IX

Dos semanas después, Derek volvió a Charles Town. Salió a caballo; partió mucho antes de que amaneciera y volvió a Shadow Oaks muy tarde por la noche. Aunque no me dijo nada sobre ese viaje, yo sabía que había ido a pedir un préstamo, y me di cuenta, por su estado a la mañana siguiente, de que no le había ido bien. Más tarde, después del desayuno, yo estaba en la cocina trabajando junto al fregadero cuando él entró con un paquete torpemente envuelto en papel marrón. Lo puso sobre la vieja mesa de madera y me dijo secamente que era para mí.

—¿Un regalo? —pregunté sorprendida.

—Vamos a ir a la feria del pueblo, dentro de dos semanas. Necesitarás algo para ponerte. El vestido que compraste en Charles Town no es adecuado.

—¿Feria? No me habías dicho…

—Abre el paquete, Marietta —interrumpió. Tenía un acento de fastidio en la voz.

Corté el cordel que lo ataba, saqué el papel y extendí el generoso corte de tela. Era algodón; un rojo intenso, profundo, estampado con florecitas negras. Era más que suficiente para hacerse un vestido. Estaba emocionada, no sólo porque la tela era hermosísima, sino porque se le había ocurrido comprármela.

Mientras yo la miraba él me estaba observando con ojos cautelosos, los labios fruncidos en un gesto de furia. Quería darle las gracias, pero algo me decía que no era prudente.

—Tendrás tiempo suficiente para hacerte un vestido —dijo—. Me imagino que sabrás hacértelo.

—Por supuesto. Gracias, Derek.

—Quiero que estés presentable cuando vayamos a la feria.

Y sin decir una palabra más, salió de la cocina por la puerta de atrás. A través de la ventana le vi alejarse a grandes pasos. La cosecha de algodón se había perdido; Derek estaba al borde de la ruina, y tanto él como los esclavos trabajaban más duro que nunca. Cada noche, cuando el sol comenzaba a bajar, volvía cansado, agotado, tan fatigado que hacía un esfuerzo incluso para comer lo que yo le preparaba. Ahora pensaba ir a la feria del pueblo. ¿Por qué? A él no le gustaban ese tipo de fiestas.

Derek Hawke trataba de esquivar a sus vecinos siempre que le era posible. Normalmente habría recibido un acontecimiento como la feria como se recibe la peste. Estaba segura de que planeaba algo.

Aún no comprendía lo que sucedía cuando, dos semanas más tarde, íbamos camino a la feria. Los caballos galopaban por el sendero, la carreta se balanceaba, crujía. No conocía este camino; era más angosto que el que habíamos tomado para ir a Charles Town. A ambos lados, altos y frondosos árboles cerraban el paso a los rayos del sol y proyectaban su enorme y fresca sombra. La mañana estaba avanzada, pero a Derek no le importaba llegar antes de mediodía, y sólo quedaba a una hora de viaje de Shadow Oaks.

Yo llevaba puesto el nuevo vestido que me había hecho con la tela que Derek había comprado en Charles Town. Tenía mangas anchas, recogidas en los puños, un escote discreto y el talle ceñido, La falda, amplia, caía en profundos pliegues rojos sobre mis enaguas. Cassie había quedado boquiabierta ante el vestido, y me había dicho que parecía una reina. Derek no había hecho ningún comentario. Estaba silencioso, retraído, con ojos llenos de preocupación; parecía no notar ni siquiera mi presencia. Yo no era tan tonta como para mostrarme ofendida, pero me habría gustado que hubiese dicho algo sobre el vestido.

Derek lucía altas botas marrones que en algún momento habían sido nuevas; el traje de paño marrón que llevaba puesto también había conocido épocas mejores. El chaleco era de raso dorado, opaco, con finas rayas de color bronce; la corbata, de seda color mostaza. La ropa no era tan elegante como la que se había puesto en Charles Town; podría decirse que era poco menos que harapienta. Había perdido peso durante las últimas cuatro semanas y ahora tenía un aspecto decaído, tenso. El cansancio había pintado ojeras en su rostro; tenía las mejillas ligeramente hundidas. Había desmejorado mucho. Ni siquiera yo tenía idea de cuánto.

Cuando me compró, Derek pensaba compensar el gasto con el dinero que le iba a reportar la cosecha. Pero la cosecha se había perdido totalmente. Yo sabía que guardaba algo de dinero en una caja de cigarros en el último cajón de su mesa. Por la mañana le había visto sacar dinero de allí. ¿Sería eso todo lo que tenía? De ser así, su situación era desesperada. Quería preguntárselo, pero sabía que sería un gran error. Derek jamás compartía sus problemas.

—¿Falta mucho? —pregunté, serenamente.

—Ya casi llegamos —respondió.

—Estoy… estoy un poco nerviosa.

—No hay por qué estarlo.

—Encontrarse con toda esa gente… no va a ser muy agradable. Desde un primer momento pensaron que…

—Lo que ellos piensen no tiene la más mínima importancia —expresó severamente.

—Todavía no sé cuál es el motivo del viaje. A… a ti no te gustan esas cosas.

—Tengo que atender unos asuntos. Parte del tiempo estarás sola. Estoy seguro de que encontrarás el modo de entretenerte.

—¿Me vas a dejar sola? ¿Después de lo que pasó en Charles Town? ¿Qué pasará si me encuentro con Jason Barnett? ¿Qué pasará si…?

—Eso no me preocupa, Marietta. Ya no —me dijo.

Sus palabras me habían emocionado, pues me demostraban que confiaba en mí. Aunque él nunca lo iba a admitir, estaba segura de que creía todo lo que le había contado sobre mi pasado, que me habían culpado de un delito que no había cometido.

Durante las últimas cuatro semanas su trato hacia mí había experimentado un ligero cambio. Yo seguía siendo su ama de llaves, seguía atendiéndole, sirviéndole como antes, pero por las noches le servía de otra manera. Aunque indudablemente no me trataba como a alguien de su nivel, había en sus modales cierta cortesía y consideración que hasta ahora no había conocido en él.

El cambio era tan sutil que cualquier otra persona no lo habría notado siquiera.

Unos minutos más tarde, Derek desvió la carreta y tomó un camino lateral. A lo lejos se oían las bandas que tocaban y, después de una curva, vi los tenderetes y las barracas que habían levantado en un descampado rodeado de robles. Derek detuvo la carreta bajo la sombra de un gigantesco árbol, y en sus inmediaciones había muchos otros. Dos muchachitos se acercaron corriendo. Derek les dio una moneda a cada uno, y ellos le aseguraron que cuidarían los caballos. Me ayudó a bajar de la carreta y caminamos lentamente hacia los tenderetes y las barracas.

—En realidad, no es distinta de las ferias de pueblo que se hacían en Inglaterra —comenté—. Allá había gitanos que bailaban y adivinos, pero ésta es muy parecida.

—Es sólo una excusa para que los pequeños granjeros vendan su mercadería —me dijo Derek—. Hay cerdos y pollos y ganado para vender, y pasteles y dulces. Habrá tiro al blanco y probablemente un torneo de boxeo, y puestos donde se puede comprar cerveza y refrescos. Como tú dices, muy parecido a las ferias de Inglaterra. Se hace mucho intercambio y mucho comercio, se compra y se vende. Por lo general, es una oportunidad para que la gente salga y se reúna y arme un poco de alboroto.

Había muchos tenderetes pintados con rayas de colores alegres, y gran cantidad de barracas de madera. A nuestro alrededor todo era fiesta, alegría. El ruido era increíble. Los niños corrían por todas partes, gritando, riendo, jugando. Los perros ladraban. Las gallinas cacareaban. Los cerdos chillaban con su grito penetrante. Se oían los disparos de los rifles en el tiro al blanco. Un tiovivo con caballos pintados de vivos colores daba vueltas y vueltas, y un órgano iba tocando a medida que los caballos subían y bajaban. Junto al borde del descampado habían levantado una pista de baile de madera, y una banda de aficionados tocaba con entusiasmo mientras los jóvenes bailaban alegremente al ritmo de la música, con los rostros encendidos por la euforia. El color y el movimiento reinaban por doquier.

Unas doscientas personas se amontonaban en ese pequeño lugar.

Se habían instalado mesas y sillas cerca de los puestos de refrescos, a la sombra de un enorme toldo de lona. Derek compró dos platos de guisantes y patas de cerdo, pan de maíz con manteca y dos vasos de sidra helada. Después me condujo hacia una de las mesas. La gente nos miraba sin reparo. Todos sabían que yo era la mujer de Derek Hawke, una esclava, y todos suponían, ahora con razón, que también era su amante. Varias mujeres parecieron ofendidas. Tres de ellas, que estaban sentadas en una mesa cercana, se cambiaron a una más distante mientras murmuraban agudas quejas por la audacia de Derek al traer a «esa muñeca colorada» donde había mujeres decentes. Sus comentarios no me molestaban en absoluto. Me sentía orgullosa de estar con él, orgullosa de ser su mujer. Derek no prestaba atención a las miradas ni a la hostilidad. Parecía no darse cuenta siquiera.

—Todo está rebosante de vida —dije—. Es tan… alegre.

—No va a durar mucho —replicó Derek—. A medida que la tarde avance, la alegría irá desapareciendo. La gente comenzará a sentirse cansada y la mayoría de los hombres estarán borrachos cuando baje el sol. Esta noche habrá fuegos de artificio. Las parejas de jóvenes irán a escondidas hasta los matorrales para hacer el amor, y habrá peleas y discusiones. Para entonces, ya nos habremos ido.

—¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar?

—El que me exijan mis asuntos —respondió en un tono deliberadamente misterioso.

Derek no pensaba decirme por qué estábamos aquí. Había despertado mi curiosidad de una manera increíble, pero tenía suficiente sentido común como para no preguntarle en ese preciso momento qué asuntos eran ésos. Seguramente me diría que no olvidara cuál era mi lugar. Si él quería hacérmelo saber, ya lo sabría a su debido tiempo. Tenía el extraño presentimiento de que, fuera lo que fuese lo que estaba planeando, era algo de lo cual no me iba a alegrar en absoluto.

Mientras comíamos me llamó la atención la presencia de un hombre sentado a cierta distancia y que parecía aún más pobre que nosotros. Estaba sentado frente a una vieja mesa, solo, y todas las mesas a su alrededor estaban vacías. La gente que pasaba bajo el toldo con platos de comida se negaba a sentarse cerca de él. Preferían compartir mesas ya ocupadas antes que sentarse en una que estuviera cerca de la suya. Era un hombre maduro, robusto, de ojos azules y tristes, de cabello y barba rojos como el fuego. Llevaba un serio traje negro que brillaba por el uso; la tela parecía desgarrarse en su enorme espalda. Sobre la mesa, frente a él, había una vieja Biblia, e iba hojeándola mientras comía sus guisantes con pan de maíz.

—Elijah Jones —comentó Derek al ver mi interés—. Es de Nueva Inglaterra. Un predicador fracasado que a veces organiza reuniones para renovar la fe en los creyentes. Muchos acuden para burlarse de él y silbar. Tiene una pequeña granja al otro lado de la plantación de Maud Simmons. Apenas saca lo suficiente para vivir.

—¿Por qué todos le esquivan?

—Predica que la esclavitud es una acción indigna, y visita a los plantadores para tratar de convencerles de que liberen a sus esclavos. Si se limitara a hacer eso le considerarían un excéntrico inofensivo, pero por desgracia protege a los esclavos fugitivos y les ayuda a escapar.

—¿Y eso va contra la ley?

Derek asintió con la cabeza; tenía el rostro muy serio.

—Elijah es un experto en eso. Nunca nadie ha podido probar nada contra él, pero es un secreto relativamente conocido por todos que él es un importante eslabón de una red de fanáticos que ayudan a los esclavos fugitivos a llegar al norte.

—¿Hay otros?

—Una pequeña organización —respondió Derek—. Trabajan de noche, a escondidas. Un par de esclavos aparecen a media noche en casa de Elijah, y digamos que él los esconde hasta que puede conducirlos hasta el próximo puerto seguro… a otra granja, tal vez a unos cincuenta kilómetros de aquí. Se esconden allí hasta que el granjero puede trasladarlos a otro lugar, aún más lejos. Pasan de un lugar a otro hasta que finalmente alcanzan la libertad.

—Parece tremendamente complicado y peligroso.

—Lo es, pero por lo general resulta. Estos hombres son muy astutos, muy escurridizos. Viven consagrados a una «causa», y están dispuestos a arriesgarlo todo para ayudar a esas «pobres almas perdidas», tal como ellos les llaman.

—¿Y este señor Jones es parte de esa organización?

—Como ya te he dicho, nadie ha podido probar nada contra él y, naturalmente, él lo niega, pero todos los del lugar están seguros de que es culpable. Ningún plantador quiere tener nada que ver con él. Si se les dejara, le untarían con brea y le emplumarían y luego le sacarían corriendo del país; pero no se puede tratar a un «hombre de Dios» de esa manera sin tener pruebas.

Miraba detenidamente a Elijah Jones, y le admiraba en secreto.

Aunque Derek había hablado de él en un tono duro y severo, yo pensaba que era un hombre sumamente valiente. La barba, roja como el fuego; el cabello largo y pelirrojo; los ojos azules y sombríos; el rostro de un ser destruido. Elijah Jones tenía todo el aspecto de un fanático de la religión. Podía imaginármelo detrás de un púlpito, vistiendo ese mismo traje negro y brillante, agitando el puño, acusando y denunciando al auditorio por tomar parte en un delito tan grave. Derek y los demás plantadores consideraban a sus esclavos como simples objetos de su propiedad, como cabezas de ganado. Pero Elijah Jones los consideraba hombres y mujeres con alma y derecho a la libertad.

Si era realmente parte de una organización clandestina, yo le deseaba suerte.

—Hay mucha gente por aquí que no está de acuerdo con tener esclavos —continuó diciendo Derek—. Sin embargo, te diré una cosa: mis esclavos están mucho mejor que la mayoría de los negros que tratan de encontrar un trabajo por su cuenta. Al menos los míos tienen buena comida, un lugar decente donde vivir…

De repente dejó de hablar y frunció el ceño, fastidiado. Yo sabía que el tema de la esclavitud le afectaba profundamente, y no tenía intención de discutirlo con él, pues no coincidiríamos. Me tranquilicé al ver que apartaba su plato vacío y me preguntó si había terminado. Asentí con la cabeza, nos levantamos y comenzamos a caminar lentamente frente a la hilera de barracas. Un muchachito rubio pasó corriendo. Le seguían otros dos, y un perro marrón con manchas blancas iba ladrando y corriendo detrás de ellos.

Derek se detuvo frente a uno de los puestos, metió la mano en el bolsillo y sacó unas monedas.

—Toma —dijo mientras me daba el dinero—. Quiero que te entretengas durante un par de horas. Cómprate cintas o algo que te guste. Nos encontraremos en el tiovivo alrededor de… digamos que alrededor de las cuatro. Calculo que para esa hora ya habré terminado.

—No quisiera quedarme sola, Derek.

—¿Tienes miedo de volver a encontrarte con Barnett?

—No, pero…

—Vamos, Marietta. Sabes cuidarte sola.

Derek no me dio tiempo para responder. Dio media vuelta y se alejó caminando lentamente. No muy lejos vi a un grupo de plantadores vestidos con ropa elegante, que bebían oporto que servían en una de las barracas. Mientras yo los miraba, Derek se unió a ellos y en seguida todo el grupo se alejó caminando hacia donde estaba el ganado. Nerviosa, desorientada, apretaba las monedas en la mano y me quedé de pie frente al puesto como un niño perdido. La gente pasaba a mi lado hablando en voz alta y riendo, y aquella música chillona no dejaba de tocar.

—¡Por todos los cielos, querida! Nunca imaginé que iba a encontrarte aquí.

Maud Simmons se detuvo. Tenía las manos en las caderas y una amplia sonrisa en los labios.

—Señora Simmons, qué alegría verla.

—Maud, querida. ¡Pero, Dios mío, estás preciosa! ¿Vestido nuevo?

Asentí con la cabeza.

—Der… El señor Hawke compró la tela en Charles Town. El vestido me lo hice yo.

—¡Y qué bien lo has hecho! Eres toda una modista. Yo también podría tener algunos vestidos nuevos, pero nunca tengo tiempo para hacerlos.

Maud vestía el mismo traje de montar que llevaba el día que vino a pedir el linimento. Estaba tan sucio como antes, aunque esta vez había adornado su solapa con un llamativo adorno de coral. Los pendientes hacían juego. El cabello parecía no haber visto un peine desde la última vez que habíamos estado juntas.

Todavía aquella franca sonrisa en los labios. Realmente se alegraba de verme.

—¿Te estás divirtiendo, querida? Me pareció que estabas un poco triste cuando te vi allí de pie, sola. ¿Tu hombre te ha dejado por un rato? Es normal que lo hagan, ¡no tienen ningún tipo de consideración! ¿Por qué no haces una cosa? ¿Por qué no vienes conmigo? Voy a mirar un poco las colchas, a ver si hay alguna que me guste.

—Me encantaría.

—No puedes imaginarte lo que me aburren a mí estas cosas.

Tanto ruido. Tanta gente. Pero a veces se pueden encontrar verdaderas gangas. Todos los granjeros traen su mercancía. Lo que pidas, querida, ellos lo traen. Nunca vi tantas porquerías juntas. La última vez, una de las granjeras vendía su juego de porcelana. Ella y el marido estaban pasando por un mal momento y necesitaban dinero. ¿Me creerías si te dijera que era porcelana de Sévres legítima? Traída directamente de Francia.

Conseguí todo el juego casi regalado.

Maud no dejaba de hablar mientras íbamos caminando a lo largo de los tenderetes y las barracas. Me alegraba de estar con ella. Cada vez que nos cruzábamos con alguien que ella conocía, se empeñaba en detenerse, presentarme, y disfrutaba al ver aquellas duras miradas y sonrisas fingidas de las mujeres que me saludaban por compromiso.

—Son todas unas hipócritas —decía, y se ponía a reír con toda la fuerza de sus pulmones cada vez que una de aquellas señoras formales pasaba mirando hacia arriba, altiva, sin dirigirnos más que un leve saludo con la cabeza.

—Ninguna de ellas es demasiado respetable —expresó—. La gente no es lo que parece. Claro que tienen motivos para odiarte: la mayoría de ellas están suspirando por Derek Hawke desde que fue a vivir a Shadow Oaks. Un solo gesto suyo, y la mitad de las mujeres casadas de todo el pueblo vendrían corriendo. Yo misma, si tuviera algunos años menos, correría detrás de él. ¡Qué bien! Mira, aquí están las colchas. Hmm…, bastante mal aspecto, ¿no te parece? Aquella azul, marrón y amarillo… bueno, me la llevaría si no costase un ojo de la cara.

Mientras Maud examinaba las colchas, yo me puse a mirar unas hermosas labores de bordado, todas hechas por la granjera que, de pie en la barraca, me miraba con ojos fatigados. En el tiro al blanco más próximo se oían las pistolas que vomitaban una cadena de explosiones ensordecedoras, y los hombres gritaban a todo pulmón cada vez que las balas acertaban la diana. Tres muchachos cogidos del brazo pasaron tambaleándose a mi lado, tropezando como borrachos, entonando una canción obscena.

Maud compró su colcha y se sentía feliz: estaba muy bien hecha y el precio era regalado. Seguimos caminando. Pasamos frente a las hileras de barracas y nos deteníamos de vez en cuando para que ella pudiera examinar los artículos.

—¡Qué hermosas corbatas! —exclamé al detenerme frente a otra barraca—. Ésta de seda color gris perla… ¿me alcanzará el dinero? Me encantaría comprarle algo a…

—¿Cuánto tienes, querida? Ah, sí, seguro, con eso te alcanza. Bessie estará encantada de vendértela a ese precio, ¿verdad Bessie? Ésta es Marietta, mi vecina, y quiere darle una sorpresa a su hombre. Vamos, Bessie, no te costó nada hacer esa corbata.

Bessie era una mujer gorda, peleona, que no parecía dispuesta a venderme la corbata por el dinero que yo tenía. Pero Maud insistía. No me avergonzaba de que vieran lo ansiosa que estaba por comprarla, porque era una corbata hermosa que combinaría perfectamente con el traje azul marino de Derek, pero dejé que Maud regateara el precio. Finalmente, Bessie exhaló un profundo suspiro, cogió las monedas que yo le ofrecía, envolvió la corbata con papel marrón y ató el paquetito. Le di las gracias y me fui sonriendo, pensando en la sorpresa que se llevaría Derek cuando se la mostrara.

Unos minutos después, Maud se detuvo frente a una barraca donde un hombre vendía cerveza. Dijo que no le vendría mal un trago, y me preguntó si yo quería acompañarla. Pareció decepcionada cuando le dije que no.

—¿Segura? Bueno. Jim, dame un vaso de cerveza. ¿Es la especial de la casa? Espero que sea mejor que la del año pasado. Gracias. —Cogió el vaso, apartó la espuma con un soplo y tragó sedienta la cerveza—. Hmm, creo que estás mejorando, Jim. Dame otro.

—Hace un rato he visto a uno de sus vecinos —comenté.

—¿Ah, sí? ¿Quién?

—Elijah Jones. Derek me dijo que tenía una pequeña granja al otro lado de donde vive usted.

—Si a eso lo llamas granja. No es más que una casa que se viene abajo y una huerta: un par de hectáreas de algodón. La trabaja él mismo. No quiere tener esclavos; tampoco podría.

—¿Es cierto lo que dicen de él?

—¿Te refieres a que ayuda a los negros fugitivos? —Maud miró hacia atrás y, al ver que Jim estaba escuchando me cogió por el codo y me llevó hasta un lado de la barraca—. La verdad, querida, es que yo aprecio a Elijah. A mi nunca me ha hecho nada malo. Una vez, cuando tuve una gripe muy fuerte, vino a casa a cuidarme y apareció sin que nadie se lo pidiera. Se ocupaba de que mi cocinera tuviera siempre a punto una sopa caliente, y él mismo me la daba. Incluso me trajo medicamentos. Ya me tenía harta, todo el tiempo rezando por mí, pidiéndole al Señor que perdonara mi alma y todo eso, pero me cuidó hasta que pude levantarme y valerme por mí sola.

—Derek dijo que… podría ser parte de un grupo antiesclavista.

—Eso es lo que dicen todos, querida, pero nunca se le ha podido probar nada. Hace unos meses… —Maud vaciló, como si tratara de decidir si podía o no confiar en mí—. Hace unos meses se escaparon dos de los hombres de Ben Randolph. Aquella noche yo había salido a dar un paseo, y podría ser que hubiera visto a Elijah llevar dos negros al sótano, que tiene una puerta de salida sobre el lado de la casa que se ve desde la mía. Supongo que debe tener alguna habitación secreta allí abajo, detrás de todos esos estantes.

—¿No se lo dijo a nadie?

Maud negó con la cabeza.

—Si los tratas bien, los negros no tienen por qué escaparse.

Pero Randolph los trata mal, de veras los trata mal. Le encanta usar el látigo, y no se molesta en ocuparse de que tengan comida adecuada y un lugar para dormir. Y un día de éstos se van a levantar contra él, recuerda lo que te digo. Nunca he dicho una sola palabra de lo que pude haber visto; cerré bien la boca. Tú eres la primera persona a quien se lo menciono y sé que no vas a andar diciéndolo por ahí.

—Claro que no.

—No estoy de acuerdo con lo que hace Elijah, de eso no te quepa la menor duda, pero tampoco estoy de acuerdo con Ben Randolph y los que son como él. Mis negros me son leales. Gasto una fortuna cada año ocupándome de que reciban un trato adecuado. Comen casi tan bien como yo, y cada cabaña tiene una estufa de leña. Nunca les hago trabajar demasiado, y cuando uno de ellos se pone enfermo voy a buscar un médico y los cuido como si fueran criaturas. Lo que hace Elijah está mal, pero me imagino que si un esclavo se escapa es porque no le trataban bien.

No puedo olvidar esa sopa caliente y aquellas malditas oraciones.

Supongo que en cierta manera traiciono a los de mi clase, pero no pienso denunciar a Elijah. Ni siquiera debería habértelo contado a ti, querida.

—Puedo asegurarle que no voy a decírselo a nadie.

—Eso ya lo sé, pues de lo contrario ni siquiera hubiese abierto la boca. ¿Sabes una cosa? Nunca te devolví aquel linimento que una vez te fui a pedir, y ya hace varias semanas de eso. Ahora mismo voy a comprar una botella. Lo venden en una de las barracas. Le devuelvo el vaso a Jimmy…

Maud compró la botella de linimento y me la dio, suspiró y dijo que había disfrutado enormemente de mi compañía, pero que ya era hora de regresar a Magnolia Grove. Me abrazó y, con la nueva colcha bajo el brazo, se alejó con paso incierto.

Caminaba arrastrando la sucia falda de montar por el suelo y haciendo saltar aquel gris y desordenado nido de pájaros que llevaba en la cabeza. Como todavía faltaba bastante para la hora en que debía encontrarme con Derek, decidí ir caminando hasta la carreta y dejar allí la corbata y el linimento, bajo los sacos de grano vacíos. Pensaba dar una sorpresa a Derek esta noche, cuando regresáramos a Shadow Oaks.

La carreta estaba bajo la fresca sombra de unos árboles.

Enormes ramas impedían el paso del sol y proyectaban espesas sombras violáceas sobre la tierra. No había nadie por los alrededores, ni siquiera los dos muchachos que deberían haber estado cuidando los animales, y me quedé un rato allí, cerca de la carreta, acariciando uno de los caballos. Mientras estaba así, inmersa en mis pensamientos, no oí acercarse al hombre y las dos mulas de carga hasta que estuvieron casi junto a la carreta. Venía silbando una alegre melodía, feliz y despreocupado como un niño. Una de las mulas se detuvo. Él hizo lo mismo y se volvió para reprender al animal.

—Vamos, querida —dijo en tono de broma mientras tiraba de las riendas—, no seas así. Llevas una carga de baratijas en esos fardos, y pienso venderlas todas. Ya se nos ha hecho bastante tarde, así que déjate de tonterías…

Le reconocí inmediatamente. Recordé aquella voz suave, la manera en que arrastraba las palabras al hablar, esos agradables ojos marrones y los enredados mechones color arena que le caían sobre la frente en un espeso flequillo. Llevaba las mismas botas marrones y la misma ropa de cuero que tenía puestas la vez anterior, y aquella chaqueta adornada con largos flecos de cuero.

La mula se negaba a continuar. Jeff Rawlins sacudió la cabeza, suspiró enojado, cogió una oreja del animal, la colocó entre sus dientes y mordió con todas sus fuerzas. La mula rebuznó furiosa.

—Te lo merecías, por insolente y orgullosa. ¿Por qué no te portas bien como tu hermano? Él nunca se detiene. ¿Estás dispuesta a seguir?

La mula asintió con la cabeza. Jeff Rawlins le dio unas cariñosas palmadas en la nariz y luego, al volverse, me vio de pie junto a la carreta. Primero pareció asustado; después, contento.

Una ancha sonrisa se dibujó en sus labios.

—Pero esto ya es el colmo de la casualidad —exclamó—. Hace sólo un momento estaba pensando en ti… te lo juro. Pensé que como voy a quedarme un tiempo por estos lugares tendría que ir a visitar a Hawke y preguntarle si necesitaba dedales, hilo, cuchillos o cosas como las que yo vendo, preguntarle si todavía tenía esa magnífica mujer que me quitó en la subasta.

—Hola, señor Rawlins —dije con voz fría.

—¿Te acuerdas de mí? Claro que sí. Si una mujer se ha encontrado una vez con Jeff Rawlins ya no se lo puede sacar de la cabeza… es esta mirada que tengo, y esta manera de ser tan despreocupada. Más de una vez he deseado que varias de ellas sí me hubieran olvidado, y no me importa decírtelo.

—Le recuerdo muy bien.

—Apuesto a que te sentiste decepcionada cuando yo no pude comprarte, ¿verdad? Vamos, nena, admítelo.

—La verdad es que sí… al principio. Después me enteré de sus contactos en Nueva Orleans.

Rawlins parecía herido.

—¿Acaso Hawke te ha estado hablando mal de mí? Eso no está bien. Soy simplemente un honesto vendedor ambulante que va viajando con sus mulas de carga y trata de ganarse la vida honestamente. Eso puede verlo cualquiera.

Hablaba en tono alegre, como bromeando, sonriendo todo el tiempo. Rawlins era atractivo, es cierto. Jamás había visto alguien como él. Fresco, simpático, con los modales de un pícaro muchachito. No era lo que puede decirse un buen mozo. La boca era demasiado ancha, la nariz ligeramente encorvada, pero había en él un magnetismo mucho más poderoso que el atractivo físico.

Aquellos ojos y aquella boca sonriente, sensual, habrían despertado a la mujer más fría. Sabía lo que él era, y por eso le detestaba; sin embargo, a pesar de mí misma, me sentía atraída.

—¿Te sorprende verme? —preguntó.

—Un poco —admití.

—He concluido mis negocios en Nueva Orleans y he vuelto aquí por el camino de Natchez, para dedicarme un poco al comercio hasta la próxima subasta. He estado recorriendo el pueblo con las mulas, visitando varias plantaciones para vender mi mercancía. Espero vender el resto esta tarde.

—Que tenga suerte.

—¿De veras? Muy amable de tu parte. Veo que te interesas por mí.

Rawlins avanzó unos pasos y se quedó de pie frente a mí, con las manos apoyadas en los muslos y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. Estaba tan cerca que sentía el calor de su cuerpo, su olor varonil. Debería haberme sentido incómoda.

Pero no lo estaba. Me sentía segura de mí misma, segura de mis sentimientos por Derek, inmune al poder de seducción de Rawlins.

—Debo admitir, nena, que estás más tentadora de lo que yo recordaba. Me encantan las pelirrojas. Me temo que tengo por ellas una debilidad especial.

—Lo lamento, señor Rawlins.

—Bueno. Supongo que ahora no te vas a poner dura, ¿verdad? Y menos conmigo, que soy un tipo tan simpático —sacudió la cabeza y fingió estar triste—. Ésa no es manera de tratarme.

No pude evitar sonreír. Era imposible no sentirse atraída, imposible no corresponder a esos modales tan amistosos. Me costaba creer que fuera tan despreciable como me habían dicho.

Además, era halagador que me hubiera encontrado atractiva y tentadora. Jeff Rawlins me hacía sentir sumamente femenina.

—Ahora está mejor —dijo—. ¿Puedo preguntarte qué estás haciendo aquí sola?

—Estoy esperando a Hawke —mentí—. Debe estar por llegar de un momento a otro.

—Maldición. Nunca tengo suerte. Esperaba que pudiéramos revolcarnos un rato en la carreta… o algo así. Pero parece que hoy no es mi día.

—Estoy segura de que en la feria encontrará varias mujeres dispuestas a eso, señor Rawlins.

—Es probable —dijo en tono de broma—. Siempre suelo encontrarlas. Pero resulta ya un poco aburrido… toda mi seducción, todas esas mujeres. Sin embargo ninguna podría siquiera compararse contigo. ¿Está contento Hawke?

—Mucho.

—¿Crees que le interesaría venderte?

—Lo dudo, señor Rawlins.

—Sería un tonto si lo hiciera. Voy a ir a la subasta dentro de un par de días. Cuando vuelva puede ser que pase por Shadow Oaks, a ver si por casualidad le convenzo de que cambie de idea. Es probable que no haga más que perder el tiempo, pero tengo mucho tiempo para perder.

—¿Ha llegado otro barco con prisioneros?

Rawlins asintió con la cabeza.

—Debo confesar que no espero encontrar ningún premio. A decir verdad, estoy empezando a perder el interés por esa clase de negocio. Son demasiados problemas por muy poco beneficio.

Miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Estábamos solos, rodeados de carretas y carruajes vacíos. Las ramas de los árboles se mecían suavemente con la brisa. Las negras sombras bailaban en el suelo. Aquella ancha y rosada boca volvió a dibujar una sonrisa.

—Creo que Hawke está tardando…

—Llegará de un momento a otro.

—Aunque así sea, supongo que hay tiempo para un beso…

Me cogió en sus brazos con un rápido movimiento y ne abrazó suave pero firmemente. Abrí la boca para protestar, pero antes de que pudiera articular una palabra sus labios aprisionaron los míos en un beso apasionado. Luché, traté de escabullirme pero los brazos de Rawlins me apretaron con más fuerza aún. Era fuerte, demasiado fuerte. No pude hacer más que entregarme a ese vértigo… y a ese placer.

Rawlins apartó la cabeza hacia atrás y, sin dejar de abrazarme, me miró con sus traviesos ojos marrones.

—No estuvo mal, ¿verdad?

—¡Usted… usted es un villano, señor Rawlins!

—Siempre lo fui —admitió—. Lo llevo en la sangre, supongo.

—¡Y además le hace falta un baño! Apesta a sudor, a bosques y…

—No pretendo ser más que lo que soy, nena. Un salvaje recién salido del bosque. Eso me lo dijiste tú una vez, ¿recuerdas? Sin embargo, voy a decirte una cosa. En un segundo podría hacer que amaras todo eso.

—Suélteme.

Rawlins me soltó y volvió a sonreír. Hubiera querido borrar esa sonrisa de su rostro, pero, en realidad, no estaba tan enojada como debería haber estado. Aquellas sensaciones me tenían un poco aturdida. Me sentí débil, vulnerable y, aunque no comprendía por qué, exaltada, como si de golpe hubiera bebido demasiado vino. Rawlins era plenamente consciente del poder que ejercía sobre mí.

—Creo que ya es hora de que me vaya —dijo—. Tengo mucha mercancía para vender y no dispongo de demasiado tiempo. Cuídate mucho, nena. Nos veremos pronto.

—¡Hawke le echará de aquí!

—¿A alguien tan simpático como yo, que trata de ganarse la vida honestamente? ¿Por qué iba a hacerlo? Además, tú no vas a contarle lo de nuestro pequeño e inofensivo beso. Un beso que tú disfrutaste.

Hizo una cortés reverencia y con un dedo se levantó el extremo de un imaginario sombrero. Luego fue caminando lentamente hasta donde estaban las mulas, tomó las riendas y condujo a los animales hacia los tenderetes de la feria. Las pesadas cargas se iban balanceando hacia uno y otro lado a medida que avanzaban. Varias sensaciones se debatían dentro de mí; la mayor parte eran inquietantemente agradables. Amaba a Derek con toda mi alma, pero, sin embargo, me había sentido tremendamente atraída hacia Jeff Rawlins. Era sólo algo físico, pero a pesar de eso me preocupaba. Sentía que de alguna manera me había traicionado a mí misma.

No hablé de Rawlins cuando me encontré con Derek junto al tiovivo, y tampoco mencioné nada al respecto durante el viaje de vuelta a Shadow Oaks. Derek estaba de mal humor, retraído, y yo tampoco me sentía con demasiadas ganas de hablar. Me preguntaba si habría hecho lo que tenía que hacer en la feria. Por su comportamiento era imposible adivinarlo. Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a la plantación, y me alegré al ver que Cassie ya había comenzado a preparar la cena. Yo la reemplacé en la tarea, feliz de tener algo que hacer.

Después de cenar, Hawke se retiró a su despacho y yo ayudé a Cassie a limpiar la mesa y lavar los platos. Hacía ya tiempo que había dejado de sentirse mal por las mañanas, y ahora estaba hermosa mientras caminaba por la cocina bajo la mirada de Adam, sentado a la mesa frente a una taza de café caliente.

Aunque ya lo había ensanchado una vez, aquel vestido rosa ya era demasiado pequeño para Cassie; tenía los pechos y el estómago hinchados, apretados contra la tela. Cuando terminamos nuestro trabajo se apoyó contra la silla de su esposo y le puso una mano sobre el hombro. Adam la miró. En sus oscuros ojos brillaba el orgullo, el amor. Los dos así, juntos, formaban una imagen del amor tan hermosa, tan emocionante, que casi se me anegaron los ojos de lágrimas.

—Este hombre… —dijo Cassie mientras acariciaba una mejilla a Adam—. Soy una mujer afortunada, señorita Marietta, y lo sé.

Adam frunció el ceño, furioso, y fingió estar disgustado.

—Sigue trabajando —rezongó—. Y deja de manosearme.

—Dígame si no es de veras un hombre. Dígame si no es guapo.

—Y te va a dar una buena paliza con el látigo si no dejas de decir tonterías.

Cassie sonrió. Sabía que aquella amenaza eran sólo palabras, sabía que la amaba tan profunda y apasionadamente como ella a él. Afuera ya había oscurecido y se extendían las espesas sombras aterciopeladas del verano. En la cocina las lámparas ardían con una luz cálida, suave, que creaba una atmósfera íntima, el marco perfecto para su amor. Cassie le sirvió otra taza de café y le trajo algunos bizcochos de melaza que yo había preparado el día anterior. Los tres charlamos durante un rato, cansados, tranquilos, hablando de cualquier cosa, y eran ya más de las nueve cuando por fin se fueron a su cabaña.

Yo había subido a mi habitación y acababa de empezar a desnudarme cuando Derek entró en el cuarto. Se había quitado la chaqueta y el chaleco. Tenía la camisa un poco arrugada, metida descuidadamente dentro de la cintura de los pantalones.

Me alegraba, porque hacía ya dos noches que no venía a mi habitación. Derek nunca hablaba cuando venía a visitarme.

Entraba, dormía conmigo y luego volvía a su dormitorio. Jamás se quitaba toda la ropa. Era como si desnudarse y meterse a la cama conmigo demostrara un compromiso que aún no estaba preparado para afrontar. Me usaba como muchos de los plantadores usaban a sus esclavos, pero a mí no me molestaba en lo más mínimo. En el acto mismo, Derek expresaba todos esos sentimientos que se negaba a admitir abiertamente, y algún día, que yo esperaba fuera muy pronto, expresaría todo lo que sentía sin reserva, sin miedo.

—Tengo algo para ti —le dije.

—¿Ah, sí?

—Está aquí, en el cajón… —Saqué el pequeño paquete que Bessie había envuelto y se lo entregué. Derek no parecía contento. Frunció el ceño mientras rompía el papel y la cinta con que estaba atado.

—Pensé que haría buen juego con el traje azul marino.

—¿La has comprado en la feria?

Asentí con la cabeza. Miró detenidamente la corbata, sin cambiar la expresión de su rostro, y luego la dejó sobre el tocador.

—Quería que te compraras algo para ti —dijo.

—Yo quise regalártela, Derek. Esperaba… esperaba que te pusieras contento.

Derek no respondió. Se me acercó, me rodeó con sus brazos y comenzó a desabrocharme el vestido en la espalda. Parecía aburrido, indiferente, incluso cuando deslizaba mi vestido por la parte superior, por los hombros y luego por debajo de la cintura.

El vestido cayó al suelo en un arrugado círculo rojo lleno de florecitas negras. Contuve el aliento cuando tomó los tirantes de mi enagua y, al deslizarlos por los hombros, descubrió los pechos. Me cogió por los brazos, me llevó de espaldas hacia la cama y me recostó suavemente sobre el colchón.

Una hora más tarde estaba de pie junto a la cama, colocándose los faldones de la camisa dentro de los pantalones. Me había hecho el amor dos veces, enérgicamente, excitado casi hasta la locura. Sin embargo, todavía parecía preocupado, absorto en algo. Lánguida, satisfecha, llena de un agradable dolor que parecía arder dentro de mí, me levanté la parte superior de la enagua y me arreglé las faldas. Le vi cruzar la habitación hacia el espejo. Aunque me daba la espalda, veía la imagen de su rostro reflejada. Se apartó de la frente los sudados mechones y contemplaba su propia imagen como si buscara la respuesta de un grave problema. Los huecos en las mejillas y las oscuras sombras bajo los ojos eran más evidentes que antes. No solía quedarse tanto tiempo. Por lo general volvía a su habitación cuando terminaba de arreglarse la ropa.

—Hay algo que te preocupa —dije en tono sereno—. Hay… hay algo que quieres decirme.

Derek se volvió y asintió con la cabeza. La expresión de su rostro era aterradora.

—Tarde o temprano tendrás que saberlo. Randolph vendrá a principios de la próxima semana.

—¿Randolph? No entiendo.

—Ben Randolph. Vendrá a buscar lo que ahora le pertenece.

—No… —Dudé antes de seguir. Una mano parecía apretarme el corazón.

—Vendo a Adam —me dijo.

—¡Derek! ¡No puedes hacer eso!

—No tengo otra alternativa —respondió con voz fría, dura—. Randolph va a pagarme dos mil libras por él. Hace dos años que está tratando de que se lo venda.

Me había puesto de pie. Temblaba. Sentía que las rodillas se me doblaban y creí que el suelo iba a hundirse. Me aferré a una de las columnas de la cama para no caerme.

—¡Cassie está esperando un bebé! ¡No puedes separarlos! Se… se aman. Es inhumano. Es…

—Dios sabe que no quiero venderlo. No tengo otra alternativa. Traté de conseguir un préstamo en Charles Town, pero no pude. Traté de hipotecar Shadow Oaks. Tampoco resultó. Necesito el dinero, Marietta, y lo necesito ahora, o moriremos todos de hambre.

—No puedes hacerlo… Adam no. Derek, no puedes…

—Hablé con Randolph sobre Cassie. Le dije que estaba embarazada, le ofrecí vendérsela también, para que no estuvieran separados, pero no le interesó. Es algo que debo hacer, Marietta.

—¡No puedes! Ben Randolph… Maud me habló de él, y de cómo maltrata a sus esclavos. Es un sádico, un…

—No va a maltratar a Adam. Invierte dos mil libras en él.

—¡No permitiré que lo hagas!

—¡Maldita sea! —gritó furioso—. ¿Crees que quiero venderlo? ¿Crees que no he pasado por todas las agonías del infierno? Es la decisión más difícil que he tenido que tomar en mi vida, ¡pero tenía que tomarla! ¡Podía vender a Adam o a ti! ¡Randolph te compraría en seguida, o Jason Barnett, y otros tantos hombres que podría nombrarte! Prefiero vender a Adam.

—Es… es un ser humano. Un esposo… y pronto será padre. Debe haber alguna otra cosa que puedas hacer. Es…

—Ya está hecho —dijo secamente.

Dio media vuelta y, sin decir una palabra más, abandonó la habitación. Le oí cruzar el vestíbulo a grandes pasos, le oí entrar a su cuarto y cerrar bruscamente la puerta detrás de sí. Me quedé ahí de pie, aferrada a la cama, mientras las lágrimas rodaban por mis mejillas. Estaba tan aturdida que casi no podía pensar con claridad. Lloré, y después me sequé las lágrimas, apagué la lámpara y fui a sentarme frente a la ventana. Miré hacia afuera, hacia la noche y me convertí en parte de la oscuridad misma. Casi no podía contener la angustia que llenaba mi alma. Pasaron las horas y llegó la madrugada. Pude razonar más claramente. Cassie moriría si perdía a su hombre. Adam también sería un ser destruido; aquel esplendor y aquella majestuosidad desaparecerían y se convertiría en algo vacío, hueco. No podía permitirlo.

No podía.

Entonces pensé en Elijah Jones y supe qué tenía que hacer.