El cielo todavía estaba oscuro cuando partimos a la mañana siguiente en la misma carreta en que Hawke me había traído a Shadow Oaks. No tenía un solo carruaje elegante, ni un coche ostentoso; esta vieja carreta de granja le servía para todo.
Después del desayuno había dado órdenes a Adam y a Mattie referente a todo lo que quería que se hiciera en su ausencia. Adam había manifestado su preocupación por el algodón, y opinaba que debía ser recolectado en seguida. Hawke le dijo que podía esperar hasta que él volviera. El tiempo era cálido y seco. Había muy pocas probabilidades de lluvia. Yo sabía que una tormenta podía arruinar los cultivos, pero sólo estaríamos fuera tres días, para volver la tarde del tercero. No corría ningún riesgo al retrasar la recolección por tan poco tiempo.
Hawke no había hecho ningún comentario cuando me vio vestida y lista para acompañarle. Me había puesto el mejor vestido que tenía, uno de algodón color cobre con finas rayas doradas, pero había sido lavado ya demasiadas veces y estaba remendado en varios lugares. Llevaba un par de medias de seda que había rescatado de los días de opulencia, y los zapatos marrones de tacón alto estaban viejos. Hawke llevaba la ropa de trabajo, pero yo sabía que en la maleta que estaba en la parte de atrás de la carreta llevaba ropa más fina.
El sol asomó en el horizonte mientras andábamos por el sucio e irregular camino, y cuando pasamos por Magnolia Grove, donde vivía Maud Simmons, el rosado resplandor del alba había dado paso ya a la brillante luz del sol. Los esclavos estaban trabajando en los campos, recogiendo el algodón y poniéndolo en enormes bolsas de tela que arrastraban detrás de ellos. A lo lejos vi la casa de la plantación, pequeña pero hermosa, con altas columnas blancas que sostenían una doble galería. A ambos lados crecían altos árboles que parecían de cera y que daban el nombre al lugar; las ramas estaban repletas de enormes capullos que también parecían de cera. Magnolia Grove y todas las casas de las plantaciones que dejamos atrás durante el resto del viaje hacían que Shadow Oaks pareciera aún más pobre en comparación. En casi todos los campos los esclavos estaban recogiendo afanosamente el algodón, y yo empezaba a preguntarme si Hawke habría hecho bien en partir en este preciso momento, aunque el tiempo estuviera seco.
El camino no mejoraba. Era irregular, lleno de baches, y con frecuencia yo iba a dar contra él. Una vez tuve que agarrarme a su brazo para no caerme del asiento. De vez en cuando altos árboles crecían a ambos lados del camino, y sus ramas se entrelazaban en lo alto y formaban un túnel de hojas verdes. De los árboles colgaba el mismo musgo gris verdoso que había en los árboles del fondo de la plantación. Era bonito, y se arrastraba por las ramas que formaban aquel túnel como en tiras de encaje, diferente a todo lo que había visto en Inglaterra.
Derek Hawke no parecía tener ganas de hablar. No me había dirigido la palabra desde que habíamos salido de la casa. Me preguntaba si todavía estaría enojado conmigo porque no había estallado en cantos de alegría cuando me dijo lo del viaje. En tres ocasiones había tenido que desviar la carreta hacia un lado del camino para que los carruajes que venían en dirección opuesta pudiesen pasar. Los ocupantes nos miraban siempre abiertamente, y yo sabía que no tardaría en correrse la voz de que Derek Hawke iba hacia Charles Town con una esclava a su lado. Estaba segura de que todos los vecinos pensaban ya que era su amante, y también estaba segura de que a Hawke no le importaba lo más mínimo lo que pudieran pensar. Por lo que me había dicho Maud sabía que era totalmente independiente, un hombre al que no le preocupaban las opiniones de los demás.
Alrededor de la una, cuando el sol estaba en lo alto, detuvo la carreta en un terraplén cubierto de hierba, bajo los robles.
Descendimos y bajé la cesta de la comida que había preparado antes de salir. Mientras yo tendía un mantel y sacaba la comida, Derek se tendió de espaldas en la hierba, con las manos bajo la cabeza. Todavía no me había hablado y yo estaba decidida a no ser la primera en romper el silencio. Así tendido sobre la hierba, parecía un perezoso rey egipcio; los pesados párpados le cubrían los ojos, los labios estaban ligeramente separados. Le habría arrojado el té helado a la cara. En cambio, le serví en los vasos que había traído.
—¿Listo? —preguntó con despreocupación.
—Listo. —Mi voz era tensa.
—Dame un muslo de pollo.
—¿Se va a quedar ahí acostado y va a dejar que yo…?
—Exacto —respondió con calma.
Rodó hacia un costado, se apoyó sobre el codo y cogió el muslo de pollo con la otra mano. Le atendía como una criada oriental, dispuesta incluso a echarle uvas en la boca, y Hawke disfrutaba cada instante. Aunque por dentro estaba echa una furia, debía admitir que prefería este Hawke perezoso y lánguido a ese hombre mudo, con cara de piedra, que había estado sentado a mi lado toda la mañana. Volví a darme cuenta de que no le conocía. Detrás de ese muro de hielo que solía levantar a su alrededor vivía una criatura cálida, cambiante. El Hawke que ahora estaba tendido a mi lado era un animal soberbio, sensual.
Me miraba con ojos soñolientos, como si estuviera imaginando largas horas de hacer el amor sin prisas, aquí sobre la hierba, bajo los árboles.
—¿Ya ha terminado? —pregunté.
Hawke asintió con la cabeza; sus ojos grises tenían la misma mirada inquietante.
—Entonces supongo que será mejor que nos vayamos —propuse.
—No hay prisa. Charles Town queda sólo a tres o cuatro horas de camino. Tenemos tiempo de sobra.
El sol se filtraba a través de las ramas de los árboles en entrecortados rayos amarillos en los que se veían remolinos de pequeñas partículas de polvo. Las largas tiras de musgo se arrastraban hacia abajo y se balanceaban suavemente por la brisa.
Guardé las cosas, nerviosa; las manos me temblaban, sus ojos no se apartaban de mí un solo momento. Sabía muy bien lo que él estaba pensando. Estaba allí, en sus ojos. Derek Hawke me deseaba. Yo no era simplemente un objeto que le pertenecía. Era una mujer de carne y hueso capaz de satisfacer los ardientes deseos que evidentemente latían dentro de él.
—Eres una mujer hermosa —expresó.
Doblé el mantel y lo puse sobre la cesta, sin levantar la vista para mirarle.
—Una mujer como tú podría enloquecer a cualquier hombre… si él se lo permitiera, si fuera tan tonto.
Entonces me volví y le miré a la cara. Estaba sentada con las piernas cruzadas y las manos en la falda. Me quedé muy quieta, esperando. Tenía el pulso agitado, la garganta seca, tensa. Estaba deseando que se acercara a mí, y sin embargo también estaba asustada, asustada por la misma intensidad de lo que sentía.
Los dos a la vez oímos los cascos de los caballos y el ruido de ruedas que avanzaban. Hawke frunció el ceño, y aquella impetuosa imagen de sensualidad desapareció bruscamente. Se levantó con un movimiento rápido al tiempo que se limpiaba los pantalones con una mano. Se acercó a los caballos y, enojado, empezó a colocarles el arnés. Yo me levanté, llevé la cesta a la carreta y la estaba ya guardando en el preciso momento en que pasó el carruaje. El hombre que conducía saludó con la mano.
Hawke devolvió el saludo cortésmente con la cabeza.
—¡Sube a la carreta! —ordenó severamente—. Ya hemos perdido bastante tiempo.
Bullía de furia. Tenía el rostro duro y violento, con los labios apretados. Estaba furioso consigo mismo porque se había comportado como un «tonto», furioso conmigo porque yo era la tentadora mujer que casi le había hecho perder su sano juicio.
Sabía que me culpaba aunque yo no había hecho nada para excitar ese súbito deseo que había crecido dentro de él. Era injusto, tremendamente injusto, y me indignaba su enojo, pero no me atrevía a decir o hacer algo que pudiera empeorar las cosas.
Subí a la carreta con la mayor dignidad posible; Hawke subió de un salto y tomó las riendas.
Anduvimos kilómetros y kilómetros en silencio. Pasó una hora, y luego otra, y aunque aquella furia había desaparecido nunca había estado más lejano. Hacía un momento, a la vera del camino, había visto a un hombre relajado, perezoso, e incluso me había parecido sentir una extraña vulnerabilidad en este distante ser de acero que ahora estaba sentado a mi lado en el asiento de la carreta. Me preguntaba cómo habría sido antes de levantar este muro de protección. ¿Habría habido franqueza en él, calidez, encanto? ¿Llegaría algún día a conocer al verdadero Derek Hawke?
Le amaba, y ahora él lo sabía. Cuando, sentada sobre la hierba, me había vuelto para mirarle, esperando que ese terrible momento pasara, esperando que se acercara a mí, no había podido esconder mis sentimientos. Sabía que mi amor por él había brillado claramente en mis ojos, y sabía que él lo había visto y había reconocido el significado de ese brillo. Había jurado que él nunca lo sabría y, sin embargo, no había podido evitarlo. En el instante previo a que el sonido del carruaje que se acercaba destruyera el momento por completo, mis ojos se habían llenado de deseo, de amor y, aunque él no había dicho nada, lo había visto.
Para bien o para mal, lo sabía; y, aunque el saberlo era un arma que él podía usar en mi contra para lastimarme, no me importaba.
Me había enamorado de Derek Hawke contra mi voluntad, contra toda lógica, y sabía en lo más profundo de mi corazón que jamás podría amar a otro hombre. Un extraño destino nos había reunido y, aunque el destino pudiera separarnos, jamás volvería a sentir esta hermosa y angustiante sensación que ahora era parte de mí como la sangre que corría por mis venas. Él era el hombre que el destino había decidido que yo amase, el único capaz de despertar este sentimiento que surgía y ardía como un resplandor encerrado en mi interior.
Pasó otra hora. Comencé a percibir el olor de la sal en el aire y supe que nos estábamos acercando a la costa. El camino era más ancho, menos irregular que antes, y la carreta se movía más lentamente. Había muchos más carruajes y carretas y a medida que nos acercábamos a la ciudad iban desfilando hermosas casas y altos árboles tropicales que yo no conocía. Llegamos a Charles Town alrededor de las seis de la tarde. Era mucho más grande que el puerto, es decir, mi primer contacto con América. América podía ser una vasta selva, pero Charles Town tenía un innegable aire de encanto y la extraña sofisticación del Viejo Mundo. En las calles empedradas se alineaban las tiendas ofreciendo hermosas mercancías. A lo lejos se veían los mástiles de los barcos anclados en el puerto.
Hawke dejó la carreta en los establos, y caminamos por la calle hasta la posada, una de tantas casas de buena construcción que ya mostraban signos de vejez y del húmedo aire de mar. Un harapiento muchacho negro nos seguía con las maletas; las dejó en el suelo cuando entramos a la posada y sonrió contento cuando Hawke le dio una moneda. El dueño corrió a recibirnos.
Era un hombre gordo y jovial que se sorprendió cuando Hawke pidió habitaciones separadas. Cogió nuestras maletas y nos condujo por una angosta escalera hasta el segundo piso, hablando constantemente de los distintos cargamentos que a diario se desembarcaban en los muelles.
Mi habitación era pequeña, de techo bajo con vigas de madera, y las paredes eran de yeso color natural. La cama de dos plazas estaba cubierta con una colcha hecha a mano; había una silla con respaldo alto y brazos a ambos lados, y un tocador con un oscuro espejo de color azul plateado que colgaba de la pared. La única ventana daba al puerto, y mi habitación comunicaba con la contigua por una puerta. Oía a Hawke caminar mientras guardaba sus cosas. Aunque el dueño de la posada nos había destinado a habitaciones separadas, se había mostrado dispuesto a ayudar a llevar a cabo, con mucho tacto, todo tipo de juegos amorosos en el caso de que Hawke lo deseara.
Estaba de pie junto a la ventana, sumergida en mis pensamientos, cuando la puerta que comunicaba las dos habitaciones se abrió para dar paso a Hawke.
—No has abierto aún la maleta —observó.
—Todavía no. Sólo tardaré unos minutos. No… no he traído muchas cosas.
—Pareces cansada —comentó con voz indiferente, como si estuviera hablando con un perfecto extraño.
—El viaje ha sido largo. Supongo que estoy un poco cansada.
—Puedes descansar un rato y después te llevaré a cenar. Hay un restaurante muy bonito junto al muelle. Tendrás que ponerte algo que esté menos gastado.
—No tengo otra cosa —respondí—. Éste es mi mejor vestido. El otro que traje está todavía más… —Titubeé, me sentía desdichada.
—No había pensado en eso —admitió.
—No importa. La verdad es que no… no tengo hambre.
—Tonterías. Comeremos ahí abajo, en la taberna. Hay mucho ruido y el ambiente no es muy agradable, pero la ropa que llevas estará bien. Yo tampoco me voy a cambiar. Ahora descansa un poco. Bajaremos alrededor de las ocho.
Salió de la habitación y cerró la puerta detrás de él. Saqué las cosas de la maleta y, como no había armarios, lo puse todo en el cajón del tocador. Me quité el vestido, lo cepillé bien y al hacerlo descubrí un nuevo roto en la falda. Saqué mi costurero y lo remendé lo mejor que pude. Después me senté frente al espejo y me lavé la cara con el agua de la jarra. Cuando terminé, me cepillé el cabello hasta que brilló con profundos reflejos cobrizos, mientras mis ojos azules contemplaban la imagen frente al espejo.
Aunque había sido frío y brusco al hablarme, lo cierto es que no había huellas del enfado de la tarde. Incluso había sido… considerado al decir que comeríamos abajo porque yo no tenía nada adecuado que ponerme para ir a un restaurante. Se había dado cuenta de que estaba cansada y me había dicho que descansara. ¿Era yo quien le daba demasiada importancia a las cosas? ¿No sería una gran tontería de mi parte esperar que rompiese ese caparazón de hielo y fuera lo «suficientemente tonto» para hacer lo que había estado a punto de hacer esta tarde?
Este viaje a Charles Town era mi «recompensa» por haberle salvado la vida, según decía él, pero Derek Hawke nunca se dejaba llevar por los impulsos. Había querido que fuera con él, había querido mi compañía. Y ése era un buen indicio.
Cumpliendo con su palabra, no se había cambiado de ropa cuando vino a buscarme para ir a la taberna, aunque sí se había cepillado las altas botas marrones. Su aspecto era tosco y fuerte con esos viejos pantalones y la vieja camisa blanca de mangas anchas y ajustadas en los puños. Noté que la cantinera le miraba con franca admiración mientras nos conducía a una mesa en el rincón de la taberna. Aunque era una mujer atractiva, con cálidos ojos castaños y oscuros cabellos dorados que le caían sobre los hombros en una cascada de ondas, Hawke casi no le prestaba atención. Parecía estar absorto en otras cosas cuando brevemente ordenó la comida y luego se acomodó en la silla y se recostó contra el respaldo. Estaba inmerso en sus pensamientos y me ignoraba por completo.
El lugar olía a cerveza, a sudor, a humo de cigarros. El serrín cubría el áspero suelo de madera y entre el constante rumor de las voces de los hombres se oían estallidos de ronca alegría. Miré a mi alrededor con curiosidad. Aunque estábamos en el sótano de la posada, y aunque no había un tablero para tirar al blanco, el lugar no era muy distinto del «Red Lion», allá en Cornwall, donde hacía muchos años que había ayudado a mi madre a servir a los clientes. Numerosos marineros se amontonaban alrededor de las mesas, contando historias con la alegría que da una borrachera, y varios muchachos andaban de un lado a otro, altivos, listos para hacer de las suyas. Vi que uno de ellos se acercaba a la cantinera, le daba un torpe y ardiente beso y metía la mano en el pronunciado escote de la blanca blusa. Ella se apartó, le dio un golpe en la mano y se alejó de la mesa moviendo provocativamente las caderas. El hombre sonrió satisfecho y golpeó el vaso de metal sobre la mesa.
Iban pasando los minutos y empezaba a sentirme incómoda.
Hawke seguía inmerso en sus pensamientos, aparentemente sin darse cuenta de que yo estaba sentada frente a él. Tenía la clara sensación de que alguien me estaba mirando. Sentía dos ojos dirigidos hacia mí con tanta intensidad que era casi como un contacto físico, algo sumamente inquietante. Me volví y comprobé que había un hombre sentado frente a una mesa en el otro extremo de la habitación. No se molestó siquiera en apartar la mirada cuando nuestros ojos se encontraron. Continuó mirándome fijamente con ojos audaces y desafiantes que transmitían un mensaje inconfundible. No tendría más de veinte años. Su rostro era delgado, astuto, la nariz fina y saliente, los labios anchos y sensuales. Las oscuras cejas tenían forma de pico y el cabello era corto, con mechones. Aquellos brillantes ojos verdes me hipnotizaban hasta el punto de impedirme que apartara la vista.
—Estás mirando a un hombre —me reprendió Hawke severamente—. ¡Deja de hacerlo!
—No… no quería…
—Ese hombre nos va a traer serios problemas.
—¿Le conoce?
—Demasiado. Jason Barnett. Creo que ayer te mencioné su nombre. Es un conocido mujeriego. Lo que no puede conseguir con la seducción o con el dinero de su padre, lo toma por la fuerza. Ninguna mujer está segura cuando él está cerca.
Me volví para mirar otra vez al muchacho.
—¡Te dije que no le miraras!
—Lo… lo siento. Sólo…
—¡Maldición! Viene hacia aquí. Si hay algo que no deseo es una pelea con un insolente demonio como Barnett. ¡No debería haberte traído a esta taberna! Debería haberme imaginado que no podías apartar los ojos de los hombres.
—Eso no es justo —protesté—. Sentí que me estaba mirando, y lo único que…
—¡Cállate! —ordenó.
Barnett se detuvo frente a la mesa. Era alto y delgado, y vestía un traje gris oscuro y un chaleco color verde esmeralda.
Un alfiler de perlas le mantenía firme la ancha corbata de seda. Aunque no era un joven atractivo, estaba envuelto en un halo de sexualidad que muchas mujeres encontrarían atrayente.
Tenía miedo sentada en esa silla, mirando hacia abajo y rezando porque el muchacho se fuera antes de que Hawke se enojara aún más.
—Bien, bien, bien —comenzó Barnett—. ¡Mira qué tenemos aquí! Te la tenías guardada, Hawke. Oí que habías comprado una esclava esta primavera, pero nunca me imaginé que fuera algo así. No sabía que se podían comprar estas cosas, pues de lo contrario yo también hubiera ido a las subastas desde hace tiempo.
—Vete, Barnett.
—¡Eh! Ésa no es forma de tratar a un vecino. Eres muy poco amistoso. ¿No vas a presentarme a tu amiga?
—Sugiero que te vayas, Barnett. Ahora mismo.
Ignorando a Hawke, el muchacho se volvió hacia mí, con los anchos labios abiertos con una sonrisa que sólo podía llamarse voraz. Sus brillantes ojos parecían estar desnudándome.
—Soy Jason Barnett, señorita, conocido en todas partes por cómo soy con las mujeres. No sabía que Hawke tuviera algo como tú en su casa, pues ya hubiera ido de visita hace varias semanas.
Derek Hawke estaba aparentemente tranquilo, pero la expresión de su rostro daba miedo. Los músculos de la cara estaban tensos, al igual que la boca. Aquellos ojos grises tenían una mirada fría, asesina.
—Te lo advierto, Barnett; será mejor que desaparezcas.
—He estado buscando una compañera desde que llegué —siguió diciendo el muchacho, sin prestar atención al tono amenazante de Hawke—. La verdad es que la suerte no me ha acompañado, hasta que he visto esto que tienes aquí; pensé que tal vez querrías ser un buen vecino y compartir tu buena suerte, además de ganarte un poco de dinero. Llevo bastante encima, y la muchacha parece estar bastante dispuesta…
Derek Hawke se levantó lentamente.
—Te doy diez segundos para que te vayas —ordenó.
El aire estaba tenso, crujía. Los dos hombres se miraron.
Hawke estaba frío como el hielo, con un perfecto dominio de sí mismo, pero vi que un músculo de su mejilla se ponía más tenso.
Barnett tenía los ojos duros, la boca contraída, el labio inferior hacia afuera. Miraba fijamente aquella figura alta, amenazante, que parecía capaz de matar sin parpadear siquiera. Luego murmuró algo entre dientes y se fue. Hawke se quedó allí de pie hasta que el muchacho hubo cruzado la habitación y desapareció por la escalera hacia la puerta. Luego volvió a sentarse, tranquilo, aparentemente sereno después del incidente.
La cantinera se acercó a nuestra mesa y sirvió la comida, y volvió a mirar de nuevo a Hawke con franca admiración. Otra vez él la ignoró. Parecía estar hecho de piedra. La muchacha hizo una mueca con la boca, fastidiada, sacudió el pelo y se alejó de la mesa. Hawke empezó a comer.
Yo estaba tan agitada por el incidente con Barnett, que no podía hacer otra cosa que mirar fijamente la comida. Jamás había visto una furia tan implacable, tan fría. Estaba segura de que Hawke le habría dado una buena paliza a Barnett si el muchacho no se hubiera ido cuando lo hizo. Levanté el tenedor, pero volví a dejarlo en seguida. Golpeó tan ruidosamente el borde de mi plato que me hizo saltar. Hawke no se molestó siquiera en levantar la vista. El aire a nuestro alrededor estaba lleno de voces roncas. Uno de los marineros tenía un acordeón y tocaba una música alegre. Yo jugaba con la comida, sin poder comerla.
Cuando él terminó de comer miró mi plato y, lentamente, arqueó una de sus oscuras cejas.
—¿No vas a comer?
—No puedo. Estoy… demasiado nerviosa.
—Es una lástima desperdiciar esa comida.
—Usted… usted cree que yo le incité, ¿verdad?
—No tengo ganas de hablar de eso, Marietta.
—Sé que me culpa a mí. Le estaba mirando, lo admito, pero…
—Te he dicho que no tengo ganas de hablar de eso. Si no vas a comer, sugiero que nos vayamos.
Nos levantamos, y Hawke llamó a la cantinera para pagarle.
Mientras le daba las monedas, vi que la expresión de sus ojos cambiaba y supe que estaba pensando en ese cuerpo tentador, perfecto, en esos ojos cálidos que tan abiertamente anunciaban que estaba disponible. Me cogió por el codo y me sacó de esa habitación llena de humo. Subimos la escalera para salir al vestíbulo, ahora desierto. Sólo había una lámpara que proyectaba una pálida luz sobre el viejo mostrador de caoba, los muebles llenos de polvo y las verdes plantas de las macetas. Hawke se detuvo al pie de la angosta escalera que conducía al segundo piso.
—Supongo que puedo confiar en ti y dejarte ir sola a tu habitación —dijo.
—Supongo que sí —respondí fríamente.
—Sube a tu habitación y métete en la cama. No te olvides de cerrar con llave la puerta del pasillo.
—No.
—Te llamaré por la mañana.
Subí la escalera y, al llegar al último escalón, miré hacia abajo: Hawke ya había desaparecido. Frustrada y a la vez furiosa, seguí caminando hacia mi habitación. Sabía muy bien adonde había ido, cómo pensaba pasar el resto de la noche y con quién. Quería llorar y quería desahogar mi rabia. En cambio apagué la lámpara, me quité el vestido y, cubierta con la enagua, me quedé de pie junto a la ventana, mirando hacia afuera, hacia la noche.
Pasó mucho, mucho tiempo antes de que me fuera a la cama, y pasó mucho más tiempo aún antes de que me durmiera. No dejaba de pensar que él estaba con la cantinera. Probablemente ella estaría ahora en sus brazos, sus bocas estarían juntas, el largo y poderoso cuerpo de él sobre el de ella. Más tarde, cuando la luz de la luna penetró por la ventana en finos rayos de plata, esperé oír el sonido de sus pasos cruzando el vestíbulo. No podía dormir pensando que él estaba con ella. Sólo podía pensar en ellos dos juntos, y en la angustia y la desesperación que me acompañaban en esta oscura y solitaria habitación. Esperé, pero no venía, y finalmente el cansancio me venció.