te… trajera algo.
—Muy considerado de tu parte —replicó con sarcasmo—. Mientes, Marietta. Viniste a ver qué hacía.
—No es cierto.
—Te alegrará saber que ni siquiera pudimos hallar un rastro de esos dos. Nadie les había visto el pelo. Finalmente comprendí que era inútil y le dije a Randolph y a los demás que sería mejor abandonar la búsqueda. Cassie y Adam ya deben estar lejos. Jamás voy a recuperarlos.
—Lo siento, Derek.
—¡Todavía no puedo entenderlo! ¿Cómo pudo Cassie romper esa puerta y abrirla sin que nadie la oyera? ¿Cómo pudo Adam quitarse las esposas? Las encontramos a un lado del camino, y a unos doscientos cincuenta metros de aquí. Las habían abierto, y la llave estuvo todo el tiempo en mi bolsillo. No sé cómo pudo arreglárselas para abrir la cerradura.
Sacudió la cabeza y murmuró algo entre dientes.
—Superaremos este mal momento, Derek —dije con voz serena—. Ya encontrarás alguna forma de…
—¡No seas hipócrita! —me interrumpió—. Te alegras de que se hayan escapado. ¡No es necesario que finjas!
—Derek…
—¡Pero no te vas a alegrar tanto cuando veas que todos nos morimos de hambre!
Comprendí que sería inútil tratar de razonar con él; estaba demasiado nervioso y decidí salir de la habitación. No permitiría que su mal humor me inquietara y, por obstinación, me negaba a sentirme culpable. Había traicionado su confianza, era cierto, y lo que yo había hecho le acarrearía serios problemas, pero el resultado final compensaba ampliamente el delito cometido.
Derek superaría ese mal humor y encontraría alguna manera de salvar Shadow Oaks. Mientras tanto, dos seres humanos habían dejado atrás la esclavitud e iban camino a una vida libre.
Estaba en paz conmigo misma cuando salí de la habitación. Era un día caluroso, sofocante. El cielo era blanco-amarillento, sin rastros de azul. Los robles proyectaban negras sombras sobre el suelo mientras iba caminando lentamente. Las gallinas cacareaban sueltas por el patio. Pensé que Caleb había dejado abierta otra vez la puerta del gallinero. Él era el encargado de que no les faltara alimento y agua, y con frecuencia solía olvidarse de cerrar bien la puerta. Tendría que reprender al muchacho y mandarle que reuniera las gallinas, pues con el estado de ánimo en que se encontraba Derek no era conveniente que las hallara correteando libremente. Pero antes iría a buscar la cesta de melocotones que estaba en el estante del almacén. Pensaba preparar un pastel de frutas para la cena. El pastel de melocotones era uno de los postres favoritos de Derek.
Cuando ya estaba cerca del almacén oí un ruido extraño a lo lejos. Parecía el rebuzno de una mula. Apenas le presté atención, pues iba pensando en los melocotones y en cómo prepararía el resto de la cena. Después de comer y descansar, Derek se sentiría mejor. El almacén estaba oscuro, y en el aire flotaban todo tipo de olores desagradables. Me acerqué al estante lleno de polvo y bajé la cesta de melocotones. Había telarañas en los rincones del techo. Hacía falta una buena limpieza. Tendría que encargarme de eso en cuanto pudiera. Al, salir oí que alguien daba un portazo en la casa. Derek bajó los escalones y cruzó el patio en dirección hacia mí. Tenía los músculos de la mandíbula tensos, los puños cerrados.
Sentí que mis mejillas palidecían. Un frío helado me recorrió todo el cuerpo y quedé paralizada frente al almacén, sin poder moverme. Él ya lo sabía. Había contado el dinero de la cigarrera y se había dado cuenta de que yo había sacado varias libras.
También sabía por qué. Las gallinas seguían cacareando y se apartaban asustadas de su camino mientras él se iba acercando a mí a grandes pasos. Derek ni siquiera las veía. Estaba pálido.
Comprendí que estaba preso de una furia asesina.
Se detuvo frente a mí.
—¡Has sido tú! —estalló.
—No… no sé de qué estás…
—¡No me mientas, Marietta! ¡Has sido tú! ¡Tú los ayudaste a escapar!
Negué con la cabeza, aterrorizada. Aquellos ojos grises parecían echar fuego. Tenía los puños apretados, los nudillos blancos.
Sentí que la sangre se detenía en mis venas. La cabeza me daba vueltas y creí que iba a desmayarme, pero ni siquiera pude moverme. Estaba petrificada, apretando entre las manos la cesta de melocotones. Derek respiró profundamente; el pecho se le levantó. Parecía temblar de la furia, y transcurrió un rato antes de que pudiera volver a hablar.
—Abrí la cigarrera para contar el dinero. Faltan treinta libras. Tú eres la única que sabía que guardo el dinero allí. ¡Tú eres la única que lo puede haber sacado!
—Derek… —supliqué—. Tienes… tienes que…
—Lo sabía. ¡Lo supe en seguida! Tú los ayudaste. Tenías que haber sido tú, pues de otra manera no hubieran podido escapar tan fácilmente. ¡Cassie jamás se hubiera atrevido a entrar en ese cobertizo!
Le miré a los ojos, en silencio. Se me nubló la vista. Tuve la sensación de que todo esto no me sucedía a mí. Yo veía la escena desde lejos. No era real. Era un sueño, borroso, nublado, que no pertenecía a la realidad. Mi mente registró de nuevo el relincho de una mula, ahora mucho más cercano, pero eso también parecía irreal, parte del sueño.
—Aquella noche —comenzó— me quedé profundamente dormido apenas terminé de cenar. Tenía tanto sueño que ni siquiera me saqué los pantalones. Me desmayé en la cama. Tú me diste algo, ¿verdad? ¡Le pediste alguno de esos polvos a Mattie y me los pusiste en la comida!
Derek me cogió por los brazos y me sacudió violentamente. Se me cayó la cesta. Los melocotones rodaron por el suelo.
—¿No es así? ¿No es así?
—S… sí —alcancé a decir—. Sí, es cierto.
—¡Maldita seas, Marietta! ¿Por qué? ¿Por qué?
—Mattie… Mattie no tuvo nada que ver. Le… le dije que yo tenía problemas para dormir. Me dio el polvo, pero… ella no se imaginó que yo pensaba…
—¡Querías asegurarte de que estuviera dormido, y así no podría oír nada!
Asentí con la cabeza y me abofeteó con tanta fuerza que retrocedí unos pasos tambaleándome, y casi me caí. No sentí el dolor. A través de las lágrimas vi a un hombre cubierto con ropas de cuero que conducía sus dos mulas por el lado de la casa, pero no presté atención. Todo estaba perdido. Lo sabía. Derek jamás me iba a perdonar.
—¿Cómo pudiste hacerme una cosa así? —Tenía la voz más serena, más dura, con un tono de hielo que reflejaba toda su furia—. Sabías que tenía que venderle. Sabías lo importante que era para mí ese dinero. Maldita seas, Marietta, lo sabías.
—Tuve que hacerlo —respondí serenamente.
—Me has arruinado. Lo sabes, ¿verdad?
—Derek…
—¡Me has arruinado!
El hombre cruzó lentamente el patio. Tenía el reflejo del sol en los cabellos; los flecos de la chaqueta se sacudían cada vez que tiraba de las riendas para hacer avanzar alas mulas. Los ojos eran pardos, amistosos. Sonreía alegremente. Una de las mulas se detuvo. El hombre suspiró y tiró de las riendas. La mula, ofendida, rebuznó con todas sus fuerzas. Derek se volvió, y por primera vez se dio cuenta de la presencia de Rawlins.
—Buenas tardes, amigos —exclamó Rawlins—. Se me ocurrió pasar por aquí para ver si podía vender algo.
Soltó las riendas y se acercó lentamente hacia nosotros. La expresión de su rostro cambió cuando vio mis lágrimas y la mirada de Derek. Se detuvo, y nos miró sin comprender lo que sucedía.
—Bueno… me… parece que he llegado en un mal momento —dijo a modo de disculpa—. Creo… creo que será mejor que vuelva más tarde.
—No puedes haber venido en un mejor momento —dijo Derek con voz fría y dura como el acero.
—Derek —murmuré—. Derek, no… no, no puedes…
—¿Todavía te interesa comprarla? —preguntó Derek.
Rawlins parecía de piedra.
—Eh, no hablarás en serio, ¿verdad?
—¡Muy en serio! Pagué dos mil cien libras por ella. ¿Llevas esa cantidad encima?
—Me temo que no, Hawke. El negocio no anda tan bien. Mil ochocientas es todo lo que tengo. Están en uno de los fardos.
—Muy bien, te la vendo por mil ochocientas.
Rawlins sacudió la cabeza, sin poder comprender lo que oía.
Miró a Hawke. Me miró a mí. Y después sonrió.
—Sí que hiciste un buen negocio —dijo.