III

Yo ya estaba en la cocina preparando el desayuno para el amo cuando apareció Cassie, más tarde que de costumbre. Con diecisiete años, era una muchacha bellísima, de luminosos ojos marrones; sus pómulos eran elevados y salientes. Tenía el cabello negro y lacio, cortado a la manera de un gorro que se adaptaba a la cabeza. La piel era de un marrón cremoso. Alta y esbelta, llevaba un vestido rosa de algodón que se adhería a las curvas de su cuerpo. Esta mañana parecía muy cansada, y noté que en sus mejillas se traslucía una leve y grisácea palidez.

—Perdóneme por llegar tarde, señorita Marietta —explicó con voz tranquila—. Siento gran debilidad en los huesos, y tengo el estómago revuelto. Creo… creo que estoy embarazada. Hace mucho que no tengo el período.

—Siéntate, Cassie. Te sirvo una taza de café. ¿Has desayunado con los demás?

Cassie negó con la cabeza.

—Mattie ya dio de comer a los demás, y están todos trabajando. Pero esta mañana no podía levantarme de la cama. Adam estaba furioso conmigo, y me dijo que fuera a la casa grande antes de que viniera el amo y me castigara.

—Sería incapaz de hacerlo —comenté mientras cogía un tenedor para dar vuelta al jamón que se estaba quemando en la sartén.

—Sí sería capaz, señorita Marietta. El amo nos trata con justicia, mucho mejor de lo que los demás plantadores tratan a sus esclavos, pero no tolera la debilidad. Nos azota pocas veces pero, cuando se decide, lo hace de una forma que no se olvida fácilmente.

—No le he visto castigar a ninguno de los esclavos desde que estoy aquí.

—A nadie, porque no ha habido necesidad. Ninguno de los negros le ha dado motivos para que le azotara. Nunca ha usado el látigo conmigo, y, que yo sepa, no lo ha usado con ninguna de las mujeres, pero no quisiera ser la primera.

Derek Hawke tenía sólo treinta esclavos, muchos menos que la mayoría de los restantes plantadores de la zona, y la mayor parte de ellos trabajaban en los campos. Desde que Mattie había sido confinada a las cabañas, Cassie era la única «negra de la casa», y su trabajo era ayudarme en mis tareas. Todos vivían en las cabañas que se alineaban detrás del granero. Cassie compartía una habitación con su esposo, Adam, la mano derecha de Hawke. Era un negro imponente, cuya misión era controlar a los demás esclavos. Su padre había sido rey en África, según me había contado Cassie, y el mismo Adam mostraba un indiscutible aire de majestuosidad. Los traficantes de esclavos le habían capturado cuando tenía diez años. Ahora tenía un físico estupendo; la piel parecía ébano lustrado. Otros plantadores le habían ofrecido a Hawke una pequeña fortuna por él, pero Hawke se negaba rotundamente a venderlo.

—Es mejor que la ayude —dijo Cassie—. Se está haciendo tarde. El amo estará esperando el desayuno.

—Tú te quedarás ahí sentada, Cassie. Termina el café. El desayuno se lo preparo yo.

La muchacha parecía aliviada, sumida en un letargo en la silla de madera. Retiré la sartén del fuego y puse el jamón frito en un plato, luego abrí la puerta del horno para mirar los bizcochos. En los dos meses que llevaba en Shadow Oaks me había convertido en una buena cocinera, cosa de la que me sentía muy orgullosa.

Mattie me había enseñado todo lo que ella sabía. Era una mujer afable que pesaba más de cien kilos y caminaba con lentitud.

Trabajaba para Hawke como cocinera y ama de llaves desde que él había comprado Shadow Oaks, hacía doce años. Mattie tenía ahora más de sesenta, y se alegraba mucho de verse liberada de sus enormes responsabilidades. Cuando no estaba afuera preparando la comida de los esclavos, en lo que funcionaba como cocina, se pasaba la mayor parte del tiempo balanceándose en su mecedora en la entrada de su cabaña, aspirando el rapé que Hawke suministraba con tanta generosidad.

—Ya está —dije—, el desayuno está listo. No te muevas, Cassie. Yo se lo llevo.

—Usted… usted no lo ha hecho nunca. A lo mejor no le gusta, puede pensar que estoy desatendiendo mi trabajo…

—Tonterías.

—No puedo quedarme aquí sentada, Marietta. Tengo que estar haciendo algo.

—Puedes empezar a pelar los melocotones de ese balde. Pienso prepararle un pastel de melocotones para la cena.

—Siempre está preparando cosas especiales —comentó Cassie—. Lo trata como si fuera un niño malcriado al que se le dan todos los gustos. Sus cosas nunca han estado tan bien cuidadas, ni la casa tan limpia y ordenada. Nunca ha comido tan bien. Mattie jamás le hizo pasteles de melocotones.

—Es mi deber encargarme de que tenga todo lo que desea, Cassie.

—Y la trata igual que a una de nosotras. Cuando la trajo a Shadow Oaks y le asignó la vieja habitación de su esposa, todos pensamos que iba a ser su mujer además de hacer las tareas de Mattie. Y ni siquiera la ha poseído una vez.

—Eso no es asunto tuyo, Cassie —repliqué con más agudeza de la que yo misma quería dar a mi voz—. No es de tu incumbencia hablar de los… los asuntos del amo.

—Perdón, señorita Marietta. No quiero entrometerme, pero… bueno, es que usted es una señorita blanca, hermosa como el pecado, y no parece lógico que, teniéndola en la misma casa, no la desee. Y sobre todo teniendo en cuenta que usted sí lo desea.

—¡Basta ya, Cassie! ¡Empieza a pelar los melocotones!

Cogí la bandeja y salí bruscamente de la cocina. Me ardían las mejillas. La muchacha no había querido ofenderme, lo sabía, pero sus comentarios me habían llegado muy adentro. Derek Hawke no me había tocado ni una sola vez en los dos meses que llevaba allí y tampoco había mostrado la menor intención de hacerlo. Su comportamiento había sido frío, severo, distante.

Aunque sabía que estaba conforme con mi trabajo, jamás me había dicho nada al respecto, y rara vez hablaba a no ser que fuera para darme una orden. Me decía a mí misma que era afortunada porque Hawke no esperaba que yo llevara a cabo aquellos otros servicios más íntimos, pero en lo más profundo de mi ser debía admitir que los hubiera realizado casi con placer.

El amplio vestíbulo principal que dividía la casa estaba aún oscuro; pálidas sombras grises y azuladas bañaban las paredes, aunque los primeros rayos de sol comenzaban a deslizarse por las cristaleras situadas en la parte superior de la puerta principal.

Shadow Oaks era mucho más pequeña que aquellas casas por las que habíamos pasado en nuestro viaje de regreso de la subasta.

Era blanca, de un solo piso, con una ancha galería a lo largo de tres lados y una cocina de ladrillos en el fondo. Descuidada, en mal estado, necesitaba urgentemente una mano de pintura. No tenía imponentes columnas, ni elegantes guarniciones, y no podía decirse que el mobiliario fuera lujoso. Los gigantescos robles que rodeaban la casa agregaban un toque de belleza y majestuosidad, pero la «plantación» no era en realidad más grande que una granja.

Llamé suavemente a la puerta del amo y luego la abrí. Las desteñidas cortinas de brocado ya habían sido corridas, y el sol que penetraba a través de las ventanas dibujaba luminosas formas sobre la vieja alfombra rosa y gris. La enorme cama de caoba estaba vacía; las almohadas, arrugadas; las sábanas y la colcha de brocado, desordenadas. Hawke estaba de pie frente al espejo, afeitándose, de espaldas a la puerta.

—¡Llegas tarde, Cassie! —expresó con tono severo—. Deberías haber venido hace más de media hora. Yo ya tendría que estar en los campos. Deja la bandeja sobre la mesita y vete. ¡Hoy estoy de mal humor!

—Ya lo veo —dije.

Hawke había dejado la navaja y se estaba secando la cara con una toalla húmeda. Se volvió sobresaltado al oír mi voz.

—¿Dónde está Cassie? —quiso saber.

—En la cocina. No se siente bien esta mañana.

—¿Ah, no?

—Creo que está embarazada.

—¿Embarazada? —Hawke parecía contento—. Tanto ella como Adam son fuertes y sanos. Su hijo, que espero que sea un varón, será espléndido. Valdrá mucho dinero.

—No cabe duda.

Dejé la bandeja y di media vuelta para irme.

—¿Crees que soy insensible? —preguntó.

—No soy quién para juzgarlo, señor Hawke.

—Es cierto. Pero sin embargo lo haces. Lo veo en tus ojos. Crees que soy un salvaje, un insensible mercenario. Los esclavos son como el ganado, un ganado muy valioso. Los míos reciben un trato mucho mejor que la mayoría.

—Nunca lo he dudado.

—Les doy comida, ropa, me encargo de que tengan un lugar protegido y seco para dormir, llamo al médico cuando están enfermos. Les hago trabajar duro, sí, pero para eso están.

—Claro.

—No los tengo para sacar ganancias. Podría nombrarte varios colonos que se dedican a la cría de esclavos, e incluso alquilan a los varones como sementales. Yo no hago eso, aunque me han ofrecido bonitas sumas de dinero por los servicios de Adam. Cuando los demás colonos no me lo pudieron comprar, quisieron alquilarlo para que tuviera relaciones con sus mujeres. Yo… ¡pero por qué diablos me estoy justificando ante ti!

—Es verdad, ¿por qué? —repliqué.

Hawke me miró a los ojos, sin saber si debía reprenderme o no. ¿Había sido una impertinencia de mi parte? Ya se había puesto las largas botas y los pantalones grises, pero tenía el pecho desnudo. El torso era delgado y de musculatura uniforme. No pude evitar sentirme un tanto perturbada, y bajé la vista, deseando que no fuera tan joven, tan fuerte y tan atractivo, deseando poder odiarle como se merecía.

—Si no se le ofrece otra cosa… —empecé a decir.

—Quiero que Cassie no trabaje demasiado —me informó—. No quisiera correr el riesgo de que le pasara algo al bebé. No debe hacer trabajos pesados, ni levantar pesos, ni hacer esfuerzos. Supongo que podría traer a cualquiera de las otras mujeres para que te ayuden… —Vaciló, no muy convencido con la idea.

—No será necesario —respondí—. Puedo arreglármelas muy bien aunque Cassie sólo haga pequeños trabajos.

—Está bien —dijo secamente.

Salí de la habitación y volví a la cocina. Más tarde, cuando estuve segura de que había salido de la casa, volví a subir a su cuarto y le hice la cama. Extendí las sábanas que todavía tenían el olor de su cuerpo y puse la colcha por encima de las almohadas.

Mientras mis manos recorrían la tela dorada y sedosa, pensaba en este hombre extraño y enigmático al que yo pertenecía y que aparentemente me ignoraba como mujer. También pensaba en su esposa, Alice, que había dormido abajo, en una habitación más pequeña, la habitación que él ahora me había asignado a mí. ¿Qué le había pasado y por qué habían tenido que dormir en habitaciones separadas?

Hawke nunca se había referido a ella en mi presencia, y cuando pregunté por ella a Cassie y a Mattie, las dos se habían mostrado asustadas. Finalmente Mattie me confesó que el amo les había prohibido incluso que mencionaran el nombre de su esposa.

—Era una mala mujer, señorita Marietta —me dijo Mattie—. Dios mío, lo que le hizo al amo… pero no está bien que hablemos de eso.

No había querido decir más, y yo no insistí. Me preguntaba si Alice sería la responsable de aquel impenetrable caparazón de acero que Hawke había construido a su alrededor. Era posible, pensé, y ansiaba saber más acerca de aquella mujer que alguna vez había vivido en Shadow Oaks y cuyo nombre los sirvientes tenían prohibido mencionar.

Cassie solía llevar el almuerzo de Hawke afuera, donde él trabajaba, en los campos. Yo no sabía si esto estaba incluido entre los «trabajos pesados», pero después de haber preparado la cesta y haberla cubierto con una servilleta limpia, le dije a la muchacha que yo misma llevaría el almuerzo al amo. Cassie pareció sentirse aliviada, pues era un día de mucho calor y el sol ardía con toda su potencia. £1 calor y aquella larga caminata hasta el campo del norte no le habrían sentado bien.

Salí por la puerta de la cocina, pasé bajo aquellos gigantescos robles que oscurecían el patio con sus sombras y dejé atrás el viejo granero castigado por el tiempo, con la paja desbordando por los henales, pasé por los establos y frente a la hilera de cabañas. Negritos semidesnudos jugaban alegremente bajo el sol.

Dos fornidas mujeres con vestidos de algodón y enormes pañuelos estaban tendiendo ropa para secar. Mattie, sentada en una mecedora frente a su cabaña, medio dormida, aspiraba plácidamente su rapé. Sonreí y le saludé con la mano, y la vieja esclava me devolvió el saludo con un movimiento de la cabeza. Su nieto, Caleb, estaba arreglando aburridamente una rueda de la carreta de madera bajo la cual yo había dormido hacía ya muchas semanas.

—Buenos días, señorita Marietta —dijo el muchacho alegremente.

Caleb tenía catorce años. Era alto y delgado, con la piel color del café, ojos enormes y labios gruesos. Mattie le llamaba «negrito inútil» y le acusaba de ser perezoso y de «tomar cosas que no le pertenecen», pero, en mi opinión, era un muchacho agradable y amistoso, un chico un poco dormido que, a pesar de caminar lentamente, estaba siempre dispuesto a hacerme recados. Como era demasiado delgado y enfermizo para trabajar en los campos, Caleb hacía todo tipo de trabajos ligeros, como por ejemplo arreglar esa rueda, aunque Mattie decía que pasaba la mayor parte del tiempo en el arroyo con una caña de bambú.

—¿Me va a necesitar para algo esta tarde, señorita Marietta? —preguntó con suavidad, arrastrando las palabras.

—No, esta tarde no, Caleb.

—¿Va a hacer esos pastelitos de melaza y me va a dar alguno como la otra vez?

—No, Caleb, me temo que no. Estoy preparando un pastel de melocotones para el amo.

—Pastel de melocotones… —repitió con voz soñadora—. La abuela Mattie nunca nos hace cosas como ésas.

—Pídeselo con buenos modos, Caleb, y tal vez lo haga.

El muchacho suspiró y volvió a su trabajo. Caminé lentamente bajo los robles que bordeaban los jardines y crucé el campo de algodón que parecía extenderse hasta el infinito. El cielo tenía el color azulado del acero, el sol me impedía ver y olas de calor se levantaban de la tierra y flotaban en el aire sobre las hileras de rígidas plantas verdes. Pronto comencé a sudar y la parte superior de mi vestido de algodón azul se me pegaba al cuerpo.

Llevaba un delantal blanco atado a la cintura. Lo levanté y con una punta me sequé la cara. El cabello me caía en marcadas ondas que parecían pesadas y húmedas. Me preguntaba cómo podían los hombres trabajar horas y horas bajo ese calor tan intenso.

A lo lejos vi a Hawke y a Adam. Ambos tenían azadas y estaban sacando las hierbas que crecían alrededor de una hilera de plantas. Adam iba sin camisa. La espalda y los hombros le brillaban cono ébano lustrado. Hawke tenía una camisa blanca de algodón arremangada que se le adhería al pecho con el sudor.

Cuando me acerqué, dejó la azada y caminó hacia mí, se sacó el sombrero de paja de ala ancha y se apartó de la frente un húmedo mechón de cabello negro. Adam siguió trabajando.

—Me has traído el almuerzo —me dijo.

—No me pareció conveniente que Cassie saliera con este calor.

—Tampoco tú deberías haber salido —respondió mientras cogía la cesta—. No estás acostumbrada y podrías coger una insolación.

—Y entonces tendría que comprar una nueva ama de llaves.

Hawke pasó por alto el comentario. Levantó la servilleta y examinó la comida con interés.

—Pollo frito, ensalada de patatas, panecillos con manteca e incluso una jarra de té helado. Tú sí que me cuidas, Marietta.

Me sentí estremecer. Era el primer cumplido que me hacía.

—Por eso no voy a tomar medidas con respecto a ese comentario sarcástico —continuó—. Pero te aconsejo que midas tus palabras en el futuro. No voy a dejar pasar otra de tus ironías.

—Sí, señor —respondí con suma humildad.

—¿Qué vas a hacer para la cena esta noche?

—Patas de cerdo, guisantes y pan de maíz. Pensaba hacer un pastel de melocotones esta tarde.

—Me vas a malcriar, Marietta.

Me miró fijamente y, por un momento, sus ojos brillaron con admiración. Con las mejillas encendidas, sudando, la cara sucia, no parecía tan lejano como de costumbre. Aquella barrera de hielo había desaparecido, y por primera vez percibí algo de calor en él. Parecía estar a punto de decir algo más, y luego frunció el ceño. El caparazón de acero se había cerrado.

—La próxima vez que salgas al sol, ponte un sombrero, ¿me oyes? No quiero tenerte enferma. Y si me vas a traer el almuerzo, ¡tráelo temprano! Los negros ya han comido y están otra vez trabajando. Esta cesta tendría que haber llegado hace una hora.

—La próxima vez se lo traeré más temprano.

—Es mejor que así sea —dijo secamente.

Di media vuelta y emprendí el regreso por el campo. Me ardían las mejillas. Hawke era un monstruo, me decía a mí misma, un monstruo sin sentimientos. Había imaginado aquel momento de calidez. Debía haber sido mi imaginación. Derek Hawke era incapaz de cualquier tipo de calidez, incapaz de sentir un verdadero sentimiento humano. Mientras caminaba rápidamente entre las matas de algodón me horrorizé al comprobar que me ardían los ojos y que las lágrimas rodaban por mis mejillas.

Sequé bruscamente las lágrimas, indignada por haberlas derramado. Yo era su sierva, su esclava, nada más, y así sería siempre.

Le odiaba, me repetía a mí misma. Le odiaba con toda el alma, y me alegraba de que nunca me hubiese prestado atención, de que nunca hubiese cruzado el vestíbulo por la noche y hubiese entrado en mi cuarto. Era un hombre insensible, frío y duro y… y me alegraba de que no quisiera acostarse conmigo.

Pasé otra vez bajo los robles y crucé lentamente el patio. Volví a pasar frente a las cabañas, los establos y el granero, y tratar de controlar las pasiones que se debatían dentro de mí. Durante aquellas interminables semanas en el barco Jack me había enseñado el verdadero significado de la pasión y había probado claramente que yo era hija de mi madre. Su sangre corría por mis venas, pero yo lo superaría. Sentía un vacío en la boca del estómago y una fuerte sensación de dolor cada vez que estaba cerca del hombre que me había comprado. Le deseaba, sí, pero era una sensación puramente física. La apartaría de mí. Me prohibiría volver a pensar en él de esa manera. Apagaría el fuego en mi sangre, lo sofocaría, y sería tan fría e indiferente como Derek Hawke.

Aquella tarde trabajé sin descanso, fregando el suelo de la cocina, limpiando el maderaje, lustrando los muebles del vestíbulo. Más tarde, mientras Cassie estaba sentada en la cocina limpiando los platos y ollas, preparé el pastel de melocotones.

Lamentaba habérselo mencionado, pues ahora estaba obligada a hacerlo. No habría más platos especiales en el futuro. Me hice esa promesa. Haría el trabajo para el que me había traído, le prepararía las comidas, pero nunca más me excedería en mis funciones por complacerle. Podía comerse todo el pastel de melocotones ¡y atragantarse!

La ventana de la cocina estaba abierta, y cuando saqué el pastel del horno lo puse ahí para que se enfriara. Mientras lo hacía, oí que se acercaba una carreta por un lado de la casa. Hawke y sus hombres estaban todavía en los campos, y me preguntaba quién podía ser a esta hora de la tarde. Me sequé las manos en el delantal y salí por la puerta de atrás para ver. Un enorme caballo gris tiraba la vieja carreta, y la mujer que sostenía las riendas era casi tan enorme como el caballo. Vestía de una manera singular, con un par de gastadas botas negras de piel de cabrito y un viejo y sucio traje de montar color verde esmeralda. Tenía rasgos marcados y toscos; el cabello, gris como el acero, estaba totalmente revuelto y recogido de tal forma que parecía un nido de pájaros. Detuvo la carreta debajo de uno de los robles y descendió con una agilidad poco común para alguien de su tamaño.

—Tú debes ser la nueva ama de llaves de Hawke —dijo afectuosamente—. Yo soy la viuda de Simmons, nena. Soy la dueña de Magnolia Grove, la plantación que está al este de aquí. Puedes llamarme Maud. Todos me llaman así.

—Me llamo Marietta Danver.

—Por todos los cielo, querida… espero que no te moleste mi franqueza, pero no tienes el tipo de una convicta, al menos las convictas que yo he visto, y seguramente no aprendiste a hablar así en los barrios bajos de Londres. No quiero que te ofendas, querida.

—No me ofendo, señora Simmons.

—Maud, querida, llámame Maud. Me moría de ganas por verte y poder contárselo a los demás colonos. Somos todos muy chismosos, y nos gusta saber lo que hacen los demás. Hawke es un solitario, se encierra en sí mismo, y eso le hace mucho más interesante.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunté.

—En realidad, uno de mis caballos se lastimó un tendón y me quedé sin linimento. Hawke siempre suele tener una botella en los establos y pensé que podría darme un poco.

—Estoy segura de que no tendrá inconveniente. Voy a ver si hay.

—Te acompaño, querida. Casi nunca puedo hablar con alguien. Estar a cargo de una plantación tan grande como Magnolia Grove no es trabajo para una mujer sola. Desde hace doce años, desde que mi Bill murió, estoy trabajando hasta desfallecer, como un hombre.

Mientras caminábamos hacia los establos vi a Caleb vagando bajo uno de los robles, observándonos de cerca. Maud caminaba a mi lado con pasos ágiles, charlando alegremente. Parecía una persona amable, franca y de buen corazón que se moría de ganas por hablar con alguien. Un fuerte olor se desprendía de la falda verde esmeralda de su traje de montar, y me di cuenta de que sus botas estaban totalmente embarradas. Esperé que fuera barro.

Encontramos una botella de linimento sobre uno de los estantes en el establo y, cuando salimos, parecía no tener ganas de irse.

—Me alegro de que Hawke haya encontrado alguien como tú para que le cuide —dijo en tono confidencial—. No me importa decirte que últimamente estoy preocupada por él. Desde que esa mujerzuela le trató de esa forma, él se ha vuelto… bueno, antisocial no es exactamente la palabra.

—¿Ah, sí?

—Nunca se comunica con nosotros, nunca nos viene a visitar, nunca invita a nadie a Shadow Oaks. Desde que ella le abandonó, se encerró en sí mismo, alimentando su rencor.

Estaba claro que tenía muchas ganas de hablar, y aunque yo sabía que no era correcto animarle, no pude dejar pasar la ocasión.

—Supongo… bueno, supongo que se refiere a… la señora Hawke —dije—. Me temo que no sé nada acerca de ella. El nunca me ha mencionado su nombre.

—No me sorprende —respondió Maud—. Hace ya cuatro años que se fugó con aquel actor, y tres que murió a causa de la fiebre en una sucia habitación en Charleston.

—¿Era… era infiel?

—¿Infiel? Querida, ésa no es exactamente la palabra. Incluso cuando eran recién casados y acababan de instalarse en Shadow Oaks, ella miraba a los otros hombres. Era bonita, una de esas rubias distinguidas, con ojos azules y apasionados, de modales fingidos. Aunque no fingía tanto con los hombres. Procedía de una de las mejores familias de Carolina, pero tenía la moral de una cualquiera.

—¿Él… la amaba?

—Para él era la luna y las estrellas. Al principio, claro. Después dejó de importarle. Se obligó a sí mismo a que le dejara de importar. La conducta de ella era un escándalo público. No le importaba nada de nada. Entonces llegó este grupo de actores que montaron aquí su entoldado y empezaron a dar espectáculos. Alice no podía sacarle los ojos de encima al director. Cuando se escapó con él, creo que Hawke se sintió aliviado. Nunca más aceptó que volviera a la casa. El actor la dejó al cabo de unos meses y ella se encontró en Charles Town, sola y sin un centavo. Escribió a Hawke y le rogó que fuera a buscarla, pero él ni siquiera contestó la carta. —Maud hizo una pausa y sacudió la cabeza.

—¿Y qué pasó? —pregunté, ansiosa.

—Encontró otro hombre. Las de su clase siempre lo encuentran. Después nos enteramos de que tenía la fiebre… algunos dicen que era la fiebre, otros que era otra cosa, algo que la gente decente no quiere mencionar. Murió al cabo de un mes. Hawke mandó dinero para el entierro, pero se negó a ir a Charles Town. Desde entonces es otro hombre.

—Me alegro de que me haya contado todo esto —dije—. Me ayuda a comprender muchas cosas.

Maud me miró muy de cerca, con la cabeza inclinada hacia un lado.

—¿Estás enamorada de él?

La pregunta me cogió totalmente por sorpresa. Me ruboricé y no pude responder.

—Estás enamorada —expresó—. Eso es tan claro como la luz del día.

—Soy una criada, una esclava, y él…

—Eso no importa en lo más mínimo cuando entra en juego el corazón. —Maud me tomó la mano y la apretó con fuerza—. No sé nada de ti, nena, no sé cómo llegaste a complicarte con la ley, pero sé reconocer las cualidades de una persona y la educación. Derek Hawke necesitaba una mujer como tú, y me alegro de que te haya encontrado.

—No soy su mujer —aclaré fríamente—. Soy su ama de llaves, nada más.

El viejo y tosco rostro de Maud parecía sorprendido.

—¿O sea, que no te…? —Sacudió la cabeza, y aquel gris y torcido nido de pájaros amenazó con caerse—. Me cuesta creerlo… una muchacha como tú, un hombre tan sano y fuerte como Hawke…

—Señora Simmons —interrumpí—. Realmente no creo que sea asunto…

—No te preocupes, nena. Ya te buscará. No cabe la menor duda. Esa mujer le hizo daño, mucho daño, y seguramente odia a todas las mujeres por lo que ella le hizo. Pero es un hombre, y con una muchacha como tú bajo el mismo techo… —Chasqueó la lengua contra el paladar—. Es sólo cuestión de tiempo, querida. Sólo cuestión de tiempo.

No respondí. Sabía que cualquier cosa que dijese sería mal interpretada por esa mujer afable y entrometida. Maud dijo que ya era hora de volver a Magnolia Grove, y yo la acompañé hasta la carreta. Con la botella de linimento en una mano, subió ágilmente al asiento y las faldas, al agitarse, despidieron aquel olor desagradable. Me dio las gracias por el linimento, dijo que había sido una visita muy agradable, chasqueó las riendas y me dijo adiós. Me quedé allí, de pie bajo la sombra del roble, mirando cómo daba media vuelta con la carreta en el patio de atrás, doblaba la esquina de la casa y partía. Me quedé un largo rato bajo el árbol, pensando en todo lo que me había dicho.

Después, al darme cuenta de que se estaba haciendo tarde y que ya tenía que estar preparando la cena, volví a la casa. Cassie había terminado de limpiar los utensilios y se disponía a preparar la masa del pan de maíz. Antes había puesto los guisantes al fuego y ahora hervían con pedacitos de jamón para darle más sabor.

Cassie parecía asustada. Sus hermosos ojos marrones estaban llenos de miedo.

—Lo haré yo —dije mientras le cogía la cuchara de madera de la mano—. La cena debe estar lista temprano. No pensé que la señora Simmons se fuera a quedar tanto rato.

Rompí los huevos en el borde del pesado tazón azul y comencé a batirlos junto con la harina. Al principio pensé que Cassie estaba asustada porque temía que la cena no estuviera lista a tiempo, pero luego comprendí que no era eso lo que la preocupaba. Le pregunté qué pasaba, y parecía no querer contestarme. Frunció el ceño y se mordió suavemente el labio inferior.

—Es… es ese pastel, señorita Marietta. El que usted había preparado para la cena.

—¿Qué ha pasado?

—Ha desaparecido —dijo—. Estaba ahí, sobre la ventana, enfriándose, y de repente desapareció. Alguien lo ha cogido, señorita Marietta. Yo no he sido. Lo juro.

—Caleb —me dije a mí misma.

—Él estaba vagando por el patio de atrás. Yo no quería decir nada…, no quiero meter a nadie en líos… pero debe haber sido él, señorita Marietta. Siempre está robando cosas. Entra a escondidas a la cocina para ver qué se puede llevar. Mattie le estaba persiguiendo siempre, pero nunca decía que el ladrón fuese él.

—Yo tampoco voy a decirlo, Cassie. Voy a reprenderle yo misma. El amo no tiene por qué enterarse.

—El amo ya conoce el hábito de Caleb de coger lo que no es suyo. Mattie nunca dijo nada, pero el amo siempre acababa por enterarse. Le llamó y le dijo que si alguna vez volvía a encontrarle robando comida, le arrancaría el pellejo. Y lo hará. El amo no amenaza en vano.

—No te preocupes, Cassie. Voy a encubrirle.

A través de la ventana abierta se oía a los esclavos que volvían a sus cabañas. Mattie y las muchachas que le ayudaban estaban ocupadas en la cocina, preparando la cena. Vi a Caleb vagando por el patio de atrás, con cara de satisfacción, y unos minutos más tarde oí entrar a Hawke. Cuando terminó de lavarse y cambiarse la ropa, la mesa estaba ya puesta en el comedor y yo esperaba, lista para servirle la cena. Entró precisamente cuando yo traía la comida de la cocina. Mientras la ponía sobre la mesa le dije que había venido la señora Simmons y que le había prestado una botella de linimento. Hawke hizo una mueca. Era evidente que esa mujer le desagradaba, pero no hizo ningún comentario.

Cuando volví a la cocina encontré a Adam y a Cassie sentados frente a la vieja mesa de madera. Como Cassie comía aquí, conmigo, yo había pedido permiso para que Adam pudiera cenar con nosotras todas las noches. Hawke se había mostrado indiferente y había dicho que si yo quería que ese hombre cenara en la cocina conmigo, a él no le importaba. Cassie había preparado mi lugar en la mesa y estaba untando el pan con manteca cuando me senté. Los dos estaban serios. Era evidente que Cassie ya le había dicho a su marido lo del pastel.

—Ese muchacho va a ganarse una buena paliza —dijo Adam con voz grave y gutural, una especie de ronroneo, de gruñido—. Yo le avisé. Le dije: «Caleb, será mejor que andes con cuidado, muchacho». Le dije que el amo estaba esperando una oportunidad para pegarle con el látigo, pero no me hizo caso. Y si el amo se entera…

—No se enterará, Adam. Caleb no es más que un niño. Le hablaré, y estoy segura de que no volverá a hacer una cosa así.

—Ese muchacho no tiene cabeza. No tiene un trabajo de verdad, lo único que hace es vagar por ahí mientras «trabaja» en los campos. Es el que se lo pasa mejor y después hace cosas como ésta. Quisiera azotarle yo mismo.

—Cómete esos guisantes antes de que se enfríen —le dije, más severamente de lo que hubiera querido.

Adam frunció el ceño, y parecía bastante enojado. Por su tamaño y su inmensa fuerza se imponía fácilmente. A pesar de sus remendados pantalones color marrón y la azul y desteñida camisa de trabajo, era fácil imaginarlo como jefe de una salvaje y orgullosa tribu africana. Pensé que era una vergüenza que un hombre tan magnífico fuera poco más que una bestia de carga. La esclavitud había existido desde la época de los griegos, claro, pero eso no lo hacía menos desagradable. De hecho también yo era una esclava.

Cuando Adam terminó su plato de guisantes, Cassie le sirvió amorosamente un poco más, y luego se levantó a buscar más pan de maíz. Lo puso sobre la mesa, apoyó las manos sobre el hombro de su esposo y le acarició suavemente mientras los ojos le brillaban con un amor incontenible. A Cassie le costaba creer que un hombre así fuera suyo, y también le costaba contenerse y no tocarle en cuanto podía, como si quisiera asegurarse de que era real. Adam aceptaba su idolatría como algo natural, y aunque algunas veces fruncía el ceño y la echaba de su lado fingiendo indiferencia, yo sabía que él estaba igualmente orgulloso de ella.

Una vez, cuando él creía que nadie le observaba, bajó la guardia y recuerdo que vi todo su amor arder en sus ojos mientras miraba a Cassie que hacía sus tareas.

Cassie apoyó la palma de su mano sobre ese cuello musculoso y, al inclinarse, sus pechos rozaron el brazo de Adam. Él la apartó bruscamente con una expresión dura en su rostro. Pero luego, cuando ella volvió a sentarse, sus negros ojos siguieron cada una de sus curvas y su rostro se puso tenso. No había duda de lo que estaba pensando. Ambos estaban ansiosos de volver a la cabaña. A veces, cuando pensaba en los apasionados momentos de amor que compartían cada noche, sentía un vacío dentro de mí. Todo ese amor y ese placer que mutuamente se brindaban hacían que mi soledad resultara más difícil de soportar.

Estaba terminando de comer cuando oí sonar la campanilla en el comedor. Fui a ver qué quería Hawke, sorprendida de que aún estuviera en la mesa. Después de cenar solía retirase a la biblioteca para tomar un vaso de Oporto.

—¿Me ha llamado? —pregunté.

—Estoy esperando el pastel —dijo.

—Él… —vacilé, nerviosa—. Me temo que no hay pastel.

—¿Ah, no? Creí que me habías dicho que ibas a hacer un pastel de melocotón.

—¿Yo lo dije? Yo… lo que pasó es que tuve mucho que hacer, y además vino la señora Simmons y…

—¿Por qué estás tan nerviosa? —Aquellos ojos grises me miraron detenidamente—. Me estás ocultando algo, Marietta.

—Eso es absurdo. Yo sólo…

—¿Has hecho o no ese pastel? —La voz era dura, y una profunda arruga se le dibujó entre las cejas.

—No, no lo he hecho —respondí, tratando de que mi voz no temblara.

Hawke se levantó de la mesa, cruzó bruscamente la habitación y abrió de par en par la puerta de la cocina. Le seguí mientras el corazón me latía con fuerza. Cassie y Adam se pusieron de pie de un salto y le miraron con ojos re culpabilidad.

—A ver, Cassie —exclamó Hawke, bruscamente—. ¿Hizo o no hizo la señorita Marietta un paseo esta tarde?

Cassie me miró fijamente con ojos llenos de dolor. Rápidamente sacudí la cabeza y recé para que diera la respuesta convenida.

—¡Contéstame! —rugió Hawke.

—Sí… sí… se… se… ñor —tartamudeó Cassie—. Hizo uno.

—¿Y qué pasó?

—Desapareció.

—¿Desapareció?

—La señorita Marietta lo puso ahí, sobre la ventana, para que se enfriara, y después vino una señora con la carreta y… y yo estaba limpiando la cocina, y… de repente… el pastel desapareció.

—¿No andaría Caleb por aquí?

—Bueno señor, yo…

—Yo le di el pastel —me apresuré a decir—. El chico tenía hambre y…

Hawke se volvió bruscamente con los ojos encendidos.

—¡Tú te callas! Adam, ve a buscar a Caleb. Llévale al granero y átale. Le avisé de lo que le pasaría si seguía robando comida. Es hora de que reciba una lección.

Adam salió rápidamente por la puerta de atrás. Cassie se puso a llorar. La abracé mientras miraba a Hawke con miedo y con desprecio. Él estaba allí, de pie, con las manos sobre los muslos y las piernas separadas. Su rostro estaba transformado por la furia. Nunca le había visto así, y me daba miedo. Quería hablar con él, pedirle que perdonara al muchacho, pero ni siquiera me atrevía a abrir la boca. Por un momento me miró a los ojos, y luego salió de la cocina. Oí que subía a buscar el látigo.

—Tuve… tuve miedo de mentir, señorita Marietta —dijo Cassie sollozando—. Tuve miedo de que me culpara a mi.

—No importa, Cassie —dije mientras la soltaba—. Deja de llorar. Ninguna de las dos podemos hacer nada.

Oí que alguien gritaba con fuerza y con desesperación en el patio de atrás. Me acerqué a la ventana y vi que Adam tenía a Caleb cogido por la muñeca y le arrastraba hacia el granero. El muchacho se debatía con violencia, y sin dejar de gritar, hasta que Adam le torció el brazo hacia atrás, a la altura de los omóplatos, y le tapó la boca con una mano. Caleb se retorció. Parecía una pequeña e indefensa muñeca en las garras de aquel imponente negro. Entraron al granero y, minutos más tarde, vi que Hawke caminaba bajo los robles, con el látigo en la mano. Sentí que mis mejillas palidecían cuando entró al granero. Me volví hacia Cassie, pero tenía la garganta tan seca que apenas podía hablar.

—Será mejor que empieces a ordenar la mesa del comedor —le dije—. Tenemos mucho que hacer.

Comencé a apilar los platos y las cacerolas. En el granero reinaba un siniestro silencio. Cassie volvió con más platos.

Mientras los apoyaba sobre la mesa de la cocina, un plato resbaló y cayó al suelo con un estallido. Las dos dimos un salto. Cassie empezó a sollozar otra vez. Le hablé severamente y le ordené que barriera los pedazos rotos y los tirara a la basura. Me sentía en tensión. Escuchaba, esperaba, hasta que finalmente se oyó un sonido sibilante, agudo y luego un grito que me heló la sangre y me atravesó como una flecha. Se me doblaron las rodillas. Me agarré con fuerza al borde del fregadero para no caerme.

Oí aquel sonido una y otra vez, hasta que ya no pude soportarlo. Sin detenerme a pensar, salí por la puerta de atrás y crucé el patio corriendo. Tropecé con la raíz de un roble y me caí, casi sin aliento. Mientras me levantaba, volví a oír otro agudo silbido, otro grito penetrante. Corrí hacia el granero y me apoyé contra la puerta para sostenerme. Los últimos rayos de sol se esparcían por su interior, iluminando la escena de aquella pesadilla.

Caleb estaba desnudo, con las manos atadas con una soga que colgaba de una de las vigas del techo y le obligaba a estar de puntillas. Me daba la espalda, y aunque no podía ver su cara, veía las nalgas, la suave piel marrón surcada con delgados hilos de sangre. Adam estaba de pie en la penumbra, junto a la escalera que conducía a los henales. En las manos tenía la ropa del muchacho; su rostro era indiferente. Hawke estaba detrás de Caleb, y, ante mis ojos, hizo girar la muñeca y volvió a echar el brazo hacia atrás. El látigo surcó el aire con un salvaje silbido, y la lengua de cuero llegó a la carne. El cuerpo del muchacho se retorció convulsivamente y el grito fue ensordecedor, una larga y penetrante nota de agonía. Hawke echó el brazo hacia atrás para pegarle otra vez.

—¡No! —grité.

Me abalancé sobre él y le sujeté el brazo. Por un momento no comprendió lo que estaba pasando, se quedó inmóvil, mirándome con una furia glacial. Luego me agarró por los hombros y me arrojó con tanta fuerza que me estrellé contra la pared, a varios metros de distancia. Me quedé allí en el suelo, contra unos sacos de grano, tan aturdida que tardé unos minutos en volver a ver con claridad. Hawke separó las piernas, fijó con cuidado el objetivo y volvió a mover el látigo, una y otra vez. Cuando por fin se detuvo, su blanca camisa estaba empapada de sudor, pegada a la espalda y a los hombros. Dejó el látigo. Caleb colgaba sin fuerzas, casi inconsciente. Hawke se apartó el cabello de la frente y se volvió hacia Adam. Ahora parecía cansado; había calmado ya su furia.

—Corta la soga —ordenó—. Llévaselo a su abuela y encárgale que lo atienda como es debido. —Dio un puntapié a la pantorrilla de Caleb con el extremo de la bota—. Y tú, muchacho, espero que hayas aprendido la lección. Esta vez te ha salido barato, sólo diez latigazos. La próxima vez serán cincuenta.

Entre sollozos, Caleb dijo algo que no se entendió. Hawke se volvió y dirigió su mirada hacia mí. Yo todavía estaba en el suelo, aferrada a uno de esos enormes sacos, como buscando protección.

—Nunca más vuelvas a tratar de intervenir, ¿entendido? —Su voz me helaba la sangre—. Puedes ser blanca y hablar correctamente, pero me perteneces, igual que ellos. La próxima vez que intentes hacer algo así lo pagarás. Lo pagarás caro.

Dio media vuelta y salió del granero. La luz del sol iba desapareciendo rápidamente y las sombras de la noche avanzaban. Adam cogió un cuchillo y cortó la soga. Caleb cayó pesadamente, sollozando. Adam, fastidiado, le levantó.

—No te vas a morir, muchacho. Deja dé llorar. Tú te lo buscaste. —Le tiró la ropa y le sostuvo con uno de sus poderosos brazos para evitar que se cayera—. Te he dicho que dejes de llorar. El amo sólo te ha dado lo que merecías.

Abrazó sin fuerza al muchacho y se volvió hacia mí.

—¿Está bien, señorita Marietta?

Asentí con la cabeza, porque no creía tener fuerzas para hablar.

—¿Quiere que le diga a Cassie que venga a ayudarla?

Negué con la cabeza, y Adam pareció indeciso, como si dudara de si debía dejarme sola o no. Caleb sollozaba en silencio. Adam frunció el ceño, tomó al muchacho por un hombro y lo sacó del granero. Yo me quedé allí sentada, acurrucada contra el saco de grano, mirando cómo la luz del sol palidecía a medida que las sombras se iban multiplicando. Algunos pollos entraron al granero, cacareando, escarbando el suelo. Pasó mucho tiempo, y yo seguía sentada allí, con un dolor terrible que no tenía nada que ver con la caída. Cuando por fin pude levantarme y salir del granero, las primeras estrellas ya habían comenzado a titilar, heladas en el frío cielo de la noche.