V

Fui a buscar jabón y una toalla grande y salí de la casa con dirección al arroyo, al otro lado de los campos del oeste. Julio quedaba lejos y estábamos a fines de agosto, seis semanas después de que Hawke fuese picado por la cobra. Aunque eran ya más de las siete, el sol lucía todavía como una inmensa y amarilla bola de fuego, y el calor era más intenso que nunca. Mientras iba caminando por los campos miraba el algodón, que parecía nieve saltando por los capullos, casi listo para la recolección.

El camino hasta el arroyo era largo, casi dos kilómetros; después de los campos tenía que cruzar el bosque, pero a pesar de mi cansancio no me importaba caminar. Tenía calor y sentía el cuerpo pegajoso, cubierto de polvo después de haber trabajado todo el día limpiando la casa. Había sacudido todas las alfombras con un palo. Después había fregado todos los suelos antes de volver a colocar las alfombras. Ahora quería un buen baño, el baño que no podía darme en la bañera de latón que tenía que arrastrar hasta la cocina para llenar de agua. Hawke se había retirado a su despacho inmediatamente después de cenar, y era difícil que notara mi ausencia.

Crucé los campos y empecé a caminar por el bosque. Una ardilla rechinó los dientes y trepó rápidamente a un árbol; un pájaro abandonó su rama y voló. Los grajos azules peleaban entre sí y todo a mi alrededor tenía el penetrante olor de la tierra, los liquenes y los musgos. Caminaba sin prisa, disfrutando la sensación de libertad, pensando con deleite en el agua cristalina.

No debería hacer esto, y lo sabía. Estaba fuera de los límites de la propiedad de Hawke, y no le había pedido permiso para irme. Se enojaría muchísimo si se enterara, pero no me importaba. El solo pensar en el refrescante baño que me esperaba hacía que valiera la pena correr el riesgo de desatar la ira del amo.

Aunque estaba tan lejano y tan indiferente como siempre, aunque su comportamiento era igualmente frío, parecía tratarme con un poco más de cortesía que antes de que la víbora le mordiera. No me demostraba cordialidad, pero tampoco había vuelto a hablarme con tono severo. ¿Acaso era porque le había salvado la vida? Después de expresarme bruscamente su gratitud la mañana que le llevé el desayuno, no había vuelto a tocar el tema. Yo tampoco. Trataba de no cruzarme con él, pues tenía miedo de que, de alguna manera, yo misma me traicionara.

A Cassie ya se le habían pasado las náuseas que sentía todas la mañanas, y ahora estaba rebosante de salud, por lo que permití que le llevara el almuerzo a los campos. Yo todavía le servía la cena, pero lo hacía con discreción, sin decir palabra a menos que él me hablara primero.

No le había preparado más pasteles. Le atendía con eficiencia, tan silenciosamente como me era posible. Si podía evitarlo, Derek jamás sabría lo que yo sentía por él. Trataba firmemente de contener mis emociones, negándoles el derecho a florecer con libertad. Trabajar sin descanso me liberaba, y a eso me había dedicado por completo. Me obligaba a mí misma a trabajar como no lo había hecho jamás. Todo había marchado perfectamente durante las últimas seis semanas. Sólo esperaba que las cosas siguieran así.

Ya divisaba el río a lo lejos, a través de los árboles. Había una ancha ribera de arena y el agua era todavía una inmensa superficie de color azul verdoso que brillaba con el reflejo de la luz del sol.

Me quité los zapatos y caminé hundiendo los pies descalzos en la arena húmeda y blanda, saboreando todo el placer. Me quité el vestido y la enagua y los dejé junto con la toalla, sobre un viejo tronco caído. Completamente desnuda, con el jabón en la mano, me interné en el agua y caminé hasta que me llegó a la cintura.

Tenía una frescura deliciosa y renovadora y me entregué a, ella salpicándome, sintiéndome como si otra vez fuera una niña. El jabón que Mattie había hecho era blando y cremoso, con una suave fragancia de lilas. Jugaba con la espuma y la pasaba por los brazos, el pecho, el cabello. Estuve casi media hora bañándome y nadando, y al fin, de muy mala gana, salí del agua y me sequé.

Todavía tenía el cabello mojado y decidí tenderme al sol para que se secara antes de volver a ponerme la ropa. Descubrí una gran roca gris cerca del agua. Extendí sobre ella la toalla, me acosté de espaldas y levanté una rodilla. Rodeada de árboles y de agua, me sentía como una ninfa del bosque y sonreí al pensarlo.

Era muy difícil que alguien pudiera verme, y con satisfacción dejaba que los tibios rayos del sol me recorrieran el cuerpo. El agua bañaba suavemente las riberas. Se oyó el croar de una rana.

Los pájaros trinaban. Las hojas, movidas por el viento, parecían susurrar. Pocas veces en la vida me había sentido tan tranquila y tan feliz, y descubrí que la soledad era un placer incomparable después de un día agitado y lleno de ruido.

El sol comenzaba a descender por el horizonte, pero como aún faltaba una hora para que anocheciera cerré los ojos y dejé vagar mi mente. Pensé en Angie y me preguntaba qué habría sido de ella. Esperaba que se encontrara mejor que yo. Aquel joven granjero debía estar sirviéndola a ella. Me preguntaba si alguna vez volvería a ver a aquel duro y agresivo gorrioncito inglés. Los días que pasamos juntas en el barco parecían estar lejos, muy lejos. Y las experiencias que viví en el número 10 de Montagu Square parecían pertenecer a otro siglo. Podía pensar en todo eso sin rencor ni amargura. El pasado había quedado atrás, muy lejos, y el futuro se abría ante mí como un vago e incierto interrogante.

Debí quedarme dormida, porque cuando abrí los ojos el cabello estaba seco y ondulaba suavemente alrededor de la cabeza. Algo me había despertado. Un ruido extraño. De pronto me sentí incómoda; me senté, con la clara sensación de que alguien me observaba. Me sobresalté cuando oí relinchar un caballo y, al mirar hacia atrás, vi a Derek Hawke montado en uno de los de la granja, a varios metros de distancia. No había expresión alguna en su rostro. No había forma de saber cuánto tiempo llevaba allí. Me levanté y olvidé por un momento que estaba desnuda; él seguía mirándome sin reaccionar. El caballo pastaba la hierba que crecía al borde del bosque. Hawke estaba sentado con naturalidad sobre la silla, con las riendas flojas en una mano.

—Pensé que podía encontrarte aquí —comentó.

Cogí la toalla y rápidamente me envolví en ella.

—Te he buscado por todas partes —continuó diciendo con voz pausada y uniforme—; en la casa, en el patio, en el granero. Al final, Cassie me ha dicho que te había visto salir con una toalla y el jabón de lilas que hace Mattie. Imaginé que estarías bañándote en el río.

—Y estaba en lo cierto.

—Tu pelo bajo el sol parece fuego… suaves nubes de fuego. Sabes que no deberías haber abandonado la propiedad sin mi permiso, Marietta. Si lo hiciera uno de los negros me vería obligado a usar el látigo.

—¿Y piensa usarlo conmigo?

—Creo que no —respondió con naturalidad—. Por lo menos no esta vez. Has corrido un gran riesgo al venir aquí de esta forma. Hay varios vagabundos por la zona. El hijo de Higman, un demonio si es que alguna vez ha existido alguno; y Jason Barnett, un bribón que carece por completo de moral. ¿Qué habría pasado si alguno de ellos hubiera caído sobre ti mientras estabas allí acostada, como una Venus de carne y hueso?

—Pero no ha venido nadie —respondí—. ¿Cuánto tiempo hace que está aquí?

—Eso no importa —replicó.

Por tanto llevaba ya un buen rato allí; lo suficiente como para notar que parecía una Venus de carne y hueso, lo suficiente como para observar que mi cabello parecía fuego suave bajo el sol.

Debió haberse acercado sin hacer ruido, montando sin galopar a través del bosque. No había hecho ningún intento por despertarme. El relincho del caballo le delató.

—Tienes los ojos llenos de desafío —observó—. Cometes un grave delito y luego me miras con esos ojos azules como si me desafiaras a que hiciera algo al respecto. ¿Dónde está aquella muchacha sumisa que me sirvió la cena con los ojos fijos en el suelo hace un par de horas?

—Lamento que se haya disgustado, señor Hawke —dije fríamente.

—¡Ah! Ese acento frío, aristocrático. También lees libros. Me di cuenta de que faltaba el volumen de John Donne de la biblioteca. Me imagino que estará en tu habitación.

—Lo devolveré en cuanto llegue a la casa.

—No hay prisa. Eres libre de leer cuantos libros haya en la casa, siempre y cuando no impida que trabajes. Parece que tengo una sirvienta con bastante cultura.

—Esclava —corregí—, comprada en subasta pública. De su propiedad durante los próximos catorce años.

—Supongo que debería considerarme un hombre afortunado. ¿Sabes una cosa? Por un momento pensé que podías haber huido, tratando de escapar. Al no encontrarte por ninguna parte sentí algo… semejante al pánico. Después Cassie me dijo lo de la toalla y el jabón. Me sentí sumamente aliviado.

No dije nada. Seguía sosteniendo la toalla a mi alrededor y le miraba con calma, escondiendo con esa serenidad todo lo que temblaba dentro de mí. Hacía tiempo que no hablábamos tanto, desde que le mordiera la víbora, y ahora su comportamiento me parecía extraño, desconcertante. A pesar de esos ojos indiferentes, parecía más relajado que nunca. Jamás le había visto tan comunicativo, tan abierto, y por primera vez noté en su voz un leve tono de broma. ¿Sería que por fin comenzaba a verme como algo más que un objeto, que una costosa adquisición? ¿Tal vez al ver mi cuerpo se había despertado algo en él, algo que hasta entonces él mismo se había negado a admitir?

—Sugiero que te vistas, Marietta. Debemos volver a casa. Pronto va a anochecer.

—Voy a volver caminando —le dije.

—Tú volverás conmigo en el caballo —corrigió—. No quiero que te encuentres con Jason Barnett en el bosque… aunque estés vestida. Date prisa. Ponte la ropa.

Era evidente que no tenía intención de desviar su mirada mientras yo me vestía. Vacilé por un momento y luego me acerqué al tronco, dejé allí la toalla y cogí la enagua. Aunque en ningún momento levanté la vista, sabía que me estaba observando; deliberadamente tardé más y sentía una perversa satisfacción al hacerlo. Me puse la enagua por la cabeza y la fui bajando por el talle hasta colocarla en la cintura. Después me puse el desteñido vestido de algodón con rayas beige y marrones y la falda cuidadosamente remendada. Me peiné con las manos y sacudí la cabeza para que el cabello cayera mejor, libre. Luego, con naturalidad, me puse los zapatos. Toda la ceremonia duró algo más de cinco minutos, y deseaba que hubiese disfrutado de ella.

—¿Lista? —preguntó, sin prestarme atención.

Cogí la toalla y asentí con la cabeza. Se acercó con el caballo hasta donde yo estaba y bajó una mano extendida para que pudiera apoyarme. La así con fuerza, puse el pie en el estribo, salté, me senté detrás de él y le rodeé la cintura con los brazos.

Hawke chasqueó las riendas y tiró un poco de ellas. Entonces el caballo comenzó a andar lentamente a través del bosque. Ninguno de los dos hablaba. Miré cómo el grueso cabello negro se le ondulaba en la cabeza; observé cómo la blanca tela de la camisa cubría sus anchos hombros. Mis piernas rozaban las suyas, y sentía la fuerza y el poder de sus muslos. Cada vez que el caballo se movía peligrosamente debido a lo irregular del suelo, me recostaba contra él y apoyaba la mejilla en su espalda.

Pensaba lo maravilloso que debía ser poder amar abiertamente, expresar ese amor con libertad, con palabras, con hechos. Había logrado contenerlo durante semanas, pero ahora era como un profundo dolor que me lastimaba… me hacía tanto daño…

El sol estaba muy bajo, y cuando llegamos a los campos vi la llama de oro y púrpura en el horizonte, colores de fuego que se entremezclaban y se fundían entre sí y conferían al aire un matiz anaranjado. El algodón, antes tan blanco, tenía un suave tono rosado y las sombras avanzaban sobre el suelo. Era hermoso, emocionante, y yo quería llorar por tanta belleza, y por todo lo que escondía dentro de mí sin poderlo expresar. Hawke estaba sentado delante de mí, con la espalda rígida como el acero. Me preguntaba qué sentía él, qué pensaba. ¿Estaría pensando en mí? ¿Estaría recordándome tendida en la roca, o estaría pensando en otra cosa, el precio del algodón, las tareas del día siguiente?

El sol ya había desaparecido, y anochecía cuando llegamos al patio. Los robles proyectaban largas sombras púrpura y el aire se volvía más azul a medida que el cielo se iba oscureciendo. Hawke se detuvo frente a los establos y llamó al muchacho que le estaba esperando. El esclavo salió para tomar las riendas y Hawke se apeó. Luego me cogió por la cintura y me bajó a mí también. Los grillos cantaban mientras íbamos caminando hacia la casa. Las luciérnagas ya volaban alrededor de las higueras, junto a la galería. Frente a nosotros, la enorme figura del viejo caserón parecía un fantasma blanco envuelto en las sombras de los robles mecidos por la brisa.

Me sentía melancólica y triste.

—Dijo que me estaba buscando —comenté—. ¿Quería algo?

Nos detuvimos frente a los escalones de atrás. Había una lámpara encendida en la cocina, y la luz llegaba hasta la galería.

Podía ver su rostro. Todavía conservaba aquella expresión indiferente… cauta, como si fuera necesario un tremendo esfuerzo para esconder lo que sentía.

—Mañana tengo que ir a Charles Town, Marietta. Pensé que quizá te gustaría venir conmigo.

Estaba sorprendida. Demasiado sorprendida para poder responder. Hawke esperó un momento antes de continuar. Su voz seguía siendo indiferente.

—No quisiste aceptar ningún tipo de recompensa por lo que hiciste cuando me mordió la cobra. Pensé que un viaje a Charles Town sería suficiente. Estoy seguro de que necesitas comprar cosas para la cocina… azúcar, café; seguramente nos falta algo.

—Pensé que usted se encargaba de comprar todas las provisiones.

—Por lo general sí.

—No… no sé por qué querrá llevarme con usted. No espero ningún tipo de recompensa por lo que hice. Aquello lo hice porque…

—Mira —me interrumpió, y ahora había algo de enojo en la voz—, yo voy a ir, y tú puedes venir conmigo o quedarte aquí. ¡A mí qué me importa! Simplemente pensé que el viaje podría gustarte. Salgo a las seis de la mañana. Quiero que me sirvas el desayuno a las cinco y media. Si quieres venir conmigo, debes estar lista a esa hora.

Subió los escalones con paso solemne, cruzó el porche, abrió la puerta y dejó que se cerrara detrás de él. Luego desapareció hacia el interior de la casa. Oí pasos enojados en la cocina y luego en el vestíbulo; después, sólo el ruido de los grillos bajo los escalones.

Aquella repentina explosión en él me sorprendía y me alegraba a la vez. Me preguntaba si esa muralla de hielo que había construido a su alrededor no estaría al fin empezando a quebrarse.