En la parte posterior de aquel edificio de Bow Street había tres celdas. Aunque sabía que las otras dos estaban también ocupadas, no podía ver ni comunicarme con los otros prisioneros, debido a las gruesas paredes de piedra que nos separaban. Mi celda, de no más de tres metros de largo, era como una pequeña caja de piedra con una pesada puerta de hierro. El suelo de tierra apisonada estaba cubierto con paja húmeda. Había un solo catre, angosto y sin colchón, y, en un rincón, un agrietado orinal. En el aire, un fétido olor a sudor, a excrementos, a miedo. La única ventana, diminuta y con rejas, estaba en la pared posterior y dejaba entrar muy poco aire. Daba a un sucio callejón de inmundas chozas.
Nada más llegar, el robusto y malhumorado carcelero me ató las muñecas con dos ajustadas esposas, unidas por una pesada cadena. También me habían puesto grilletes en los tobillos, y la cadena apenas me permitía dar pequeños pasos por la celda. El alguacil abría la puerta dos veces por día y me dejaba una bandeja con un tazón de caldo, un trozo de pan duro y una pequeña jarra de agua. Hacía ya dos días que estaba allí y nadie se había encargado de vaciar el orinal; pero, claro, no había que tener demasiadas atenciones con los prisioneros…
Por lo menos esto no era Newgate, y podía dar gracias a Dios.
Sucia e incómoda, mi celda era lujosa comparada con la temida cárcel en la que los presos no vivían mejor que las ratas que infestaban el lugar. Había leído algo acerca de los horrores de Newgate, informes que helaban la sangre, y sabía que era preferible la muerte a cumplir condena en ese monstruoso infierno. ¿Acaso me iban a enviar allí? Me aterrorizaba el solo hecho de pensarlo.
Había abandonado ya toda esperanza de un juicio justo. Era indudable que el magistrado estaba de acuerdo con su sobrina y con lord Mallory. Tenía el poder de dictar sentencia, y mi suerte estaba en sus manos. Según las leyes deberían llevarme ante la Corte de Justicia en el Tribunal Central de crímenes, y juzgarme ante seis jueces de largas túnicas rojas y pelucas de lana blanca, todos sentados en sus altas sillas de madera. Tendrían que darme también la oportunidad de defenderme, pero sabía que las cosas no iban a ser así. Roderick Mann podía hacer conmigo lo que quisiera, sin tener en cuenta las disposiciones de la ley. La justicia, la verdadera justicia, estaba reservada a los ricos y poderosos.
Sin embargo, no me dejaba llevar por el miedo. Sería demasiado fácil dejar que el pánico me venciera, empezar a gritar, a llorar y a volverme loca, pero eso no iba a solucionar nada. Si lo hiciera, estaría ya vencida de antemano. Tenía que reunir todo mi valor y aferrarme a él. Tenía que soportar la suciedad, el hambre, la crueldad y la humillación con calma y estoicismo. La pesadilla terminaría pronto. Necesitaba repetírmelo una y otra vez. Si había soportado aquel horrible viaje en coche, podría soportar cualquier otra cosa.
Por momentos había deseado la muerte. Higgins había abusado de mí por la fuerza, me había maltratado con deliberación, mientras Clancy observaba. Era el mirón. Cuando el coche por fin se detuvo en Bow Street frente a este enorme e imponente edificio gris, tuvieron que arrastrarme por los oscuros y angostos corredores, porque ni siquiera podía caminar. Ahora, cuarenta y ocho horas después, todavía tenía el cuerpo dolorido y lleno de cardenales; el vestido de tafetán color tostado estaba sucio y roto, y sucias estaban también las enaguas. Mis cabellos estaban húmedos y enmarañados. Tenía un corte en la mejilla. Debía parecer una prostituta salida del más oscuro callejón después de recibir una paliza, pero eso poco importaba.
A lo lejos se oyó el retumbar de un trueno. Caminé con cuidado hasta la pequeña ventana; las cadenas rechinaban. Me aferré a los barrotes y miré hacia afuera. El cielo estaba muy oscuro, cubierto de enormes nubes negras que parecían derramar una siniestra luz púrpura. Abajo, la calle estaba cubierta de mondaduras de fruta, papeles, basura. Las débiles casuchas de madera, alineadas, parecían apoyarse unas contra otras para no caer. Algo largo y peludo se movió entre la basura. Un gato, sentado sobre el angosto alféizar de una ventana, saltó mientras lanzaba un prolongado maullido y atrapó la rata entre sus mandíbulas para huir después con ella. Me estremecí.
Mientras estaba así aferrada a los barrotes pasó frente a la ventana una mujer vieja, gorda, desproporcionada. Llevaba un sucio vestido azul y un harapiento chal negro. Miró hacia arriba al pasar, me dirigió una sonrisa sin dientes y me saludó con la mano. Oí cómo reía de placer al ver que otra había sido puesta entre rejas mientras ella, en cambio, todavía seguía libre para vagar por los sucios callejones con unos pocos tragos de ginebra en la ennegrecida botella.
Me aparté de la ventana, crucé la celda y me senté en el catre, sobre esa especie de colchón no más grueso que el papel. Los débiles rayos de sol que se escurrían a través de las rejas me habían despertado hacía varias horas. Debían ser cerca de las doce del mediodía. Tal vez el poderoso Roderick Mann me mandase llamar hoy. Probablemente no, me dije. Tal vez… tal vez me tendrían aquí encerrada durante una semana, quizás un poco más, y luego me dejarían en libertad. Claro que iban a dejarme en libertad. Él quería castigarme, aplastar mi orgullo, ponerme en mi lugar, sólo eso. No permitiría que me enviasen a Newgate. No permitiría que me ahorcaran…
Pasó media hora, y luego oí que la llave giraba en la cerradura.
Debe ser la hora del almuerzo, pensé, asqueada ante la idea de volver a comer ese caldo transparente y grasiento y ese pan enmohecido. La pesada puerta se abrió de par en par y entró el alguacil, pero sin la bandeja. Era un individuo más bien bajo, robusto y afable. Llevaba un par de gastadas botas, pantalones marrones con manchas, camisa blanca pero sucia y chaqueta de cuero. Su modo de ser, agradable y conversador, no me engañaba en absoluto. Sabía que en pocos segundos podía convertirse en un hombre violento. Ayer otro de los prisioneros le había hecho enojar. A pesar del grosor de las paredes de piedra, le había oído usar los puños y percibí los gritos del prisionero. Ahora estaba en mi celda sonriendo amistosamente. El carcelero, que llevaba una argolla con pesadas llaves colgada del cinturón, estaba de pie detrás de él.
—Buenas tardes, preciosa —dijo el alguacil—. Es hora de que vayas a visitar a su señoría. Te está esperando en la sala de la Corte. Burt te sacará los grilletes de los tobillos, pero las esposas de las muñecas vamos a dejarlas de momento donde están.
Todavía estaba sentada en el catre. El carcelero se agachó frente a mí y, con un rápido movimiento, me levantó las faldas.
Me cogió una pantorilla y empezó a sacudir el manojo de llaves.
El alguacil estaba de pie, sonriente mientras me miraba las piernas. Cuando por fin terminó de sacarme los grilletes, el carcelero me recorrió las piernas con las manos. Sabía que no me convenía protestar. Me apretó suavemente la rodilla, y luego, con rostro indiferente, se puso de pie. El alguacil me hizo levantar.
—Y ahora vamos a dar un paseo. Vas a portarte bien ¿entendido? Si tratas de cometer alguna estupidez, me obligarás a hacerte daño. Y no me gustaría lastimar a una dama.
Me cogió por un codo y me sacó de la celda para conducirme por un largo y oscuro pasillo. Podía oír el ruido de la cadena que colgaba entre mis muñecas. Luego tomamos otro pasillo más ancho; en las paredes había velas encendidas en candelabros de bronce. Por último, otro pasillo, angostísimo, nos condujo hasta una puerta, y allí nos detuvimos.
—Entra, preciosa —me ordenó el alguacil—. Te está esperando. Yo me quedo aquí para vigilar, así que no intentes hacer nada.
Me abrió la puerta. Caminé unos pasos hacia adelante y me encontré en una elevada plataforma a un lado de la sala de la Corte. Frente a mí y a ambos lados había una barandilla de madera que me llegaba a la cintura; a mi espalda tenía la puerta.
La plataforma se elevaba poco más de un metro del nivel del piso.
La sala era oscura y tenebrosa, con paneles de madera oscura barnizada. Había varias hileras de bancos frente a otra plataforma, más amplia, a la que se llegaba por tres escalones alfombrados. Allí estaba el magistrado, sentado detrás de una enorme mesa de roble de un tono grisáceo; a su derecha, un funcionario.
Ambos estaban enfrascados en su trabajo y no levantaron la vista cuando me oyeron entrar. No había nadie más en la habitación.
Miré detenidamente al hombre en cuyas manos estaba mi destino. Era delgadísimo, de anchos y huesudos hombros. Los labios eran tan finos como los bordes de una ranura; la nariz, un poco torcida; los duros ojos grises estaban semiescondidos por los párpados. Tenía los mismos rasgos desabridos y enjutos de lady Mallory, el mismo porte glacial. La blanca peluca estaba un poco torcida. El funcionario señaló uno de los papeles y le hizo una pregunta. Roderick Mann estalló en una respuesta que le hizo sonrojar.
Me aferré a la barandilla que tenía delante. La cadena, al moverme, hizo un ruido de cascabeles. El magistrado levantó la vista con mirada cruel.
—¿Marietta Danver? —preguntó con voz ronca.
—Soy yo, señor.
—¿Ultimo domicilio en el número diez de Montagu Square?
Asentí con la cabeza. Sentí que mis esperanzas se desvanecían.
Era un hombre frío y duro, repleto de odio, que no conocía la compasión ni la piedad. Cogió un manojo de papeles y lo agitó al aire.
—Marietta Danver, aquí tengo evidencia de que es usted culpable de un gravísimo delito. —Su voz sonaba como el hielo al romperse—. Son declaraciones juradas de lord Robert Mallory y de su esposa, lady Agatha; de Patrick Clancy y de Bernard Higgins, dos hombres que trabajan para mí. Todos juran que…
Me pareció que la habitación daba vueltas y me aferré a la barandilla con todas mis fuerzas, y ya no pude oír sus palabras.
Comprendí en seguida que la esperanza que había nacido en mí no había sido más que una ilusión. Tal vez los tres habían tomado el té juntos para discutir mi destino y decidir mi suerte. No habría juicio, y yo no tendría la oportunidad de defenderme. Esta parodia de juicio era sólo una formalidad. Estaba irremisiblemente perdida. Mi final había comenzado el día en que por primera vez desafié a lord Mallory. Él, su esposa y Roderick Mann estaban utilizando la ley simplemente como un instrumento de venganza. El magistrado seguía hablando y hablando, con esa voz dura, inflexible, y yo sacudía la cabeza. Sabía que no tenía ningún modo de protegerme.
—… mi deber es dictar la sentencia —concluyó—, pero, antes de hacerlo, ¿tiene algo que alegar en su defensa?
—Soy inocente —murmuré.
—¡Hable en voz alta!
—¡Soy inocente! Yo… el collar no fue robado. Usted lo sabe. ¡Esto… esto es una farsa! ¡Exijo un juicio! Yo…
—¡Basta ya!
—Usted… está fingiendo. Ella es su sobrina. Usted no puede…
—¡Silencio!
Seguía sacudiendo la cabeza, y las lágrimas rodaban por mis mejillas a pesar de hacer un supremo esfuerzo por detenerlas. Me sentía débil, y, si no hubiera estado aferrada a la barandilla probablemente me habría caído. Una delgada capa de niebla parecía flotar en la habitación, una niebla que cada vez se hacía más espesa y me iba envolviendo más y más. Hacía arder mis mejillas, mis ojos, y bajé los párpados mientras movía los labios rezando en silencio. Su voz me llegaba desde muy lejos.
—Es mi deber… la prisión de Newgate, y permanecer allí hasta… ejecución pública en la horca, en Tyburn Fields… colgada del cuello hasta morir.
Una nube negra se abalanzó sobre mí y salí del mundo. Oí que llamaba al alguacil. La puerta situada a mi espalda se abrió de par en par y dos brazos fuertes me cogieron antes de que me cayera.
El alguacil me sostenía con fuerza, y poco a poco sentí que la nube desaparecía. Me encontraba en un estado de shock, y a través de la niebla veía al hombre que acababa de condenarme.
Golpeaba impacientemente la mesa con la yema de los dedos, ansioso por terminar con el asunto.
—¿Y a se siente mejor? —preguntó, fastidiado.
—Creo que sí, su señoría —respondió el alguacil—. Pero será mejor que la sostenga, por si vuelve a desmayarse.
—Es mi deber enviarla a Newgate, y, por tanto, a la horca —continuó diciendo el magistrado, sin alterar el tono de su voz—, pero como no tiene antecedentes de otros delitos, y como sus amos pidieron que la Corte se mostrase compasiva, se le conmutará la sentencia. En vez de ir a la horca será enviada a las colonias de Su Majestad en América del Norte. Se expedirá una orden escrita de esclavitud, y usted será vendida en subasta pública al mejor postor para servir durante un período no inferior a los siete años…
Las demás palabras se iban desvaneciendo, y cuando volví a tomar conciencia del mundo, el alguacil me conducía otra vez por los pasillos hasta mi celda.
—Has tenido suerte —me dijo—. A la mayoría de los ladrones los cuelgan. Pero a ti no. Su Señoría ha hecho una excepción contigo. Deberías estar agradecida. Deberías arrodillarte y agradecerle a Dios que Roderick Mann tenga un corazón tan noble y compasivo.