VII

El sol inundaba la habitación con sus cálidos rayos cuando por fin me desperté. Tardé un momento en recordar dónde estaba. Me senté con dificultad en la cama y me aparté el cabello de la cara. Sólo llevaba una fina enagua blanca que dejaba al descubierto parte del pecho; la falda estaba totalmente arrugada y retorcida entre las piernas. En algún momento de la noche había empujado las mantas hasta los pies de la cama, y el estado de la sábana superior y de las almohadas revelaba una noche agitada.

Me miré en el espejo que estaba frente a la cama: el cabello estaba totalmente desordenado, el rostro tenso. Mis ojos se llenaron de desolación al recordar la espera de la noche anterior. ¿Cuántas horas había estado despierta, esperando que volviera? ¿A qué hora me había dormido al fin, mientras la habitación contigua todavía estaba vacía? Me invadieron el dolor, la rabia y la frustración, pero había una sensación más poderosa que las demás: el hambre. Estaba muerta de hambre. El día anterior, durante el almuerzo, había comido muy poco, y desde entonces no había probado bocado.

Oía los pasos de Hawke en la habitación contigua. Me preguntaba qué hora sería. El sol que inundaba el cuarto tenía un brillo radiante y dibujaba enormes círculos de luz sobre el piso de madera. Si el sol brillaba tanto, con tanta fuerza, debía ser muy tarde, pensé, y salté de la cama. Sentí la tibia madera bajo los pies descalzos. Me acerqué a la ventana y vi un cielo de seda blanca, apenas manchado de azul. El sol era una enorme bola de plata en el centro. Debía de ser cerca de mediodía. Me volví cuando la puerta interior se abrió y entró Hawke.

—¿Qué… qué hora es? —pregunté.

—Pronto será la una —respondió—. Has dormido hasta tarde.

—No era mi intención.

—No había ningún motivo para despertarte —agregó secamente—. Ayer fue un día agotador. Necesitabas ese descanso. He mandado que te traigan la comida aquí arriba. No deben tardar.

Nunca le había visto con ropa tan elegante. En lugar de embarradas botas y la vieja ropa de trabajo vestía un magnífico traje color azul marino y un chaleco de raso celeste bordado con seda negra. La corbata de seda blanca estaba cuidadosamente anudada alrededor del cuello, y las altas botas negras brillaban con un luminoso resplandor. Aquel tosco granjero empapado de sudor que trabajaba en los campos junto con los esclavos se había transformado en un aristocrático señor que podía frecuentar los más distinguidos salones de Londres. Esa ropa tan imponente le hacía parecer aún más lejano. Tenía un aspecto frío, arrogante, superior; aquellos ojos grises se mostraron indiferentes al observar mi cabello despeinado y la escotada enagua arrugada.

—¿Va a salir? —pregunté.

—Tengo que atender unos asuntos —Hawke metió la mano en el bolsillo, sacó varios billetes y los puso sobre el tocador—. No volveré hasta eso de las seis —continuó—. Creo que vas a estar ocupada haciendo compras.

—Pero ya revisé todas las provisiones. No necesitamos…

—Anoche dijiste que no tenías un vestido adecuado para ponerte. Cómprate uno y todo lo que necesites para arreglarte. Encontrarás varias tiendas para mujeres cerca de aquí. No te alejes demasiado. Quédate por esta zona.

—¿Piensa dejarme libre?

—No había pensado encerrarte en tu habitación, si eso es lo que quieres decir.

—Podría… podría escaparme con facilidad.

—Dudo que lo hagas —replicó con esa misma voz seca—. En primer lugar, sabes que te buscaría… y te encontraría. No te iba a gustar lo que pasaría, te lo aseguro. En segundo lugar… —titubeó, y me miró larga y lentamente.

—¿En segundo lugar? —repetí.

—Tú no quieres escaparte de mí —dijo.

—¿No?

Hawke no dijo nada más. No era necesario. Había sido muy tonta al demostrarle lo que sentía por él, pero no había podido evitarlo. Él lo sabía, y acababa de decírmelo a su manera, enigmáticamente, como siempre. ¡Cómo deseaba derrumbar a ese hombre de hielo, arrogante, con algún comentario que le convenciera de que estaba equivocado! Pero no encontré palabras.

—Esta noche comeremos fuera —me informó—. Espero que estés lista y esperándome vestida con la ropa nueva cuando vuelva a las seis. He dejado bastante dinero. Puedes gastarlo todo.

—Usted es muy bueno —dije con voz tranquila.

—No, Marietta, nunca he sido bueno. No te engañes pensando eso. Soy muy cruel.

—¿Y se enorgullece de serlo?

—En este mundo es la única manera que el hombre puede sobrevivir. Los hombres buenos, los que son compasivos… —Dejó de hablar e hizo una mueca—. ¡Vístete! —ordenó severamente—. Pareces una prostituta con esa enagua. El chico subirá con tu comida dentro de unos minutos y no quiero que nadie te vea así.

Dio media vuelta y salió inmediatamente de la habitación, cerrando la puerta detrás de él. Aquel repentino estallido de furia me había revelado muchas cosas. Podía no haber reaccionado, pero Derek Hawke había visto cómo la fina enagua blanca se me adhería al cuerpo, había visto mis pechos apretados contra el pronunciado escote. ¿Habría querido liberarlos y acariciarlos? ¿Habría querido tirarme sobre la cama deshecha y hacerme el amor ardientemente, con pasión? ¿Era por eso que me había hablado en un tono tan severo y se había ido tan bruscamente?

Mientras me vestía, oí que salía de su habitación. A los pocos minutos alguien llamó a mi puerta y, cuando la abrí, me encontré con un sonriente criado que traía una muy bien servida bandeja de desayuno. Le di las gracias, cogí la bandeja y la puse sobre la mesita. Hawke había sido muy generoso al encargar la comida.

Había suficiente para dos personas. Qué atento de su parte pensar en eso. Qué considerado de su parte dejarme dinero para un vestido nuevo. Él podía considerarse cruel, pero yo sabía que no era cierto, aunque él hiciera todo lo posible por parecerlo.

También podía pensar que yo le era indiferente, podía autoconvencerse de que él era inmune, pero eso tampoco era cierto. Poco a poco, Derek Hawke se iba derrumbando y revelaba más y más su verdadera naturaleza.

Estaba de muy buen humor cuando por fin salí de la posada; tenía una sensación de bienestar y optimismo que no sentía desde hacía tiempo. El sol brillaba radiante y el olor en el aire me daba fuerzas. Tenía toda la tarde para mí y era una dicha sentirme tan contenta, tan libre, especialmente después de aquellas largas horas de insomnio y tristeza en la cama, en la oscura habitación.

A él sí le importaba. Trataba de esconderlo, pero no podía disimularlo del todo. No tenía prisa por comprarme el vestido, así que caminé lentamente hacia los muelles, observando a los hombres que descargaban los buques, y después simplemente comencé a pasear por las calles, empapándome de la atmósfera de esa fascinante ciudad.

Yo era joven, hermosa y estaba enamorada. Sonreía a la gente.

Me detuve para mirar un carro lleno de flores anaranjadas, amarillas, rojas, azules. Me quedé boquiabierta frente a los altos árboles exóticos y todas las tiendas. De pronto comprendí que era feliz. Esta sensación de alegría que parecía hervir dentro de mí era algo que no había experimentado desde la muerte de mi padre, antes de que todo mi mundo se desvaneciera. Mientras los carros y los carruajes bajaban ruidosamente por la angosta calle, mientras las voces de los vendedores ambulantes llenaban el aire y la gente iba y venía apresuradamente por las calles, me detuve a pensar. Me había sentido tan triste anoche, y hoy… hoy me sentía como si estuviera llena de una música alegre, una música que sólo yo podía oír, y la razón era evidente. No era solamente porque amaba a Derek Hawke. Era porque ahora estaba segura de que él también me amaba.

Hacía tiempo que estaba luchando consigo mismo, pero… estaba a punto de perder la batalla. Podía ser fácil contener los sentimientos que se agitaban dentro de él, podía esconderlos con aquel comportamiento duro, rígido, pero había otra sensación, más fuerte, que no era tan fácil de negar. Podía combatir el amor, pero el deseo, aquel ardiente deseo puramente físico que le quemaba la sangre, era demasiado potente como para ignorarlo con un gesto de enojo o una demostración de indiferencia. No quería amarme, pero me deseaba, ya no iba a poder contenerse por mucho tiempo. Ayer, a la vera del camino, casi había cedido ante aquella necesidad imperiosa, vibrante, y anoche, si la cantinera no se hubiera ofrecido tan abiertamente… Seguí caminando por la calle; sabía que iba a ganarle antes de que pasara mucho tiempo.

«Madame Clara» estaba en una calle lateral, no muy lejos de la posada. Era una tienda pequeña con sombreros muy bonitos expuestos en el escaparate. Tintineó una campanita cuando abrí la puerta. La mujer que estaba detrás del mostrador dejó la revista de modas que estaba leyendo y miró levantando una ceja con ojos inquisitivos. Llevaba un hermoso vestido de seda violeta y, a mi entender, tenía cerca de cuarenta años; el cabello era demasiado rubio para ser natural. Los astutos y atractivos rasgos estaban realzados por una fina y muy bien aplicada capa de maquillaje.

Pendientes de azabache pendían de sus orejas, y exhalaba un perfume de exquisita fragancia. No había nadie más en la tienda.

—Hola, querida —exclamó—, soy Clara. Debes ser nueva en el pueblo. Todas las muchachas vienen aquí, pero no te había visto antes. —Me examinó de cerca con esos expertos ojos oscuros, y observó mis zapatos viejos, mi vestido desteñido y remendado—. Creo que será mejor que vuelvas otro día, cuando hayas conseguido un trabajo. Mi tienda es la mejor de Charles Town, es cierto, pero todo lo que tengo es sumamente caro.

—Traigo bastante dinero encima —le dije.

Clara volvió a levantar una ceja.

—¡Pero qué acento! Disculpa, querida, pensé que eras…

—Sé lo que ha pensado.

—No vayas a tomártelo mal, querida. En mis tiempos yo también era una de esas muchachas, en Nueva Orleans. Y era una de las mejores, una de las más caras, y mucho más inteligente que la mayoría. Por tanto, ahorré mi dinero. Cuando la cara y la figura comenzaron a desmerecer, cuando los hombres comenzaron a buscar a otra más joven, yo tenía ya el dinero suficiente para dejar la ciudad de mis pecados y abrir una tienda de modas aquí, en Charles Town. Me temo que me siguió mi reputación, pero mis vestidos son tan elegantes que incluso las señoras de la alta sociedad empiezan a venir. Pero si quieres que te diga la verdad, yo prefiero a las muchachas. ¡Al menos siempre pagan sus cuentas!

Me sorprendió un poco la franqueza de la mujer y su modo de ser tan efusivo, pero no pude evitar sentir un poco de cariño por ella. Era una mujer cansada del mundo, desencantada, y, sin embargo, tenía un aire amistoso que me gustaba. Sospeché que Clara veía el mundo a su alrededor con una ironía y un humor que pronto descartaba todo tipo de engaños o mentiras.

—¿Y cuánto dinero tienes, querida? —preguntó.

Se lo dije, y su ceja se arqueó de nuevo.

—Debe ser muy generoso. Lo que quiero decir es que… no vayas a tomártelo mal, querida… pero cuando una muchacha como tú agita tantos billetes, ¡tiene que haber un hombre! ¿Qué diablos estás haciendo vestida con esos harapos?

—Estuvimos… estuvimos en el campo.

—Bueno, querida, lo único que puedo decirte es que fue muy astuto por su parte tenerte escondida, con estas ropas. Cuando los hombres de Charles Town te vean con el vestido que te voy a dar, tu hombre va a tener muy reñida competencia. —Clara hizo una pausa y en sus ojos brilló una picara chispa de maldad—. Y lo digo de veras —agregó.

No pude evitar una sonrisa. Clara salió del interior del mostrador y oí crujir sus faldas de seda violeta.

—Dios mío, si supieras lo aburrido que ha sido todo el día. Sólo una cliente esta mañana, una señora gorda y millonaria que debería dedicarse a ordeñar vacas en el campo. ¡Qué divertido va a ser vestir a alguien que hará honor a mi ropa! Allí hay dinero suficiente para todo, querida: zapatos, medias, vestido, todos los accesorios. Vamos a divertirnos mucho mientras yo te arreglo.

Clara corría de un lado a otro por toda la tienda, mirando vestidos, bajando cajas, tirando papel de seda por todas partes, hablando constantemente con estusiasmo. Más tarde, cuando habíamos elegido ya el vestido y estábamos buscando las demás prendas para que combinaran con él, descubrí que, casi sin darme cuenta, le estaba contando todo lo referente a Derek Hawke y yo. Clara se mostró sorprendida cuando le dije que era una esclava. Era una verdadera alegría poder hablar con alguien que me comprendiera. Cuando por fin germiné de contarle mi historia, con una fiel descripción de la solitaria espera en mi habitación la noche anterior, Clara suspiró profundamente y se arregló el suave cabello rubio.

—¡Los hombres son imposibles! El tuyo parece un ejemplar especialmente duro, pero no te desesperes, querida, cuando te vea así vestida y maquillada esta noche se va a olvidar de sus nobles resoluciones.

—No… no sé por qué le he contado todo eso. No acostumbro…

—Todos necesitamos hablar de vez en cuando, querida. Te ha hecho bien, y me encantan las historias interesantes. ¡La tuya es realmente fascinante! Te diré lo que haré: voy a agregar unos toques extra, porque sí. ¿Tienes maquillaje?

Negué con la cabeza, y de inmediato Clara fue hacia la parte posterior del mostrador a buscar una pequeña caja forrada de cuero color gris perla.

—Todo lo que necesitas está aquí dentro —me informó—. Lápiz de labios, polvo, sombra para ojos. Incluso hay un frasquito de mi propio perfume. Está garantizado para hacer perder la cabeza a un hombre en diez segundos. Además, esta cajita viene directamente de París. No vas a encontrar ninguna de las mujeres más coquetas de Francia sin una como ésta.

—Pero yo quiero pagársela —protesté.

—No podrías, querida. Sólo el perfume cuesta una pequeña fortuna. Quiero que sea tuyo, pero no te preocupes, lo voy a recuperar. La próxima vez que una de esas señoronas venga a comprar un sombrero, le cargaré el precio de la cajita. Les va a encantar. Cuanto más pagan, más contentas están.

—Usted es tan buena…

—Tonterías. Pocas veces me he divertido tanto. ¿Qué hora es? ¿Las cuatro? ¿Cuándo vuelve tu hombre?

—Alrededor de las seis.

—Bueno, querida, entonces corre a la posada y manda que te preparen un baño. Que te traigan una bañera y ollas de agua caliente a tu habitación. Enviaré a Clarice con los paquetes y se quedará para peinarte. Es mi criada, una criolla que ya estaba conmigo en Nueva Orleans. Clarice es una bruja en lo que se refiere a peinados, y le va a dar un ataque cuando vea tu cabello… ese color, ese brillo… —Clara sacudió la cabeza con mirada pensativa—. Querida, si yo tuviera diez años menos, de veras te envidiaría.

Me emocionaba la bondad y la generosidad de esta mujer. Pero cuando traté de expresarle mi gratitud, Clara levantó una mano y me hizo callar con un gesto. Sonrió con tristeza.

—Por lo general soy una perra enfurecida, pero hoy estaba de buen humor. Mi corazón no es de oro, querida; es duro como una piedra. Tu hombre te ha dado bastante dinero, ¿recuerdas? Vas a arruinarme el negocio. Ahora corre, y buena suerte.

La abracé con fuerza, sin poder contener el impulso. Clara se mostró sorprendida, después contenta. Su alegre y vigorosa risa me siguió mientras salía apresuradamente de la tienda.

Media hora más tarde estaba en mi habitación, sumergida en una bañera de agua caliente y con el cabello recogido. Me había restregado con fuerza todo el cuerpo, y ahora gozaba en el agua, en la espuma. En el preciso instante en que salía de la bañera para secarme oí que alguien llamaba débilmente a la puerta. Me envolví con la toalla y, al abrir la puerta, me encontré con un par de pantuflas negras y dos brazos cargados de paquetes que ocultaban por completo el resto del cuerpo.

—Tú debes ser Clarice —dije—. Deja los paquetes encima de la cama.

La muchacha obedeció, y luego dio media vuelta para ofrecerme una sonrisa radiante. Quizá tuviera dos o tres años más que yo. Sus ojos eran negros, luminosos; la piel aparecía brillante y suave; el cabello, muy bien peinado. Su aire francés y la fuerza de la sangre negra le daban una belleza exótica poco habitual.

—Madame dice que esta noche es una noche muy especial y que tengo que ayudarla con el peinado. Para mí va a ser un placer… un cabello tan hermoso —la voz de la muchacha era alegre, con un marcado acento francés—. Póngase la enagua nueva mientras voy a buscar a alguien para que se lleve esta bañera.

Al abrir la primera caja me encontré con una enagua totalmente distinta de la que había comprado. Yo había elegido una blanca, sencilla. Ésta era de seda color beige con seis amplias faldas festoneadas con finísimo encaje. Había una tarjeta. El mensaje era simple y directo: «Hace juego con el vestido, querida. Subiré el precio de algún otro sombrero». Al ponerme esa prenda tan lujosa me sentí como una reina.

Después de que las dos criadas que volvieron con Clarice se llevaran la bañera, el agua y las ollas, la muchacha se sentó frente al tocador y empezó a cepillarme el pelo. Media hora después, cuando ella se fue, me miré al espejo, asombrada por las maravillas que esa muchacha había realizado. Había alisado el cabello para peinarlo después hacia atrás y modelarlo alrededor de la cabeza. Una docena de largos rulos, perfectos, colgaban sobre mis hombros y mi espalda. Con sumo cuidado me dibujé las pestañas y las cejas con un lápiz color canela oscuro; me maquillé los párpados con sombra de color malva tostado.

Apliqué algunos toques de colorete para realzar el color de las mejillas y, con la misma suavidad, usé el lápiz de labios color coral. Cuando iba a la escuela me había maquillado a escondidas, y sabía que el secreto consistía en realzar sutilmente los colores naturales.

Derek Hawke podía no darse cuenta del maquillaje, pero juré que sí notaría el perfume, y no vacilé en usarlo generosamente.

Después de ponerme las medias nuevas y los zapatos de cuero de tacón alto, saqué el vestido que Clara y yo habíamos elegido. Era de seda color topacio, con mangas largas, escotado y de talle ceñido. Simple, sin adornos de cintas o volantes, pero sumamente elegante. Sabía que habíamos hecho una buena elección.

Mientras bajaba la escalera hacia el vestíbulo para esperar a Derek, me sentía otra persona. Toda la alegría que había experimentado por la mañana había sido potenciada por el ardor y la generosidad de Madame Clara. Había pasado momentos malos y había encontrado seres perversos, pero me animaba saber que en el mundo también existían personas como Clara.

El vestíbulo estaba desierto, polvoriento y triste como siempre, pero era algo que no me concernía. Ardía de entusiasmo, ansiosa porque Derek me viera, ansiosa por ver cómo reaccionaba ante esta maravillosa transformación que Clara y Clarice habían hecho posible.

Mientras estaba esperando, me preguntaba qué «asuntos» eran los que debía atender. Dudaba mucho que tuvieran algo que ver con Shadow Oaks, pues de lo contrario no se hubiera vestido con tanta elegancia. ¿Sería algo relacionado con el abogado en Inglaterra? Como otras tantas veces, pensé en las entrecortadas frases que había murmurado en su delirio: «Todo se va a arreglar, se lo dije… Hawkehouse será tuya, y tendrás un título y riquezas…». Sabía muy poco sobre él, nada acerca de su pasado. ¿Por qué había salido de Inglaterra? ¿Por qué había comprado una plantación arruinada en Carolina para hacerla prosperar trabajando él mismo como un esclavo? Maud había dicho que tenía muy poco dinero en el banco y, sin embargo, tendría que tener una fortuna. ¿Acaso lo enviaba a Inglaterra en espera de obtener algo a cambio? ¿Le habrían robado una herencia? Eso explicaría su rencor, su fuerte determinación de triunfar.

Sumida en mis pensamientos no había oído entrar a nadie, pero de pronto tuve la impresión de que dos ojos me estaban mirando, del mismo modo que los había sentido la noche anterior en la taberna. Me sentía intranquila y me volví, y la intranquilidad aumentó cuando vi a Jason Barnett apoyado contra el mostrador, con los brazos cruzados y sus ojos verdes llenos de malicia. Un rayo de sol le caía sobre el corto y rubio cabello y lo hacía brillar.

Su rostro adquirió una expresión aún más devoradora cuando aquellos labios se separaron en una amplia sonrisa.

—Parece que hoy es mi día de suerte —expresó—. Sí, por cierto. ¿Quién lo hubiera dicho, después de haber perdido tanto dinero a las cartas esta tarde? ¿Me estabas esperando, nena?

—Estoy esperando al señor Hawke —contesté con voz fría.

—«Señor Hawke», ¿verdad? ¿No es un poco pomposo y formal? A mí, sin embargo, me gustan las mujeres con clase. Y tú la tienes, nena. No me explico cómo Hawke pudo tener la suerte de cruzarse contigo. Es una vergüenza que yo no estuviera en esa subasta.

Me volví, arrogante, para no responderle. Jason Barnett se me acercó con paso ágil y sigiloso. Me miró de frente y sonrió, y aunque sus duros rasgos y la boca demasiado ancha no le hacían un hombre atractivo, había en él algo misterioso. Le miré con ojos fríos, indiferentes, rezando por que se fuera antes de que volviera Derek.

—¿Tienes ganas de divertirte un rato, nena? —preguntó.

—Váyase, señor Barnett.

—¡Eh! Ésa no es manera de contestarme. Yo puedo asegurarte que lo vas a pasar muy bien conmigo. Muchas mujeres pueden confirmártelo. Tengo un vigor y una fuerza increíble. Todas se retuercen y gritan de placer. Y tú también disfrutarías.

—¡Es un ser repugnante!

—¿De veras lo crees? Es interesante. Creo que tendré que llevarte a mi habitación y enseñarte lo agradable que puedo ser. Puede que a Hawke no le guste, pero él no me importa en lo más mínimo. Nena, tú eres algo…

Me cogió por la muñeca y me condujo lentamente hacia la escalera. Cuando traté de escabullirme, Barnett rió entre dientes, me torció el brazo y me atrajo violentamente hacia él. Con su brazo libre me rodeó la cintura. Sentí que el pánico me invadía.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza. Cuanto más luchaba, más me apretaba, sin dejar de sonreír.

—¡Suélteme!

—Conque tienes ganas de jugar, ¿eh? Me gustan las mujeres enérgicas, pues lo hacen todo más excitante. Te crees muy importante, ¿verdad? Te comportas como una dama. Pero ¡al diablo! No eres más que una convicta, una esclava. No eres mejor que una de esas negras, aunque tu piel sea blanca.

Con el brazo que me rodeaba la cintura me apretó con más fuerza contra él. Su rostro estaba a pocos centímetros del mío y su boca parecía más ancha que nunca mientras separaba los labios e inclinaba la cabeza para besarme. Traté de escapar, pero me cogió con fuerza el mentón con los dedos y me obligó a que mis labios se encontraran con los suyos. Me besó ardientemente, profundamente, y con el brazo me apretó la cintura y me obligó a inclinarme hacia atrás mientras su boca disfrutaba aquel beso.

Cuando por fin levantó la cabeza, en sus labios aún se dibujaba la sonrisa.

—¿Todavía quieres discutir? Te ha gustado, ¿verdad? Te ha gustado mucho, y eso es sólo una pequeña muestra. Te voy a mostrar cómo se hace, y cuando hayamos terminado, ¿sabes lo que vas a hacer? Vas a rogarle a Hawke que te venda a mí…

—¡Es un ser despreciable!

—No quieras jugar demasiado —me previno—. Me gusta la energía, pero todo tiene un límite. Puedo resultar muy desagradable si quiero, y no te gustaría.

Levanté un pie y le di una patada en la pierna con todas mis fuerzas. Barnett gritó. El impacto le hizo abrir desmesuradamente los ojos. Su boca quedó abierta. Me soltó de golpe, tan impetuosamente que caí hacia atrás, contra la pared al pie de la escalera. Cuando se agachó para refregarse la pierna traté de huir, pero de nuevo me cogió por la muñeca y me clavó los dedos con tanta fuerza que no pude liberarme.

—Tú no te vas, nena —dijo mientras me atraía violentamente hacia él—. Y ahora vamos, antes de que tenga que usar de la fuerza.

Lo que sucedió después fue tan rápido que pasó como una alucinación. Barnett me arrastró hacia la escalera mientras sus labios sonreían con placer y el deseo le brillaba en los ojos. De pronto dio un grito y vi que una mano enorme le cogía por el cabello. Los dedos tiraron de sus dorados mechones y Barnett se separó violentamente de la escalera. Me soltó y le vi agitar los brazos en el aire mientras caía hacia atrás. Era Derek, por supuesto. Ninguno de los dos le habíamos oído entrar. Violentamente le hizo dar media vuelta y le dio un puñetazo tan fuerte en la mandíbula que el muchacho se deslizó tambaleando hasta el otro extremo de la habitación. Se oyó un gran estrépito cuando chocó contra el mostrador. Luego cayó de rodillas, completamente aturdido. Derek estaba de pie frente a él, con las piernas separadas, los puños cerrados, listo para volver a golpearle si fuera necesario.

—Si vuelves a tocarla, te mato —dijo con voz serena, tan serena que daba miedo—. Sólo con que intentes hacerlo, te mato. ¿Está claro?

Aún de rodillas, Barnett sacudió la cabeza para despejarse y gimió; se frotó la mandíbula y en su rostro se dibujó un gesto de dolor. Se levantó con dificultad, se apoyó contra el mostrador y miró a Hawke con ojos de niño enojado al que se ha castigado injustamente.

—Sólo quería divertirme un rato —lloriqueó. Toda su aparente valentía había desaparecido—. ¡No sé por qué tenía que pegarme!

Pero ¡al diablo! ¡No es más que una esclava!

Hawke abrió los puños y las manos volaron hacia la garganta del muchacho. Apretó con tanta fuerza que los músculos de los hombros de Barnett se levantaron bajo la chaqueta azul marino.

El muchacho gemía, emitía sonidos guturales; tenía los ojos desmesuradamente abiertos por el miedo. Aunque no podía ver la cara de Derek, sabía que debía permanecer tan fría e inexpresiva como su voz.

—He dicho que te mataría, y lo he dicho en serio…

Sus dedos apretaron con más fuerza y sacudió al muchacho de la misma manera que un perro sacude a un ratón. El rostro de Barnett se puso de un color rosa intenso y los ojos parecían salir de las órbitas. Derek le empujó hacia atrás hasta que quedó apoyado contra el mostrador; los pies casi no tocaban el suelo, el cuerpo parecía el de una débil muñeca de trapo. Aterrada, me apoyé contra la pared. Tenía la garganta seca, el pulso acelerado.

Creí que de veras iba a estrangularle. Traté de gritar, de rogarle que le dejara, pero no podía articular palabra.

—Todo lo que tendría que hacer es apretar sólo un poquito más —le dijo con voz serena—. Sólo eso. ¿Entiendes? Dime si lo entiendes.

Barnett estaba aterrado. Tenía el rostro aún más encendido, y los ojos parecían a punto de estallar; sin embargo, logró asentir con la cabeza. Derek le soltó. Barnett se deslizó hasta caer al suelo, tosiendo, jadeando. Con toda serenidad, como si sólo hubieran cambiado algunas palabras amistosas, Hawke dio media vuelta y se dirigió lentamente hacia la escalera.

—Vamos, Marietta —dijo.

Comenzó a subir por la angosta escalera, y yo le seguí. Sólo una vez me volví para mirar a Barnett, que había quedado de rodillas con las manos en el suelo, gimiendo. Hawke cruzó lentamente el vestíbulo, pasó frente a su habitación y abrió la puerta de la mía. Yo temblaba por dentro; todavía estaba muy agitada por lo que había sucedido. La expresión de su rostro mientras mantenía la puerta abierta para que yo entrara no era alentadora en absoluto. Aunque su semblante estaba sereno, con los ojos casi inexpresivos, yo percibía la furia que le invadía por dentro.

Mientras entraba en la habitación oí el crujir de las faldas de seda color topacio de mi vestido. Me detuve junto a la cama, junté las manos y traté desesperadamente de calmar el temblor. Hawke cerró la puerta y se quedó de pie, mirándome en silencio, y, aunque las palabras se agolparon en mi garganta, tampoco pude hablar. Aquella inmensa alegría que había sentido durante toda la tarde había desaparecido por completo. Me sentía desamparada, culpable de un delito terrible, aunque no había hecho nada por incitar a Barnett. Sabía muy bien lo que Hawke estaba pensando.

Sabía que sería inútil tratar de convencerle de mi inocencia.

—Te has puesto el vestido nuevo —observó.

—Sí. Lo he comprado a una mujer muy extraña. Me…

—Veo que también has conseguido maquillaje, y perfume. Te has hecho un buen peinado. Me pregunto por qué no encargaste también un cartel… «EN VENTA», con grandes letras de imprenta.

—Eso no es justo…

—No fue culpa de Barnett, por supuesto. Sólo hizo lo que cualquier otro muchacho con sangre en las venas habría hecho. Cuando algo está al alcance de la mano y se nos ofrece abiertamente, lo tomamos.

—Bajé al vestíbulo a esperarle. Quería darle una sorpresa. Pensé que se…

—Es un hermoso vestido, Marietta. Quítatelo.

Le miré aterrada, alarmada por sus palabras. Tenía los labios apretados, y en aquellos ojos grises había una salvaje determinación que me hizo estremecer.

—¿Qué… qué va a hacer? —murmuré.

—Lo que siempre quisiste que hiciera. ¡Quítate el vestido!

—Derek. Yo… así no. Por favor. Así…

—¿Quieres que te lo quite yo? Es probable que lo rompa al hacerlo.

Con las manos en la espalda desabroché el vestido y bajé la parte superior hasta la cintura. Él permanecía de pie a unos pasos, observando; sus ojos se oscurecían y en su boca comenzó a dibujarse una sonrisa. Me temblaban las manos. La seda crujió mientras el vestido bajaba por las piernas. Cuando estuvo en el suelo me lo quité. Las cortinas de la ventana estaban corridas. La habitación estaba a oscuras, entre sombras grises. Doblé el vestido con cuidado, lo guardé en el cajón del tocador y me senté en el borde de la cama para quitarme los zapatos y las medias.

Derek se quitó la corbata y la arrojó sobre la silla; luego se quitó la chaqueta y el chaleco y los dejó caer sobre la corbata. Las amplias mangas de su camisa de seda blanca quedaron libres. Me miraba mientras yo me quitaba los zapatos y las medias; sus ojos estaban cubiertos por los pesados párpados. Dejé que las medias cayeran al suelo como sombras de seda, y me levanté. Mis pechos se agitaron, apretados contra la fina tela que los aprisionaba.

Sentía la furia que aún se debatía en él, que el deseo que iba creciendo no parecía aplacar. Las lágrimas rodaban por mis mejillas, porque no tendría que haber sido así, con tanta deliberación, sin sentimiento, llevado por la furia a hacer lo que debería haber hecho impulsado por la pasión.

—Acércate —ordenó con voz grave y ronca.

—Derek…

—¡Te he dicho que vengas!

Negué con la cabeza y caminé hacia atrás hasta que mis piernas tocaron el borde de la cama. Hawke dio tres pasos largos y llegó hasta donde yo estaba. Me cogió por los hombros y me clavó los dedos con fuerza, lastimándome, y cuando me negué a mirarle a la cara me cogió violentamente el cabello con la mano izquierda y tiró de él hasta que mi cabeza se inclinó hacia atrás, obligándome a mirar ese hermoso rostro en el que ahora se dibujaba la imagen del deseo. Después me besó, con un beso duro, insensible, como hubiera besado a una prostituta. Permanecí rígida entre sus brazos, sin poder corresponder, y al cabo de un momento se separó y me miró a los ojos con feroz intensidad.

—Querías esto —murmuró en un ronco gruñido.

—Así… no…

—¿Quieres romanticismo? ¿Quieres cumplidos y galantería? ¿Quieres que te diga que te amo? Pero ¿por qué clase de tonto me has tomado? No eres una dama. ¡Eres sólo una mujer del barco de prisioneras, comprada en una subasta pública!

—¡Soy un ser humano! Tengo… tengo sentimientos…

—Quisiste que hiciera esto desde el primer momento… y me molestaste, me atormentaste, trataste de hacer que olvidara mis… trataste de… —Interrumpió la frase, y la furia se apoderó de su rostro—. ¡Mírate en el espejo! ¡Pintada como una prostituta, oliendo como una prostituta, esperando atraparme!

Me besó otra vez, con pasión; sus firmes, húmedos y cálidos labios me obligaron a abrir los míos para que su lengua pudiera entrar y saborear. Con un brazo alrededor de los hombros y rodeándome con fuerza la cintura con el otro, me apretaba contra él; sus muslos contra los míos, mi pecho contra el suyo.

Yo temblaba, trataba de no sentir, y me esforzaba por apartar mi mente de aquellas sensaciones, pero fue inútil. La carne y la sangre reaccionaron mientras mi mente gritaba que estaba mal, que no debía ser así, con rabia, sin ternura. Apartó su boca de la mía y hundió los labios en el hueco de mi garganta.

—No —murmuré—. Derek, por favor, tienes que…

—Estabas esperando esto y, ¡por Dios… yo también!

Tomó los tirantes de mi enagua y los deslizó por los hombros, y mis pechos saltaron de su prisión de seda. Estaban hinchados; los pezones vibraban, crecían y se endurecían mientras sus manos se cerraban sobre ellos y los apretaban con tanta fuerza que comencé a jadear. Me tiró de espaldas sobre la cama. Los muelles crujieron violentamente. Inmerso en la furia de su deseo, emitió un sonido ronco, profundo. Me levantó bruscamente las faldas de la enagua, se bajó los pantalones y cayó sobre mí.

Yo era un objeto, algo dentro de lo cual descargaba su deseo.

Ni siquiera se había tomado la molestia de desnudarse. Luché.

Traté de escabullirme. Luché contra Derek Hawke, y después luché contra mí misma, contra las sensaciones que estallaban dentro de mí y me hacían vibrar de placer. Aunque me penetró con violencia, brutalmente, como si me estuviera aplicando un castigo, le rodeé con mis brazos y le abrazé con fuerza, y me aferré a la seda blanca que le cubría la espalda. Después sólo hubo necesidad, y gritó mi nombre, y me besó otra vez, y se abrazó a mí con fuerza, y tembló…, y supe que la victoria, al fin lograda, no era suya, sino mía.