Hacía tres días que se habían ido, y durante esos tres días había permanecido en un estado de alerta, a salvo, segura, pero sabiendo que todo iba a acabar pronto. Lord Mallory no tardaría en llegar, y sucedería lo inevitable. Y yo no tenía idea de qué debía hacer. Oscurecía. Estaba sentada en los jardines, debajo de un frondoso olmo. Sólo los residentes de la zona podían acudir a estos hermosos y bien cuidados jardines; cada familia tenía una llave que abría la entrada lateral. Me había apropiado descaradamente de la llave de los Mallory y, mientras el último sol de la tarde enviaba sus tenues y casi apagados rayos, me puse a pensar en todas las extrañas vueltas del destino que me habían traído hasta allí.
Había sido una niña feliz. Una alumna brillante en la escuela del pueblo, siempre dispuesta a aprender, sin importarme que los otros niños se apartaran de mí y con frecuencia se burlaran. Mi madre y yo vivíamos en una pequeña habitación en la parte superior del «Red Lion». Siempre estaba presente el sonido de las risas y de voces masculinas, el olor a cerveza y aserrín, todo en aquella atmósfera alegre y jovial. Mi madre, hermosa, vivaz y de buen carácter, me amaba, y también amaba la taberna, y amaba a los hombres que incesantemente se disputaban su atención. Era mundana, generosa y espontánea, y aunque muchos decían que era mala, yo sabía que no era cierto. A medida que iba creciendo comencé a ayudarla con el trabajo. También me gustaban los hombres, con sus cumplidos y sus bromas, pero trataba hábilmente de mantener alejados a los que se tomaban demasiada confianza.
Recuerdo aquella terrible noche en que mi madre llegó con el cabello empapado y la ropa mojada que se le pegaba al cuerpo y acentuaba sus curvas. Se despidió del joven y atractivo pastor con un beso y, fatigada, subió la escalera hasta nuestra habitación. Casi al instante cayó enferma, y su enfriamiento se convirtió pronto en neumonía. Cuando supo que iba a morir, envió un mensaje a mi padre en el que le rogaba que fuera a buscarme y velara por mí en el futuro. Al recibir la nota salió inmediatamente de Stanton Hall y vino a la posada. Ella me cogió la mano y miró a mi padre, de pie junto al lecho. Sonrió. Sabía que iba a protegerme. Pocos minutos después, murió. Me sentí desolada. Mi mundo parecía derrumbarse, pero mi padre se encargó de todo y me ofreció otro mundo en lugar del que había perdido.
En sus buenos tiempos el duque de Stanton había sido un famoso libertino, un hombre impetuoso al que nada le importaba y que había escandalizado a todo el pueblo con su ultrajante conducta. Pero esas cosas pertenecían ya al pasado. Cuando yo lo conocí tenía ya más de cincuenta años y su salud era precaria. Un hombre viudo de ojos marrones y tristes, de cabello plateado, que se alegraba de poder cuidar a alguien después de tantos años de soledad en su vieja y suntuosa mansión. Sin importarle un comino lo que pudiera pensar la sociedad, me recibió con los brazos abiertos y me colmó de atenciones. La casa pronto se llenó de institutrices y modistas que se encargaron de transformar a la hija de la cantinera en toda una dama de sangre azul. Al cabo de un año resultaba difícil creer que yo pudiera haber sido otra cosa.
Tuve la mejor educación que pueda pagarse con dinero y aunque mi sangre no era azul al ciento por ciento, yo era tan refinada como pura, y tan aristocrática como si hubiera nacido entre tanta riqueza. Pronto empecé a amar a mi padre, y él comenzó a amarme a mí, y durante cuatro años y medio mi vida fue como un sueño maravilloso. Pero eso también tuvo un trágico final. Terminé mis estudios y, al regresar a casa, encontré a mi padre gravemente enfermo y al cuidado de su sobrino George Stanton. A George, hombre corpulento, de mal genio y avaro, mi presencia en Stanton Hall le molestaba. Según la ley de primogenitura, heredaría Stanton Hall y todo lo que eso incluía. Sin embargo, sentía una profunda aversión hacia mí.
Pocos días más tarde, cuando mi padre murió, después de un repentino ataque, George no tardó en echarme de casa. Ni siquiera me permitió que asistiera al entierro.
Mi única salida era intentar conseguir algún tipo de empleo.
Gracias a mi educación, reunía todas las condiciones necesarias para trabajar como institutriz. Y así llegué a Londres, con muy poco dinero y dos maletas repletas de vestidos caros y lujosos, totalmente inadecuados para una aspirante a institutriz. Conseguí vender algunos y compré ropa más sobria; los demás colgaban ahora, inútiles, en el armario de mi habitación. En vano me ofrecí para diversos trabajos. Se me estaba acabando el dinero, y ya casi había perdido toda esperanza cuando lord Mallory me cogió como institutriz de sus dos pequeños. Ahora… ahora corría el peligro de perder este empleo, a no ser que accediera a sus demandas. ¿Debería entregarme a él? Aún no había encontrado respuesta a esta cuestión.
El sol estaba ya en el ocaso cuando salí de los jardines, cerré la puerta detrás de mí y empecé a caminar por la calle hacia el número 10. Al llegar al vestíbulo y cerrar la puerta vi a Millie que subía de la vieja pero agradable sala de estar que los criados compartían en el sótano. Una muchacha robusta y vigorosa, simpática, pecosa, de boca grande y siempre sonriente, con enormes ojos azules. Sus dorados rizos no tenían brillo.
—¡Eh! Aquí está —gritó—. Ya empezaba a preocuparme por usted, de veras. ¿Le gustó el paseo por los jardines?
—Maravilloso —respondí.
—Apuesto a que lo está pasando bien esta semana sin los niños. Es un alivio, claro que sí. Esa Doreen… A algunos niños habría que matarlos al nacer. Doreen es de éstos. Pero Reggie es un cielo, manso como un corderito. No sé a quién se parece. —Millie sacudió la cabeza y suspiró profundamente—. ¿Quiere que le suba una bandeja con algo para comer? —preguntó.
—Creo que no, Millie. No tengo apetito. Creo que voy a subir a mi habitación y leeré un rato.
—Tanto leer… no puede hacerle bien. A mí nunca me ha interesado demasiado la lectura. Pero suba, y si necesita algo, no tiene más que llamarme. ¿De acuerdo?
Le sonreí y seguí mi camino. Crucé el vestíbulo. Aunque teóricamente mi posición era superior a la de los criados, siempre me consideré uno de ellos y nunca tuve ínfulas. Y por ello me gané su confianza. Jeffers, el mayordomo, me trataba de igual a igual. A la señora Branderson, «Brandy», el ama de llaves, le encantaba detenerse a charlar conmigo, y Cook siempre me hacía algo exquisito para comer. Sin su amistad, mi vida en esta casa hubiera resultado bastante desagradable.
Mi habitación estaba cerca del cuarto de los niños, totalmente aislada de las demás. Jeffers, Brandy y Cook dormían en el sótano, Millie y las otras criadas en pequeños y angostos compartimentos en el desván, y los dos mozos tenían sendas habitaciones sobre la caballeriza, junto con el palafrenero y el cochero. Me gustaba ese aislamiento, pues me daba la sensación de tener una vida privada. Mi habitación era grande, con ventanas en la parte posterior de la casa que daban a las caballerizas.
Aunque mis muebles no eran de lo mejor y estaban un poco gastados y viejos, eran cómodos y agradables.
La luz ya casi se había ido, y sus tenues rayos bañaban la vieja alfombra azul y gris con diseños florales. Encendí la lámpara, me quité el vestido y lo colgué en el enorme armario de caoba, con una puerta tan pesada que nunca cerraba del todo. Luego me quité los zapatos y las medias. Me quedé sólo con una enagua de muselina blanca. Me deshice el peinado, sacudí la cabeza con fuerza y las trenzas quedaron totalmente liberadas. El cabello cayó en ondas cobrizas sobre los hombros. Su brillo se reflejaba en el espejo. Allí sentada, lo cepillé hasta dejarlo aún más brillante. Luego dejé el cepillo y miré a la mujer del espejo.
La enagua era sumamente escotada y mis pechos quedaban al aire. El talle era ajustado, y la amplia falda estaba adornada con varias hileras de volantes blancos. Con ropa tan elegante y el cabello que se derramaba abundantemente sobre los hombros no me parecía en nada a la severa señorita Danver, con su serio peinado y su monótono vestido marrón. Lord Mallory me deseaba, y me desearía aún más si me viera así, pensé. Pero luego fruncí el ceño y en el azul de mis ojos se reflejó la preocupación.
Me puse en pie, me aparté del espejo y fui a sentarme en la amplia y cómoda silla de color rosado, frente a la ventana.
El cielo había adquirido un color grisáceo, y el mundo, abajo, parecía una acuarela de grises, negros y blancos difuminados. La lámpara estaba baja y las sombras invadían la habitación para multiplicarse más allá de la tenue y difusa fuente de luz. Mis pensamientos se dirigieron hacia lord Mallory, y descubrí una extraña ambivalencia que antes jamás había sentido. Me decía a mí misma que le detestaba, y, sin embargo, no podía negar que sentía cierta atracción hacia él. Recordaba aquel beso, aquel cuerpo alto y fuerte, los brazos que me estrechaban contra su pecho, y recordaba las sensaciones que habían estallado dentro de mí, como capullos en primavera.
Recordé lo que había dicho acerca de mi madre, y no pude evitar preguntarme si realmente yo era como ella. Aún conservaba mi virginidad, y jamás había contemplado la posibilidad de acostarme con un hombre. Me sentía decente y respetable. Sin embargo, a pesar de que le odiaba, a él y a todo lo que él representaba, no podía negar que Robert Mallory me parecía físicamente atractivo. Sabía que nunca me entregaría a él por mi propia voluntad, pero si me tomaba por la fuerza, ¿me sentiría realmente ultrajada como creía? ¿Debía sentir vergüenza por desearle en la forma en que le deseaba? Seguramente las mujeres, por lo menos las mujeres decentes, no debían sentirse atraídas por libertinos como lord Mallory. Tal vez la sangre de mi madre corriera por mis venas…
Era ya de noche, y ahora los negros, grises y blancos se entremezclaban con los tonos de la plata sobre los tejados, derramándose por encima de las casas. Una fresca brisa hacía mover las cortinas, que ondeaban en la habitación como blancas velas, hinchándose y volviendo a hincharse. La suave brisa acariciaba mis brazos y mis hombros después de un día sofocante. La llama de la lámpara titiló y, al apagarse, la dorada luz desapareció; la habitación quedó sumida en la oscuridad. No me levanté para encender de nuevo la lámpara. Fatigada, preocupada, permanecí sentada en la cómoda silla mientras me invadía un dulce sopor. Cerré los ojos, y a los pocos minutos estaba completamente dormida.
Me despertó el sonido de pisadas. No tenía idea de cuánto tiempo había dormido, y no sabía qué hora era. Sobresaltada, me incorporé en la silla. Entonces me embargó una oleada de pánico.
Reconocí las pisadas. Su paso era largo y lento, y aquellas altas botas negras que siempre llevaba puestas hacían un ruido especial cuando pisaba. Me puse en pie de un salto. Mi corazón latía con fuerza. Lord Mallory estaba en el campo con su mujer y sus hijos.
No podía ser él, me decía a mí misma, pero a medida que las pisadas se iban acercando comprendí que no me equivocaba.
La luz de la luna se derramaba por la ventana inundando la habitación con un cálido brillo de plata. Todos los objetos del cuarto se distinguían con claridad.
Las pisadas se detuvieron detrás de mi puerta. ¿La había cerrado con llave? No, claro que no. Nunca lo hacía, porque alguno de los niños podía necesitar algo durante la noche. Ellos se habían ido, pero su padre estaba aquí y quería algo que yo no estaba dispuesta a darle. Paralizada por el miedo, miré hacia la puerta. Vi que el pomo se movía lentamente; la puerta se abrió y entró él.
—Hola, Marietta —dijo con lentitud.
—Usted… —murmuré.
—¿Me esperabas?
—Pensé que estaba en el campo. Se fue con su esposa y…
—Me fui, sí, y pasé con ella tres días infernales. Después, de repente, recordé una… cita muy importante, y, de mala gana, me despedí de ella. Mi esposa y los niños se quedarán unos días más pero yo tengo otros planes —miró a su alrededor—. Cálido y acogedor, ¿no? ¿Me creerías si te dijera que es la primera vez que entro en esta habitación? Nunca había tenido un motivo. Veo que los muebles son bonitos, y la cama es grande y cómoda.
—Lord Mallory…
Cerró la puerta tras de sí y echó el cerrojo.
—Está muy bien situada —continuó diciendo—. Ningún criado podrá oírnos. Podemos hacer todo el ruido que queramos. Lo vamos a pasar muy bien, Marietta.
Hablaba con suma naturalidad. Incluso parecía aburrido.
Llevaba las largas botas negras, pantalones negros y ajustados, y una amplia camisa blanca de seda con el primer botón desabrochado. Las mangas eran anchas y ajustadas en los puños.
Podía ver su rostro a la luz de la luna: el mismo esbozo de sonrisa en sus labios, los párpados que caían pesadamente sobre los ojos oscuros y brillantes. El abundante cabello castaño estaba despeinado y le caían algunos mechones sobre la frente. Parecía un atractivo y cruel pirata dispuesto a robar y a saquear. Mis rodillas temblaban y, por un momento, pensé que iba a arrojarme a sus pies.
—Estás temblando —observó—. Supongo que no tendrás miedo.
—Por favor, váyase.
—Tú no quieres que me vaya, Marietta.
—Yo nunca…
—¿No? —exclamó sorprendido mientras arqueaba una ceja.
—Soy… soy una mujer decente. Por favor, no haga eso, por favor. Nunca he tenido relaciones con un hombre. Yo…
—No pretenderás que me crea eso.
—¡Pero es cierto!
Lord Mallory rió.
—Un hombre se da cuenta de las cosas, y desde el primer momento comprendí lo que eras. Tu comportamiento tan formal y tu ropa tan seria no me engañaron ni un solo instante. Si no hubiera estado ocupado con Jenny, este encuentro se habría producido hace tiempo. Tranquila, Marietta.
Caminó lentamente hacia mí con los movimientos de un tigre; aquellos ojos oscuros brillaban. Mi pulso estaba agitado y el corazón me latía con fuerza, con tanta fuerza que pensé que iba a estallar en cualquier momento. Se detuvo muy cerca de mí, con las manos apoyadas en los muslos. Traté de hablar, pero tenía la garganta seca y no podía pronunciar una sola palabra. Lord Mallory me estudiaba con cuidado, saboreando lo que veía, sin que se escapara un solo detalle a sus negros ojos: el cabello que caía sobre mis hombros como una cascada, la escotada enagua que me ajustaba el talle y dejaba al descubierto los hombros y los pechos…
—Tu cabello… tu cuerpo. Es un crimen esconder un cuerpo así —murmuró con voz ronca—. He conocido muchas mujeres, pero ninguna tan hermosa como tú.
—¡No me toque!
—Te voy a tocar toda, y te va a encantar.
Entonces me invadió el pánico. Traté de huir hacia la puerta, pero me asió el brazo y de un tirón me atrajo hacia él. Luché. Rió con una risa ronca mientras me envolvía con sus brazos, estrechándome, mi espalda contra su pecho. Mientras un brazo apretaba con fuerza mi cintura, me levantó el cabello y apretó sus labios contra la parte posterior de mi cuello. Mi piel estaba ardiendo.
—Agatha y los niños se quedarán en el campo una semana más —murmuró—. Tenemos siete largos días, y voy a enseñarte muchas cosas, Marietta, cosas maravillosas. Creo que vas a ser una alumna sumamente agradecida.
Me hizo dar media vuelta entre sus brazos y luego me besó con esa deliberada placidez que parecía encender la sangre de mis venas. Con una de sus enormes manos me cogió un pecho, mientras sus fuertes dedos apretaban, acariciaban. Traté de ser indiferente a mis sensaciones. Tenía que detenerle. Sólo podía pensar en eso: tenía que detenerle.
Seguro ya de su victoria, me liberó de su abrazo. Sus labios permanecían entreabiertos, y los pesados párpados le cubrían casi los ojos. La tenue luz de la luna acentuaba todos los planos y los ángulos de su oscuro rostro, un rostro perverso pero hermoso. Cogió los tirantes de mi enagua y comenzó a bajarlos muy lentamente. Dejó al descubierto los hombros, y más… No tenía prisa, ninguna prisa. Quería saborear cada segundo. Parecía un loco. En este momento nada existía para él; sólo su excitada virilidad y el calor de la mujer que apagaría el fuego de sus deseos.
Mis pechos parecían tener vida propia mientras él los acariciaba, apretando, explorando, haciéndolos vibrar y sentir. Respiraba con dificultad, agitada. Una tierna debilidad pareció invadirme cuando él se inclinó para besarme los pezones. Ahora, grité en silencio, debo detenerle ahora… antes de que sea demasiado tarde. Lord Mallory se incorporó, y de su garganta brotó un débil y ronco sonido mientras ahogaba mis pechos con sus manos.
Me eché hacia atrás y, con todas mis fuerzas, le di una bofetada que resonó como una explosión. Lord Mallory, sorprendido, gritó. La palma de mi mano ardía de indignación. Corrí hacia la puerta, pero en vano traté de encontrar la llave. No sabía adonde ir ni qué hacer, pero comprendí que debía salir de esa habitación lo más rápidamente posible.
Me cogió por el brazo y de nuevo me atrajo violentamente hacia él. Grité, pero una de sus manos ahogó mi grito y rió entre dientes. No estaba enojado sino complacido al ver que estaba dispuesta a pelear. Si oponía resistencia, todo resultaría mucho más interesante.
—Conque quieres jugar, ¿eh? —me dijo—. Muy bien, nena; juguemos pues.
Me llevó por la fuerza hasta la cama y me tiró sobre el blando colchón. Traté de levantarme, pero me hizo caer de nuevo. Sus ojos brillaban, y en sus labios se dibujaba su clásica sonrisa. Traté de defenderme con un puntapié, pero sólo conseguí que lord Mallory moviera la cabeza para mirarme como si yo fuera un niño que acaba de cometer una travesura. Me abofeteó, y su golpe fue aún más fuerte de lo que había sido el mío. Los oídos me zumbaban; mil luces parecían estallar en mi cabeza. Caí hacia atrás, sollozando, y lord Mallory me miró fijamente. Arqueó una ceja.
—Vamos a jugar un juego, nena, que ni siquiera puedes imaginarte.
—¡No! —grité—, ¡no!
—Grita cuanto quieras. Nadie te va a oír.
Y un instante más tarde estaba sobre mí, aplastándome con todo el peso de su cuerpo. Luché, aun así luché, y él disfrutaba con mis gritos, acallando mis protestas con su boca, besándome con una pasión tan salvaje que erizaba cada fibra de mi ser. Estaba ya de rodillas, con las piernas a ambos lados de mis muslos, y seguía sonriendo. Tiró de mi falda, la levantó, y mis piernas quedaron desnudas. Sollozando desconsoladamente, traté de liberarme de él, pero todo resultó inútil. Se quitó torpemente los pantalones, me asió las muñecas con sus manos y me mantuvo así, prisionera bajo su cuerpo.
—¡No! —grité otra vez.
Rió. Me cubría totalmente. Un negro demonio inclinado sobre mi destrucción. Sacudí la cabeza hacia adelante y hacia atrás, rezando en silencio. Traté de liberar mis manos, pero las tenía cogidas con una fuerza brutal. Olas de pánico comenzaron a inundarme. Temblaba.
—Muy bien, niña —dijo con dulzura—. Vamos a por la primera lección.
Inclinó su cuerpo sobre el mío, y no pude contener un grito cuando me penetró. Con una mano me cubrió la boca. Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras él iba entrando cada vez más profundamente en mí con firme deliberación. Gritaba por dentro, y sin embargo seguía luchando, debatiéndome debajo de él, hasta que al fin todo pareció estallar y perdí consciencia del mundo; iba cayendo, cayendo, y me aferré a él cuando mis sentidos me abandonaron y perdí el control. La vida misma pareció detenerse y quedar suspendida en el espacio…