VIII

Ya había descorrido las cortinas para abrir las ventanas, y en la habitación flotaba la deliciosa frescura del aire de la noche.

La luz de la luna entraba con rayos entrecortados y venía a aumentar las negras sombras que cubrían las paredes. En la oscuridad veía el azul plateado del espejo. La camisa de seda blanca de Derek descansaba sobre la silla como un fantasma extenuado. Las altas botas negras, de pie en el suelo, se doblaban en su debilidad. Él estaba desnudo a mi lado, profundamente dormido; el pecho subía y bajaba con la respiración. Yo me había quitado la enagua, que había pasado a ser otro fantasma que asomaba del entreabierto cajón.

Los rayos de luna parecían más tenues, una luz plateada que se iba convirtiendo en blanco lechoso; las sombras parecían agitarse, negro terciopelo que se fundía en sombras menos profundas, menos oscuras, cada vez más azules que negras. Si hubiéramos estado en el campo, pronto empezaría a cantar el primer gallo, y al este pálidas manchas doradas empezarían a adornar el horizonte gris a medida que la luna fuera marchándose y las estrellas se fueran apagando una a una. Me había despertado hacía unos minutos, llena de una maravillosa languidez que se encendía dentro de mí y me recorría todo el cuerpo. Desnuda, recibí con placer la fresca brisa que me helaba la piel. Todas las mantas estaban al pie de la cama. Por temor a despertarle, no intenté levantarlas para cubrirnos. Muy pronto sería la hora de levantarnos.

Derek gimió mientras dormía, y una expresión de fastidio le arrugó la frente. Se giró hacia mi lado; su pierna izquierda cayó sobre las mías, y su brazo me rodeó la cintura. Tenía la piel suave como la seda, tibia, con olor a sudor. Le acaricié el brazo, pasando mi mano por aquellos músculos fuertes, deslizándola por la curva de su hombro. Volvió a gemir y me abrazó con más fuerza. Cambió de posición y apoyó pesadamente su cabeza sobre mi hombro y mi pecho. Su boca entreabierta, húmeda, me rozaba la piel. Levanté la mano derecha y acaricié ese cabello espeso, suave como la seda. Volvió a moverse. No estaba despierto ni dormido, y sentí que empezaba a ponerse tenso, que algo vibraba en él.

Soñoliento, abrió los ojos. Apoyé suavemente la punta de los dedos sobre su boca. Me cogió por los hombros y me atrajo hacia él. Todavía entre sueños, me besó, con un beso prolongado, lento y maravillosamente tierno, completamente distinto de aquella ardiente acometida de unas horas antes. Deslicé mis manos por sus hombros y su espalda y las apoyé sobre las nalgas cuando éstas se elevaron y él bajó las manos hasta coger las mías.

Me había poseído antes. Brutalmente, sin pensar en mí, en mi placer, me había tomado y no había dado nada a cambio. Ahora me hizo el amor. Podía no haber dicho nada, podía, con la mañana, ser tan frío y lejano como siempre. Pero no había necesidad de palabras. Su cuerpo, su ser, lo expresaba todo con increíble ternura. Se entregó, y las sensaciones giraban en torbellino; la piel parecía despedazarse lentamente como telarañas de seda que se desgarraban, y su boca cubrió la mía cuando el grito se ahogó en mi garganta; sus labios atraparon ese grito dentro de mí cuando el amor afloró impetuoso junto con el estallido de nuestra pasión. Temblé cuando él tembló, y, ya debilitado, cayó sobre mí. Pronto se durmió y, finalmente, rodó hacia un costado y quedó tendido a mi lado, en un sueño profundo y sereno.

Cuando los primeros rayos dorados de la mañana inundaron la habitación, yo ya me había lavado e iba con mi ropa vieja. Derek todavía estaba tendido en la cama, profundamente dormido. Sin hacer ruido, salí de la habitación y descendí por la escalera. El vestíbulo estaba desierto. Después de una corta búsqueda, por fin hallé la cocina en la parte posterior de la posada.

La cocinera acababa de levantarse y caminaba de un lado a otro medio dormida, murmurando en voz baja mientras encendía el fuego y ponía la cafetera a calentar. Era gorda y gruñona, con negra piel brillante. Rezongó fastidiada cuando le dije que quería un desayuno para dos, y me miró incrédula y confundida cuando le dije que le ayudaría a prepararlo.

—¡Criatura de Dios, eres un ángel! Dame tiempo para que tome un café y prepararemos el mejor desayuno que puedas imaginar.

Cumplió su palabra. El desayuno que veinte minutos más tarde llevé arriba en una bandeja de madera, era una delicia para la vista y para el olfato. Sonreí, henchida de una vibrante alegría que parecía cantar dentro de mí. Traté de mantener la bandeja en equilibrio, abrí la puerta y me encontré con una habitación inundada de sol. La cama estaba vacía. Derek no estaba, al igual que la ropa que había arrojado sobre la silla durante la noche.

Dejé la bandeja sobre el tocador y, en ese preciso instante, se abrió la puerta interior. Ya se había lavado y afeitado, y llevaba puesta la ropa vieja.

—Eficiente como siempre —observó.

—Pensé que sería mejor partir temprano.

—Exacto. Estoy muerto de hambre. Supongo que tú también. Entre una cosa y otra, anoche no cenamos.

Ésa fue la única alusión que hizo a lo que había sucedido. Era algo que ambos aceptábamos y sobre lo cual no íbamos a discutir.

Su comportamiento era un tanto brusco, indiferente. El hielo había desaparecido, pero no había calor ni intimidad. Todo volvería a ser como antes. No iba a permitir ningún tipo de confianza entre nosotros; jamás admitiría que nuestra relación había cambiado. Sabía que tendría que resignarme a eso hasta que estuviera listo para afrontar la verdad sobre lo que sentía por mí.

Después del desayuno, cuando ambos terminamos de preparar las maletas, volví a la cocina y mandé que nos prepararan un almuerzo para llevárnoslo. Una hora más tarde íbamos ya camino a Shadow Oaks. Charles Town había quedado atrás.

Derek estaba inmerso en sus pensamientos, pero ahora el silencio entre nosotros era agradable. Sentía que podía hablarle en cuanto me apeteciera. Era feliz sentada a su lado, soñando despierta. Los caballos trotaban con paso lento y uniforme; la carreta crujía, se balanceaba.

—¿Van bien tus negocios? —pregunté al cabo de un rato.

—Muy bien —respondió.

—No tenía nada que ver con Shadow Oaks, ¿verdad?

—No, Marietta, no tenía nada que ver. Fui a ver a un abogado.

—No quería inmiscuirme en tus asuntos. Sólo que… sé tan poco de ti…

—El abogado en Charles Town trabaja junto con otro abogado de Londres. El de Charles Town me mantiene informado sobre las averiguaciones del de Londres.

—¿Un abogado en Londres? ¿Significa que estás comprometido en un juicio?

—Exactamente. Me correspondería ser lord Derek Hawke. Debería ser el dueño de un latifundio isabelino de varios miles de hectáreas en Nottinghamshire, con tres docenas de granjas arrendadas. Un tío y sus hijos me quitaron la herencia, y ahora están viviendo en la casa y cobrando todas las rentas.

—Entiendo.

—Hawkehouse perteneció a mi padre, a mi abuelo, a mi bisabuelo, y así sucesivamente hasta remontarnos a los días de muestra querida reina Isabel. Lord Robert Hawke era uno de los cortesanos favoritos de la reina. Como muestra de su aprecio le dio la casa y las tierras. Por la ley de primogenitura, debería pertenecerme a mí, el único hijo de lord Stephen Hawke.

—Conozco todo lo referente ala ley de primogenitura —dije al recordar a mi primo, al recordar la forma en que me había echado de Stanton Hall—. ¿Quieres contarme tu historia, Derek?

—No veo ninguna razón para ocultártela. A mi padre, desde joven, y después como hombre maduro, siempre le gustó viajar. Era un libertino que sentía debilidad por las mujeres. Había habido muchas en su vida y tenía varios hijos naturales, pero no tuvo ninguna esposa hasta que conoció a mamá. Fue en un pueblecito de Alemania. Por aquel entonces tenía cerca de cuarenta años y ya sufría de gota. Ella estaba con un oficial prusiano. Era inglesa, rubia, atractiva, y muy conocida en ciertos círculos sociales. Mi padre se enamoró perdidamente y ella, con mucha astucia, se negó a acostarse con él a menos que la hiciera su esposa. La idea no le entusiasmaba demasiado, pero finalmente se rindió…

Derek hizo una pausa, y tiró de las riendas con más fuerza.

Cuando continuó me di cuenta de que había un tono más duro en su voz.

—Se casaron allí, en Alemania, y el único testigo de la boda fue una excéntrica y reumática vieja duquesa inglesa. Mi madre volvió con él a Hawkehouse en calidad de legítima esposa. Pero los parientes, vecinos y amigos de mi padre no estaban dispuestos a aceptarla como tal. La trataban como si fuera una amante a la que mi padre había alojado en su casa. No la aceptaron. A ella no le importó en lo más mínimo. Tenía todos los lujos que siempre había soñado, un esposo que la adoraba. Eso era suficiente, al menos por un tiempo. Aproximadamente un año más tarde, nací yo. Por alguna razón inexplicable, nunca me bautizaron, aunque mi nacimiento fue debidamente inscrito en el registro civil.

—¿Te criaste en Hawkehouse? —pregunté.

—Viví allí hasta los siete años. Después, una noche, mi madre entró en mi habitación y me dijo que me vistiera mientras ella preparaba mis cosas. Huimos de la casa en medio de la noche.

Una carreta nos estaba esperando al final del camino. En su interior había un joven muy atractivo. Él y mi madre reían mientras la carreta se alejaba. Fuimos a Francia y luego a Italia, y el joven la abandonó, y ella encontró otro hombre en Roma, un poco más maduro y un poco más libertino. Pasaron dos años y tuve varios «padrastros» más, hasta que por fin regresamos a Inglaterra. Mi madre me llevó a una fría escuela gris y me dejó allí. Jamás volví a verla. Unos meses más tarde murió ahogada en un yate que naufragó durante una tormenta en el Mediterráneo.

—Qué terrible para ti. ¿Y qué pasó después?

—Me quedé en la escuela. Mi madre había tenido la gentileza de decir a mi padre dónde me encontraba. Él enviaba dinero, pero nunca vino a visitarme. Cuando salí de la escuela decidió que continuara mis estudios en Oxford, y allí me fue muy bien.

Cuando salí de Oxford me enroló en el ejército. Me enviaron al este. Cuando estaba a punto de finalizar mi período de servicio llegó la noticia de su muerte. Pero cuando por fin pude volver a Inglaterra, me enteré de que se me había declarado hijo ilegítimo. Mi tío y su familia estaban muy bien aposentados en Nottinghamshire. Él decía ser el legítimo heredero, y al no poderse encontrar ningún registro del matrimonio de mi padre, el tribunal estuvo de acuerdo.

—Debes haber pasado momentos muy amargos.

—No. Sabía muy bien lo que tenía que hacer. Me puse en contacto con un abogado muy famoso que había dado una conferencia en Oxford. Se interesó por mi caso y aceptó hacerse cargo, aunque me previno que costaría mucho dinero y podría tardar años. Yo era bastante pobre y sabía que no podía esperar ganar mucho en Inglaterra después de haber sido legalmente declarado bastardo. Fui a Londres y acudí a algunas casas de juego. Gané bastante dinero, lo suficiente para pagarme el pasaje a América, donde, según había oído, se podía amasar una fortuna con el algodón. El dinero restante fue suficiente para comprar Shadow Oaks. Cometí la tontería de casarme, pero no quiero hablar de eso.

La carreta saltó cuando una de las ruedas pasó sobre una roca, y me aferré a su brazo para no caerme. Los árboles proyectaban largas sombras a lo largo del camino. Los rayos del sol eran más débiles y el cielo aparecía más gris.

—Finalmente, mi abogado halló pruebas del matrimonio —Derek siguió diciendo—, pero se dijo que los documentos habían sido falsificados. Mi tío tiene un equipo de hombres muy astutos que trabajan para él. Varias veces hicieron que el tribunal diera el caso por cerrado, pero mi abogado no se rinde, y yo tampoco. Voy a ganar. Puede ser que me lleve otros diez años y todo el dinero que pueda ganar en ese tiempo, pero voy a ganar.

—¿Tanto significa para ti?

Fue una pregunta tonta. No debí haberla hecho. Derek se quedó en silencio, con los labios apretados; era evidente que lamentaba haberme dicho tanto. Seguimos por el camino, y cruzándonos rara vez con algún otro vehículo. Hacía ya varias horas que habíamos salido de Charles Town. Comenzaba a tener hambre, pero no iba a ser yo quien sugiriera que nos detuviéramos para almorzar. Estaba sentada en silencio; me balanceaba al compás de la carreta y saboreaba el placer de tenerle cerca mientras miraba fijamente el largo camino que se extendía delante de nosotros. A ambos lados desfilaban los hermosos robles de los que colgaba el musgo. Soplaba una suave brisa, y el musgo se balanceaba hacia adelante y hacia atrás.

Ahora comprendía dónde había ido todo el dinero, por qué Shadow Oaks estaba tan descuidada, y por qué tenía tan pocos esclavos. El juicio había ido drenando constantemente sus ingresos, pero él estaba convencido de que el resultado final le compensaría por todo lo que había gastado. Era un hombre con un propósito, y ahora comprendía qué le impulsaba a trabajar con tanto ahínco junto a sus esclavos, qué le había transformado en el ser inflexible, indiferente y cruel que yo conocí. La traición de su tío y aquel funesto matrimonio que había seguido inmediatamente después, habían dejado heridas muy profundas. Yo deseaba curarlas, pero el bálsamo que podía ofrecer era precisamente lo que Derek más temía. Ya una vez se había mostrado vulnerable. No volvería a descuidarse. Con lo que yo ahora sabía, esperaba algún día poder hacerle cambiar de idea y, por el momento, esa esperanza tendría que ser suficiente para darme fuerzas.

Al fin Derek detuvo la carreta a un lado del camino y dimos cuenta del almuerzo que la cocinera y yo habíamos preparado.

Aún estaba de mal humor y no tenía ganas de hablar. Cuando terminamos de comer, guardé las cosas y me levanté para ir a poner la cesta en la carreta. Derek estaba sentado contra el tronco de un árbol, con las largas piernas tendidas, los brazos cruzados. Sentía sus ojos clavados en mi espalda mientras caminaba hacia la carreta. Una ráfaga de viento hizo ondear mis faldas. Las ramas de los árboles se balanceaban, gemían. Las hojas crujían. El aire era más fresco que de costumbre; aquel calor sofocante, aquella humedad, habían cedido.

Derek se levantó lentamente y sacudió la hierba que tenía pegada a los pantalones. Después de la comida y el corto descanso, parecía más relajado. La tensión había desaparecido.

—Creo que hice un buen negocio —expresó.

—¿En Charles Town?

—En aquella subasta, hace varios meses. Estuve al borde de la ruina por comprarte, pero… empiezo a creer que fue dinero bien invertido.

—¿De veras? —pregunté con tono alegre.

—Durante mucho tiempo me sentí culpable. Haber limpiado de esa manera mi cuenta en el banco por una pelirroja que jamás serviría para cortar leña o para trabajar en los campos… Fue una locura. Me arrepentí…

—¿Y ahora?

—Y ahora pienso que tal vez hice una buena compra.

Caminó lentamente hacia mí y apoyó los brazos en mis hombros mientras me miraba a los ojos, pensativo. Tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para encontrar su mirada.

—Necesitaba una mujer —dijo—. Fui un tonto al esperar tanto tiempo. Hay cosas que un hombre necesita.

—Lo sé.

Me miró a los ojos, y sus labios se separaron. Los humedeció con la punta de la lengua y me besó con naturalidad, sin pasión ni ternura. Simplemente saboreaba lo que era suyo, paladeándome como si estuviera comprobando entre los dedos la calidad de un buen habano. Me rodeó la cintura con un brazo y, mientras me abrazaba, miró por encima de mi hombro hacia la carreta, como si estuviera pensando si tenía o no tiempo para saborearme más completamente.

—Esta mañana hemos salido tarde —observó—. Será mejor que nos vayamos.

—Supongo que sí.

—Habrá tiempo después.

Los dos sabíamos lo que quería decir. Yo le pertenecía, y en el futuro debería realizar tareas más íntimas cada vez que él lo deseara. Yo cocinaría para él, le zurciría la ropa, haría la limpieza y, cuando su deseo fuera incontenible, yo lo aplacaría sin preguntar, sin discutir. No aceptaría ninguna muestra de afecto de mi parte, la rechazaría severamente. Yo era su mujer, una mujer a la que podría usar a su antojo. Derek Hawke no reconocería que yo era algo más que eso. Me soltó y comenzó a caminar hacia la carreta. Movió los hombros hacia atrás, los brazos hacia adelante; un hombre satisfecho, con músculos relajados después de la agradable liberación de varios meses de tensión sexual. Subió a su asiento y tomó las riendas. Yo subí y me senté a su lado. Trataba de resignarme a su actitud, y me decía que sólo me quedaba esperar que algún día admitiera los sentimientos que esta mañana había expresado con tanta ternura.

Los caballos continuaron el camino. La carreta se mecía.

Pronto estuvimos en marcha otra vez. Derek todavía estaba relajado, en paz consigo mismo y con el mundo.

—Sí —dijo muy plácidamente—, tal vez haya hecho un buen negocio.

—¿Es cierto que casi quedaste en la ruina?

—Casi. Nunca pensé gastar tanto. Acababa de transferir una importante suma de dinero a la cuenta de mi abogado en Londres. No me quedó mucho en el banco. Pero no hay de qué preocuparse. La recolección volverá a llenar las arcas. Si no fuera por eso, me vería en serios problemas.

Preocupada, miré al cielo. Se había puesto muy gris, y había en el aire una siniestra quietud. ¿Qué pasaría si lloviera? ¿Y si algo le ocurría a la cosecha? No pude evitar sentir cierto temor, pero Derek conocía mejor que yo el clima de Carolina y no parecía preocupado en absoluto. Sin embargo, casi inconscientemente y muy dentro de mí, deseaba que el algodón ya se hubiese recogido. Adam se había mostrado preocupado al respecto, y los otros plantadores ya habían recogido el suyo. En los campos por los que pasábamos ya no se veían las blancas bolas de algodón; sólo quedaban los tallos.

—Hablame de ti —dijo.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Todo. Cómo llegaste a hablar con ese acento tan educado, cómo fuiste a parar a un barco de prisioneros.

—Ya te lo dije una vez —le recordé—. Íbamos camino a Shadow Oaks, cuando acababas de comprarme y…

—Cuéntamelo otra vez. Comienza desde el principio.

Y entonces le hablé de mi vida, de mi madre, de su muerte, de mi padre y de la educación que me había dado. Le expliqué cómo me habían echado de Stanton Hall al morir mi padre, y me di cuenta de que mi historia era muy parecida a la suya, aunque en mi caso no había dudas sobre mi ilegitimidad. Mientras los caballos, con el oscuro pelaje reluciente, galopaban a paso largo por el camino, y mientras la carreta se mecía y crujía, le hablé de mi trabajo en Montagu Square, de lord Mallory y las esmeraldas que había escondido en mi habitación, y todo lo que había sucedido después hasta mi llegada a América. No le oculté nada, excepto la relación que había tenido con Jack Reed en el barco.

Tenía suficiente sentido común como para omitir eso.

—Un cuento interesante —comentó Derek cuando terminé.

—No me crees, ¿verdad?

—Estoy seguro de que la mayoría de las cosas son ciertas.

—Crees que yo…

—¿Importa lo que yo crea, Marietta?

—En absoluto —respondí secamente.

—Lo único que importa es que ahora me perteneces. Tendrás todo lo que necesites: protección, comida, ropa…

—¿Y crees que eso debería bastarme? ¿Crees que tendría que…?

—Creo que deberías estar agradecida —interrumpió—. Te podría haber tocado un destino peor, te lo aseguro. Podría haberte comprado Rawlins. Estos últimos meses lo has pasado muy bien.

—He sido una esclava.

—Y yo he sido un amo excesivamente bueno. Podía haberme aprovechado de ti, haberte golpeado. Podía haberte violado aquella primera noche.

—Es cierto, podías haberlo hecho.

—Tienes muy poco de qué quejarte, Marietta.

—Soy un ser humano. Los seres humanos tienen…

—Esta conversación empieza a aburrirme —interrumpió. Había una muestra de fastidio en su voz—. No tengo que justificarme ante ti. Me costaste mucho dinero, mucho más del que podía pagar, y tuviste la suerte de que fuera yo en lugar de Rawlins.

—¿Quieres que te dé las gracias?

—¡Quiero que te calles! —dijo secamente.

Contuve la violenta respuesta que cruzó mi mente y permanecí en silencio. Me sentía humillada; la furia hervía dentro de mí. Su enojo pronto desapareció y Derek volvió a estar tan relajado como antes, pero el mío no disminuyó en lo más mínimo. En ese momento, de veras deseaba que Jeff Rawlins me hubiese comprado. Deseaba no haber oído hablar nunca de Derek Hawke, de Shadow Oaks. Durante algunos momentos le odié con todo mi ser y luego, cuando pasó, pensé que todo sería más fácil si realmente pudiese odiarlo. Podría… podría huir, me dije a mí misma. Podría ir a una ciudad grande, como Charles Town. Sería libre para llevar mi vida, para decidir mi propio destino.

Mientras la carreta saltaba por el camino yo estaba inmersa en mis pensamientos y viajaba por un mundo de sueños, en el que era libre, importante, vestida con hermosos trajes, rodeada de atractivos caballeros que se disputaban mi atención. Derek me veía y me deseaba, y yo le sonreía, y luego me iba del brazo de su rival. Le trataba con desdén y le dejaba enojado, frustrado, para que lamentara no haberme hecho caso cuando había tenido oportunidad. Volvía a mí una y otra vez, y yo siempre le rechazaba. Finalmente cuando le veía totalmente desconsolado, le concedía una noche conmigo, y el…

Aquel estruendo me hizo estremecer y, de repente, mi mundo de sueños se hizo pedazos. Alarmada, miré hacia arriba. Derek estaba tieso; el rostro, tenso.

—¿Qué… ha sido eso? —alcancé a balbucear.

—Truenos.

—¿Truenos? Significa que va a…

—¡Que va a llover!

Chasqueó las riendas para que los caballos aceleraran el paso.

El cielo se había puesto más gris aún, con algunos matices púrpura. Enormes nubes negras se movían por el cielo. Otra vez se oyeron truenos. Derek volvió a chasquear las riendas para dar prisa a los caballos, que pronto comenzaron a correr por el camino a todo galope. Los cascos golpeaban contra las piedras; las colas y las crines ondeaban al viento como madejas de seda. La carreta saltaba y se balanceaba, y se desviaba hacia uno y otro lado a medida que la velocidad iba aumentando. Me aferré con fuerza al borde del asiento por miedo a caerme. Derek se inclinó hacia adelante, casi de pie, y tiró con fuerza de las riendas. Todo su cuerpo estaba tenso y, aunque casi hacía frío, estaba bañado en sudor.

Los árboles parecían volar al quedar atrás, bultos verdes cuyas siluetas se confundían entre sí. El camino era una cinta marrón que se desenrollaba a toda velocidad y nos lanzaba hacia adelante. El viento comenzó a soplar con fuerza, y me despeinaba y levantaba mis faldas. Un repentino destello brilló ante nosotros cuando un relámpago cruzó el cielo. Estaba aterrorizada, pero el pánico era cada vez mayor pues comprendía lo que esa tormenta significaría para Derek. Se perdería la cosecha, y él se vería en serios problemas económicos. Mientras las ramas de los árboles se agitaban como demonios amenazantes, los caballos galopaban locamente por el camino y la carreta saltaba sin control, yo rezaba para que no lloviese. Las ruedas pasaron por un bache muy profundo que había en el camino. La carreta pareció volar en el aire. Me solté del asiento y grité al caer hacia adelante. Derek me pasó bruscamente un brazo por los hombros y me echó hacia atrás. Me apretaba con fuerza, y los músculos de su brazo me lastimaban, pero yo apenas sentía el dolor. Otro relámpago cruzó el cielo, y a lo lejos se oyó una explosión. Después comenzó a llover copiosamente. En seguida ambos estuvimos empapados. Derek gritaba a los caballos para que aceleraran aún más el galope. A través de la gris cortina de agua vi los campos de Maud Simmons, donde el algodón ya había sido cosechado. Estábamos llegando ya a casa, pero era demasiado tarde, demasiado tarde. La cinta marrón del camino aparecía ya de un color negro brillante, y se iba convirtiendo en barro, barro y agua que iba salpicando a medida que los caballos y la carreta avanzaban violentamente.

Pasó una eternidad antes de que por fin llegáramos a Shadow Oaks. Derek detuvo los caballos bajo uno de los robles del fondo, saltó del asiento y corrió hacia los campos. Me quedé allí sentada por un momento, aturdida. Después bajé y, como pude, quité los arneses a los caballos y los conduje bajo la lluvia hasta los establos. ¿Dónde estaban los esclavos? ¿Por qué no había nadie para ayudar? Al salir de los establos vi que Cassie bajaba los escalones y corría hacia mí bajo la lluvia. Cuando llegó a los establos tenía el vestido rosa totalmente adherido al cuerpo, en el que el embarazo ya era evidente; el cabello le chorreaba. La muchacha estaba aterrorizada, temblando mientras yo la hacía entrar al establo.

—¡Se va a perder! —gritó—. Adam hizo que todos corrieran a los campos cuando el cielo empezó a oscurecerse… todos, las mujeres y los niños, incluso la vieja Mattie… yo también quería ayudar, pero no me dejó…

—¿Han podido…?

—¡Casi no han podido recoger nada, señorita Marietta! Para recogerlo todo harían falta tres días de duro trabajo, y ellos empezaron a mediodía…

La muchacha tenía la voz ronca, lloraba, temblaba violentamente. Cogí una de las mantas de los caballos, se la puse sobre los hombros y le aparté de la cara los negros mechones de cabello mojado. Los relámpagos cruzaban el cielo y se desataban en estallidos de azul y oro, y la lluvia era peor que antes. La furia del viento la hacía penetrar violentamente al establo. De repente oímos que algo caía sobre el techo como si nos estuvieran atacando con fuego de artillería. Cassie y yo miramos hacia afuera, y vimos cómo la lluvia se convertía en granizo y el granizo caía como millones de bolitas brillantes. Duró tal vez unos cinco minutos y, luego, de repente, dejó de caer. Sólo quedaba el silencio, un silencio que parecía mucho más intenso después de aquel ruido infernal.

—Se acabó —murmuró Cassie—. Seguro que toda la cosecha se ha perdido.

Durante varios minutos permanecimos allí de pie, en silencio.

Cassie lloraba. Yo sentía una tremenda desesperación. Sabía lo que esto significaba, sabía cómo debía sentirse Derek. Algunas gotas de agua se escurrían por los aleros. El patio estaba cubierto de granizo, que brillaba y resplandecía como el cristal. A lo lejos vi a los negros que volvían de los campos, mojados, vencidos, arrastrando los sacos de tela vacíos. Adam nos vio allí de pie en la puerta de los establos y se acercó a nosotras. No era necesario hablar. Cogió a Cassie en sus brazos, la abrazó con fuerza y la envolvió aún más con la manta.

—¿Él… él todavía está allá? —pregunté.

Adam asintió con la cabeza; su rostro era serio.

—Está allí de pie, mirando los campos.

Me alejé de ellos y crucé rápidamente el patio. El granizo crujía bajo mis pies. Dejé atrás los robles y me interné en los campos. El suelo estaba embarrado, las matas caídas y rotas, el algodón parecía nieve mojada. El cielo, antes púrpura, tenía ahora un color violeta pálido, y débiles rayos de sol asomaban entre las nubes. A lo lejos vi a Derek. Estaba de pie, con las manos en los bolsillos, mirando los destrozos, como si no pudiera creer lo que veía, como si fuera un espejismo. Su cabello estaba empapado. Al acercarme vi la expresión de su rostro y sentí que se me partía el corazón. Tenía los ojos llenos de angustia. La boca abierta.

Parecía perdido, indefenso.

Corrí hacia él. Me miró y sacudió la cabeza. Luego una extraña y triste sonrisa se dibujó en sus labios. Le aparté los mechones mojados de la frente. Derek me rodeó con sus brazos y me apretó junto a él con fuerza, con mucha fuerza, como si temiera perderme a mí también. Ninguno de los dos dijo nada. Nunca le había amado tanto. Todo mi ser vibraba de emoción. Miró los campos y volvió a sacudir la cabeza. Luego me miró a los ojos.

—Todavía te tengo a ti —dijo—. Gracias a Dios.