Pálida, agitada, la muchacha bajaba por la escalera apretando el viejo bolso y tratando de no sollozar. Las mejillas mojadas por el llanto, aquellos ojos azules llenos de triste resignación. Jenny tenía sólo dieciséis años. Hacía un año que estaba en Montagu Square. Una muchacha recién llegada del campo, fuerte, de mejillas rosadas, una más entre las miles de muchachas que llegaban a Londres en busca de trabajo. Ahora estaba delgada; los dorados rizos de su cabello, totalmente despeinados; la flor de la juventud, perdida. Despedida y sin referencias, no creía poder encontrar otro empleo.
Él estaba de pie en el vestíbulo de abajo. Vanidoso, altivo. Sus labios dibujaban la mueca de una sonrisa mientras observaba a la muchacha a la que había usado y de la que ya se había cansado.
Jenny caminaba lentamente y con desafío hacia la puerta, pues ninguno de los sirvientes de la casa utilizaba la entrada principal.
Lord Mallory arqueó una de sus oscuras cejas, como si el espectáculo le divirtiera, pero no hizo ningún movimiento para detenerla. La muchacha se detuvo, y por un momento pareció como si fuera a estallar otra vez en llanto, a implorarle, a rogarle que le permitiera seguir trabajando como sirvienta. Él frunció el ceño, se irguió, y ya no parecía divertirse.
Jenny le miró con esos ojos azules y tristes que habían perdido la inocencia hacía tiempo, pero no imploró. Sólo le miró, sin esperanza, destrozada. Luego abrió la puerta y salió. No tenía dinero, ni educación, ni esperanzas de sobrevivir, a menos que se uniera al triste desfile de miles de prostitutas que pululaban por Londres.
Me estremecí de lástima al verla partir. Pese a mi educación y a la sangre aristocrática que corría por mis venas, mi actual posición era tan insegura como había sido la de ella, y sabía que era fácil que yo también corriera su misma suerte.
Lord Mallory suspiró y se adelantó para cerrar la puerta que Jenny había dejado abierta. Se volvió, miró hacia arriba y me vio de pie en medio de la suntuosa escalera. Sus labios dibujaron de nuevo aquella sonrisa, y en el brillo de sus ojos oscuros era fácil adivinar su intención. Yo sabía muy bien por qué había echado a Jenny a la calle. Sabía que yo iba a ser su próxima víctima. La institutriz de sus hijos, es cierto, aunque no dejaba de ser una sirvienta, y los hombres como lord Mallory consideraban que cualquier mujer atractiva que trabajara para ellos les pertenecía.
Me miró, y luego hizo un gesto con la cabeza, como asintiendo.
Me volví y con paso acelerado subí la escalera, hacia la habitación de los niños.
No estaban. Habían ido a pasar tres semanas en casa de sus abuelos, en el campo. Mañana por la mañana, lord y lady Mallory se irían también, y estarían fuera durante una semana. Disponía, entonces, de una semana, siete días, antes de que hiciera su primer movimiento. Últimamente su sola presencia me hacía estremecer hasta el punto de no poder disimular mi miedo. Antes había estado ocupado con Jenny, y no prestaba demasiada atención a la nueva institutriz. Pero cuando comenzó a cansarse de la muchacha, cuya habitación visitaba casi todas las noches, empezó a mirarme con deseo cada vez que nos encontrábamos en el vestíbulo. También comenzó a visitar con frecuencia la habitación de los niños. A ellos los ignoraba; a mí me hacía demasiadas preguntas. Sus intenciones eran claras. Durante la última semana habíamos estado jugando discretamente al gato y al ratón, y puesto que Jenny se había ido, yo sabía que ahora la discreción sería reemplazada por un abierto ataque. Se proponía poseerme, y los hombres como Robert Mallory jamás vacilaban en tomar lo que querían, incluso por la fuerza si era necesario.
Al entrar en la habitación de los niños descubrí que estaba temblando en mi interior. El repentino despido de Jenny me había inquietado terriblemente. Era una prueba evidente de la crueldad de lord Mallory. Podía despedirme a mí de la misma manera, y mi situación sería exactamente tan grave como la de ella. Sabía que había tenido mucha suerte al conseguir este primer trabajo en un momento en que lo necesitaba tanto. Sólo me quedaba un puñado de monedas cuando lord Mallory me habló para confirmarme que el puesto era mío. Una y otra vez me habían rechazado: era demasiado joven, me decían, demasiado inexperta, demasiado atractiva. Si la institutriz de Robbie y de Doreen no se hubiese ido cuando se fue, si lord Mallory no hubiese necesitado desesperadamente a alguien que la reemplazara… trataba de no pensar en qué podría haber pasado cuando esas pocas monedas se hubiesen acabado y me hubiesen echado del humilde y mísero cuartucho de la pensión.
Turbada por estos pensamientos, avancé hacia el espejo y me observé detenidamente, mientras en el intenso azul de mis ojos se reflejaba el miedo interior. Deseé tener más años, ser pálida, fea y sin atractivos. Nunca había sido vanidosa, pero sabía que era una mujer muy hermosa. En el pueblo, los hombres me buscaban ya cuando cumplí los trece. La hija de la cantinera les parecía la presa más fácil, pero yo había ignorado sus groseras invitaciones y esquivado sus torpes caricias. Más tarde, en aquel caro y refinado colegio para señoritas, mi abundante cabello cobrizo, mis pómulos salientes y esculturales, mi esbelto y sinuoso cuerpo, habían hecho que las otras muchachas me vieran con malos ojos.
Tenía los nobles y fríos rasgos de mi padre; la seducción y el intenso color de mi madre. El resultado era algo admirable y extraordinario. A pesar de que siempre llevaba el cabello recogido en trenzas, no podía ocultar su intenso brillo, ni castaño ni pelirrojo, sino ambos tonos combinados, resplandeciendo con una cobriza luminosidad. Al igual que mi peinado, mi vestido marrón era serio y austero, de mangas largas y cuello alto, y, sin embargo, sólo contribuía a que resaltaran aún más los sólidos pechos y la fina cintura. Por mucho que intentara olvidarme de mi cuerpo, continuaba siendo el tipo de mujer a la que los hombres están siempre buscando.
—¿Admirándote? —preguntó.
Me volví rápidamente. Era lord Mallory, apoyado contra el marco de la puerta. Me miraba con esos ojos oscuros y burlones mientras sus carnosos y sensuales labios jugaban con una sonrisa.
Las mujeres le habían mimado siempre demasiado, y ahora, a los treinta y cuatro años, exhibía su magnetismo con la mayor naturalidad, y daba por sentado que, con sólo chasquear los dedos, cualquier mujer iba a entregársele. La mayor parte lo hacían, y él aceptaba su adulación con una especie de fastidio, como si fuera algo que toda mujer le debiera.
—Pareces nerviosa, Marietta —observó.
Jamás me había llamado por mi nombre de pila. Antes siempre había sido «miss Danver». Le miré, traté de mantenerme serena y luché por esconder mi miedo. Lord Mallory era totalmente consciente de mi aprensión y disfrutaba con ello. Se sentía tan seguro de sí mismo, tan tranquilo… Cualquier mujer a la que hubiera mirado como me estaba mirando ahora a mí habría sentido un escalofrío.
Comprendí que lord Mallory tenía que tener una mujer en todo momento, alguien nuevo, alguien que le hiciera sentirse superior al sexo débil. Lady Mallory no contaba. La trataba con la misma indiferencia con que trataba a sus hijos, y la complacía de vez en cuando sólo para asegurarse de que aún continuaba siendo su esclava. Había pocos secretos entre los esclavos, y yo sabía que nunca la había amado. Ni siquiera lady Mallory se hacía ilusiones al respecto. Se había casado con ella por su dinero, y a ella le había fascinado la idea de que la inmensa riqueza de su padre, un acaudalado comerciante, le hubiese permitido unirse a un ser tan brillante y, además, miembro de la nobleza.
—Parece que he sido negligente —dijo.
—¿Negligente?
—He estado descuidando mis… obligaciones —respondió.
—¿Ah, sí?
—Hace ya… ¿cuánto? ¿No hace ya seis semanas que estás? En todo ese tiempo no hemos mantenido una verdadera conversación. Hemos hablado de los niños, por supuesto, pero no ha sido nunca un verdadero diálogo. No te pregunté si… mm… si te sientes cómoda. —Hizo una pausa, y sus lánguidos párpados bajaron suavemente por aquellos ojos oscuros y brillantes—. ¿Estás contenta de estar aquí, Marietta?
—Estoy… estoy muy contenta con el trabajo.
—He estado haciendo algunas averiguaciones acerca de ti —continuó diciendo, arrastrando cada palabra con lentitud—. He descubierto cosas muy interesantes sobre tu pasado. No tenías referencias cuando te presentaste para lo del trabajo, pero me pareciste… adecuada. Me hablaste de tu educación, y me mostraste el diploma que te concedieron en aquel colegio tan distinguido —lord Mallory dudó un momento antes de continuar—; pero hay algunas cosas que olvidaste mencionar.
—No pensé que fuera necesario —respondí.
Me sorprendía mi propia calma, pero no estaba dispuesta a mostrarme asustada por algo que no era culpa mía. No me avergonzaba de mis padres. Estaba claro que sabía algo de ellos, pero yo no pensaba disculparme.
—Tu padre era el duque de Stanton —agregó.
—Así es.
—Una antigua y distinguida familia, una de las más distinguidas; una autoridad en Cornwall durante varias generaciones. Tu madre, sin embargo… parece que no descendía de tan alta alcurnia.
—Mi madre era cantinera en el«Red Lion», en el pueblo donde nací. Nací de un matrimonio, sí, pero mi madre fue…
—Demasiado generosa con sus favores, por lo que parece. Te crió y a veces tú misma llegaste a trabajar en la taberna, según tengo entendido. Jamás supiste quién era tu padre, hasta que tu madre murió de neumonía cuando tenías catorce años. Por aquel entonces, tu padre era viudo y su esposa no le había dado hijos. Era un hombre solo, y le divirtió la idea de tomar a su cargo…
—Mi padre me quería —le interrumpí.
—No lo dudo. Te enseñó a hablar, a vestirte, y a comportarte como una joven aristócrata. La hija de la cantinera desapareció para convertirse en una elegante dama de la alta sociedad. Te envió al colegio para que te dieran los últimos toques de refinamiento, con la esperanza de poder casarte con algún respetable comerciante de clase media… —Otra vez hizo una pausa. Jugaba conmigo, esperaba que me pusiera a llorar.
—Pero no fue así —expliqué con serenidad—. Mi padre murió unas semanas después de que yo terminara en el colegio para regresar a Stanton Hall. Su sobrino, George Stanton, lo heredó todo y se convirtió en el octavo duque de Stanton. Se dio cuenta de que mi presencia le molestaba, y me echó a la calle. Tenía muy poco dinero, lo suficiente para venir a Londres y alquilar el cuarto de una pensión mientras buscaba trabajo.
—Y yo te contraté —agregó.
—¿Y ahora?
Esperé. Lord Mallory arqueó una ceja, y fingió estar sorprendido.
—¿Ahora? —repitió.
—Supongo que pensará despedirme.
—¿Despedirte? —Arqueó aún más la ceja—. Mi querida Marietta, yo quiero ayudarte.
—¿De la misma manera que ayudó a Jenny? —No pude evitar la pregunta.
—Jenny. Ah, eso fue otra cosa. Era una ignorante, una simple criada que no sabía ni hablar, ni leer, ni escribir. Me dio lástima y… bueno… traté de hacer su vida un poco más agradable. Pero se mostró de lo más desagradecida. Se volvió dominante y agresiva, pensó que mi interés por ella le confería ciertos derechos.
—Y por eso la echó.
—No debes preocuparte por Jenny. Encontrará algún hombre que la proteja; probablemente varios. Las de su clase siempre acaban en la calle. Es inevitable.
Estaba sorprendida de mi propia valentía, pero no podía contenerme. Su arrogante superioridad era insoportable. Porque tenía dinero, porque era un aristócrata, pensaba que podía ser el dios de los desamparados, y al ser un hombre atractivo pensaba que automáticamente podría esclavizar a cualquier mujer que se le antojase. Mis mejillas ardían. Lord Mallory esbozaba una sonrisa.
—Eres valiente —dijo—, y eso me gusta. A todo hombre le complace un desafío de vez en cuando.
—Usted cree…
—Yo creo que eres un auténtico desafío, Marietta. Hace tiempo que te deseo.
—Yo… yo no soy como Jenny. No soy una de sus…
—Claro que no —se apresuró a decir—. Tú eres muy especial.
Me di cuenta desde el principio. Estuve… un poco ocupado con otras cosas, pero ahora pienso dedicarte más atención.
—Me temo que va a perder el tiempo, lord Mallory.
—No lo creo. Mira, Marietta, yo sé que no eres la pura y tímida virgencita que finges ser.
Sonrió. Cruzó con paso lento la habitación y se detuvo precisamente frente a mí. Estaba tan cerca que podía oler su perfume, ese penetrante aroma masculino de carne y sudor.
Llevaba las mismas ropas que para ir a la ciudad, y la elegancia de su traje parecía acentuar ese halo magnético que le envolvía.
—Vamos a ser muy buenos amigos —me aseguró.
—Se equivoca, lord Mallory.
Otra vez brilló su sonrisa. Sus ojos se llenaron de una sarcástica oscuridad. Su rostro estaba sólo a unos centímetros del mío, y pude ver la pequeña cicatriz en la comisura de sus labios carnosos y sensuales, las oscuras marcas bajo los ojos. El corazón me latía con fuerza, y mi interior temblaba. Le detestaba, y también le temía, pero su proximidad me producía una sensación física imposible de ocultar.
—Déjeme sola —murmuré—. Por favor…
—En realidad no es eso lo que quieres. A pesar de tu educación, tus finos modales y tu cultura, llevas la sangre de tu madre en las venas. La persona que envié para hacer averiguaciones realizó un buen trabajo. Se enteró de todo lo concerniente a ella. Era muy generosa en cuanto al sexo: nunca pudo resistirse a un joven y fornido campesino, a un atractivo marinero. Incluso podría decirse que eso le causó la muerte. Si ella y su apuesto pastor no hubieran ido juntos al bosque, si no los hubiera sorprendido la tormenta…
—¡Cómo se atreve! No tiene derecho a hablar de ella en esa…
—Llevas su sangre en las venas. Te rebelas contra ello. Estás luchando ahora, pero está ahí, en tus venas.
Un mechón de sus oscuros cabellos cayó sobre su frente. Con una mano lo echó hacia atrás.
—Eres hermosa, Marietta; demasiado hermosa para estar encerrada en la habitación de los niños. Tengo planes para ti, unos planes magníficos. Voy a hacerte feliz. No te imaginas qué felicidad…
Suavemente, con deliberada placidez, me cogió entre sus brazos; cuando traté de escabullirme, rió entre dientes y me abrazó con más fuerza. Sus ojos brillaban al mirarme, y sus labios se separaron mientras inclinaba la cabeza y me acercaba aún más hacia él. Abrí la boca para protestar, pero antes de que pudiera decir nada su boca aprisionó la mía. Fue un beso prolongado, que demostraba una gran habilidad en el arte de besar; sus labios apretaban, exploraban, saboreando los míos. Por un momento permanecí rígida en sus brazos, pero mientras me besaba sentí que la debilidad se iba apoderando de mí, y me derretí abrazada a él, contra mi voluntad. Cuando por fin me liberó, en la oscuridad de sus ojos brillaba el triunfo.
—Te ha gustado, preciosa. No trates de fingir que no.
—Yo…
—Tú necesitas un hombre. Una mujer como tú… una mujer como tú siempre necesita un hombre. Estás hecha para eso. Tu forma de hablar tan formal, esos vestidos tan serios que llevas, no pueden esconder lo que eres. Estás madura, lista para la recolección… y te mueres de ganas.
—¡No es cierto! Yo…
—Puedes pensar que no, querida, pero dentro de muy poco me estarás muy agradecida…
Lady Mallory carraspeó, al tiempo que lord Mallory se volvía.
Su esposa estaba de pie junto a la puerta. Yo no la había visto llegar, y no tenía idea de cuánto tiempo llevaba allí. ¿Lo había oído todo? ¿Qué había visto? Ni su delgado y anguloso rostro ni sus ojos tenían expresión alguna. Llevaba un vestido blanco de seda con un hermosísimo collar de esmeraldas alrededor del cuello. Las piedras parecían brillar con centelleantes fuegos verdes y azules, y su espectacular belleza sólo hacía que su cuello pareciera más enjuto y su cutis más pálido. El cabello, rubio y opaco, estaba recogido en lo alto de la cabeza, en un primoroso peinado. Lady Mallory seguía siempre las tendencias de la última moda, pero la verdad es que la moda no le sentaba bien.
—Estabas aquí, Roben —dijo con voz fría y metálica—. Te he estado buscando por todas partes.
Su esposo no se enojó en lo más mínimo.
—Estaba hablando con la señorita Danver —replicó tranquilamente—. Acerca de los niños —agregó.
—Por supuesto —dijo ella.
Sus ojos azules me miraron con rencor. Desde el primer momento lady Mallory me había manifestado su desagrado.
Incluso había discutido con su esposo por haber empleado a una chica tan joven e inexperta. Ahora, mientras me miraba, sentí que haría todo cuanto estuviera a su alcance por deshacerse de mí lo más pronto posible.
—Será mejor que nos demos prisa, querido —dijo.
—Ah… sí. No quisiera llegar tarde.
Se volvió un momento hacia mí, aún con su burlona mirada en los ojos. El claro resentimiento de su esposa le fascinaba y le hacía sentirse aún más seguro de su hazaña. Había un acento de jactancia en su voz cuando me habló, en un tono tan bajo que apenas pude oír.
—Lo siento, querida, pero tengo que irme al campo. Compromisos de familia, ya sabes. Pero cuando vuelva…
Dejó la frase en el aire, pero sus ojos se llenaron de seductoras promesas. Me tocó ligeramente el brazo, y luego cruzó la habitación para reunirse con su esposa. Ella golpeaba nerviosamente el pie contra el suelo. Sus ojos brillaban con odio, y mientras iban hacia el vestíbulo su voz sonaba estridente y enojada. No pude evitar oír lo que decía.
—¡Así que otra vez estamos con lo mismo! Y ahora con la institutriz. ¿No te bastó con esa pobre criadita? ¿Tienes que humillarme bajo mi propio techo? No tienes bastante con las actrices y las cortesanas, que ahora…
—Te dije que me sacaría de encima a Jenny —la interrumpió, ya cansado—, y te prometí que iba a pasar una semana contigo en el campo. ¿No es eso suficiente? El hecho de que cambie unas pocas palabras con la institutriz te hace suponer ya que…
—¡No voy a permitirlo, Robert! Simplemente no voy a tolerar que…
—Renuncio a importantes compromisos de negocios para poder pasar unos días lejos de Londres, contigo y con los niños, y tú sigues pensando que…
Siguieron bajando la escalera y ya no pude enterarme de lo que decían. En seguida oí que el mayordomo abría la puerta de la calle, y afuera los cascos de los caballos golpeaban contra el empedrado mientras el cochero traía el carruaje desde las caballerizas, situadas en la parte posterior de la casa. Se oyó el ruido de las riendas; el opaco sonido del girar de las ruedas mientras el coche se alejaba. Permanecí de pie en la habitación durante un largo rato, aturdida, como vacía.
Sabía lo afortunada que era por tener este empleo. Suponía un sueldo respetable, una habitación cómoda y buena comida. Si lo perdiera, si él me despidiera… «¿Qué voy a hacer?», me preguntaba. «¿Qué voy a hacer?»