No tenía idea de dónde estábamos. El poblado, pues no se le podía llamar ciudad, quedaba a un día de viaje del puerto donde habíamos desembarcado. Durante dos semanas nos habían tenido encerradas en una enorme empalizada, bien alimentadas y atendidas como reses. Nos había inspeccionado un médico y había recetado algún medicamento para las que aún estaban enfermas, por lo que ahora, cuando el día de la subasta por fin había llegado, todas estábamos mucho mejor que dos semanas antes. Por la mañana temprano nos habían dado jabón y nos habían conducido hasta el río para que nos bañáramos.
Después, de nuevo en la empalizada, se nos ordenó que nos pusiéramos nuestros mejores vestidos y nos preparásemos para la venta.
Se vivía una atmósfera de fiesta. Durante los últimos tres días había estado llegando gente en carretas, algunos desde muy lejos.
Se habían levantado barracas y tenderetes de vivos colores. Una alegre y ruidosa multitud había invadido el lugar. Mujeres con grandes sombreros y vestidos de algodón charlaban y probaban la comida que se vendía en las barracas. Los niños corrían alegremente de una barraca a otra, gritando y peleando. Hombres fuertes y robustos, toscamente vestidos, bebían grandes vasos de cerveza, hablaban entre ellos, ponderaban las aves y el ganado, y muchas veces el alcohol les hacía armar un alboroto. Angie se asustó mucho cuando vio pasar a los indios, seres altos, de mal aspecto, adornados con collares y plumas, pero uno de los guardias le aseguró que se trataba de «pieles-rojas domados».
Los hombres habían sido subastados el día anterior. Nos sacaron de la empalizada y nos llevaron como un rebaño a un sector delimitado por una soga, detrás de la tarima de la subasta.
Algunas personas se acercaban para curiosear, pero no se burlaban. Nos observaban con la misma expresión seria y pensativa con que miraban el ganado en los corrales, al otro lado, y los caballos que estaban en venta. La mayoría de las mujeres habían recuperado el buen humor. Dos semanas de buena comida y aire fresco habían obrado maravillas. Nos habían quitado las esposas, pero dos guardias provistos de látigos nos vigilaban permanentemente, al igual que Bradford Coleman, aquel hombre fornido, y de rostro coriáceo, que antes se había dedicado a la compra y venta de esclavos y que desde nuestra llegada estaba a cargo de nosotras.
Angie me dio un fuerte codazo en las costillas y señaló a un muchacho robusto, de cabello castaño, despeinado, que estaba de pie al otro lado de la soga. Llevaba botas marrones, pantalones negros y una ordinaria camisa azul de algodón arremangada.
Con esos alegres ojos marrones, los rasgos toscos, afables, y esa ancha sonrisa, parecía un granjero joven y simpático, de no más de veinte años. Estaba segura de que aún persistía en él el olor de la granja.
—Mira ése —susurró Angie—. ¿No es una belleza? Y, sino me equivoco, creo que me está echando el ojo. ¡No, no me equivoco! Te aseguro que no me importaría que me comprara ése. Hola simpático —le gritó—. Espero que tengas algo más en el bolsillo, además de esa pistola.
El muchacho sonrió ante la desfachatez del comentario. Metió la mano en el bolsillo, sacó varias monedas de oro y nos las mostró.
—¡Por todos los cielos, Marietta! ¡Además es rico! Espero que hayas venido con intención de comprar, querido. Soy el mejor negocio que puedes hacer…
—¡Cierra la boca, estúpida! —previno uno de los guardias.
—¡Por qué no te cierras tú otra cosa! —le respondió Angie.
El muchacho se rió con ganas y se perdió entre la gente. Angie estallaba de alegría, convencida de que él iba a comprarla. En uno de los extremos del sector donde nos encontrábamos habían levantado una enorme tienda para nuestro uso particular, y Angie corrió adentro a buscar su espejo y su cepillo y darse los últimos toques antes de que comenzara la subasta. Una vez satisfecha la curiosidad del primer momento, otras varias mujeres entraron también para protegerse de los ardientes rayos del sol. Sólo algunas quedamos afuera, incluyendo a Martha Roberts, una jovencita de quince años, convicta por robo.
Martha era una criatura de aspecto fantasmal y casi nunca hablaba. Era pálida, bonita, de cabello castaño claro y ojos azules y asustados. Durante todo el viaje había estado enferma. El médico que nos había inspeccionado cuando llegamos dijo que estaba embarazada, y Martha se había puesto a llorar con desesperación. Después confesó que había compartido un sucio cuarto en Londres con su hermano mayor, y que, desde los doce años, había estado teniendo relaciones con él; por tanto, el niño era de su hermano, y prefería morir antes que tenerlo. Coleman había tenido que encerrarla en una pequeña barraca de madera y esposarla para impedir que se suicidara.
Libre ahora, de pie bajo el sol ardiente, frente a la tienda, Martha parecía aturdida, como si no tuviera idea de dónde estaba. Alguien en la multitud disparó una pistola. La muchacha saltó, aterrada, y luego comenzó a gritar enloquecida. Coleman y uno de los guardias corrieron tras ella y trataron de calmarla.
Martha se debatió violentamente, gritando aún, y finalmente Coleman echó un puño hacia atrás y golpeó violentamente la mandíbula. La muchacha vaciló hacia atrás y casi fue a parar al suelo. Coleman comenzó a pegarle otra vez.
—¡No! —grité.
Corrí hacia ella y la cogí en mis brazos. Martha me miró, sin hablar, sin poder comprender lo que había pasado. Sabía que la pobre muchacha había perdido la razón, su mente había traspasado la barrera de la cordura por todo el horror que había tenido que soportar.
—¡Apártate de ella, Danver! —rugió Coleman.
—Está… está enferma. No tiene derecho a pegarla así.
—¡He dicho que te apartes de ella!
Me tiró del brazo y me apartó de la muchacha. Le miré desafiante con fuego en los ojos. Angie corrió hacia Martha, la cogió de la mano y la llevó a la tienda. Coleman me miraba con esos ojos grises e inexpresivos, con ese rostro duro y cruel.
—Hace mucho que te lo vienes buscando, Danver. Creo que necesitas que te dé una lección.
—¡Váyase al infierno!
Coleman se enfureció; casi no podía dar crédito a sus oídos.
Estaba acostumbrado a una obediencia absoluta. Un tirano cruel que saboreaba su poder y el miedo que inspiraba. Me abofeteó con tanta fuerza que perdí el equilibrio y caí al suelo. Cuando levanté la vista, estaba desenrollando el látigo que llevaba atado en su cintura. Parecía una larga víbora que se arrastraba por el suelo a mi lado. Lo hizo crujir en el aire, y sonrió cuando traté de esquivarlo. Vi que echaba el brazo hacia atrás y oí el sibilante sonido del látigo. Cerré los ojos y me preparé para el dolor del azote.
—Yo no lo haría, Coleman. —La voz era suave, agradable.
Abrí los ojos y vi un hombre alto y rubio, vestido con ropa de cuero, que permanecía de pie junto a Coleman. Le sujetaba fuertemente por el brazo. Coleman parecía asustado; luego se puso furioso. Trató de liberar el brazo. El hombre vestido de cuero sonrió con amabilidad y le asió aún más firmemente, con tanta fuerza que Coleman echó una maldición y dejó caer el látigo.
—Eso me parece muy prudente de tu parte —dijo el extraño—. No me hubiera gustado tener que romperte el brazo.
—¡Esto no es asunto suyo, Rawlins!
—¿Ah, no? Pienso comprarla en la subasta, y no me gusta llevarme mercancía en malas condiciones. Un látigo puede hacer muchos destrozos. Ahora sigue con lo tuyo y deja en paz a esta mujer.
—¡Un momento, Rawlins! Usted no tiene derecho a…
—Tranquilo muchacho —interrumpió Rawlins—. No me gusta ese tono. Haz lo que te he dicho, sigue con lo tuyo. Ah… otra cosa. Si te atreves a ponerle un dedo encima antes de la subasta, te mato. ¿Entendido? Ya sabes que cumplo mis amenazas.
Coleman murmuró algo que no se entendió, y se fue con paso lento y arrogante hacia la tienda. El hombre alto y rubio me miró y sonrió; luego me cogió de la mano y me levantó.
—Jeff Rawlins, señorita —dijo a modo de presentación—. Encantado de conocerla.
Su voz tenía aquel acento suave que unía un poco las sílabas al hablar y que, como pude ver después, era característico de la gente que vivía en la parte sur del país. Era un sonido dulce, melodioso, sumamente agradable. Jeff Rawlins sonrió, como si los dos acabásemos de compartir una broma divertida.
—Supongo que debería darle las gracias —le dije.
—No exactamente. Me temo que he actuado por motivos puramente egoístas. Esos látigos pueden dejar horribles cicatrices, y, como le dije a Coleman, no me gusta comprar mercancía en malas condiciones. Supongo que tendré que pagar bastante por ti. Una mujer como tú sacará de quicio a todos los hombres y les hará pujar como locos.
—¿Si?
—Eres una mujer estupenda. No creo haber visto jamás sobre esta tarima, en todos los años que hace que vengo a estas subastas, una mujer tan tentadora como tú.
Le miré fijamente a los ojos, y la gratitud que podía haber sentido desapareció rápidamente al oírle hablar de esa forma tan natural, tan trivial. Jeff Rawlins tenía un físico espléndido: delgado, fuerte. Aunque no era realmente atractivo, sus rasgos eran agradables. Los ojos, de color marrón oscuro, eran cálidos y afables; la boca, ancha y carnosa, parecía estar hecha para una sonrisa feliz. El cabello del color de la arena, estaba completamente revuelto y un espeso flequillo le cubría la frente. Su virilidad era innegable, y, sin embargo, había un extraño encanto infantil. Coleman se había asustado, y yo tenía la sensación de que este hombre alto y amistoso, con su ropa de cuero, era muy capaz de llevar a cabo la amenaza que había hecho con tanta naturalidad.
—¿Qué te parezco, nena?
—Me… parece un salvaje recién salido del bosque.
—¿Ah, sí? Y también es probable que huela como un salvaje recién salido del bosque. Me temo que aquí no tenemos todos esos refinamientos a los que una dama como tú está acostumbrada. Pantalones de seda, pecheras de encaje, pañuelos perfumados. No tenemos tiempo para esas tonterías. Aquí somos gente tosca, sin cultura.
—De eso ya me he dado cuenta —le dije.
—No tardarás en acostumbrarte —agregó. Sonrió—. Por cierto, pronto va a gustarte. Yo me encargaré de eso.
Aquellos cálidos ojos marrones se cruzaron con los míos mientras esa sonrisa infantil jugueteaba en su ancha boca.
Ninguna mujer podía dejar de sentir ese magnetismo sensual que emanaba de Jeff Rawlins. Sus modales toscos y afables, ese encanto infantil, lo acentuaban. Automáticamente hacían pensar en el cuerpo, en la cama. Contra mi voluntad, tuve que admitir la atracción. Rawlins parecía estar leyéndome la mente; su sonrisa se hizo más amplia y sus labios dibujaron una graciosa media luna, con los extremos hacia arriba.
—Siempre me han gustado las pelirrojas —expresó—. Tengo la sensación de que vas a dejarme en la ruina, nena, pero creo que valdrá la pena. La subasta va a empezar. Hasta luego.
Me saludó amistosamente con un movimiento de la cabeza, luego saltó ágilmente la soga que rodeaba nuestro sector y se alejó caminando con paso lento. Angie se me acercó corriendo con la boca abierta mientras le veía desaparecer entre la multitud.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Quién era ése?
—Se llama Jeff Rawlins.
—¡Nunca he visto a nadie como él! Con sólo mirarlo me derretí. Cualquier mujer que pudiera revolcarse con él en una cama debería agradecérselo a la suerte. ¡Qué ojos! —Sacudió la cabeza—. ¿Va a ofrecer dinero por ti?
—Supongo que sí, Angie.
—Cruza los dedos, preciosa. Esperemos que tenga un montón de oro.
—Vosotras dos —gritó Coleman, severamente—, entrad a la tienda. La subasta está a punto de empezar y no quiero que la gente se quede contemplándoos mientras yo me saco a éstas de encima. Vosotras dos sois el premio y os reservo para el final.
—Creo que eso es un cumplido, Marietta. ¡Imagínate! ¡Eh, Coleman! Dígame, ¿quién es este Jeff Rawlins?
—Es un asqueroso traficante de prostitutas —respondió Coleman—, el villano más grande de todo Carolina. Los asesinos como él deberían ser colgados. Tal vez lo cuelguen algún día. Espero que te compre, Danver. Te lo digo de veras.
Angie y yo entramos a la tienda y, pocos minutos después, ordenaron a las demás que recogieran todas las cosas. La mayor parte de ellas estaban agitadas. Todas trataban de arreglarse lo mejor posible a la espera de llamar la atención de los hombres.
Cuando las llevaron afuera, Martha Roberts caminaba como si estuviera hipnotizada, apretando el triste fardo de ropa, totalmente inconsciente de lo que estaba pasando. Recé para que encontrara un amo bueno y comprensivo.
Solas ahora en la tienda, Angie y yo oímos empezarla subasta: voces chillonas y risas groseras. La voz de Coleman era fuerte y vigorosa mientras presentaba primero a una, luego a otra, alabando sus virtudes, pidiendo ofertas más altas. Angie y yo nos miramos. Ella sacudió la cabeza y adiviné que se sentía asustada, deprimida, pero se negaba a admitirlo. Hizo una mueca y se apartó de la frente un mechón de su dorado y sedoso cabello.
—Es inhumano, claro, pero… ¡diablos! Supongo que lo voy a pasar mejor que en Londres, regalándome por unas míseras monedas, revolviendo entre la basura para buscar una migaja de pan duro. Espero que aquel granjero tan fuerte me compre. Lo tendré en un puño y…
—Todo saldrá bien, Angie.
—Yo no pierdo el optimismo. Sólo tengo que servir durante siete años. Cuando sea de nuevo libre sólo tendré veinticuatro o veinticinco años. A las dos nos va a ir muy bien, Marietta. Lo sé, algo me lo dice.
Caminé hacia el enorme espejo roto, apoyado contra una de las estacas de la tienda, y me observé detenidamente. El cabello, entre rojo y cobrizo, caía en ondas brillantes, y los ojos, azules, tenían una expresión dura. A pesar de la nobleza de mis rasgos, sólo parecía otra vez la hija de Meg Danver, una mujer nacida para servir cerveza en una cantina y para revolcarse con los hombres en el heno. La blusa blanca era del tipo asado por las campesinas italianas, de mangas cortas y amplias y un pronunciado escote que dejaba a la vista la mitad del pecho. La falda, de color marrón claro, era de algodón pesado y ordinario; se ajustaba a la cintura y luego caía como una cascada sobre las enaguas. Pensé en mi padre, y me alegré de que no pudiera verme así. Sabía que hubiera sido mejor para mí que esos años en Stanton Hall no hubiesen existido.
—¿Pensando en ese Rawlins? —preguntó Angie.
—No, no pensaba en él.
—Por un momento pareciste tan… bueno, tan dura, como si estuvieras enojada con el mundo. De nada sirve lamentar el pasado, Marietta. Lo pasado, pasado está. Es el futuro lo que cuenta.
—Tienes razón, Angie —dije con voz fría.
—No se gana nada con guardar rencor al mundo. Eso lo aprendí hace años. Es perder el tiempo. Estoy demasiado ocupada buscando a Angie como para mirar hacia atrás, hacia lo que pudo haber sido. Es mejor gastar todas tus energías buscando a Marietta, querida.
—Es lo que pienso hacer —respondí.
—Nosotras sólo tenemos el cerebro y el cuerpo, y hay que usarlos. ¿Crees que me gustó acostarme con ese asqueroso maricón del barco? Claro que no, pero sabía que era algo que tenía que hacer. Como tú y tu atractivo marinero. Los hombres son todos unos tontos, Marietta, y tienen todo el poder. La mujer debe saber manejarlos.
Las dos levantamos la vista cuando uno de los guardias entró en la tienda.
—Tú —exclamó mientras señalaba a Angie—. Es tu turno. Las demás ya han sido vendidas.
—Bueno, creo que llegó la hora —dijo Angie—. No olvides todo lo que te he dicho, querida. Por Dios, odio las despedidas…
De repente, los enormes ojos marrones se le llenaron de lágrimas. Hizo una mueca, enojada consigo misma por haber mostrado esa debilidad.
—¡Rápido! —ordenó el guardia.
Me echó los brazos al cuello y me abrazó con fuerza, y yo me abracé a ella. Ambas estábamos emocionadas. Sollozó una sola vez, y luego se apartó de mí con mirada resignada. Fue hasta un rincón de la tienda para recoger el voluminoso fardo azul que contenía sus cosas personales y después sacudió la cabeza mientras sus labios dibujaban una valiente sonrisa.
—Bueno, allá voy, querida. Cruza los dedos por mí. Voy a salir a deslumbrar a ese estúpido granjero hasta que se decida a gastar hasta el último centavo por mí. No voy a decirte adiós. Tengo la sensación de que volveremos a vernos algún día…
Angie salió con el guardia, y nunca en mi vida me había sentido tan sola. Me había hecho muy amiga de esa agresiva y amoral pordiosera, con su aspecto de valiente y su lengua de víbora. Oía pujar por ella, y oía a Coleman gritar alentando al público.
También oía a Angie.
—Vamos, tú puedes dar mucho más —gritaba, y la gente bramaba de risa. Las ofertas continuaron, y también las risas, y luego el guardia vino a buscarme. Cogí mi maleta y le seguí hasta afuera, donde el sol resplandecía con toda su fuerza.
Subí los escalones que conducían a la tarima de madera, dejé mi maleta en el suelo y me quedé de pie junto a Coleman. Un murmullo de agitación recorrió la multitud.
—¡Marietta! —gritó Angie.
Se iba con aquel robusto granjero y me saludaba con la mano, sonriente y feliz. Le devolví el saludo, y luego ella y su nuevo amo desaparecieron detrás de una tienda. Me alegraba por ella.
Angie tendría suerte. Podría hacer lo que quisiera con ese granjero.
—¡Con ésta empezamos con doscientas! —anunció Coleman—. El precio parece un poco alto, pero mírenla bien. No sólo es una de las mujeres más atractivas que hayan visto, sino que además es culta. Habla como una dama. Di algo, nena.
No me moví. Con la frente levantada, miraba en línea recta delante de mis ojos. Coleman se sonrojó, frustrado, pero tenía miedo de castigarme por mi desobediencia, porque Jeff Rawlins estaba a pocos metros de distancia. Rawlins sonrió.
—¡Doscientas! —exclamó.
—Dos veinte —gritó un hombre robusto de cabello negro y erizado.
—Dos cincuenta —continuó Rawlins.
—Trescientas —se apresuró a decir el hombre del cabello negro.
Hubo un momento de silencio, y luego se oyó una voz fría, indiferente.
—Mil —dijo el nuevo postor.
—¡Mil! —Coleman estaba loco de alegría. Cobraba un importante porcentaje sobre cada venta realizada.
—¡Mil libras! Eso es algo más razonable.
—Demasiado alto para mí —masculló el hombre del cabello erizado, y se alejó de la tarima.
—Mil… —dijo Coleman—. Se va, se va…
—¡Mil cien! —gritó Rawlins.
—Mil quinientas —dijo aquella voz fría.
Rawlins frunció el ceño y se volvió para mirar a su rival.
—¡Hawke! Sabía que conocía esa voz. ¿Qué te pasa, amigo? Tú no tienes esa cantidad de dinero para tirar.
—Mil quinientas —repitió el hombre.
—¡Mil seis! —se apresuró a decir Rawlins—. Vamos, Derek, esa muchacha no puede interesarte tanto. Tienes todas las negras que quieres en tu casa. ¿Para qué necesitas una chica como ésta?
—Mil siete —continuó Derek Hawke con calma.
Dio un paso hacia adelante, y la gente se hizo a un lado para que pudiera pasar mientras se acercaba a la tarima. Cuando los dos hombres se enfrentaron, todos se apartaron hacia atrás y dejaron un hueco alrededor de Rawlins y Hawke. El silencio envolvió a la multitud. El aire estaba tan tenso que parecía crujir.
Derek Hawke era aún más alto que Rawlins. Alto, delgado y fuerte. Era uno de los hombres más atractivos que había visto en mi vida. Los rasgos perfectamente cincelados; los pómulos, fuertes y salientes. Sus cabellos negros ondeaban al viento; los ojos eran grises, serios. Llevaba botas negras hasta la rodilla, pantalones negros ajustados y una camisa blanca de lino con amplias mangas dobladas en los puños. Vestido de esa manera tenía toda la apariencia de un aristocrático pirata, frío y lejano.
Instintivamente los hombres actuaban con cautela con alguien como él, las mujeres se sentían automáticamente fascinadas.
Saludó con cortesía a Rawlins con la cabeza. Rawlins respondió con una afable sonrisa.
—Quiero esa chica, Hawke —dijo Rawlins.
—Yo también —replicó Hawke.
—¡Mil siete! —gritó Coleman—. Vamos, caballeros. ¿Mil ocho? ¿Quién da mil ocho?
—¡Mil ocho! —exclamó Rawlins.
—Dos mil —dijo Hawke tranquilamente.
—¡Dos mil! —protestó Rawlins—. Ése es todo el dinero que llevo encima. Vamos Hawke, no me hagas esto. Tengo un tremendo antojo con ésta. Tú no la necesitas. Tú…
—Dos mil cien —continuó Derek Hawke con frialdad.
—Hijo de una gran perra —masculló Rawlins, aunque sin maldad.
—¡Dos mil cien! ¿Dos mil dos? ¿Alguien da dos mil dos? ¿Nadie? ¿No? Muy bien. Se va, entonces, se va, se va… ¡Se fue! ¡Vendida al señor Derek Hawke por dos mil cien libras!
Coleman dio una patada contra el suelo. La multitud aplaudía.
Levanté mi maleta y bajé los escalones para ir junto al hombre que me había comprado. Coleman se acercó unos minutos después, y esperó mientras Hawke contaba el dinero. Lo guardó y le dio a Hawke los documentos en los que constaba que yo era una esclava y, según los cuales, pasaba a pertenecerle oficialmente. Hawke los dobló y se los metió en el bolsillo sin mirarlos siquiera. Rawlins andaba cerca de donde estábamos nosotros, sin rumbo, frustrado por su derrota, pero, en el fondo, de buen humor. Extendió la mano, y Hawke se la estrechó un tanto de mala gana.
—Amigos como siempre, Derek —expresó Rawlins—. Te llevas un buen premio.
—Efectivamente —replicó Hawke. Su voz era fría.
—Si alguna vez quieres deshacerte de ella, no tienes más que decírmelo, amigo. Una mujer así… los hombres de Nueva Orleans se volverían locos. Si hubiera traído más dinero… —Sacudió la cabeza, cómo lamentándose—. Pero bueno, no se puede ganar siempre. ¿Te la llevas a Shadow Oaks?
Hawke asintió secamente con la cabeza. Rawlins murmuró algo por lo bajo, sacudió otra vez la cabeza y se alejó con paso lento. Hawke me cogió por el codo con los dedos de su mano derecha, con suavidad pero con firmeza.
—Es un largo viaje devuelta —dijo—. Será mejor que partamos en seguida. Vamos.
Me condujo a través de la multitud, hacia las carretas que estaban un tanto alejadas. Un muchacho pecoso y de cabellos del color del heno estaba cuidando los caballos. Hawke le dio una moneda. Luego me ayudó a subir al asiento delantero de una tosca carreta de madera con sucios utensilios de granja y sacos de grano apilados en la parte de atrás. Con gracia y agilidad saltó y se sentó a mi lado, tomó las riendas y las chasqueó contra el lomo de los caballos. Los dos robustos animales se pusieron en marcha.
Mientras nos íbamos, vi que una mujer gorda y de aspecto agradable, con un vestido rosa de algodón, se llevaba a Martha Roberts. Martha caminaba como lo haría un ciego, tropezando con frecuencia. La mujer le rodeaba la cintura con un brazo y le hablaba con suavidad. Me sentí aliviada al ver que su nueva dueña la iba a cuidar.
La carreta crujía, gemía, se balanceaba de un lado a otro cada vez que las ruedas pasaban por algún surco profundo en el camino. Pronto el poblado quedó atrás y me pareció que nos dirigíamos directamente hacia la selva. La hilera de árboles a ambos lados del camino se hacía cada vez más espesa; una tupida maleza se enredaba en los troncos. Se oían los agudos chillidos de los pájaros. Jamás había visto una selva tan virgen, enmarañada, sin límites. Recordaba lo que Angie había dicho sobre los indios e, instintivamente, me senté más cerca de Hawke, asustada al ver que las sombras avanzaban. Imaginaba salvajes pieles-rojas acechando detrás de cada árbol.
Pasó al menos una hora. Estaba oscureciendo. Derek Hawke no había dicho una sola palabra desde que habíamos subido a la carreta. Era como si estuviese solo. Levanté la vista para observar aquel atractivo perfil. Me preguntaba lo que lo hacía tan frío y ausente. Aunque no tenía más de treinta años, tenía el porte de un hombre mayor.
—Usted no habla mucho, ¿verdad? —comenté.
—Sólo cuando tengo algo que decir.
—No he cometido ningún delito, señor Hawke. Trabajaba como institutriz para un lord inglés. Quería… quería que además cumpliera otras funciones, y, cuando me negué, escondió un collar de esmeraldas en mi habitación…
Mientras hablaba me di cuenta de que parecía la mentira más grande. Era evidente que no me creía. No tenía ninguna razón para hacerlo. Hawke no hizo comentarios, y pasó un largo rato antes de que yo reuniera el suficiente valor para volver a hablar.
—¿Hay… hay indios por aquí?
—Tal vez algunos —respondió—. No debes preocuparte.
—¿Adónde vamos?
—Falta bastante. Llegaremos a Shadow Oaks mañana por la tarde.
—Es decir que… vamos a pasar la noche en la selva.
Hawke asintió con la cabeza. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al tratar de esconder el miedo.
—No tienes por qué tener miedo, nena. No te compré para que me calientes la cama.
—¿No?
—Buscaba un ama de llaves, una mujer fuerte y robusta que cortara la leña, fregase los pisos y ayudase a los negros en el campo. No eres exactamente lo que pensaba comprar, pero supongo que me serás de utilidad.
—Si eso es lo que quería, ¿por qué me compró a mí?
—Para evitar que Rawlins te comprara —respondió.
—¿Usted y él son… algo así como rivales?
—No, no es eso. Simplemente no te imaginaba terminando en algún prostíbulo en Nueva Orleans. Rawlins viene a todas las subastas y compra barato; después revende las mujeres en Nueva Orleans y saca enormes ganancias. Es un trabajo sucio, un trabajo que no apruebo.
—¿Ha sido su rival en alguna otra subasta?
—La verdad es que no. No sé bien por qué comencé a ofrecer más que él esta vez. ¡Qué tonto he sido! —Hawke frunció el ceño y chasqueó las riendas.
—Supongo que… debería estarle agradecida.
—Vas a trabajar, nena. Vas a trabajar, y muy duro. He pagado demasiado por ti, más de lo que podía gastar, y pienso sacar provecho de mi inversión.
—Entiendo.
—Trato bien a mis esclavos, los cuido, pero no tolero la pereza. Y a ti tampoco te la voy a tolerar. Podrás ver que soy un amo severo, severo pero justo.
No respondí. Hawke volvió la cabeza y me miró por primera vez desde que habíamos abandonado el poblado.
—Otra cosa… y será mejor que quede claro desde el principio. Mis esclavos saben cuál es su lugar, y lo mantienen. No me gustan los sirvientes charlatanes. No me gusta la confianza. ¿Entendido?
—Perfectamente, señor Hawke.
Ninguno de los dos volvió a hablar. Anduvimos en silencio durante lo que parecieron horas, hasta que al final Hawke apartó la carreta del camino y se detuvo en un pequeño descampado.
Los árboles nos rodeaban, y sus largas sombras se extendían sobre la hierba a medida que caía la noche. Muy cerca se oía el rumor del agua. Hawke quitó los arneses a los caballos y los llevó hasta el río. Cuando volvió, los ató a un árbol. Me dio una cantimplora, luego cogió un largo rifle de la parte posterior de la carreta y se internó de nuevo en la selva. A los pocos minutos oí un disparo, luego otro, y Hawke volvió con dos conejos. Se puso en cuclillas, cogió un cuchillo de caza, les cortó la cabeza y empezó a desollarlos. Yo observaba con espanto. Hawke notó mi repulsión y me miró con severidad.
—No te quedes ahí parada —me dijo con dureza—. ¡Ve a buscar madera para el fuego!
Obedecí. El sol se había ocultado. Una fina capa de luz púrpura comenzó a cubrir la selva a medida que las sombras se iban oscureciendo. Hawke improvisó un asador con dos ramas en forma de Y. Las hundió en la tierra a ambos lados del montón de madera y atravesó los conejos con otra rama que apoyó sobre las que estaban clavadas en el suelo. Sacó el pedernal del bolsillo y pronto el fuego estuvo ardiendo. Cuando las llamas comenzaron a bailar como ávidas lenguas anaranjadas, la selva ya estaba totalmente sumida en la oscuridad y la trémula luz del fuego nos hacía sentir más seguros. La grasa que chorreaba de los conejos estallaba y crujía al caer. Un sonido agradable. Todo me hacía pensar en un campamento de gitanos allá en Inglaterra. Con el negro y brillante cabello despeinado, el rostro duro y atractivo, Derek Hawke podría haber sido un rey gitano.
Apoyada contra la carreta, esperando que se asaran los conejos, me di cuenta de que estaba muerta de hambre. A mi espalda se oía el murmullo de las hojas, el crujir de las ramas. Me parecía oír sigilosas pisadas en la selva y sentía miradas hostiles que nos observaban. Nada parecía inquietar a Hawke, aunque observé que tenía el rifle al alcance de la mano. Retiró los conejos del fuego, los dejó enfriar y luego sacó uno de la rama y me lo dio.
Volvió a su lugar, al otro lado del fuego, se sentó y empezó a comer, arrancando trozos de carne con las manos. Al cabo de unos instantes hice lo mismo. Estaba demasiado hambrienta para conservar mis modales.
Cuando terminamos de comer, el fuego se había apagado.
Temblaba con mi blusa casi transparente y traté de cubrir mi cuerpo con los brazos. Al verme, Hawke fue hasta la carreta, sacó dos mantas un tanto apolilladas y me las tiró.
—Dormirás bajo la carreta. Estarás más abrigada allí abajo. Y no te mojarás, si llega a llover.
—¿No piensa atarme? —pregunté con sarcasmo en la voz.
—No creo que sea necesario. No tratarás de escapar. Si lo hicieras, no llegarías muy lejos. Si estás pensando en alguna de esas tonterías, nena, olvídalas. Te aseguro que no te gustaría lo que podría pasarte.
Me arrastré debajo de la carreta, extendí una de las mantas sobre el suelo, me acosté sobre ella y, con la otra manta, me tapé.
Hawke tiró un poco de tierra sobre las brasas encendidas y luego fue a ver a los caballos. Oí que les hablaba con voz suave, amable.
Me preguntaba cuánto tardaría en aparecer bajo la carreta.
Esperé. El tiempo pasaba. Las sombras de la noche eran azules, casi negras; la pálida y plateada luz de la luna se esparcía por el descampado. Los insectos zumbaban. Las hojas crujían. El aire soplaba entre los árboles con un ruido monótono, constante, como de apagados susurros. Cada vez hacía más frío. Me envolví aún más en la manta, y me moví, tratando de encontrar una posición cómoda sobre este pedregoso y duro suelo. Le oía caminar de un lado a otro, y sentí algo parecido a la anticipación de un deseo. No iba a recibir con agrado sus insinuaciones, pero agradecería su proximidad, porque tenía miedo de los indios, y me gustaría su calor, porque temblaba de frío. Esperé… y finalmente me quedé dormida.
Me desperté con un sobresalto, aterrorizada. Había oído un ruido, un grito espantoso… Resonó otra vez, y comprendí que se trataba del grito de una lechuza. Debían haber pasado varias horas, pues la profunda oscuridad comenzaba a disiparse, el negro se iba transformando en gris oscuro. En la tenue y opaca luz de la luna podía ver a Derek Hawke tendido en el suelo a varios metros de distancia, boca arriba, con un brazo doblado bajo la cabeza y el otro al costado. Estaba profundamente dormido, el rifle junto a él. No tenía ninguna manta, y comprendí que me había dado las dos a mí: un extraño gesto de galantería que parecía no encajar con su personalidad.
Me preguntaba por qué no me había buscado. Yo le pertenecía, era su esclava. Gimió en su sueño y cambió de posición. Yo le miraba, observaba ese cuerpo largo, delgado, aquel rostro tan atractivo. No parecía tan duro ahora. Mientras dormía, parecía sumamente vulnerable. Derek Hawke era un enigma, un hombre de infinitas profundidades. Cualquier otro hombre hubiera saciado sus instintos; sin embargo, él se había abstenido de tomar lo que, por derecho, era suyo. Trataba de convencerme a mí misma de que no estaba decepcionada.