De pie junto a la ventana, envuelta en mi bata celeste, contemplaba las fugaces sombras de la noche aunque, en realidad, no las veía. Podía sentir la mirada de lord Mallory, tendido en la cama. Ninguno de los dos había dormido. Le odiaba.
Nunca había odiado tanto a una persona en mi vida y no creía volver a odiar con tanta intensidad. Me había usado varias veces, y sin amor, como se hace con una prostituta. Me había obligado a corresponderle, y sobre todo le odiaba por eso.
Pensaba en Jenny. ¿Dónde estaría ahora? Jenny también había sido víctima de lord Mallory, pero yo no estaba dispuesta a compartir su destino. Algo dentro de mí se había endurecido, y descubrí en mi alma una nueva firmeza, una determinación que jamás había sentido antes. Me prometí a mí misma que no volvería a ser débil y vulnerable. Todas mis ilusiones habían sido destruidas, y no tenía a quién recurrir, excepto a mí misma.
Entonces decidí que haría lo que fuese necesario para sobrevivir.
—Ya es casi de madrugada —comentó.
No respondí. Ni siquiera me volví para mirarle.
—Pero eso a nosotros no nos afecta —continuó—. Tenemos días y días para jugar…
—¿Y después? —pregunté.
—Y después tú seguirás siendo la institutriz de mis hijos, y cada vez que me apetezca visitaré tu habitación. Sin duda Agatha descubrirá lo nuestro, y lo más probable es que ya lo sospeche; pero eso no va a cambiar las cosas.
—¿Y yo debo seguir enseñando a sus hijos después de… después de esto?
—Naturalmente.
—Se equivoca.
—¿Ah, sí?
—No pienso seguir siendo la institutriz que he sido hasta ahora.
—Tú harás lo que yo te diga —replicó.
Oí el rechinar de los muelles de la cama cuando él se levantó.
Me volví y le vi bostezar y desperezarse. Un animal hermoso, perfecto, completamente desnudo, pero su belleza masculina me dejó helada. Sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo, y me di cuenta de que nunca más volvería a sentir el calor. Se apartó el cabello de la cara y sonrió plácidamente; luego caminó por la habitación hasta colocarse frente a mí.
—¡Oh Dios! ¡Qué criatura tan hermosa! —exclamó—. Ya eras hermosa antes, pero ahora hay algo nuevo en ti, un resplandor inconfundible. Sabía que eras una mujer sensual, Marietta. Anoche lo demostraste.
—¿Usted cree?
—No finjas no haber disfrutado. Después de la primera vez te mostraste bastante dispuesta. Naciste para el amor.
—Y usted piensa ir satisfaciendo su apetito conmigo, ¿verdad?
—De eso puedes estar segura.
—Yo no lo estaría —respondí.
—¿De qué estás hablando?
—Ya se lo dije. No pienso seguir aquí, en esta casa, en esta habitación. Y después de esto no pienso seguir siendo la institutriz de sus hijos. Si pretende que sea su amante, quiero…
Levantó una ceja en señal de sorpresa.
—¿Quiero? ¿Tú puedes querer algo? —interrumpió.
—Quiero tener mi propia casa, una casa confortable, y también una generosa renta mensual.
—¿Pero es posible que seas tú quien me exija algo?
—Puede llamarlo así. No soy una pobre criada sin instrucción como Jenny. Soy una mujer con cierta cultura. Si va a servirse de mí como si fuera una prostituta, exijo que se me pague como tal.
Los ojos de lord Mallory se ensombrecieron; parecía divertirse con lo que yo decía. Sacudió la cabeza y fingió estar horrorizado.
—¡Dios mío! —exclamó—. Veo que estás aprendiendo con rapidez. ¿Dónde está aquella señorita Danver tan formal, con expresión humilde y con los ojos fijos siempre en el suelo?
—Me temo que desapareció… junto con su virginidad.
Mi voz era dura. Le miré con ojos fríos e inexpresivos, sin esforzarme por esconder mi desprecio. Pero él parecía estar cada vez más divertido. Sacudió otra vez la cabeza; sus negros ojos brillaban.
—Eres muy poco astuta, querida —continuó diciendo, arrastrando cada palabra.
—¿Sí?
—Sin trabajo y sin referencias, creo que te verás en serias dificultades.
—Dependo de usted. ¿Es eso lo que trata de decirme?
—Dependes totalmente de mí, querida, no debes olvidarlo. Esto está empezando a cansarme, Marietta. Será mejor que tengas cuidado. Podrías encontrarte en la calle… —chasqueó los dedos— ¡así!
—No creo que tuviera necesidad de vagar por las calles, lord Mallory. Soy una «criatura muy hermosa», como usted mismo dijo, y además soy inteligente. Estoy segura de que en Londres hay docenas de caballeros con dinero que estarían encantados de poder ofrecerme un lugar donde vivir y una renta mensual. Creo que podría arreglármelas muy bien en ese mercado.
—Esto no me gusta, Marietta. Ninguna mujer va a imponerme condiciones a mí. Nunca me ha sucedido, y no va a sucederme ahora.
—No pienso convertirme en su víctima, lord Mallory. No voy a permitir que me use y después me arroje a la calle como hizo con Jenny. Si me desea, pagará, y el precio será elevado.
—Si no te doy un alojamiento como el que pides, y si no te doy dinero, encontrarás a alguien que lo haga, ¿no es así?
—Así es —respondí con calma.
—Eso suena a chantaje.
—Llámelo como quiera.
Lord Mallory suspiró, y al hablar su voz era suave, sedosa, casi amable.
—Te arrepentirás de esto, querida.
—¿Sí? Todo lo que usted puede hacer es echarme, y eso no me preocupa en absoluto. No tardaré mucho en encontrar un protector.
Antes de que lord Mallory pudiera responder, se oyó el ruido de un carruaje que se acercaba, el inconfundible sonido de las ruedas, los cascos de los caballos golpeando el empedrado. Se asomó por la ventana y miró hacia la calle. El coche se detuvo precisamente debajo de la ventana. Lord Mallory se echó hacia atrás de inmediato.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Agatha ha vuelto!
—¿Y eso le preocupa? —pregunté con indiferencia—. Pensé que tenía a su esposa en un puño. Creí que ella nunca se atrevería a entrometerse en uno de sus asuntos.
—¡Qué fastidio! Tendré que llegar al dormitorio y meterme en la cama antes de que ella suba. ¿Dónde están mis botas?
Frunció el ceño al oír que desde las caballerizas llegaban voces femeninas en tono de queja, seguidas por las roncas voces del cochero y el palafrenero. Lord Mallory recogió rápidamente toda su ropa. Se oyó el ruido del equipaje al descargarlo de la parte superior del coche. Lord Mallory cogió sus pantalones, su camisa y sus botas, y volvió a fruncir el ceño.
—Sospechó desde el principio, ¡maldita sea! Al menos podría haber tenido el buen gusto de esperar a que amaneciera.
—La vida está llena de estas pequeñas tragedias —repliqué.
Lord Mallory me miró, sumamente disgustado. Aquellos ojos tan oscuros se cruzaron con los míos por un momento, y luego, al oír más ruidos procedentes de abajo, me habló.
—Ahora tengo que irme, pero a las once estaré en la habitación de los niños para hablar contigo.
Su voz era suave y sedosa, y, sin embargo, había un evidente tono de amenaza en lo que siguió diciendo.
—Te sugiero que recapacites, Marietta. Creo que es mejor que olvides tu pequeño plan de chantaje. Por tu bien.
Salió rápidamente de la habitación, y mientras oía sus pies descalzos que se alejaban hacia el vestíbulo, recordé el tono de amenaza de su voz. No le temía, me dije a mí misma. Trataba de convencerme de ello.
Los rayos del sol penetraban por la ventana y, sentada frente al espejo, oía las roncas voces de los mozos que hablaban abajo, en las caballerizas. Un pájaro trinaba. Era un día hermoso, un día para pasear por el parque, para comprar flores, para navegar en bote por el lago. Un día para el amor. Para mí, en cambio, no se diferenciaba de un día frío y gris, pues sabía que lord Mallory pronto iba a subir a la habitación de los niños.
No había algo peor que pudiera hacer, me decía a mí misma.
Me cepillé el cabello enérgicamente, y al dejar el cepillo contemplé a la mujer del espejo. Había una nueva firmeza en ella, en los rasgos del mentón, en la curva de la boca. Los ojos, de color azul intenso, estaban llenos de firme determinación. Aquella asustada y vulnerable niña de diecinueve años había desaparecido por completo, y la mujer que me miraba desde el espejo era mucho más atractiva. Reflejaba una sensualidad que antes había estado latente, una nueva madurez que definía claramente los clásicos y nobles rasgos. Marietta Danver se había convertido en mujer, y, con lo que había aprendido, también adquiría una evidente sensación de poder.
Dejé el cabello caído sobre los hombros y caminé hacia el armario para elegir un vestido. Deseché los marrones, con su suntuosidad, y los grises, con su simpleza. Finalmente elegí un suntuoso traje de tafetán color tostado, de mangas largas y ajustadas, pronunciado escote y talle ceñido. La amplia falda quedaba en relieve sobre las almidonadas enaguas. Aquella tímida y recatada institutriz había desaparecido para siempre. ¿Por qué iba a tratar de esconder mi belleza con vestidos sencillos y peinados severos? La belleza era ahora mi única ventaja… la belleza y las lecciones que tanto había aprovechado la noche anterior.
Todo lo que había dicho a lord Mallory lo había dicho seriamente. Si él no me proporcionaba otro lugar para vivir iba a resultarme fácil encontrar a alguien dispuesto a mantenerme con todos los lujos. Un mes antes semejante idea me hubiera horrorizado, pero el tiempo no pasa en vano. Sabía quién era yo: la hija bastarda de una cantinera sin instrucción y un noble señor del reino. Sin embargo, no pertenecía ni al mundo de mi padre ni al de mi madre. Me habían echado de la casa de mi padre, y de la noche a la mañana perdí la vida que había conocido allí. Por otra parte, con toda la instrucción que había recibido me era ya imposible volver a la forma de vida de mi madre. Había llegado a Londres creyendo inocentemente que podría servirme de toda mi educación. Pero mi educación no importaba; sólo mi astucia me podría servir. Tendría que utilizarla a menudo para poder sobrevivir, pues el mundo era difícil, cruel y duro para una mujer sola.
Odiaba a lord Mallory por lo que me había hecho, pero llegaría el día en que le estaría agradecida, porque en un despiadado acto de violencia me había demostrado exactamente cuál era mi lugar en el mundo. Había destruido todas mis ilusiones, pero, sin saberlo, me había dado la determinación que necesitaba para seguir adelante. La pobre Jenny moriría de hambre o de alguna enfermedad venérea en menos de un año, pero eso a mí no me pasaría. Nunca más volvería a encontrarme sin dinero, y nunca más volvería a depender únicamente de lo que los demás quisieran darme.
Poco después de las once, lord Mallory, más atractivo que de costumbre, entró en la habitación de los niños. Vestía un traje azul oscuro y una chaqueta de raso blanco bordado con hilos de plata; la ancha y almidonada corbata azul claro aparecía cuidadosamente anudada en el cuello. Los párpados le caían pesadamente sobre los ojos, y sus labios dibujaban una plácida sonrisa mientras me miraba.
—Soberbia —exclamó—. Ninguna mujer en Londres podría competir contigo… y pensar que eres toda mía…
—¿Significa eso que ya tiene pensado darme otro alojamiento y mantenerme?
Lord Mallory arqueó una ceja, sorprendido.
—Ya te lo dije anoche: no me gusta el chantaje. Pensé que habías entrado en razón.
—Será mejor que empiece a preparar mis cosas —repliqué—. Tengo muy poco dinero, pero me bastará para alquilar una habitación por dos o tres noches. No creo que me lleve más tiempo encontrar un… alguien que me proteja.
—¿Así que te propones continuar con el juego?
—Me propongo continuar con el juego —respondí con calma.
—Realmente preferiría que cambiases de idea, querida.
—Mi decisión ya está tomada.
—A mí las mujeres nunca me dejan —dijo—. Yo las dejo a ellas… y casi siempre en un mar de lágrimas, suplicándome que me quede. No pienso aceptarlo, querida. Te arrepentirás, te lo prometo.
—Sus palabras no me asustan, lord Mallory.
—Podría pegarte, claro, pero eso sólo me daría una satisfacción momentánea. No… no creo que use los puños. Tendré que pensar en algo más elaborado.
—No puede hacerme nada.
—¿No? —sonrió con ironía—. Ya lo veremos.
Luego salió con paso lento de la habitación. Unos minutos más tarde regresé a mi cuarto. Cogí mis dos maletas, las abrí sobre la cama y comencé a llenarlas. Lo hacía metódicamente, doblando las prendas con cuidado y colocándolas después. Estaba muy tranquila y no me asustaba el paso que estaba dando. Tenía poco dinero, es cierto, pero no creía que fuera a necesitar mucho.
Londres estaba lleno de acaudalados libertinos en busca de algo nuevo, alguien que estimulara sus insaciables apetitos. Alquilaría una habitación en una de las mejores posadas, y por la noche iría a una de esas conocidas casas de juego donde elegantes cortesanas vivían de su oficio. No dudaba de que la suerte me sería sumamente favorable.
Era casi la una cuando por fin terminé de hacer mis maletas.
Acababa de cerrarlas cuando alguien llamó tímidamente a la puerta. Era Millie, con el rostro pálido y los ojos azules desorbitados por el miedo. Llevaba la gorra inclinada sobre los opacos rizos dorados y el delantal que cubría su negro vestido estaba torcido y arrugado como si lo hubiera estado retorciendo con las manos.
—La señora quiere verla abajo, en el salón —balbució. La voz le temblaba—. Quiere… quiere vernos a todos. Sucede algo malo, señorita Danver. Algo horrible ha pasado, lo sé. Cook está llorando y dice que se va, e incluso Jeffers está nervioso. Él también tiene que acudir al salón. Todos tenemos que ir.
—¿Qué pasa, Millie?
—No lo sé, señorita. El amo y la señora estuvieron hablando largo rato en la sala de estar, más de una hora, como si planearan algo, y después salió el señor con una sonrisa burlona para decirle a Alfie que fuera a llevar un mensaje para el tío de la señora. Ya sabe quién es, ¿verdad?
—Tengo entendido que es un magistrado.
—¡Claro! Y tiene veinte hombres a sus órdenes que se encargan de atrapar ladrones. En realidad, son bribones que capturan a los malhechores y los llevan ante él, que, sentado detrás de su mesa, se limita a dictar la sentencia. Después los envía a Newgate, señorita Danver, y si las caras no le gustan, ¡los manda a la horca!
—Tranquilízate, Millie —dije con dulzura—. Tú no has hecho nada malo, ¿verdad?
—No, señorita, pero…
—Entonces no tienes por qué preocuparte.
—Alfie volvió en su carruaje grande y negro. Con él llegaron dos de esos hombres que atrapan ladrones. Son tipos crueles y miserables, de ojos mezquinos. Ahora están en el salón hablando con lord Mallory.
Millie se estremeció. Como muchas de su clase, sentía verdadero horror por estos hombres, estos individuos crueles y depravados que solían ser peores que los criminales que perseguían. Se les pagaba una pequeña cantidad de dinero por cada criminal que traían. Algunos de estos «criminales» eran niños, chicos desamparados que, para no morirse de hambre, robaban un pedazo de pan. Pero casi nunca atrapaban a los verdaderos criminales, los ricos y poderosos malhechores que se imponían por medio del terror, porque a estos atrapaladrones, así como a los mismos magistrados, se les podía comprar sólo con darles parte del botín.
Un periódico había publicado recientemente un artículo en el que se afirmaba que la diferencia entre quienes hacían imponer la ley y aquellos que la violaban era muy poca. También decía que ya se estaba preparando una reforma para destituir a los oficiales corrompidos que se valían de su cargo para su propio provecho, defendiendo el chantaje y el pillaje e incitando al crimen. El actual sistema de policía era una red que atrapaba a los pequeños malhechores mientras que los peces gordos seguían nadando en aguas tranquilas. A pesar de que, por supuesto, había magistrados que se destacaban por su escrupulosa honradez y absoluta integridad, la mayoría de ellos eran sumamente codiciosos.
—Te… tenemos que reunimos todos abajo —tartamudeó Millie.
—Muy bien, Millie. Estoy segura de que ha habido algún malentendido. Todo saldrá bien. Ya verás.
—¡Ay, señorita Danver, tengo miedo! Di unos golpecitos en la mano de la muchacha, como para tranquilizarla, y salí con ella de la habitación. Yo no estaba preocupada en absoluto, ni tenía la más remota sospecha; ni siquiera cuando en la escalera nos cruzamos con lord Mallory que subía. Saludó cortésmente con un movimiento de la cabeza y se hizo a un lado para dejarnos pasar. En sus labios se dibujó una astuta sonrisa, y luego siguió subiendo mientras nosotras bajábamos. Me preguntaba qué estaría sucediendo. Fuera lo que fuese era sumamente molesto, y no me hubiera molestado en bajar si no hubiese creído que Millie necesitaba mi protección. Al salir de esta reunión en el salón le pediría a Alfie que bajase mis maletas y fuera a buscar un coche para mí. Luego abandonaría para siempre el número 10 de Montagu Square.
El salón estaba en la planta baja. Era una amplia y espaciosa sala con paredes de color marfil y techo dorado, del que pendía una suntuosa araña con colgantes de cristal que resplandecían.
Una magnífica alfombra azul cubría el piso, y las cortinas eran de damasco de un azul más oscuro. Los muebles, en blanco y oro, eran de una belleza singular y habían sido importados de Francia.
Me preguntaba por qué lady Mallory había decidido reunimos en un lugar tan elegante, pero al entrar me di cuenta de que era la única habitación en toda la casa lo suficientemente grande capaz de dar cabida a todos los criados. Los otros ya habían llegado y estaban todos juntos, de pie y nerviosos. Cook estaba hecha una furia. Jeffers aparecía pálido y alarmado. La señora Branderson lloraba. Las criadas estaban tan asustadas y nerviosas como Millie. Los lacayos no podían disimular su temor, y el cochero y los palafreneros estaban irritados.
Dos desconocidos les observaban desde fuera del grupo. Uno de ellos, un individuo alto y delgado, vestido todo de negro, tenía el rostro como la máscara de la muerte: hoyos profundos bajo los pómulos, ojos negros como el carbón con grises semicírculos en su parte inferior. Los labios eran delgados, la nariz en forma de pico, y el cabello, rojo como el fuego. El otro era un sujeto enorme y fornido, de hombros anchos y rostro grosero y salvaje.
Su boca era demasiado grande. Tenía la nariz encorvada, evidentemente rota en alguna pelea callejera y jamás restaurada.
Gruesos párpados le caían como capuchas sobre los fieros ojos marrones. Llevaba botas color marrón, totalmente embarradas, traje oscuro, chaqueta de paño marrón y un pañuelo del mismo tono anudado con descuido alrededor del cuello. Ambos parecían provenir de algún oscuro, sucio y escondido callejón, capaces de cometer los crímenes más viles. Traté de contener un escalofrío cuando el grande y fornido me miró con incontenible deseo.
—¿Éstas son las últimas? —preguntó el pelirrojo.
—Sí, son las últimas —respondió lady Mallory.
Había estado de pie detrás de una mesita blanca, hojeando distraídamente un libro. Lo dejó y se acercó al grupo. Vestía un hermoso traje color gris perla adornado con cintas de terciopelo rosado, pero, a pesar de que era sumamente elegante, no mejoraba en absoluto su delgado y enjuto cuerpo. El descolorido cabello rubio peinado a la moda sólo acentuaba los rasgos duros y desabridos. Cuando Millie y yo nos reunimos con los otros criados, lady Mallory me miró fijamente. Una débil sonrisa le tembló en los labios, y los ojos le brillaban de maldad.
—Ahora que están todos aquí permítanme que les presente a estos caballeros —anunció. Señaló al pelirrojo—. Éste es el señor Clancy. Su colega es el señor Higgins. Se encargan de que se cumpla la ley, y se les suele conocer con el nombre de atrapaladrones. Ambos trabajan para mi tío Roderick Mann, quien, como ustedes ya deben saber, es magistrado en Bow Street.
—¡Y qué tiene que ver eso con nosotros! —exclamó Cook mientras todo el cuerpo le temblaba de indignación—. ¡No hemos hecho nada! ¡Ninguno de nosotros! Llevo casi diez años trabajando aquí, y nunca me había sentido tan… tan humillada. No voy a quedarme aquí de pie mientras…
—¡Cierra la boca! —gruñó Higgins.
Le dirigió una fulminante mirada con sus depravados ojos marrones, como si lo que más deseara en ese momento fuera tumbarla de un golpe. Cook palideció, se llevó una mano al corazón y retrocedió. Una de las criadas comenzó a llorar. Los palafreneros murmuraban; uno de ellos cerró los puños, pero todos los criados estaban demasiado asustados para hacer o decir algo que pudiese molestar a los dos recién llegados. Evidentemente, ambos eran insensibles y representaban una autoridad cruel y despiadada que no toleraba la insubordinación.
Lord Mallory entró a la sala con suma naturalidad. Su rostro traslucía una gran satisfacción. Su esposa le miró y lord Mallory hizo un gesto con la cabeza, como asintiendo. Una débil sonrisa tembló en los labios de lady Mallory. Luego continuó hablando con un tono de voz agradable, casi jovial.
—Anoche, cuando volví del campo, traía mi collar de esmeraldas. Era una caja alargada, de cuero blanco. Dejé la caja sobre el tocador, en mi dormitorio. Esta mañana había desaparecido.
Millie se puso a temblar. Le apreté la mano. Las otras criadas empezaron a murmurar, pero una penetrante mirada de Higgins hizo que callaran. Lady Mallory, satisfecha, se arregló uno de sus descoloridos rizos dorados. Me miró directamente. Había un brillo de triunfo en sus ojos. Entonces comprendí. El corazón comenzó a latirme con más fuerza. Sentí que todo el cuerpo se me helaba. Lord Mallory, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados contra el pecho, me observaba con aquella mirada oscura y burlona. Comprendí por qué había ido arriba, y por qué le había hecho a su esposa aquella seña con la cabeza cuando volvió a entrar en el salón.
—No había indicios de que hubieran entrado por la fuerza —continuó diciendo lady Mallory—. Jeffers jura que todas las puertas y ventanas estaban bien cerradas cuando hizo su ronda matinal. Eso nos lleva a una sola conclusión: uno de ustedes entró en mi habitación y cogió el collar. Como nadie ha salido aún de la casa, es muy probable que lo encontremos escondido en uno de sus cuartos.
Estas últimas palabras provocaron una inmediata reacción.
Cook comenzó a gritar, Brandy vociferaba. Las criadas, los palafreneros y los mozos gritaban su inocencia. Yo no podía hablar. Me sentía paralizada. Crucé el salón con la mirada y clavé los ojos en aquel hombre apoyado contra la pared con absoluta indiferencia. No podía creer que hubiera hecho lo que sabía que había hecho. Él y su esposa lo habían planeado juntos, y lady Mallory estaba saboreando mi comprometida situación tanto como su esposo, e incluso quizá más. Cuando por fin se calmaron un poco los ánimos, lady Mallory intercambió una mirada con su esposo. Ambos estaban disfrutando del espectáculo.
—Las habitaciones serán revisadas una por una —nos comunicó—. No queremos que el ladrón tenga la oportunidad de ir a su cuarto y hacer desaparecer el collar, así que los señores Clancy e Higgins irán con cada uno de ustedes a las respectivas habitaciones, una por una, las revisarán y luego volverán aquí, donde estarán esperando los demás. Nadie podrá abandonar la sala sin ir acompañado por estos dos caballeros de Bow Street. Empezaremos por las criadas. Creo que… sí… Millie será la primera. Millie, lleve al señor Clancy y al señor Higgins hasta su cuarto, y permanezca a su lado mientras ellos lo revisan.
—¡Yo no he robado nada! —gritó Millie—. ¡Yo no! ¡Tengo miedo de subir sola con ellos! ¡Sé lo que hacen con las pobres criadas como yo! ¡La gente lo dice! Por favor, señora, no me haga…
Higgins se adelantó y le pegó en la boca con tanta fuerza que Millie se tambaleó y cayó contra los otros criados. Comenzó a llorar histéricamente mientras la enrojecida huella de la mano que le había pegado le quemaba en la cara. Con los ojos encendidos, Higgins la tomó por un brazo y la separó violentamente del grupo. Millie trató de escabullirse, pero él le retorció brutalmente el brazo hacia atrás y luego hacia arriba, hasta la altura de los omóplatos.
—Apostaría a que es ésta la ladrona, señora —exclamó Higgins—. No se comportaría así a menos que tuviera algo que esconder. Te vas a arrepentir de haber abierto la boca, nena. Clancy y yo sabemos cómo tratar a las de tu calaña.
—¡No! —gritó Millie—. Señora, por favor…
Higgins le apretó el brazo con fuerza, y como ella seguía resistiéndose, se lo retorció brutalmente hacia arriba. Millie, gritando, se dobló hacia adelante. Con la mano que tenía libre, Higgins la cogió por los cabellos, tirando con sus dedos los opacos rizos dorados para echarle la cabeza hacia atrás, contra los hombros, y ejerció aún más presión sobre el brazo de Millie.
El dolor fue tan grande que la muchacha casi se desmayó. Los otros criados observaban con horror, demasiado aterrados para salir en su ayuda.
Entonces me acerqué a ellos.
—¡Suéltela! —ordené.
Fue tal el sobresalto de Higgins, que automáticamente me obedeció. Millie se tambaleó hacia adelante y Brandy corrió en su ayuda. La envolvió en sus brazos mientras le susurraba palabras de consuelo. Todos los demás dirigieron sus miradas hacia mí, mientras Higgins se volvía hacia lady Mallory como esperando órdenes.
—¿Qué significa esto? —preguntó con voz ronca.
—Sí —intervino lord Mallory—. ¿Qué significa esto?
—No es necesario continuar con este acertijo tan bien planeado —expliqué con voz serena—. El collar está en mi habitación. Usted lo sabe. Usted mismo lo puso allí hace unos momentos.
—¿De veras? —Lord Mallory parecía sorprendido—. Señorita Danver, tiene usted una gran imaginación.
—No hay necesidad de seguir humillando a los otros criados Conduciré a estos dos… individuos a mi habitación. Esto; completamente segura de que encontrarán el collar. Nos ahorra ría tiempo, por supuesto, si usted les dijera simplemente dónde lo escondió.
Lord Mallory, perplejo, sacudió la cabeza y miró a los dos hombres.
—Esta muchacha se ha vuelto loca —dijo—, pero, si quiere ser la primera, que lo sea. Mi esposa y yo vigilaremos a los demás mientras ustedes la acompañan hasta su habitación, caballeros.
Con la mayor dignidad posible, salí del salón con la frente bien alta. Higgins y Clancy me siguieron e intercambiaban palabras en voz baja mientras subíamos la escalera. Mi amplia falda de tafetán se balanceaba, y la seda crujía al arrastrarse por los escalones. Yo estaba muy serena porque me parecía que lo que estaba sucediendo no era real. Le estaba sucediendo a otro.
Cuando abrí la puerta de mi habitación y me hice a un lado para que pudieran pasar, me sentí como si estuviera lejos, observando con fría objetividad algo que ocurría sobre un escenario, algo que no me concernía en absoluto.
—Qué indiferente —comentó Clancy.
—De lo más indiferente —asintió Higgins—. Francamente, un poco demasiado orgullosa y altiva para mi gusto. Veo que tiene el equipaje preparado, listo para fugarse. Supongo que encontraremos el collar en una de estas maletas.
—Yo también lo creo —agregó Clancy.
Abrieron las maletas y empezaron a sacar toda la ropa y a tirarla a un lado. Al poco rato todas mis cosas estuvieron desparramadas por la habitación: en el suelo, en las sillas, encima de la cama. Higgins examinaba detenidamente mi ropa interior y se reía entre dientes. Yo estaba de pie apoyada en la pared, observando, sintiendo únicamente una especie de aturdimiento que me impedía creer que esto estuviera pasando realmente.
—¡Aquí está! —exclamó Clancy—. La caja de cuero blanco, tal como la describiera la señora… y… mira qué cuentas más bonitas.
Sostenía en lo alto las esmeraldas para que su colega pudiera admirarlas. Los verdes y los azules chispeaban y brillaban con el intenso resplandor del fuego, igual que cuando lady Mallory los lucía alrededor del cuello. Los dedos de Clancy jugaban con las esmeraldas y sacudía la cabeza como si no pudiera creer toda la belleza que había ante sus ojos. Higgins parecía muy disgustado.
—Creo que encontramos a la ladrona —exclamó Clancy.
—Sí, creo que sí —gruñó Higgins—. Esperaba llevar a esa criada a su habitación para enseñarle a respetar un poco la ley. Pensaba divertirme un rato.
Clancy me miró. Su delgado rostro no tenía expresión.
—Creo que ambos podremos divertirnos un rato antes de que todo esto termine.
Los gruesos labios de Higgins se torcieron en una mueca, y sus ojos marrones brillaron con deseo.
—Sí —afirmó—. Ahora será mejor que bajemos a devolver el collar. Después, en el coche…
Dejó la frase sin terminar y me cogió por la muñeca, apretando los dedos con fuerza a su alrededor. No hice ningún esfuerzo por liberarme mientras me llevaba fuera de la habitación y luego hacia el salón. Clancy caminaba delante y hacía oscilar el collar como si fuera la cadena de un reloj. Lord Mallory estaba de pie frente a la puerta del salón esperándonos.
—Veo que encontraron el collar —observó.
Clancy le entregó el rutilante conjunto de esmeraldas.
—Sí, lo hemos encontrado. Lo tenía escondido en la maleta. Si no hubiéramos actuado con rapidez se habría fugado tranquilamente.
—Supongo que van a llevársela a Bow Street.
—Ésas son nuestras órdenes —respondió Clancy, asintiendo con la cabeza—. Pasará la noche en el calabozo. Supongo que su señoría dictará la sentencia mañana. No pierde el tiempo.
—Quisiera darles las gracias, caballeros —expresó lord Mallory con su voz más gentil. Sacó del bolsillo dos monedas de oro y dio una a cada uno. Ambos estaban sorprendidos, y encantados—. ¡Ah!… serán amables con ella, ¿verdad?
Higgins comprendió en seguida el significado de aquellas palabras. Volvió a sonreír mientras asentía lentamente con la cabeza.
—Tan amables como podamos —respondió. Su mano apretó mi muñeca con más fuerza.
—Sabía que podía contar con ustedes —agregó lord Mallory—. Es un poco altiva, tiene aires de grandeza. Pienso que dos personas como ustedes podrán enseñarle a ser un poco más humilde.
—Como usted diga —dijo Higgins.
Lord Mallory se dirigió hacia la puerta y la abrió para que pudiéramos pasar. Ya no me sentía tan aturdida; me había invadido el miedo, un miedo como no había sentido jamás, pero me negaba a demostrarlo y darle esa satisfacción. Lord Mallory sonrió, saboreando su triunfo, y cuando, guiada por Higgins, pasé frente a él, se inclinó cortésmente, burlándose de mí. Fingí no verle. El sol brillaba con todo su esplendor cuando salimos.
Higgins me retorció salvajemente el brazo y me hizo tropezar al bajar los escalones.
Un enorme carruaje negro, cerrado, estaba detenido frente ala casa. Dos briosos caballos, atados al coche, golpeaban con impaciencia sus cascos contra el empedrado. El cochero, en el alto asiento de la parte delantera, fumaba un cigarro. Clancy abrió la puerta del carruaje e Higgins me empujó hacia el interior.
Había dos asientos, uno frente al otro, tapizados en cuero marrón y hundidos por el uso; se percibía un penetrante olor a tabaco, a sudor y a ginebra. Las cortinas de las ventanas eran de terciopelo marrón, rotas, gastadas. Higgins se sentó a mi lado, pasó su musculoso brazo alrededor de mi hombro y me acercó a él. Cuando traté de escabullirme me abrazó con más fuerza y me apretó aún más contra él.
—Sé cariñosa con nosotros, nena. Ni a Clancy ni a mí nos gustan los desaires.
Clancy, que aún estaba de pie afuera, sosteniendo la puerta abierta con una mano, ordenó a gritos al conductor que se dirigiera muy lentamente hacia la estación. Luego entró. Se sentó en el asiento frente a nosotros y cerró la puerta de un golpe.
Cuando el carruaje comenzó a moverse corrió las viejas cortinas y el sol dejó de brillar para nosotros. En el interior del coche sólo había polvo y oscuridad, pero yo podía distinguir el huesudo rostro de Clancy y la maraña de cabellos color del fuego. Sus negros ojos brillaban con deseo, y una amplia sonrisa se dibujó en sus labios.
—Bueno, bueno —dijo—, ahora que ya estamos cómodos y tranquilos…
—No quiere ser cariñosa, Clancy —observó Higgins—. Me parece que se cree demasiado fina para nosotros.
Clancy dirigió una mirada a su colega y simuló estar afligido.
—No hablas en serio, ¿verdad? Es una simple ladrona, y el robo es un delito muy serio.
—Le guste o no, van a colgarla.
—Es una basura, ¿no te parece?
—Una verdadera basura, pero tenemos mucho tiempo. Jenkins tardará una hora en llegar a la estación. ¿Lo has hecho alguna vez en un coche?
—He de confesarte que no —respondió Clancy.
—Entonces será mejor que empiece yo, para que veas cómo se hace.
Luché violentamente y traté de liberarme. Higgins me acorraló en un rincón del coche y me pegó una y otra vez en la cara, hasta que mis mejillas parecieron incendiarse. Me acercó a él con fuerza y luego me tapó la boca con la suya. Sus brazos me envolvieron apretándome contra él. Pensé que mis huesos iban a estallar. Por fin echó la cabeza hacia atrás. Saboreaba mi terror.
—No le gustamos —exclamó Clancy.
—Creo que tendremos que mostrarle el par de amantes refinados que somos —dijo Higgins—. Lucha cuanto quieras, nena. A decir verdad, así es como me gusta… es más excitante.
El coche saltaba y se balanceaba de un lado a otro al deslizarse sobre el irregular empedrado. Higgins me acostó sobre el asiento y me levantó las faldas. Clavé mis uñas en su cara. Me cogió por la garganta y la apretó con tanta fuerza que no pude seguir luchando, y luego se abalanzó sobre mí. El peso de su cuerpo me impedía respirar. Comenzó su ataque, y Clancy aplaudía, le incitaba. Aquella noche en que lord Mallory abusó repetidamente de mí pensé que sabía qué era sentirse degradada. No lo sabía.
Hasta este momento ni siquiera había conocido el significado de la palabra.