«¡Qué salvajismo el de estos montañeses!» —se dijo el señor Sesemann, creyendo que era simplemente la aparición de un extranjero lo que había producido tanto terror al muchacho de los Alpes.

Después de seguir un buen rato el descenso accidentado del muchacho, el señor Sesemann reanudó la marcha.

A pesar de los esfuerzos, Pedro no lograba hallar un punto de apoyo para recobrar su equilibrio y continuó rodando y dando tumbos. Pero no era esto lo más terrible de su situación. Algo mucho peor le llenaba de pánico. ¿No acababa de ver con mis propios ojos al policía de Francfort? Porque Pedro no tenía la menor duda de que el viajero que iba en busca de los Honores de Francfort era el terrible personaje que tan amedrentado lo tenía. Cuando ya llegaba al fin de la pendiente, Pedro halló un matorral al cual pudo asirse y permaneció un instante tendido en el suelo para recobrar el aliento.

—¡Caramba! ¿Otro? —exclamó una voz cerca de él—. ¿A quién le tocará mañana caer desde lo alto del monte, rodando como un saco de patatas que ha recibido un empujón?

El que hablaba era el panadero de Dörfli. Había experimentado la necesidad de interrumpir sus ocupaciones para tomar un poco de aire, y fue testigo de la caída de Pedro, la cual, realmente, no dejaba de tener analogía con la del sillón.

En un abrir y cerrar de ojos, Pedro se levantó. Nuevo motivo de terror. He aquí que el panadero sabía que el sillón sabía recibido un envite. Sin volver la cabeza, Pedro sintió la necesidad de volver a subir la cumbre de la montaña. Su mayor deseo, en aquel instante, era hallarse de nuevo en la cabaña para deslizarse inadvertidamente en su lecho, donde nadie podría dar con él. En ninguna parte se creía tan seguro como en la cama. Pero las cabras estaban paciendo todavía, el Viejo le había rogado que volviera cuanto antes, a fin de que el rebaño no estuviera solo durante mucho tiempo, y Pedro sentía más respeto hacia el Viejo que hacia nadie. Era tanto el miedo que le tenía, que jamás habría osado desobedecerle en lo más mínimo. Continuó, pues, su camino, pero sin correr. El accidente de que acababa de ser víctima no podía menos de tener sus consecuencias y el pastor cojeaba y gemía al reanudar la marcha.

Poco después de su encuentro con Pedro, el señor Sesemann llegó a la primera cabaña. Seguro entonces de ir bien por aquel camino, halló nuevas energías para reanudar la marcha y, después de una larga y penosa ascensión, llegar al tan deseado fin. Ante él hallábase la cabaña tras la cual los viejos abetos balanceaban sus sombrías copas. El señor Sesemann recorrió con verdaderos ánimos el trozo final del sendero, gozando de antemano con la sorpresa que recibiría su hija. Pero ya había sido visto y reconocido desde lejos y era él quien iba a recibir una sorpresa que estaba muy lejos de esperar.

Cuando ganó la cima del monte, vio que dos personas iban a su encuentro: una de ellas era una robusta joven de cabellos rubios y tez sonrosada que se apoyaba en los brazos de Heidi, cuyos ojos lanzaban destellos de alegría. El señor Sesemann, desconcertado, se detuvo y contempló fijamente el grupo que se aproximaba. Después, súbitamente, las lágrimas brotaron de sus ojos. ¿Qué recuerdos llenaban su corazón? Así había él conocido en otro tiempo a la madre de Clara, la rubia joven de frescas y sonrosadas mejillas. El señor Sesemann no sabía si soñaba o estaba despierto.

—Papá, ¿no me conoces? —exclamó Clara resplandeciente de alegría—. ¿Tan cambiada estoy?

El señor Sesemann se abalanzó hacia su hija y la estrechó entre sus brazos.

—Sí, estás muy cambiada. Pero ¿es cierto lo que veo? ¿Puede ser real?

Y el venturoso padre dio un paso atrás para cerciorarse de que su hija no era una visión que iba a desaparecer de su vista.

—¿Eres tú, Clarita, eres realmente tú? —repetía sin dejar de contemplarla.

Después rodeó a su hija con sus brazos y volvió a mirarla como si no pudiera creer que la niña que estaba ante él fuera verdaderamente su hija Clara.

La abuela llegó en seguida, deseosa de presenciar la alearía de su hijo.

—Bien, hijo mío, ¿qué te ha parecido? —exclamó acercándose—. Tú me reservabas una sorpresa, pero la que acabas de recibir es aún mucho más grande, ¿verdad?

Y la feliz madre estrechó las manos de su hijo.

—Ahora, hijo mío —añadió—, ven a saludar al abuelo, que es el bienhechor de todos.

—Cierto. Y también es preciso que salude a mi amiguita Heidi —dijo, tendiendo la mano a la niña—. ¿Qué, siguen siendo los Alpes el secreto de la salud? Pero no hace falta preguntarlo: estás tan fresca como una flor silvestre. Me alegro de veras, hija mía, muy de veras.

Heidi, llena de gozo, contemplaba con ojos brillantes al amable señor Sesemann. ¡Había sido tan bueno con ella! La idea de que los Alpes le reservaban una tan inmensa alegría conmovía su corazón infantil.

La abuela condujo entonces a su hijo al lado del Viejo de los Alpes, le estrechó la mano y el señor Sesemann expresó al buen hombre su profunda gratitud por la sorpresa que había recibido al ser testigo del estupendo milagro. La abuela, que conocía todos los detalles del acontecimiento, les dejó hablar a su gusto y se fue a hacer una nueva visita a los añosos abetos. Una nueva sorpresa la aguardaba al pie de los árboles: allí donde las ramas dejaban un espacio libre, resplandecía un montón de magníficas gencianas de un azul purísimo, tan frescas y hermosas como si hubieran nacido allí. Enlazó las manos con gesto de admiración.

—¡Qué delicioso! ¡Qué hermosas flores! ¡Heidi, hija mía, ven aquí! ¿Eres tú la que me has preparado esta agradable sorpresa? ¡Es verdaderamente asombroso!

Las dos niñas acudieron.

—No, no he sido yo —dijo Heidi—, pero sé quién lo ha hecho.

—Con estas flores, este rincón se parece a uno de los prados de allá arriba, aunque aquello es más bello aún —dijo Clara—. ¿Sabes quién ha subido allá arriba esta madrugada para traer esas flores?

Y Clara sonreía tan alegremente, que la abuela se preguntó si no habría sido su misma nieta quien subiera por las flores. Pero esto era imposible.

En aquel momento llegó un rumor de entre los abetos. Era Pedro, que volvía de su desdichado viaje. Habiendo reconocido desde lejos a la persona con la que el Viejo de los Alpes hablaba delante de la cabaña, dio un gran rodeo y se deslizó entre los abetos con la esperanza de pasar inadvertido. Pero la abuela lo vio y su presencia le sugirió una nueva idea. ¿No sería Pedro el que había traído las flores y ahora procuraba ocultarse llevado de su timidez y su modestia? En tal caso merecía una pequeña recompensa y no podía dejarlo escapar.

—¡Ven aquí, muchacho! Acércate. No temas —le gritó la señora Sesemann introduciendo la cabeza entre los abetos.

Pedro se detuvo, petrificado por el terror. Después de lo sucedido, no tenía fuerzas para resistirse. Ésta era su sola idea: «¡Ya se ha descubierto todo!».

Pálido y con los cabellos de punta, salió lentamente de detrás de los pinos.

—¡Vamos, ven! —le dijo la abuela para animarlo—. Y ahora, hijo mío, dime: ¿eres tú quien ha hecho esto?

Pedro levantó los ojos y no pudo ver lo que la señora Sesemann le señalaba con el dedo. Acababa de ver al Viejo frente a la cabaña; sus ojos grises estaban fijos en él con un vigor penetrante.

Y al lado del Viejo estaba el principal objeto de su terror, el agente de policía de Francfort. Temblando de pies a cabeza, moduló un «sí» ahogado.

—Pero ¿a qué viene ese miedo? —dijo la abuela.

—Es que… es que… cada pieza anda por su lado y no se pueden juntar —articuló el pastorcillo penosamente, mientras mis piernas temblaban tan intensamente que apenas podía sostenerse.

La abuela avanzó hacia la esquina de la cabaña.

—Mi querido abuelito, ¿es que este muchacho está mal de la cabeza? —preguntó llena de compasión.

—Nada de eso —repuso el Viejo—. Lo que pasa es que nadie más que él ha sido la ráfaga de aire que ha hecho trizas el sillón de ruedas, y teme recibir el castigo que merece.

La señora Sesemann se resistía a creerlo. No juzgaba que Pedro tuviera cara de malo, y no comprendía qué razón podría haber tenido para destruir el sillón que tan indispensable era a Clara. Pero las palabras inarticuladas del muchacho habían sido para el Viejo una confirmación de cierta sospecha que tuviera a raíz del accidente. Las miradas iracundas que había dirigido a Clara y otras pruebas de su animosidad hacia los recién llegados no habían pasado inadvertidas al Viejo. Haciendo deducciones, había llegado a la conclusión que acababa de expresar a la abuela y que después ilustró con toda serie de detalles.

La señora Sesemann tomó entonces la palabra con vivacidad.

—No, no, querido abuelo; no debemos castigar al muchacho. Es preciso obrar con justicia. Unos forasteros se presentan un día en los Alpes y le privan durante semanas enteras de Heidi, su dulce bien. Se queda solo durante días y días. No, no, seamos justos. La cólera se ha apoderado de él y lo ha conducido a una venganza disparatada, pero ¿acaso la cólera no nos priva a todos de la razón?

Dicho esto, la abuela volvió al lado de Pedro, que continuaba inmóvil y petrificado por el terror.

—¡Vamos, muchacho! Ven aquí, tengo que decirte una cosa. Cesa de temblar, no tengas miedo, óyeme. Es necesario. ¿Fuiste tú el que precipitaste el sillón desde lo alto de la montaña? Esto es una mala acción, bien lo sabes, así como tampoco ignoras que mereces ser castigado. Has tenido que hacer lo imposible, a fin de que nadie se enterara de tu acción. Pero suponer que una mala acción puede permanecer oculta es un error. Dios lo ve y lo sabe todo. Cuando se da cuenta de que alguien quiere ocultar su mala acción, hace que en su corazón despierte el centinela que Él ha colocado allí. Y que permanece dormido hasta que se hace el mal. El pequeño centinela tiene en la mano una aguja y pincha sin cesar en el corazón del que no ha obrado bien, no dándole un instante de reposo. Su voz lo tortura también diciéndole constantemente: «Van a descubrirte y te castigarán». Y el malo, debatiéndose entre el temor y la angustia, no puede vivir en paz. ¿No es esto lo que te ha sucedido a ti, Pedro?

Pedro, conmovido por tales palabras, movió la cabeza afirmativamente.

—Y también han sufrido otro error tus cálculos —continuó la abuela—. Has visto como el mal que querías hacer a cierta persona se ha convertido en bien. Precisamente porque Clara no tenía el sillón y quería ver las flores, hizo esfuerzos para andar y casi lo consiguió, y ahora mejora de día en día. Y si sigue viviendo aquí, terminará por subir a los prados con bastante más frecuencia que lo podría haber hecho en su sillón. ¿Ves como te has equivocado, Pedro? He aquí cómo Dios Nuestro Señor puede valerse de las malas acciones de una persona para hacer bien a otra. Y así, para el malo, todo son penas, ¿has comprendido, Pedro? Bien, pues tenlo desde ahora bien presente. Cada vez que sientas la tentación de hacer algo, piensa en el pequeño centinela que llevas dentro del corazón con mu aguja afilada y su voz terrible. ¿Te acordarás siempre?

—Sí —repuso Pedro, siempre abatido, pues no sabía cómo terminaría todo aquello; el agente de policía estaba aún hablando con el Viejo.

—En fin; hemos terminado —concluyó la abuela—. Pero quiero que tengas un grato recuerdo de la gente de Francfort. Dime, muchacho, ¿no has deseado nunca nada? ¿Qué es lo que más deseas? A ver.

Pedro levantó la cabeza y fijó en la abuelita la mirada estupefacta de sus ojos desmesuradamente abiertos. Hasta entonces había esperado que le sobreviniera algo terrible, pero he aquí que, en vez de esto, iba a recibir la cosa que le inspiraba un más vivo deseo. Sus pensamientos se embrollaban en su mente.

—Sí, sí, hablo en serio —repitió la señora Sesemann—, tendrás lo que quieras, lo que prefieras, en recuerdo de las gentes de Francfort, y en prueba de que éstas quieren olvidar lo que has hecho. ¿Comprendes ahora, hijo mío?

Efectivamente, este pensamiento fue poco a poco aclarándose en la mente de Pedro. Comenzó a darse cuenta de que no debía temer castigo ninguno y de que aquella buena señora que estaba sentada ante él lo había librado de las manos del agente de policía. Experimentó un alivio tan grande como si le hubieran quitado de encima el peso de una montaña. Y como acababa de tener conocimiento de que es preferible confesar en seguida cualquier cosa mala que se haga, dijo de pronto:

—También he perdido el papel.

La abuela reflexionó un instante. Después dijo, bondadosamente:

—Muy bien, muy bien. Has hecho perfectamente en decirlo. Es preciso confesar en el acto cualquier falta que se cometa. En fin, ¿qué deseas?

Pedro podía pedir cualquier cosa con la seguridad de que la obtendría… Por sus ojos pasaron todas aquellas lindas cosas de la feria de Mayenfeld que estuvo contemplando durante tres horas y que le habían parecido muy lejos de su alcance, pues la fortuna de Pedro jamás pasó de una moneda de cinco céntimos y los objetos tan ávidamente contemplados costaban, por lo regular, el doble. Había allí lindos látigos rojos que le serían muy útiles para las cabras. También vio unos cuchillos de hoja curva, con la ayuda de los cuales se podían hacer muchas cosas con las varas de avellano.

Pedro se sumió en una profunda meditación pensando qué sería preferible. Si el látigo o el cuchillo; pero no sabía por qué decidirse. Al fin tuvo una idea luminosa que le permitiría reflexionar hasta la próxima feria:

—Diez céntimos —repuso con decisión.

La abuela sonrió.

—No es deseo exagerado. Bien, ven aquí.

Sacó su bolsillo y de él una moneda de plata a la que aún añadió dos piezas de diez céntimos.

—Ahora hagamos un cálculo —continuó—. Oye lo que voy a explicarte. Este dinero vale por tantas veces diez céntimos como semanas tiene el año. Así, pues, cada domingo podrás gastar diez céntimos.

—¿Durante toda la vida? —preguntó Pedro ingenuamente.

Esta vez la señora Sesemann tuvo tal arrebato de hilaridad, que su hijo y el Viejo dejaron de hablar para ver lo que sucedía.

—Veo que me has entendido. Te dedicaré una cláusula en mi testamento. Ya recibirás la noticia: a Pedro, el cabrero, diez céntimos semanales mientras viva.

El señor Sesemann, sonriendo, dio su conformidad. En cuanto a Pedro, dirigió una mirada a la abuela para asegurarse de que era verdad lo que se le ofrecía, y después exclamó: «Gracias» y echó a correr esta vez sin perder el equilibrio. No era el terror el que ahora lo empujaba, sino una felicidad que no había sentido en toda la vida. Habían concluido sus sufrimientos. Tenía asegurados diez céntimos por semana durante toda su vida.

Más tarde, cuando todos estaban reunidos después de comer, ante la cabaña, y se hablaba de las cosas más diversas, (Clara se apoderó de una mano de su padre, que mostraba una animación cada vez más gozosa, y le dijo:

—¡Oh, papá! ¡Si supieras lo que el Viejo ha hecho por mí! No es para dicho. Nunca, nunca lo olvidaré. Estoy pensando cómo podríamos pagar al abuelo siquiera la mitad de lo que ha hecho por mí.

—Lo mismo pensaba yo, hija mía —repuso el padre—. Ya he pensado lo que podríamos hacer para expresarle nuestra gratitud.

El señor Sesemann se levantó y avanzó hacia el Viejo, que estaba sentado al lado de la abuela y hablaba con ella. El señor Sesemann le estrechó la mano y le dijo afectuosamente:

—Querido amigo, escúcheme. Tengo que hablar con usted dos palabras. Usted me comprenderá cuando le diga que desde hace muchos años no había recibido una verdadera alegría. ¿Qué podrían significar para mí bienes y dinero viendo a mi hija, cuya salud y felicidad no podían lograr todas las riquezas del mundo? Con ayuda de Dios, usted es quien ha devuelto a mi hija la alegría y la salud. Dígame, pues: ¿cómo puedo testimoniar mi gratitud? Pagarle lo que ha hecho por nosotros es imposible. Pero todo cuanto tengo está a su disposición. Hable, amigo mío. ¿Qué puedo hacer?

El Viejo había escuchado, sin pronunciar palabra, al feliz padre, con una sonrisa de satisfacción.

—Puede estar seguro, señor Sesemann, de que yo participo de la alegría que la cura de su hija le ha proporcionado, y ello me compensa sobradamente de las molestias que me he tomado —dijo el Viejo con su firmeza habitual—. Mucho agradezco al señor Sesemann sus ofrecimientos, pero no quiero nada. Mientras viva tendré lo suficiente para la niña y para mí. Sólo tengo un deseo, conseguido el cual, mi felicidad, sería completa.

—Hable, hable, querido amigo —dijo el señor Sesemann con tono apremiante.

—Soy viejo —continuó el abuelo—, y ya no viviré mucho tiempo. Pero cuando muera, no podré dejar nada a Heidi. La muchacha no tiene a nadie en el mundo. Si el señor Sesemann me promete que ella no necesitará ir a buscar el pan a casa de personas extrañas, me pagaría sobradamente lo que yo haya podido hacer por su hija.

—Eso no hacía falta que usted lo dijera, querido amigo —exclamó el señor Sesemann—. La niña es como nuestra. Pregunte a mi madre y a mi hija. Mientras ellas vivan, no faltará nada a Heidi. Sin embargo, si esto puede tranquilizarle, amigo mío, he aquí mi mano. Le doy palabra de que haré lo que desea. Yo lo tendré previsto para que así se haga, aunque me muera. Pero oiga otra cosa. Es indudable que esta niña no puede vivir lejos de su casa. Hemos podido comprobarlo. Pero tiene contraídas algunas amistades. Yo conozco a una persona en Francfort que en este momento está poniendo en orden sus cosas para poderse marchar a descansar durante el resto de su vida. Hablo de mi amigo el doctor, que vendrá aquí este año para pediros consejo respecto a su instalación en esta comarca, y que en compañía de ustedes se siente mejor que en la de cualquier otra. Por lo tanto, la niña tendrá cerca de ella dos personas que la cuiden. Y las dos pueden vivir aún mucho tiempo.

—Dios lo quiera —dijo la abuela.

Y para expresar su asentimiento a las palabras de su hijo, estrechó larga y cordialmente la mano del Viejo. Después echó los brazos al cuello de Heidi y le dijo:

—Y tú, querida Heidi, has de decir también qué es lo que deseas. Veamos, ¿no desearías ver cumplida alguna cosa?

—¡Oh, sí, una! —repuso la niña con ojos brillantes de gozo.

—Dime cuál es.

—Me gustaría tener mi cama de Francfort con sus tres grandes almohadas y la gruesa colcha. Entonces la abuelita de la cabaña tendría alta la cabeza y podría respirar bien. También la colcha le daría suficiente calor y le evitaría tener que acostarse con el chal puesto en las noches frías.

Heidi, en su entusiasmo, había dicho esto sin respirar.

—¡Oh, hija de mi alma! —exclamó la abuela, emocionada—. Haces bien en recordarme a la pobre anciana. La alegría le hace a una olvidarse de las cosas que siempre deberían tenerse presentes. Sin embargo, cuando Dios nos proporciona alguno de estos grandes placeres deberíamos pensar, ante todo, en los que pasan tantas privaciones. Vamos a telegrafiar en seguida a Francfort. Hoy mismo la señorita Rottenmeier mandará embalar el lecho y en dos días puede estar aquí. Así, la abuelita dormirá bien, si Dios quiere.

Heidi, henchida de gozo, comenzó a dar saltos en torno de la abuela de Clara. Mas de pronto se detuvo para decir:

—Es necesario que vaya en seguida a ver a la abuelita. Se enojará si estoy tanto tiempo sin visitarla.

Heidi no podía retrasar el momento de llevar la feliz noticia y recordó los temores que la anciana mostró durante la última visita que le hizo.

—No, no, Heidi. ¿En qué estás pensando? —dijo el Viejo—. Cuando hay visita, uno no puede dejarla así como así.

Pero la señora se puso de parte de Heidi.

—Querido amigo —dijo—. Esta niña no comete, obrando así, un error tan grande. Hace ya muchos días que la anciana se ve privada de ella por nuestra causa. Vamos todos juntos. Yo esperaré allí mi caballo para ir en seguida a telegrafiar a Francfort diciendo que manden la cama. ¿Qué te parece, hija mía?

Hasta entonces el señor Sesemann no había tenido ocasión de exponer sus proyectos. Por lo tanto rogó a su madre que se sentara un poco y esperase, para realizar sus planes, a que hubiera expresado sus propias intenciones. Ante todo, habíase propuesto dar con su madre una pequeña vuelta por Suiza, para reunirse después con Clara y realizar junto a ella el más encantador de los viajes. Mas para eso era preciso aprovechar los hermosos días de las postrimerías del verano. Tenía pensado pasar la noche en Dörfli para volver al día siguiente a la montaña en busca de Clara e ir después a Ragatz para reunirse con su abuela. Inmediatamente emprenderían el proyectado viaje.

Clara se impresionó ante el anuncio de una partida tan súbita. Pero también tenía muchos placeres en perspectiva y, por otra parte, no había que dejarse dominar por la tristeza.

La abuela se había puesto ya en pie y tomado a Heidi de la mano para iniciar la marcha. De pronto, se volvió.

—¿Qué vamos a hacer, Clara? —exclamó con inquietud, comprobando que el descenso sería demasiado largo para ella.

Pero el Viejo había ya cogido en brazos, como acostumbraba hacer, a la enfermita, y seguía a la abuela, la cual, al verlos, hacía gestos de aprobación. Tras ellos iba el señor Sesemann.

Heidi no cesaba de dar brincos y más brincos en torno de la abuela, mientras ésta le hacía toda clase de preguntas sobre la otra abuelita para enterarse de cómo vivía y de cómo iban las cosas en su casa, sobre todo en invierno, cuando tanto frío hacía en la montaña. Heidi respondió minuciosamente a todas las preguntas. Explicó a la abuelita que la otra abuela temblaba de frío en su rincón, donde permanecía encogida. Detalló también lo que la pobre vieja tenía y, sobre todo, lo que temía. La señora Sesemann escuchaba con vivo interés todo lo que la niña le contaba.

Al fin llegaron a la choza del cabrero.

Brígida estaba en aquel momento tendiendo al sol una de las dos camisas de Pedro, a fin de que éste pudiera cambiársela cuando la que llevaba estuviera demasiado sucia. Al ver a la gente que llegaba, se apresuró a entrar en la choza.

—Ya se van todos, madre —dijo—. Parece que vayan en procesión. El Viejo los acompaña y lleva a la niña enferma.

—¿Es verdad eso? —suspiró la abuela—. Así, pues, ¿también va Heidi con ellos? ¡Si viniera aunque sólo fuera para darme la mano! ¡Si pudiera tenerla a mi lado aunque sólo fuera un instante!

En ese momento la puerta se abrió de pronto y, en dos saltos, Heidi se plantó al lado de la abuela y se arrojó en sus brazos.

—¡Abuelita, abuelita! Me mandan la cama de Francfort, las tres almohadas y la gran colcha. Dentro de dos días estará aquí. La abuelita de Francfort me lo ha ofrecido.

Heidi dijo estas palabras atropelladamente, deseosa de ver el efecto que causaban a la abuela de la choza. Ésta sonrió, pero dijo con una sombra de tristeza:

—¡Oh, cuán buena debe de ser esa dama! Debía alegrarme de que te protegiera, pero ¡me queda tan poco tiempo de vida!

—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —preguntó una voz amistosa cerca de la anciana, en tanto que la señora Sesemann, que lo había oído todo, estrechaba su mano—. No, no. No se trata de eso. Heidi continuará al lado de la viejecita para seguir alegrando su vida. Nosotros queremos también volver a ver a la pequeña, pero ya vendremos en su busca. Vendremos anualmente a los Alpes, pues tenemos razones para renovar en este sitio nuestra acción de gracias a Dios, que tan gran milagro ha realizado en nuestra hija.

Entonces una magnífica luz se expandió por el rostro de la anciana, que expresó su gratitud estrechando varias veces en silencio las manos de la señora Sesemann, mientras gruesas lágrimas de felicidad resbalaban por sus rugosas mejillas. Heidi había advertido el cambio de expresión que experimentó el rostro de la abuela de la choza y su gozo fue entonces completo.

—¿Ves, abuelita, como todo ocurre de acuerdo con lo que te leí la última vez? ¿Verdad, que la cama de Francfort te gustará mucho?

—Sí, hijita. ¡Oh, cómo se acuerda el Señor de mí todavía! —repuso la anciana con profunda emoción—. ¿Cómo es posible que haya gente tan buena que se preocupe de una pobre vieja y le haga tanto bien? Nada fortifica tanto nuestra fe en Dios como ver que hay gentes tan bondadosas, que se compadecen de una pobre vieja como yo.

—Mi buena viejecita —repitió la señora Sesemann—, ante Dios todos somos igualmente miserables y tenemos la misma necesidad de Él. Ahora le decimos a usted adiós, hasta la vuelta. El año próximo, apenas lleguemos a los Alpes, haremos una visita a la anciana, que no olvidaremos jamás.

Dicho esto, la señora Sesemann volvió a tomar la mano de la viejecita y se la estrechó cordialmente. Pero no se fue en seguida, como era su intención, pues la anciana no cesaba de dar muestras de gratitud pidiendo para su bienhechora, y para todos los de su casa, la bendición de Dios.

Finalmente, el señor Sesemann y su madre continuaron el descenso hacia el valle, mientras el Viejo reanudaba con Clara el camino de la cabaña y Heidi danzaba en torno de ellos, ante la perspectiva de lo que la anciana iba a obtener.

A la mañana siguiente Clara lloró mucho al despedirse de aquellos Alpes donde había pasado los mejores días de su vida.

Pero Heidi la consoló diciéndole:

—Pronto llegará de nuevo el verano y entonces volverás. Esta vez podrás andar desde el primer día y subiremos todas las mañanas a los prados con las cabras, para ver las flores. Y esta hermosa vida renacerá.

Como estaba convenido, el señor Sesemann subió a buscar a su hija. Se quedó un rato hablando con el abuelo, al que aún tenía algunas cosas que decir.

Clara enjugó sus lágrimas, un tanto consolada por las palabras de Heidi.

—Di otra vez adiós al abuelo de mi parte, y a todas las cabras, especialmente a Blanquita. ¡Oh, quisiera poder hacer un regalo a Blanquita! Ella ha contribuido mucho a mi curación.

—Puedes hacerle uno —replicó Heidi—. Mándale un poco de sal. Ya sabes lo que le gusta tomarla de manos del abuelo por las noches.

El consejo complació a Clara.

—¡Oh, entonces le mandaré de Francfort cien libras de sal! —exclamó gozosamente—. También quiero que tenga ella un buen recuerdo de mí.

En este momento el señor Sesemann hizo una seña a las niñas, pues era hora de partir. El caballo blanco de la abuela había subido en busca de Clara, que ya no tenía necesidad de la silla de manos.

Heidi avanzó hasta el extremo de la meseta y desde allí estuvo diciendo adiós con la mano a Clara hasta que caballo y amazona se hubieron perdido completamente de vista.

La cama ha llegado de Francfort y la abuela duerme en ella tan bien todas las noches, que pronto recobrará las fuerzas perdidas. La abuela de Francfort no ha olvidado el crudo invierno de los Alpes y ha enviado a la choza del cabrero un gran fardo de abrigos para que la anciana pueda arroparse bien y no tenga que permanecer en un rincón temblando de frío.

En Dörfli va a construirse una magnífica casa. El doctor ha llegado y se ha instalado provisionalmente en su antiguo alojamiento. Aconsejado por su amigo, ha comprado el edificio en que el Viejo de los Alpes y Heidi han pasado el invierno. Es una magnífica casa señorial, como puede comprobarse por su gran sala provista de una hermosa chimenea y por las decoraciones artísticas de los azulejos. El doctor hizo reparar para su uso esta parte del edificio. El otro lado será dispuesto para que pasen el invierno en él el Viejo y su nieta, pues el doctor sabía que el abuelo era un hombre que gustaba de la independencia. Detrás se construirá un pequeño establo de sólidos muros, donde Blanquita y Diana pasarán cómodamente los inviernos.

El doctor y el Viejo de los Alpes son cada día más amigos. Cuando ambos recorren la obra para ver sus progresos, sus conversaciones, regularmente, se refieren a Heidi, pues el mayor placer de uno y otro lo constituye el pensar que vivirán bajo el mismo techo que la niña.

—Mi querido amigo —decía finalmente el doctor, de pie ante el Viejo de los Alpes—. Usted debe ver las cosas como son. Comparto con usted toda la alegría que nos procura la pequeña, como si yo fuera, después de usted, su más próximo pariente. Por lo tanto, quiero también compartir los deberes de preocuparme de su porvenir. Así tendré también derecho a ella y podré esperar que me cuide en los últimos días de mi vida, lo cual ha de constituir mi mayor placer. A cambio de esto, todo lo mío será para ella, por lo cual, tanto usted como yo, podremos abandonar tranquilamente este mundo.

El Viejo estrechó la mano del doctor. No pronunció palabra, mas su amigo pudo leer en sus ojos la emoción y la alegría profunda que acababa de causarle.

Durante esta conversación, Heidi y Pedro estaban cerca de la abuela de la choza. Una tenía tanto que contar y el otro tanto que escuchar, que no hallaban ocasión de separarse de la abuela. Heidi contaba a ésta todo cuanto durante el verano había ocurrido en los Alpes, ya que entonces muy pocas veces pudo bajar a la choza del cabrero.

De los tres, no habría podido decirse cuál era el más feliz, ya fuera porque nuevamente estaban juntos, ya por los acontecimientos maravillosos que se habían desarrollado. Pero el rostro de Brígida expresaba, si cabe, una alegría mayor aún, pues, con la ayuda de Heidi, había logrado desembrollar la historia de los diez céntimos perpetuos.

Sin embargo, la abuela puso fin a la conversación diciendo:

—Heidi, léeme uno de esos cantos de acción de gracias. Me parece que no debía hacer otra cosa que alabar y bendecir a Dios por el bien que nos ha hecho.