Nunca olvidaré mi primera impresión del nuevo continente, América, aquella tierra salvaje y tumultuosa a la que el destino me había llevado. Estaba de pie en la cubierta del barco, escondida entre las sogas y los botes salvavidas. Pasaba allí gran parte del tiempo, para librarme de la fétida atmósfera de abajo, de la suciedad, el hacinamiento y los malos olores. Por supuesto, no debería haber estado en la cubierta. Estaba prohibido. Hacíamos nuestro «ejercicio» una vez por día, bajo estricta vigilancia, y el resto del tiempo debíamos permanecer abajo. Este lugar secreto era un refugio. Lo conocí gracias a un marinero fuerte y rubio que me brindó su protección pocos días después de haber zarpado de Liverpool.
Era un muchacho tosco y rudo. Musculoso, analfabeto, con una alegre sonrisa y chispeantes ojos azules. Me había visto la primera vez que subí a escondidas la escalera para respirar un poco de aire fresco. Pero no me delató. En cambio, me llevó hasta donde estaban los barriles de alquitrán, y me mostró ese pequeño rincón donde podría tomar aire fresco sin que me vieran. Le estaba sumamente agradecida. El día anterior, una de las otras mujeres había subido a cubierta. La atraparon, la ataron a un mástil y la azotaron brutalmente para que sirviera de «ejemplo».
Yo había corrido el riesgo de que hicieran lo mismo conmigo, y Jack había admirado mi valor.
Naturalmente, esperaba una recompensa. Y le pagué. Su manera de hacer el amor era ruda, enérgica, y, sin embargo, había en él una sorprendente ternura. Después solía tenerme en sus brazos, acariciándome los pechos y el cabello, como si yo fuera un objeto de gran valor que, milagrosamente, alguien le había entregado para aliviar la monotonía y las privaciones del viaje.
Me entregaba por mi propia voluntad, y no me avergonzaba de ello. Este marinero tosco y musculoso, con voz ronca y sonrisa afable, me demostró que hacer el amor era algo salvaje y hermoso que podía hacer vibrar tanto a la mujer como al hombre. Y yo vibraba, y también le estaba agradecida. Después del trato que me habían dado lord Mallory y los dos atrapaladrones, podría haber sentido un miedo terrible hacia el acto del amor, podría haberlo relacionado con algo asqueroso y repugnante, de no haber sido por Jack y su sana y vigorosa actitud. Me enseñó mucho. También hizo que pudiera sobrevivir al viaje.
No todos pudimos. Una de las mujeres enloqueció, y, gritando, corrió escaleras arriba para arrojarse por la borda. Casi todos tenían escorbuto. Dos mujeres murieron después de haber perdido los dientes y el cabello. Aquel alborotado y dicharachero grupo de mujeres que había embarcado en Liverpool se convirtió pronto en un triste y aletargado grupo de seres que se acurrucaban en las angostas literas, como atontados, soportando con paciencia la suciedad, los malos tratos de nuestros «custodios», las escasas raciones de una comida repugnante, y ese fétido olor…
El otro grupo de prisioneros, los hombres, estaba confinado en el casco, en el otro extremo del buque, y no lo pasaba mucho mejor.
Todos los días había azotes con el gato-de-las-nueve-colas; el horror y la humillación eran parte de la vida diaria de todos los prisioneros.
Jack me salvó de eso. No sólo me proporcionó un refugio en cubierta, sino que también tuvo una «charla» con los tres salvajes guardias que se encargaban de vigilar a las prisioneras. Con las manos en las caderas y la boca torcida hacia un lado les dijo, con suma naturalidad, que tenía un «interés especial en la pelirroja», y agregó que si alguien se atrevía a tocarla, él mismo se encargaría de estrangularle con sus propias manos y, sin pensarlo dos veces, le arrojaría al mar. Sin duda, su físico le ayudaba: más de un metro ochenta de estatura, bronceado, musculoso. Los guardias me dejaban tranquila. Eran hombres rudos y sádicos que se deleitaban maltratando a las demás, pero yo nunca probé el látigo, ni tuve que soportar las salvajes embestidas sexuales que noche tras noche sufrían las demás mujeres.
Jack también me traía comida: carne, cerveza, pan fresco, queso y limones para prevenir el temible escorbuto. Yo sabía que él estaba corriendo un gran riesgo, pero parecía disfrutar desafiando a sus superiores y engañando a esos «maricas del diablo», como solía llamarlos. Jack era todo un caballero, popular entre sus compañeros. Todos me conocían, por supuesto. No podían evitarlo. Pero mientras por un lado envidiaban a Jack y hacían bromas groseras acerca de su «amante exclusiva», también procuraban que los oficiales de a bordo no me molestaran. Si alguno de ellos hubiera descubierto lo nuestro, Jack habría recibido cincuenta latigazos, e incluso podrían haberle colgado por asociarse con una de las prisioneras. Pero el peligro que corría sólo hacía que Jack encontrara su aventura todavía más interesante. Para él, todo era una alegre travesura.
Recuerdo que la última vez que estuvimos juntos las estrellas casi se habían borrado del firmamento y estaba despuntando el alba. Él había construido un nido de sábanas debajo de uno de los botes salvavidas y me tenía entre sus brazos, acariciándome los pechos con despreocupación. Me sentía cálida, segura, embelesada por su sabor a sal y a sudor, su cuerpo fuerte. Me había encariñado con él y no soportaba la idea de pensar que pronto iba a perder a mi protector. Jack suspiró, me rodeó con sus brazos y me apretó contra él.
—Hoy bajamos a tierra —murmuró—. Calculo que será por la tarde, temprano, supongo. Cuando aclare un poco más podrá verse ya la costa.
—No quiero pensar en eso —confesé.
—¿Es que te has encariñado con Jack?
—¡Claro que me he encariñado!
—Eso me hace sentir muy orgulloso. He tenido muchas mujeres, pero ninguna cómo tú, nena. Es extraño que nos hayamos encontrado así. Supongo que en circunstancias normales no me hubieras prestado la más mínima atención. No. Serías una señorita importante y orgullosa, demasiado importante como para dignarte a hablar con tipos como yo.
—Eso… eso no es cierto —mentí.
—No tienes por qué fingir. He tenido mucha suerte, y lo sé. Mira que un tipo tosco como yo haya encontrado una chica como tú… Es un milagro. Todos mis compañeros están verdes de envidia. «Esta vez sí que el viejo Jack ha tenido suerte», dicen todos. Y más de uno daría todo lo que tiene por estar en estos momentos en mi lugar.
—Nunca nos han traicionado.
—No, claro. No se hubieran atrevido. Sabían que les habría cortado la cabeza si hubiesen insinuado una sola palabra de lo nuestro a los oficiales. Podría moler a golpes a cualquiera de ellos, y lo saben. En el fondo mis compañeros son buena gente. No hubieran dicho nada aunque no hubiesen temido mis puños.
—Ya casi no hay estrellas —comenté mientras miraba el cielo.
—No. Dentro de poco el horizonte se cubrirá de tonos rosados, naranjas y oro. Tendré que volver a mi trabajo. Supongo que no tendremos oportunidad de volver a vernos.
—No, supongo que no —respondí con tristeza en la voz.
—De nada sirve lamentarse —agregó—. Todavía nos queda tiempo para una vez más. Vamos, nena, digámonos adiós de la mejor manera posible.
Al final Jack se apartó de mí, se levantó, se abrochó los pantalones y se puso el cinturón. Cogió su jersey y se lo puso por la cabeza. El tejido se iba estirando a medida que bajaba por sus fuertes hombros, por el pecho. Se apartó de la frente los húmedos mechones dorados y miró hacia el mar. Las estrellas habían desaparecido. El cielo tenía un tono gris tenue, pálido, y un leve toque rosado. El barco se mecía. Las olas golpeaban contra el casco y se oía el crujir de la madera. Me incorporé y me arreglé el vestido. Me sentía adormilada y satisfecha, y muy triste. Este hombre se había convertido en algo muy importante para mí.
Podría decirse que le debía la vida.
Jack se volvió para mirarme. Estaba serio.
—No te preocupes, nena. Sé lo que estás pensando. Estás pensando en lo que va a pasar. Será duro, claro, pero podrás superarlo. Triunfarás. Eres fuerte y tienes personalidad, y nada va a detenerte.
—Quisiera… quisiera no tener tanto miedo. Van a vendernos en una subasta como si fuésemos esclavos africanos. Nos venderán al mejor postor. Trato de no pensar en eso, pero…
—Lo sé. Nunca he sido ambicioso, ni he deseado ser un hombre rico, pero en este momento quisiera poder tener todo el oro del mundo. Si lo tuviera, saltaría del barco apenas llegásemos a tierra. Iría a la subasta y te compraría. Recorreríamos América juntos y seríamos verdaderos exploradores. Nos amaríamos y tendríamos nuestras peleas, y a pesar de que te dejaría libre, no ibas a querer tu libertad. No querrías otra cosa más que Jack Reed, día y noche.
—Si todo pudiera ser así…
—Sé valiente, nena. Una mujer como tú, con tu educación y todo lo demás, se venderá al precio más alto. Quienquiera que tenga oro suficiente para comprarte será lo bastante inteligente como para cuidar muy bien su inversión.
Me apoyé en el bote salvavidas y me levanté. El barco se meció peligrosamente. Resbalé. Jack me cogió en sus brazos y me apretó contra él. Mis brazos le rodearon el cuello, y eché la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos. Tenía el olor de la sal, del alquitrán, del sudor, y en verdad no era atractivo, con esa boca demasiado grande y la nariz puntiaguda; pero era el hombre más bueno que había conocido. Sentí que mi corazón estallaba y ya no pude contener las lágrimas. Bañaron mis pestañas y luego rodaron por mis mejillas.
—¡Vamos! —me dijo con tono severo—. Ésa no es manera de comportarse. Las lágrimas son para las mujeres débiles, las que se quejan, las que no tienen decisión. Tú eres fuerte, Marietta.
Tienes una firmeza y una voluntad de acero.
—No me siento tan fuerte en este momento.
Jack me secó las lágrimas.
—Vas a superarlo, ya te lo he dicho. Y basta de llorar, ¿me oyes? Vamos, sonríe un poco.
Esbocé una débil sonrisa que no procedía del corazón. Jack me abrazaba con fuerza mientras el gris desaparecía del cielo y las nubes se teñían de oro. Empezaban a oírse los ruidos de la tripulación que se apresuraba a comenzar sus tareas, llamándose unos a otros con voz áspera y ronca. Jack debía irse. Ambos lo comprendimos.
—No volveremos a vernos —dije con tristeza.
—Bueno, eso no lo sé. La vida es algo imprevisible. ¿Quién sabe? No pienso ser un marinero toda mi vida. Tengo ganas de conocer un poco este país tan grande. Dentro de dos o tres años puede ser que deje la vida de mar y me dé una vuelta por las colonias. Tal vez nos encontremos.
—Tal vez —murmuré sin convicción.
Ahora el cielo era un fuego de rosas y naranjas, y por un instante el mar resplandeció con gotas de oro que brillaban y bailaban al compás de las olas. Levanté la vista para mirar al hombre que había sido mi salvación durante esas largas y desdichadas semanas. Me puse de puntillas y besé aquella boca grande y cordial rozando con ternura mis labios contra los suyos. Jack me rodeó con sus brazos por última vez, con un abrazo tan fuerte que casi me hundió las costillas. Cerró la mano derecha y con el puño me dio un golpecito en el mentón. Sonrió con su sonrisa de siempre y se alejó caminando lentamente entre los botes.
Permanecí de pie junto a la barandilla, sujetándome a ella con desesperación, intentando controlar mis emociones. Trataba de creer lo que me había dicho. Trataba de creer que todo saldría bien, que era tan fuerte como él decía. Tenía miedo del futuro, ahora más que nunca, pues gracias a Jack aún no había conocido el horror y la humillación. Me había protegido, pero ahora ya no estaba y yo no tenía a quién recurrir. Me sentía desolada y completamente vulnerable.
Enormes nubes grises oscurecieron el sol, el mar ya no brillaba con gotas de oro, las olas tenían el color del plomo y en el aire flotaba una niebla espesa. Sentía el olor de la sal, y también el olor de la tierra. A lo lejos se oyó el penetrante graznido de una gaviota. Sabía que debía ir abajo y recoger todas mis cosas, pero permanecía allí, en la barandilla, contemplando los remolinos de agua que golpeaban con fuerza el barco y lo hacían crujir y lamentarse como un gigantesco animal de madera con alas de lona. Esa dulce tibieza que siempre sentía después de hacer el amor con Jack había desaparecido. Ahora tenía frío, un frío que me helaba los huesos.
Pasó un largo rato. Las espesas nubes grises comenzaron a evaporarse, a separarse, a dejar entrever manchas de cielo azul plomizo. El sol se derramaba en luminosos rayos de plata que se reflejaban en el agua. Las tinieblas se alejaban del mar y de mí.
Aún sentía aquella firmeza interior que incitaba a seguir adelante y la determinación de sobrevivir era más fuerte que nunca. Había sobrevivido al viaje y eso ya era algo. Tres mujeres habían muerto, y las demás no eran más que tristes y desanimados despojos, Gracias a Jack, por lo menos estaba en mejores condiciones de salud que cuando había embarcado.
Pensaba en Jack, esta vez con objetividad. Me había encariñado de él, y le iba a echar de menos: su cuerpo de hombre fuerte, y todo lo que con él había sentido. Pero, en realidad solamente le había usado. Como una prostituta, había comerciado con mi belleza, con mi cuerpo, para obtener la comodidad y la protección que él me brindaba. No me sentía orgullosa por lo que había hecho, pero tampoco avergonzada. Era una mujer sola. Tenía juventud, belleza e inteligencia, y sabía que tendría que volver a valerme de mis cualidades una y otra vez en el futuro. Eran mis únicas armas y era totalmente consciente del poder que me daban. Habría otros hombres como Jack Reed, y cada uno sería un paso más para llegar a… ¿a qué? Me sentía deprimida. Sería la esclava de quien me comprase, pero tenía el extraño presentimiento de que mi depresión iba a desvanecerse pronto.
Oí la voz de uno de los marineros en lo alto de un mástil que emitía un fuerte grito lleno de alegría.
—¡Tierra! ¡Tierra a la vista!
Me recosté contra la barandilla mientras contemplaba el débil resplandor, entre gris y violáceo, de la niebla en la distancia. Al principio no vi nada, pero luego la niebla pareció disiparse y pude ver un montículo verde y marrón; supe que era América, la tierra de mi futuro. Toda mi aprensión desapareció por completo. Sentí que algo se agitaba dentro de mí. Era una tierra nueva. Tendría una nueva vida en este vasto continente. Habría privaciones, y yo estaba en desventaja, pero cuando la niebla se disipó un poco más y la tierra comenzó a asomarse gradualmente por encima de las aguas como un enorme y adormecido monstruo marino, sentí un claro desafío dentro de mí.
La vida me había deparado golpes muy duros. Me había echado de la casa de mi padre. Un aristócrata libertino me había violado brutalmente para acusarme más tarde de un delito que no había cometido. Había sido víctima de una humillación tan grande que cualquier otra persona hubiera quedado destrozada… pero todo eso pertenecía al pasado. Había aprendido sabias lecciones sobre la vida y estaba ansiosa por ponerlas en práctica. Era cierto que llegaba a esta tierra en calidad de prisionera, de esclava, lo más bajo de lo bajo; sin embargo, parecía que algo me llamaba, que me ofrecía la promesa de un triunfo, de una victoria.
Siempre había sentido interés por el nuevo mundo, por lo que había leído al respecto todo cuanto estuviera a mi alcance. Sabía que sus dimensiones no se conocían con exactitud, que las colonias inglesas bordeaban la costa de norte a sur, y más allá se extendían enormes extensiones de selva indómita donde habitaban indios salvajes y feroces. También estaban los franceses y los españoles, y cientos de millas al oeste que aún no habían sido exploradas. Claro que los norteamericanos eran poco menos que salvajes: toscos, analfabetos e incultos, a pesar de las elegantes ciudades que habían levantado en lo que fuera una selva. Era una raza salvaje, desafiante pero ambiciosa, siempre compitiendo, siempre superándose. Una mujer joven y decidida tendría grandes oportunidades en un país así, aunque llegase en calidad de ladrona.
Oí pasos y me volví, pensando que tal vez Jack había vuelto.
No era Jack. Era Augustus Blackstone, uno de los guardias, un enorme animal salvaje de cabello corto y negro y feroces ojos marrones. Llevaba botas, sucios pantalones marrones y un tosco chaleco de cuero sobre una ennegrecida camisa blanca de algodón, arremangada sobre los antebrazos. Tenía un gastado látigo en la mano derecha. Le había visto usarlo con varias mujeres, azotándolas para que obedecieran, pero también le había visto temblar de miedo cuando Jack le hablaba. Le miré desafiante.
—Me imaginé que iba a encontrarte aquí —dijo con voz gruesa y gutural—. Aunque pensaba que tu querido marinero estaría contigo, aprovechando los últimos minutos antes de bajar a tierra.
—Jack tiene obligaciones que cumplir.
—Yo también, nena, yo también. Tengo que encargarme de que vosotras, montón de basura, estéis listas para bajar. Acompáñame y prepara tus cosas antes de que volvamos a ponerte las esposas. Y no discutas. Todavía no te he puesto las manos encima, pero debo confesarte que me muero de ganas. Mi corazón se alegraría si pudiera hacerte probar mi látigo…
Pasé por su lado con dignidad, con la frente en alto. Blackstone hizo una mueca, pero se contuvo; el miedo de una represalia reprimía su deseo de ponerme en mi lugar. Descendía por la angosta y oscura escalera que daba al sector donde se amontonaban en fila las literas de madera. Las otras mujeres comenzaban a moverse y recogían lentamente sus cosas, como almas en pena que se preparan para el infierno. Cuando embarcamos hacía ya varias semanas, habían peleado y se arañaban entre ellas como feroces animales enjaulados. La diferencia era asombrosa.
Angie era la excepción. Como yo, había encontrado una manera de pasarlo mejor durante el viaje, y ella también tenía mejor aspecto que cuando embarcamos. Su cama estaba al lado de la mía, y Angie cuidaba de mis cosas cuando yo estaba con Jack, pues de lo contrario me las habrían robado en seguida.
—¿Lo has pasado bien, querida? —me preguntó.
Asentí con la cabeza. Angie hizo una mueca cuando Blackstone se nos acercó.
—Daos prisa, basura —gruñó—. Dentro de un minuto van a venir a poneros las esposas.
—¡Por qué no te vas al infierno! —susurró Angie.
—¿Me estás provocando?
—¡No me toques, asqueroso maricón!
La miró con furia en los ojos, pero Blackstone se alejó mascullando amenazas. Angie suspiró como si ese bruto no fuera más que un insecto molesto al que acababa de espantar.
Luego volvió a dirigirse a mí. Con apenas diecisiete años, Angie era una muchacha pequeña y delgada, de cabellos rubios, largos y sedosos y enormes ojos marrones. En sus mejillas podían verse algunas pálidas pecas doradas, y su boca carnosa y rosada expresaba el asco y la resignación. Aunque parecía una niña frágil y vulnerable, eso era sólo una falsa imagen.
Angie había sido una prostituta desde los doce años, deambulando como un gato por los sucios callejones de Londres, vendiéndose por unas monedas y robando alimentos para poder sobrevivir. Angie había sido declarada culpable de robo, igual que yo. Su delito había sido coger un puñado de monedas del cajón de un vendedor. El día en que llegamos al barco había conquistado ya a uno de los tres guardias y trató de seducirle abiertamente; y a pesar de que había tenido que estar regularmente a su servicio, soportando con paciencia sus caprichos un tanto extravagantes, nunca la habían tomado por la fuerza ni tampoco la habían golpeado. El guardia la había cuidado de la misma manera en que Jack me había cuidado a mí. Dura y agresiva, Angie sobrevivía en la naturaleza.
—Bueno, supongo que estamos llegando al final —comentó—. Sólo Dios sabe qué va a pasarnos ahora. Es probable que vayamos a parar a alguna casa de prostitutas. Hay hombres que van a las subastas para elegir mujeres. Las compran, las engordan y después las venden a esas casas. Es algo corriente.
—Tal vez no sea así, Angie. Nosotras dos… quizá tengamos suerte.
—No me hago ilusiones —respondió secamente.
—En cuanto te pongan sobre la tarima, seguro que va a elegirte algún granjero joven y fuerte que estaba buscando una chica como tú. Y lo tendrás a tus pies antes de una semana.
—No creo. Con la suerte que tengo, ya me veo en los campos recogiendo algodón con los negros. Pero tú, en cambio, tú sí que no tienes por qué preocuparte. Es probable que en pocos años termines siendo la dueña de medio país. Si no te arrancan el cuero cabelludo claro.
—¿Qué quieres decir?
—Los indios. Eso es lo que realmente me preocupa. Cliff Barnes me estuvo hablando de ellos. Andan por todas partes, a la caza de mujeres blancas. ¿Y sabes lo que hacen cuando encuentran una? Cliff me lo contó. Dijo que…
—Supongo que sólo trataba de asustarte.
—Maldito asqueroso, él y su costumbre de entrar por la puerta de atrás. ¡Te aseguro que me gustaría que le cogieran a él! Y sin embargo creo que consiguió lo que buscaba…
—Las dos hemos tenido suerte —le dije.
—¡Y qué suerte! Basta con mirar cómo han quedado las otras. Fue una suerte tener al menos un amigo en este viaje infernal. ¡Ey! Ahí viene Barnes con esa mirada en los ojos… Aquí están tus cosas, Marietta, sanas y salvas.
Dejó de hablar cuando llegó Cliff. Barnes tenía ojos grises, insulsos; el cabello castaño claro le caía en lacios mechones. Era un enorme salvaje, del mismo tipo que Blackstone. Con una de sus enormes manos agarró el brazo de Angie y la atrajo hacia sí.
Ella suspiró, resignada y con fastidio.
—Tenemos tiempo para otro jueguecito —dijo con mirada lasciva.
—Claro. —Angie volvió a suspirar y dejó que él se la llevara.
Comencé a poner mis cosas en la vieja y sucia maleta que Angie me había estado cuidando. Nos habían permitido traer algunos efectos personales, y antes de partir, Millie, la criada, corriendo el riesgo de que lord Mallory se enfureciera, me trajo algunas cosas que se habían quedado en la casa. La muchacha había elegido los trajes más caros y lujosos, prendas que de poco iban a servirme en América. Ya en el barco los cambié por cosas más útiles; uno de ellos, por un costurero. Gracias a Jack había conseguido que me lavaran la nueva ropa y había empleado muchas horas tratando de arreglarla a mi medida. Eran prendas que aunque no combinaban entre sí, serían más adecuadas que la seda y el tafetán.
Acababa de cerrar la maleta cuando bajó el carcelero para ponernos las esposas. Los guardias gritaban órdenes, y yo me alineé junto con las demás mujeres para que me colocaran las esposas de hierro unidas con una cadena. Angie era la última de la fila. Fastidiada, se frotaba el trasero. Cuando me llegó el turno me sometí pacientemente al carcelero. Las esposas eran mucho menos pesadas y ajustadas que las que me habían puesto en aquella celda en Bow Street, y me sentí aliviada al ver que no nos ponían grilletes en los tobillos. A pesar de todo era humillante, una clara evidencia que éramos delincuentes, la peor basura ante los ojos de la sociedad.
Debidamente esposadas, tuvimos que esperar. Pasaron dos horas, tres, y permanecíamos sentadas en aquellas literas de madera. Incluso Angie, que siempre estaba de buen humor, parecía abatida. Había un olor repugnante, el suelo estaba lleno de inmundicias. Parecía mentira que hubiésemos podido salir con vida de esa pesadilla. Varias mujeres estaban gravemente enfermas. Todas, excepto Angie y yo, estaban pálidas, delgadas, destrozadas, con débiles mechones de pelo que les cubrían el rostro. ¿Quién iba a querer comprarlas? Dos o tres de ellas no se repondrían de su enfermedad, y ninguna de las demás estaba en condiciones de realizar el más mínimo esfuerzo, y mucho menos de ser candidata para un prostíbulo.
Por los movimientos del barco adiviné que estábamos entrando en el puerto. Arriba se adivinaba una gran actividad. Finalmente se oyó el estrepitoso choque de la madera contra la madera. El enorme barco se meció violentamente. Todo pareció temblar, luego, ya no se movió. Blackstone había subido a cubierta y esperaba órdenes, y los otros dos guardias, látigo en mano, amenazantes, recorrían el sector. Dos o tres mujeres sollozaban en silencio. Las demás permanecían sentadas en las literas, sumidas en el letargo. Una enorme rata cruzó rápidamente el suelo, pero nadie le prestó atención. Todas nos habíamos acostumbrado a los roedores que día a día se multiplicaban bajo cubierta. Angie suspiró con impaciencia y con una mano se mesó los rubios cabellos. La cadena que le colgaba entre las muñecas sonó ruidosamente.
—¡Esos asquerosos maricones podrían darse prisa y sacarnos de este infierno! Aquí abajo hace un calor espantoso. ¡Eh, Barnes! —gritó—. ¿Cuándo saldremos de aquí?
—¡Cierra la boca, nena! —rugió.
—Así te lo agradecen —me dijo—. Me la viene metiendo hace semanas, y ahora que llegamos a tierra supongo que el romance se acabó. En fin… —agregó—. ¿Qué puede esperar una muchacha?
Pasó casi una hora antes de que Blackstone volviera. Todas alineadas, nos dirigimos a la escalera y subimos a cubierta.
Procedentes de la oscuridad, el sol pareció cegarnos. Al otro lado de la barandilla, sobre el muelle, se veían montones de cajas y cargamento, y, más allá, una hilera de casas de ladrillo color rosa grisáceo, con techos de pizarra. Había una gran actividad.
Parecía que todo el pueblo había venido a ver desembarcar a los reos. No veía a Jack por ninguna parte. Me alegraba. Ya nos habíamos dicho adiós, y no quería que me viera esposada.
Angie estaba detrás de mí en la fila.
—Quién sabe dónde estamos —comentó.
—Jack dijo que desembarcaríamos en Carolina —respondí—, pero no tengo idea de cómo se llama el pueblo.
—¡Por Dios! —murmuró—. Mira a esos pobres hombres…
Levanté la vista y vi seis carretas con jaulas de madera, el tipo de vehículos que utilizan los circos ambulantes para transportar a los animales salvajes. Tres de estas carretas estaban llenas de prisioneros. Aturdidos e indiferentes, los hombres se aferraban a las rejas sin hacer caso de los silbidos de la multitud. Una pandilla de chiquillos les golpeaban con palos y arrojaban piedras a las jaulas. La muchedumbre parecía pasárselo en grande, pero los hombres enjaulados se habían acostumbrado tanto a las burlas que parecían no darse cuenta de nada. Las otras tres carretas permanecían vacías, esperándonos.
Había cinco hombres de pie junto a la pasarela. Cuatro de ellos eran individuos toscos, con botas muy fuertes, pantalones negros y jerseys en negro y verde. Un grupo de resentidos, de rasgos duros y ojos guerreros. Los cuatro tenían un látigo en la mano, y parecían ansiosos de poder usarlo. Evidentemente se trataba de nuestros nuevos guardias. El quinto era un hombre corpulento, de hombros anchos, toscamente vestido con pantalones marrones, una ordinaria camisa blanca de algodón y una chaqueta de cuero. Sus ojos eran fríos, inexpresivos. El sucio cabello castaño le caía sobre la frente bronceada. Después supe que se llamaba Bradford Coleman y que estaría a cargo de nosotras.
Coleman frunció el ceño mientras nos miraba descender por la pasarela.
—¡Vamos, dense prisa! —gritó—. No tengo todo el día para perder. ¡Pero por Dios, mírenlas! Me llevará dos semanas ponerlas presentables para la subasta. Bueno, muchachos, métanlas en las carretas. Si hay algún problema, ya saben qué hacer.