Caleb me saludó con la mano y se acercó corriendo cuando me vio cruzar el patio de atrás llevando la cesta con el almuerzo. Hacía dos semanas que había sido azotado y no le había visto desde entonces. Me detuve bajo uno de los robles para decirle algo y me di cuenta de que ya no tenía ninguna marca de los azotes.
—¿Qué lleva en esa cesta? —preguntó el muchacho—. ¿Algo bueno para comer?
Asentí con la cabeza. Los ojos de Caleb brillaban con ansiedad.
—Pero me temo que no es para ti, Caleb. Se lo llevo al amo, que está trabajando en los campos.
—¿Cuándo va a hacer más bizcochos de aquellos?
—Pues… uno de estos días, Caleb. ¿Es que Mattie no te da de comer?
—Supongo que sí —dijo lentamente—, pero no me hace cosas tan exquisitas como usted, señorita Marietta. Aquel pastel de melocotones… Creo que valió la pena, a pesar de los latigazos que me dio el amo.
—A propósito, ¿cómo estás, Caleb? Hace tiempo que no te veo.
—Mattie me ha prohibido que vaya por el patio de atrás. Dice que tengo que quedarme al otro lado de las cabañas arreglando cosas, a menos que usted me mande hacer algo. He estado ocupado arreglando cosas y ayudando a Mattie. La espalda me dolía mucho, pero Mattie me puso algo durante un par de días y ahora ya está bien. El amo, cuando azota, azota en serio. ¿Cree que se daría cuenta si esa cesta le llega con algo menos en su interior?
Parecía un gran cachorro rogándome con esos enormes ojos marrones. Incapaz de decirle que no, metí la mano en la cesta, saqué un muslo de pollo bien doradito y se lo di. Los ojos de Caleb se encendieron de placer. Cogió rápidamente el muslo de pollo y se fue corriendo, dando saltos, en el preciso momento en que Mattie asomaba por la cocina y a gritos le ordenaba que volviera a su trabajo si no quería recibir una paliza. Caleb desapareció detrás de las cabañas. Mattie sacudió la cabeza en un gesto de desesperación. Yo la saludé con la mano y le grité los buenos días.
Era un día de mucho calor. El sol se desparramaba en poderosos rayos, pero esta vez yo llevaba puesto un viejo sombrero amarillo de paja, con ala ancha y una cinta que se anudaba bajo el mentón. El sombrero me protegía la cara, pero el vestido no tardó en empaparse de sudor. Era de algodón color marrón claro, adornado con florecitas marrón oscuro y azules, descolorido y manchado; con mangas abultadas y ajustadas en los puños que caían graciosamente desde los hombros. El talle era ceñido y tenía un gran escote. Aunque viejo y andrajoso, era el vestido más llamativo de que disponía y me preguntaba si Derek Hawke se daría cuenta de cómo se acentuaba el busto y la fina cintura. Probablemente no, me dije a mí misma, mientras caminaba entre las matas de algodón.
Sólo había cruzado unas pocas palabras con él desde el día del granero. Ni él ni yo habíamos vuelto a mencionar el asunto, pero desde entonces se había mostrado aún más frío y lejano. Cuando se veía obligado a darme una orden, su voz parecía tan cortante como el hielo; el rostro se mantenía siempre duro. Después de los malos tragos que le hiciera pasar su esposa era de suponer que no quisiera volver a enredarse. Claro que yo era de su propiedad, como un objeto para él, y como mujer no existía siquiera. Todo eso lo aceptaba, y también luchaba contra los sentimientos que despertaba en mí con el solo hecho de estar conmigo en la misma habitación. Trataba de odiarle y lo intentaba desesperadamente; sin embargo, no podía dejar de sentir que detrás de aquella muralla de hielo vivía un hombre sumamente vulnerable, que necesitaba mucho calor y mucha comprensión.
Se oyó la llamada de Mattie desde la cocina. Los negros que estaban trabajando en los campos dejaron sus herramientas y se dirigieron hacia la hilera de robles, bajo cuya sombra darían cuenta de su almuerzo. A lo lejos vi que Adam caminaba hacia los árboles junto con los demás, sobresaliendo como una torre entre ellos. Hawke nunca almorzaba con los esclavos. Aunque les daba media hora de descanso para la comida, él se quedaba en los campos y se detenía sólo el tiempo necesario para comer lo que le traían en la cesta del almuerzo. Luego seguía trabajando.
Me preguntaba por qué trabajaría tan duro, mucho más que los demás colonos. Cuando Maud Simmons volvió a Shadow Oaks para devolver el linimento, me contó varias cosas sobre la vida entre los plantadores. Me enteré de que la mayoría contrataban hombres para que se encargaran del trabajo de la tierra, lo que les daba una cierta libertad para poder desarrollar una vida de compañerismo, organizar cacerías, hacer vida social. Hawke nunca había participado en estos ociosos pasatiempos. Siempre había cargado con toda la responsabilidad de Shadow Oaks, y, según me había confiado Maude, le iba muy bien. La renta anual de Shadow Oaks había sido más que satisfactoria, y Hawke debería tener una considerable suma de dinero en el banco, en Charleston. Pero no la tenía. En su cuenta sólo había unos cientos de dólares. Maud lo había descubierto la última vez que había hecho un depósito y había hablado con el gerente, un hombre encantador. La mujer se preguntaba qué diablos había pasado con todo el dinero de Hawke, pregunta a la que yo tampoco podía responder.
La verdad es que no lo había vuelto a invertir en Shadow Oaks.
Es cierto que yo le había costado mucho, más de lo que él podía gastar, según sus propias palabras, pero yo sabía que hacía cuatro años que no compraba esclavos, y tampoco había gastado dinero en arreglar la casa. Todo estaba viejo y descuidado, y, a simple vista, Shadow Oaks era un poco más que una granja. Sin embargo, los cultivos no habían dejado de reportarle gran cantidad de dinero, tanto como las plantaciones más grandes. Era todo un misterio, me decía Maud, y agregaba que había oído rumores de que, desde hacía años, enviaba enormes sumas de dinero a un abogado en Londres. Hawke había venido de Inglaterra, pero nadie sabía nada sobre su pasado allí. Apareció un día en Carolina, se casó con Alice Cavenaugh, e inmediatamente compró Shadow Oaks «por unas pocas monedas». Convirtió entonces esa plantación arruinada y mediocre en una tierra que daba importantes rentas anuales. Hacía diez años que estaba aquí, desde que tenía veintitrés, y durante diez años había vivido como un hombre pobre.
Mientras caminaba por los campos, con la cesta en la mano, había estado pensando en todo lo que Maud me había dicho.
Siempre había creído que Shadow Oaks era pobre, que Hawke tenía que luchar para que le alcanzara el dinero. Sin embargo, al mirar las hectáreas y hectáreas de plantas verdes —y ésta era sólo una parte de los campos—, era evidente que la cosecha traería una enorme cantidad de dinero. No podía dejar de preguntarme adonde iba todo ese dinero. ¿Sería cierto que lo enviaba a un abogado en Inglaterra? ¿Por qué? Cuanto más sabía sobre Derek Hawke, más enigmática se me hacía su figura.
A lo lejos le vi trabajando con una azada, con las botas cubiertas de polvo. Los oscuros pantalones que llevaba eran viejos, casi harapientos. La ligera camisa de algodón estaba empapada de sudor, arremangada por debajo de los codos; los primeros botones aparecían desabrochados. Aunque tenía un físico estupendo y era sumamente atractivo, tenía la apariencia de un pobre granjero que trabajaba su tierra. ¿Por qué? Podría estar sentado en su casa con las botas bien lustradas y un traje elegante, disfrutando de la vida. ¿Por qué vivía en una casa que se venía abajo, pobremente amueblada, cuando podía transformarla en una hermosa mansión? Al oír mis pasos se dio la vuelta y se apoyó en la azada. Cuando aquellos fríos ojos grises me miraron, sentí dentro de mí lo que siempre sentía cuando estaba junto a él; le deseaba, y me odiaba a mí misma por desearlo.
—¿Es que Cassie está enferma? —preguntó. Era la primera vez que le llevaba el almuerzo desde el día en que le había preparado el pastel de melocotones.
—Está ocupada en la casa, limpiando los muebles del vestíbulo. No quería que dejara su trabajo a medio terminar, y por eso decidí venir yo misma a traerle el almuerzo.
—¿No la estarás haciendo trabajar demasiado?
—Por supuesto que no —respondí fríamente.
No le gustó el tono de mis palabras, pero cogió la cesta sin hacer ningún comentario. Olía a sudor y a tierra. La boca grande, hermosa, dibujaba una línea recta y dura. ¿Por qué tenía que imaginarme que esos labios se separaban, sensuales, y se posaban sobre los míos? ¿Por qué con sólo verle mi pulso se aceleraba, si tenía mil motivos para odiarle? Hawke estaba apoyado sobre la azada mirándome despreocupadamente, y yo tenía la sensación de que él sabía muy bien lo que yo sentía, a pesar de todos mis esfuerzos por disimularlo.
—Veo que esta vez te has puesto el sombrero —observó.
—Tal como se me ordenó.
—Nunca te había visto ese vestido.
—¿No le parece bien?
—No me importa lo que te pongas, con tal deque cumplas con tu trabajo. Pareces una prostituta del puerto, pero eso no importa. —Se encogió de hombros en señal de indiferencia.
—Eso es lo que cree que soy —le respondí con ironía—. Nunca creyó lo que le dije sobre mi pasado. Siempre pensó que era una ladrona, una…
—¿Te importa lo que yo piense? —preguntó.
—En absoluto, señor Hawke.
Arqueó una ceja, y sus labios esbozaron la mueca de una sonrisa.
—Tal vez hubieras preferido que me retirara para que Jeff Rawlins te comprase. Quizás ése hubiera sido el tipo de vida adecuado para ti.
—Estoy segura de que eso es lo que usted piensa —respondí.
—Pienso que serías una magnífica prostituta —dijo con naturalidad—. Y una amante excepcional, sin duda, un hermoso juguete para un hombre con más dinero que sentido común. ¿Era eso lo que esperabas de mí, que te hiciera mi amante? Eres una mujer muy atractiva, y lo sabes muy bien. Los espejos no mienten. Pero pagué mucho dinero por un ama de llaves y cocinera, no por una muñeca pelirroja con la que poder revolcarme en la cama.
Sentí el fuego en mis mejillas. Hubiera deseado abalanzarme sobre él, clavarle mis garras. Parecía leer mis pensamientos, y, evidentemente, se divertía. Me había estado provocando con deliberación. Ahora la furia hervía dentro de mí, y me temblaba la voz al hablar.
—Me considero afortunada, porque usted no me… no me exigió nada. Son pocos los hombres que hubieran tenido tantos escrúpulos.
—¿Escrúpulos? Tengo muy pocos, te lo aseguro. Sin embargo, tengo sentido común, el suficiente como para no acostarme con una mujer sólo porque tiene un cuerpo dibujado por el diablo y unos ojos azules ardientes como el fuego; una mujer sumamente dócil ante una enorme, larga…
Llevé violentamente una mano hacia atrás y le abofeteé con todas mis fuerzas. Fue algo instintivo. Algo que hice sin pensar y que me sorprendió tanto como a él. Ante lo inesperado del golpe, Hawke gritó y dejó caer la azada. Su mejilla tomó un color rosa intenso, encendido. Me quemaba la mano del dolor; jadeaba, horrorizada por lo que había hecho. Él me miraba aturdido, y luego la furia ardió en sus ojos, y su boca se convirtió en una línea recta y dura. Cerró su mano y me dio un puñetazo tan fuerte que me hizo tambalear hacia atrás. Caí al suelo, encima de las matas, y oí cómo se quebraban los verdes tallos bajo mi peso y vi cómo el cielo pareció cambiar de azul a negro cuando el dolor me estalló en la cabeza.
Casi inconsciente, levanté la vista hacia él. Su enorme figura me miraba desde lo alto, con las piernas separadas; tenía los dos puños cerrados. Sabía que probablemente me mataría. La cabeza parecía darme vueltas; me ardía la mandíbula y veía a Hawke a través de un velo húmedo y borroso que no me permitía distinguir los contornos con claridad, que hacía que todo se inclinara y se cayera: las gigantescas plantas verdes a mi alrededor, aquel hombre. Todo se inclinaba sobre mí, como en una pesadilla. El cielo, que había vuelto a ser azul, daba vueltas sobre mi cabeza. Comencé a sollozar mientras él trataba de levantarme, apoyándome en un codo, y entonces oí aquella especie de silbido, y vi que la soga se desenroscaba: la vi volar por el aire y enredarse en el muslo de Hawke.
Derek Hawke gritó. Cogió la soga con la mano y la arrojó violentamente al suelo. La soga se retorció y escupió, y volvió a enroscarse para atacar otra vez. Comprendí entonces, horrorizada, que no era una soga, sino una víbora, una de esas cobras venenosas contra las que Mattie ya me había prevenido. Hawke cogió la azada y dio un tremendo golpe a la víbora. La cola pareció volar en el aire mientras la cabeza se clavaba en el suelo.
Se sacudió y se agitó. Hawke apretó el talón de la bota contra la azada clavada en la tierra y la víbora dejó de sacudirse cuando la cabeza quedó separada del cuerpo.
Hawke dejó caer la azada y se apretó el muslo. Olvidé mi propio dolor y me levanté rápidamente cuando vi la expresión en su rostro. El corazón me latía con fuerza y la cabeza todavía me daba vueltas. Hawke sollozaba. Sus mejillas adquirieron el color de la tiza. Parecía a punto de caerse de bruces contra el suelo.
Corrí hacia él y le cogí por un brazo.
—¡Qué hago, Derek! ¡Qué…!
—¡Dios mío! ¡Por Dios! ¡El cuchillo! ¡Rápido, el cuchillo!
—No… no sé…
—En el bolsillo. En el bolsillo izquierdo. ¡Cógelo! ¡Por el amor de Dios, Marietta, pronto!
Metí la mano en el bolsillo y saqué el largo cuchillo con mango de hueso. La hoja estaba plegada. Hawke gimió y estuvo a punto de desplomarse sobre mí, pero se sostuvo rodeándome con los brazos. Me tambaleé bajo su peso, pero no le dejé caer. Jamás me había sentido tan asustada en mi vida. Se aferraba a mí; sus ojos estaban enloquecidos por el espanto, el miedo y el dolor. Creo que por un momento perdió el sentido; la cabeza cayó sobre mis hombros y su cuerpo quedó sin fuerzas. Después levantó la cabeza, me miró a los ojos y trató de hablar con coherencia.
—Tendrás que… tendrás que hacer un corte en la pierna donde me mordió. ¿Entiendes? Tendrás que hacer un corte y después… el veneno… tendrás que chupar el veneno para que…
Asentí con la cabeza. Trató de ponerse de pie, pero se tambaleaba hacia adelante y hacia atrás. Por fin logró mantener el equilibrio y entonces me arrodillé, abrí el cuchillo y la hoja brilló a la luz del sol. Con una mano apoyada en la parte de atrás de la pierna corté la raída tela del pantalón y dejé a la vista la carne del muslo, que ya comenzaba a hincharse. Vi la marca de los colmillos, dos puntos muy pequeños, y alrededor, la carne hinchada que se volvía amarilla, marrón, violeta. Hawke se tambaleó y estuvo a punto de caer.
—¡Vamos! ¡Rápido!
No podía. Sabía que no iba a poder. Miraba esa carne descolorida y sacudí la cabeza. Sabía que jamás podría introducir el cuchillo. ¡Jamás! Pero entonces emitió un gemido de agonía y, mordiéndome los labios, corté. La sangre brotó y comenzó a descender por la pierna. Otra vez se tambaleó y se aferró a mis hombros para no caerse. Puse la boca sobre la herida, chupé y escupí la sangre, y chupé una y otra vez. Sabía que su vida dependía de eso. Sus manos me apretaban los hombros con fuerza, con violencia, lastimándome. Estaba bañada por el sudor que emanaba de su cuerpo. Cuando por fin terminé, suspiró y dejó de apretarme los hombros. Me puse de pie y me rodeó el cuello con los brazos; como un amante apasionado. Estaba aturdido, casi inconsciente.
—Todavía… todavía está sangrando. Tendría que atarle…
—Déjala que sangre. La casa. Debes ir a buscar a…Mattie tiene hierbas… una cataplasma. Ella sabe…
Logré hacerle dar la vuelta para sostenerle de lado. Un brazo seguía rodeándome el cuello; con el antebrazo me apretaba la garganta. Con una mano le sujeté el antebrazo y con la otra le rodeé la cintura, y entonces comenzamos a caminar, los dos tambaleándonos. Nunca lo iba a lograr. Era demasiado pesado y yo llevaba casi todo el peso. Tropecé, caí de rodillas, y él cayó conmigo. Su brazo me apretó la garganta y casi me asfixió. Logré levantarme, y a trompicones avanzamos a lo largo de las altas y verdes hileras de matas. Ambos teníamos la ropa empapada de sudor, y la piel brillaba por la humedad. Él deliraba; no tenía idea de dónde estaba ni de qué había pasado. Reuní todas mis fuerzas y me obligué a seguir adelante, arrastrándole en mi impulso. La sangre seguía resbalando por la pierna, pero sabía que eso era bueno, pues le libraba del veneno mortal. Se iba debilitando más y más, y si perdía demasiada sangre podría… Tropecé y le arrastré conmigo, y entonces vi los robles y empecé a gritar pidiendo ayuda.
Adam vino corriendo por entre las matas de algodón. Varios esclavos le seguían.
—Víbora —murmuré con voz ronca—. Cobra.
No fue necesario que dijera nada más. Adam comenzó a dar órdenes. Envió a uno de los esclavos a buscar a Mattie, a otro a la cocina a poner inmediatamente agua a hervir. Luego tomó a Hawke en sus brazos, lo apoyó contra su sólido y fuerte pecho y, con paso rápido, caminó hacia los robles. Tropezando, caminé detrás de ellos, bajo los árboles, crucé el patio, la puerta de atrás, y entré a la cocina.
—Arriba, Adam —dije—. En el dormitorio. Cassie…
—Mattie ya lo sabe. Está buscando todas sus hierbas para preparar la cataplasma. Será mejor que se siente, señorita Marietta. No tiene buena cara; está pálida como un muerto. Le voy a…
—Tengo que ir arriba con Adam. Tengo que quedarme con él. Podría morir, y…
—No se preocupe —dijo Cassie con dulzura—. Mattie sabe lo que tiene que hacer. Estas víboras han picado ya a mucha gente, y las hierbas de Mattie siempre dan resultado. Pronto tendrá lista la cataplasma. El amo no va a morir.
Salí rápidamente de la cocina, crucé el vestíbulo, detrás de Adam, y le seguí hasta el dormitorio. De un tirón levanté la colcha y la sábana, y Adam colocó cuidadosamente a su amo en la cama. Hawke gimió, ahora inconsciente. Le dije a Adam que trajera unos trapos y un poco de agua. Cuando salió de la habitación, me senté en la cama, cogí a Hawke por los hombros, le senté, le saqué la camisa y la tiré al suelo. Gimió cuando volví a acomodarle sobre las almohadas y aparté el cabello mojado de su frente.
Abrió los ojos y me miró, y me di cuenta de que no me reconocía, de que no me veía. Le acaricié la frente y apoyé la mano sobre esa suave mejilla que hacía unos momentos yo misma había golpeado con tanta furia. Trató de decir algo, pero no pudo articular palabra, y sus ojos se llenaron de terror.
—Pronto va a estar bien —dije suavemente—. Todo va a salir bien.
Adam volvió con el agua y los paños, y Cassie entró detrás de él. Le pedí a Adam que me ayudara a sacarle las botas y los pantalones. Adam asintió con la cabeza. Hawke gritó cuando el negro comenzó a tirar de las botas. Agitó un brazo hacia un lado, y me pegó en el cuello con tanta fuerza que casi me hizo caer de la cama.
—Supongo que será mejor que usted le sujete, señorita Marietta —me dijo Adam con su ronco gruñido—. Le va a doler que le saque esta bota, y no le va a gustar nada.
Me incliné sobre Hawke y puse las manos sobre sus hombros mientras Adam tiraba con fuerza de la bota. Hawke luchaba con todas sus fuerzas, tratando de arrojarme de la cama, pero estaba ya demasiado débil y por fin se desmayó cuando una bota y después la otra cayeron al suelo. Sacarle los pantalones fue mucho más fácil. Cuando terminamos de sacarle la ropa, mojé el paño con el agua y comencé a lavarle la cara. La pierna estaba todavía hinchada y tenía un feo color, pero mucho menos que antes. De la herida salían algunas gotas de sangre. Ahora estaba inmóvil, inconsciente; su respiración era pesada. Le lavé los hombros y el pecho, y cuando volví a mojar el trapo con agua fresca y lo apliqué sobre la herida, no hizo ninguna reacción.
Adam y Cassie permanecían de pie, en silencio, al otro lado de la cama, serios y preocupados. Cassie estaba apoyada contra su esposo y Adam le rodeaba los hombros con un brazo y la apretaba contra él.
Acababa de terminar de lavarle cuando Mattie entró ruidosamente en la habitación, moviéndose con bastante rapidez si se tenía en cuenta su tamaño. Traía una fuente cubierta con algo que parecía barro humeante que llenaba el aire con un olor fuerte y penetrante. Me aparté de la cama y la miraba mientras le aplicaba la pasta sobre la herida. Ahora era yo quien se sentía aturdida; todo me parecía verlo a través de la niebla. Me dolía todo el cuerpo. Y la mandíbula. Rezaba, rezaba para que él pronto estuviera bien, y también lloraba, sin darme cuenta de que las lágrimas rodaban por mis mejillas.
—Y a está —dijo Mattie al aplicar un último golpecito de esa pegajosa mezcla de barro—. Ahora voy a cubrirlo con una venda limpia y pronto va a estar bien. Fue una suerte que usted estuviera allí y le chupara el veneno, señorita Marietta. De no haber sido así, hubiera muerto con toda seguridad.
—¿Se… se va a poner bien?
—Bueno, va a estar con fiebre durante uno o dos días. Se va a agitar y a revolverse por la cama, va a estar violento y va a sudar como un perro, pero cuando se vaya la fiebre se va a levantar en seguida y va a volver a trabajar como si no hubiera pasado nada en tres o cuatro días. Y ahora deje de preocuparse, ¿me oye?
—Tuve… tuve tanto miedo.
—No lo dudo. Y usted tampoco tiene muy buena cara. Ahora quiero que vaya a lavarse, se cambie esa ropa y descanse un poco antes de que se desmaye aquí mismo.
—Tengo… tengo que quedarme con él. Podría…
—Cassie y yo vamos a cuidarle un rato; después vendrá usted cuando despierte. —Se volvió hacia Adam y le habló con severidad—. ¡Y tú! —le ordenó—. ¡Vuelve a los campos y encárgate de que los negros sigan trabajando! Supongo que eso es lo que más leva a preocupar al amo cuando se levante, y supongo que eres tú quien se debe encargar de todos los trabajos mientras él esté en la cama.
Adam se mostró fastidiado por el tono.
—Sí, señora —respondió.
—¡No te hagas el gracioso conmigo, muchacho! ¡Serás todo lo gigante que quieras, pero creo que todavía puedo darte una buena paliza si me lo propongo! ¡Y ahora sal de aquí en seguida!
Adam no pudo evitar una sonrisa y, cuando se fue, aquella enorme negra sacudió la cabeza, chasqueó la lengua y le dijo a Cassie que podía considerarse afortunada por tener un hombre así en la cama cada noche. Cassie todavía estaba demasiado asustada para contestar, y Mattie le dijo que corriera a su cabaña y le trajera el rapé que había dejado en la entrada. Cassie salió, pero yo me quedé de pie frente a la cama, retorciéndome las manos. La vieja acercó una silla al lado de la cama, dejó caer su enorme cuerpo en ella y suspiró cansada.
—Vaya y hágame caso, señorita Marietta —me aconsejó amablemente—. Su hombre se va aponer bien. Las hierbas ya le están sacando lo que le pueda quedar de veneno en el cuerpo. Tampoco vale la pena ir a buscar un médico blanco, porque tardaríamos dos días en traer uno hasta aquí, y, para entonces, el amo estará levantado dando órdenes, de mal humor como siempre. ¡Vamos! ¿Qué espera? ¡Me estoy cansando de mirarla a la cara!
Fui a mi habitación, me desnudé, me lavé y me puse una enagua limpia. Aunque sabía que no podría dormir, me eché en la cama y miré cómo los cálidos rayos del sol de la tarde entraban sigilosamente por las ventanas abiertas. Cerré los ojos, asustada, preocupada y dolorida. La mandíbula me latía por dentro y me pareció hundirme en un nido de oscuridad, flotando entre las sombras. Cuando abrí los ojos, una densa luz gris y violácea había invadido la habitación. Las cortinas se movían suavemente cada vez que entraba la fresca brisa del exterior. Asustada, me senté en la cama al darme cuenta de que debía haber dormido varias horas. El sol ya se había puesto, y los últimos vestigios del crepúsculo se convertían en noche. Encendí una lámpara de petróleo y me cepillé el cabello. Me puse un vestido limpio de algodón azul y, descalza, crucé el vestíbulo hasta el dormitorio del amo.
—¡Ah, ya ha llegado! —dijo Mattie con voz cálida. Cambió de posición en la silla—. Ahora sí que está descansada. Voy a volver a la cabaña. Él va a dormir el resto de la noche.
—¿Está… está bien?
—Bueno, estuvo un poco agitado y hablaba entre sueños. Sudó de un modo increíble, y Cassie y yo le hicimos dar la vuelta para poder cambiarle las sábanas. No le gustó nada, pero tuvimos que hacerlo. Hace un rato le di un poco de caldo. No quiero que se nos muera de hambre.
—Gracias por todo lo que ha hecho, Mattie. Ahora me encargo.
—Ahora sólo sirvo para cuidar enfermos; para eso y para dar órdenes a esas mujeres en la cocina. Esa Cassie todavía está rondando por la cocina. No quiso irse con Adam antes de que usted se levantara. Cuando salga le voy a decir que prepare un tazón de caldo y se lo traiga aquí arriba. Y usted se lo va a tomar, ¿me oye?
Asentí con la cabeza, distraída, mientras miraba a Hawke.
Mattie exhaló un suspiro, se metió la lata de rapé en el bolsillo del delantal y se levantó pesadamente. Arrastró los pies hasta donde yo estaba y me abrazó; por segunda vez en el día estuve a punto de llorar. Mattie me miró a los ojos. Los de ella estaban llenos de ternura y comprensión, pues Mattie había sabido desde el principio lo que yo apenas estaba empezando a descubrir.
—Todo va a salir bien, señorita Marietta —me dijo—. Levantó una muralla a su alrededor después de que esa mujer le hiciera lo que le hizo. Se prohíbe a sí mismo sentir lo que sienten los demás hombres, por temor a que vuelvan a hacerle daño, pero uno de estos días va a abrir los ojos y va a ver lo que tiene delante de las narices, y ese día usted va a ser la mujer más feliz del mundo.
Mattie volvió a abrazarme y salió de la habitación. La oí bajar pesadamente la escalera. Oí sus pasos al alejarse, su respiración.
Ella sabía que yo estaba enamorada de Derek Hawke y yo ni siquiera lo había sospechado, por lo menos hasta esta tarde, cuando estuvo a punto de morir. Me atraía, me había atraído desde el primer momento, y me había convencido a mí misma de que no era más que eso: una atracción física. No sabía cuándo se había convertido en amor, pero sí sabía que le amaba profundamente, con cada fibra de mi ser. Su sola presencia me hacía vibrar de alegría, con la sensación de estar ebria después de haber bebido el mejor de los vinos. La atracción física existía, como un tormento, pero era parte de algo más fuerte aún, algo que me llenaba con una música dulce y silenciosa.
Hawke gimió mientras dormía, sacó un brazo y apartó la sábana que le cubría el pecho. El ambiente de la habitación era pesado y me acerqué a la ventana para dejar entrar el fresco aire de la noche. Las ramas de los robles gemían, las hojas crujían y, a lo lejos, veía las luciérnagas encender y apagar sus luces doradas entre las oscuras sombras de los arbustos. Las largas y doradas cortinas de brocado se movían con la brisa, se agitaban suavemente. Me volví cuando Cassie entró con el tazón de caldo. Le dije que lo dejara junto a la cama, y después seguí mirando por la ventana, porque no quería hablar. La muchacha salió caminando de puntillas, y dirigí mis ojos a ese cielo de terciopelo negro con apliques de estrellas que brillaban como diamantes.
—Marietta —murmuró.
Me volví. Me estaba mirando. Aquel débil rostro tan hermoso, pálido como el marfil; los oscuros ojos grises estaban rodeados por una sombra. Me acerqué a la cama, me senté a su lado y le cogí la mano. Me miró en silencio. En vez del frío y cruel Hawke que yo había conocido, había un hombre que necesitaba mi ternura y mi amor.
—No… no te vayas —me rogó. Su voz era un ronco gruñido.
—Estoy aquí, Derek.
—Me… me has llamado… Derek.
—Sí, mi amor —murmuré.
—Irres… petuosa.
Le cerré la boca con los dedos y toqué suavemente sus labios rosados.
—No hables ahora —le dije—. No trates de hablar. Te voy a dar un poco de caldo que ha hecho Mattie.
—No… no lo quiero.
—Tienes que tomarlo. Has perdido mucha sangre. Necesitas recuperar fuerzas.
Le ayudé a que se sentara en la cama, le acomodé las almohadas y le di el caldo que Cassie había traído para mí. Hizo una mueca y trató de amenazarme con la mirada, pero abría la boca obedientemente cada vez que le llevaba la cuchara a los labios.
Sólo había una lámpara ardiendo en un rincón de la habitación, y daba un tenue resplandor amarillento. El resto del cuarto estaba en tinieblas. Sombras oscuras se dibujaban en las paredes.
Las cortinas se movían suavemente cada vez que penetraba la fresca brisa. Derek terminó el caldo, cerró los ojos y se durmió antes de que le retirara las almohadas de la espalda. Me senté a su lado y le miré a la cara, un lujo que jamás había podido darme.
Las horas pasaban y él seguía durmiendo plácidamente.
Alrededor de las dos de la mañana comenzó a murmurar algo entre dientes y a fruncir el ceño. Sudaba mucho y le sequé la frente. Agitado, se revolvió mientras hacía una mueca y le acaricié la mejilla, murmurando palabras de cariño, tratando de calmarle. A los pocos momentos se quedó quieto. Suspiré con alivio e iba a levantarme de la cama cuando bruscamente él se sentó, con los ojos abiertos, como un loco. Me agarró por la muñeca y apretó los dedos con tanta fuerza que el dolor me hizo estremecer.
—¡No te vayas! —me gritó furioso.
—Yo sólo… sólo…
—¡Todas se van! ¡Todas! Ella se fue… mi madre. Me dejó en aquella horrible escuela gris y húmeda, y se fue; nunca más volví a verla…
Tenía los ojos llenos de odio. Me retorció violentamente la muñeca y me hizo caer contra su pecho. Deliraba; no tenía idea de lo que estaba diciendo o a quién se lo decía. Me di cuenta y, sin embargo, estaba asustada. Antes estaba débil, pero ahora parecía tener una fuerza sobrenatural. Me cogió las dos muñecas y quedé atada a la cama.
—Y Alice, ¡esa perra! La amaba… —Su voz se quebró en algo parecido a un sollozo—. Algún día podría haberle dado todo lo que ella quería, ¡pero no pudo esperar! Podrían pasar años antes de que todo se aclarara, le dije, pero se va a arreglar, todo se va a arreglar y ganaremos, y Hawkehouse será nuestra, y tú tendrás un título y riquezas y… ¡pero se fue! ¡Me dejó, igual que mi madre, igual que todas!
—¡Derek! Me estás haciendo daño…
—¡Se van! ¡No se puede creer en ellas! No se puede creer en ninguna de ellas…
Me soltó la muñeca y me cogió por la garganta, clavándome los dedos con violencia. Grité, pero ahogó mi grito apretándome la garganta con más fuerza aún, y rió con una risa demoníaca. Pensé que iba a morir cuando sentí que toda mi sangre se agolpaba en la cabeza y se me nublaban los ojos. Apretó, hundió los dedos en la suave carne de mi garganta y, de repente, me soltó. Cuando abrí los ojos vi que me miraba totalmente confundido. Una profunda arruga se dibujó entre las cejas cuando frunció el ceño.
—¿Marietta? ¿Qué…?
—Delirabas… —murmuré con voz ronca. Apenas podía hablar.
—¿Te he hecho daño? Sí, te he hecho daño, porque eres obra del diablo… —Ahora la voz era tierna y suave, y me di cuenta de que todavía no tenía idea de lo que decía; aún deliraba, a pesar de que se comportaba de un modo totalmente distinto—. Cuando te vi supe que Rawlins no debía tenerte, supe que tenías que ser mía… —Y me atrajo suavemente hacia él.
—Sí… —murmuré—. Sí… déjame que me quite el vestido…
—Sí —gimió—. Marietta, dulce, dulce…
Y entonces las fuerzas parecieron abandonarle. Me senté a un lado de la cama y le atraje hacia mí. Su cabeza descansaba en mi hombro, sus labios me acariciaban un pecho, y dormía. El delirio había pasado. Le acaricié la cabeza, los hombros, y mis manos recorrieron los músculos de su espalda. Una ráfaga de viento penetró en la habitación y apagó la lámpara. La habitación se sumió en una oscuridad negra y profunda que pronto vino a suavizar la luz de la luna. Le apreté contra mí, y saboreé cada momento. Sabía que tal vez nunca más volvería a sentir su calor, su peso, que tal vez nunca más volvería a tocar y a explorar la tersura de su piel, su cabello.
Dormía profundamente, y de vez en cuando cambiaba de posición. La luz de la luna se fue desvaneciendo, y la oscuridad desaparecía lentamente, muy lentamente. Cuando los primeros rayos rosados del alba se filtraron por la ventana, dio un enorme bostezo, se separó de mí y se acurrucó en la cama abrazándose a la almohada con ambos brazos y colocándola bajo su cara. Me escurrí cuidadosamente de la cama y me arreglé el vestido. Ahora estaba boca abajo, completamente desnudo, y dormía mientras los tibios rayos del sol que entraban por la ventana le bañaban las piernas y las nalgas.
Salí de la habitación y bajé a la cocina, donde Cassie ya estaba preparando una jarra de café muy fuerte. Me senté frente a la vieja mesa de madera y acepté una taza de café. Estaba agitada por lo que había pasado, y me preguntaba qué iba a recordar él de lo ocurrido.
Derek durmió la mayor parte del día. Sólo interrumpió el sueño dos veces, y estuvo despierto el tiempo suficiente para comer. Mientras él dormía, Mattie le quitó el vendaje y la cataplasma. Miró la herida y asintió con la cabeza, satisfecha.
Después la lavó, aplicó unos remedios y colocó una venda limpia, pero Derek no se despertó. Permanecí toda la noche sentada en una silla al lado de su cama. Se despertó una sola vez, para pedir agua. Le acerqué el vaso a los labios, me rodeó las manos con las suyas y bebió. Luego volvió a quedarse dormido. Cuando amaneció, regresé a mi habitación, me cambié y fui a la cocina, donde estaba Cassie.
Cuando entré en su dormitorio con la bandeja del desayuno, le encontré sentado en la cama. Se había puesto una vieja bata de terciopelo color azul marino con solapas de terciopelo negro. Se había peinado y estaba recién afeitado; olía a talco. Aunque la palidez había desaparecido, todavía le quedaba una sombra bajo los ojos; parecía cansado. Me detuve, sorprendida. Él arqueó una ceja y me miró como si yo fuera una chiquilina molesta y torpe.
—¿Me vas a servir el desayuno o vas a quedarte ahí de pie toda la mañana?
—Se… se ha levantado.
—Claro que me he levantado —dijo pacientemente.
—Pero… la pierna…
—Tuve que renquear un poco, pero pude sostenerme lo suficiente para poder afeitarme. Se está curando rápidamente. Si ya has acabado de mirarme con esa cara, Marietta, te agradecería que me sirvieras el desayuno. Estoy muerto de hambre.
Dejé la bandeja sobre la mesita y retrocedí.
—Me… me alegro de que se sienta mejor. Ha estado bastante mal.
—Parece que me voy a reponer. Supongo que Mattie me habrá puesto una de sus famosas cataplasmas en la pierna.
Asentí con la cabeza, sin poder encontrar palabras. Hawke me miraba con un cierto fastidio. Era evidente que no le gustaba estar atado a la cama y ver disminuida su posición de autoridad.
Se acercó a la bandeja y se sirvió una taza de café.
—Me salvaste la vida, Marietta. Te estoy agradecido. —La voz era brusca—. Recuerdo la cobra, recuerdo haberla matado, y todo lo que pasó después está borroso. Tú cogiste el cuchillo, ¿verdad? Me hiciste un corte en la pierna y chupaste el veneno, ¿no es así?
De nuevo asentí con la cabeza. Hawke tomó un sorbo de café; le pareció demasiado caliente, frunció el ceño y volvió a poner la taza en la bandeja.
—Me sorprende que no me hayas dejado morir —comentó—. Si mal no recuerdo acababa de darte un buen puñetazo. Sí, veo que tienes una moradura. Tuviste suerte de que la víbora me picara justo en ese momento. Iba a darte una buena paliza.
—Después… después empezó a delirar —interrumpí—. ¿No recuerda nada de los últimos dos días?
—Absolutamente nada —confesó.
—Y… ¿la otra noche?
—¿Hay algo que debería recordar?
—Se… se puso un tanto violento poco antes de que le subiera la fiebre. Después… después durmió profundamente.
—¿Violento? ¿Te ataqué? —La voz era seca, indiferente.
—Trató de estrangularme.
—¿Sí? Bueno, veo que pudiste sobrevivir al ataque. Pienso darle a Mattie una enorme cantidad de rapé como recompensa por lo que ha hecho. Y a ti, ¿qué te gustaría?
Le miré fijamente y sentí un vacío en la boca del estómago.
Pasó un momento antes de que pudiera responder.
—Nada —dije.
Hawke arqueó una ceja, sorprendido.
—¿No?
—No quiero nada —murmuré.
Di media vuelta y salí rápidamente de la habitación, antes de que los sentimientos que iban creciendo dentro de mí pudieran delatarme.