Clara lo hizo una vez más, luego otra, y otra después. De pronto exclamó:

—¡Ya puedo, Heidi, ya puedo! ¡Mira, mira! ¡Puedo andar! Esta vez fue Heidi la que lanzó un grito de alegría.

—¡Oh! ¿De verdad puedes andar? ¿Es cierto que puedes andar sola? ¡Oh, si el abuelo estuviera aquí! ¡Ya puedes andar, Clara, ya puedes andar! —repetía Heidi una y otra vez.

Bien es verdad que Clara se apoyaba firmemente en sus acompañantes, pero no es menos cierto que cada vez sus piernas adquirían una mayor firmeza. Los tres lo advirtieron así y Heidi se sentía desbordante de felicidad.

—Ahora podremos venir todos los días a los prados y pasear por donde queramos —exclamó—. Y de ahora en adelante podrás marchar como yo, sin necesidad de sillón de ruedas, porque ya estás completamente curada. ¡Oh, no podía suceder nada mejor!

Clara compartía de todo corazón la alegría de Heidi, pues tampoco podía haber para ella felicidad mayor que la de recobrar su salud para ir por todas partes, como los demás, en vez de pasarse el día sepultada en el fondo de un sillón de inválidos. No era largo el camino que les separaba de la pendiente florida. Se veía a lo lejos el brillo dorado del diente de león bajo los reflejos del sol. En seguida llegaron al campo de las campanillas, cuyo tapizado suelo invitaba a hacer alto.

—¿Podremos sentarnos aquí? —preguntó Clara.

Éste era el deseo de Heidi. Los niños se instalaron en medio de las flores y Clara se sentó por primera vez sobre el fresco césped, lo cual le causó una sensación de bienestar inefable. En torno de ellos se balanceaban las campanillas azules, la hierba de oro y el diente de león. Por todas partes se expandía el penetrante perfume de las flores silvestres. ¡Qué hermoso era todo aquello! La misma Heidi nunca había experimentado tan deliciosa sensación de belleza. La niña no sabía por qué llenaba su corazón un placer tan grande, tan inmenso, que le daba deseos de gritar. Después, de pronto, acordándose de que Clara estaba curada, comprendió que esto era mucho más hermoso todavía. Clara permanecía silenciosa ante las hermosas perspectivas que le presentaba el porvenir. Su dicha era tan grande que casi no le cabía en el corazón; el brillo del sol y el perfume y el encanto de las flores contribuía a sumirla en el mutismo más completo.

También Pedro estaba silencioso e inmóvil entre las perfumadas flores, pues se había dormido profundamente.

En aquel lugar, protegido por las rocosas montañas, soplaba suavemente el viento y producía un tenue rumor entre los zarzales. De vez en cuando, Heidi dejaba su sitio y corría de aquí para allá; siempre hallaba un rincón más bello que los otros y se sentaba en todas partes donde juzgaba que las flores eran más abundantes o que su perfume era más exquisito para que la brisa lo llevara a oleadas sobre ella.

Así se deslizaron las horas. El sol estaba ya muy lejos del cénit cuando un grupo de cabras apareció a cierta distancia avanzando gravemente hacia la florida ladera. No era aquel su campo de pastos habitual. Nunca se las llevaba allí porque no les gustaban las flores. Parecían llegar en comisión, con Cascabel a la cabeza, y buscaban evidentemente a sus guardianes, los cuales, tan largamente y contra las leyes establecidas, las habían abandonado, pues las cabras sabían distinguir muy bien los diferentes momentos del día. Al ver en medio de las flores lo que buscaban, Cascabel baló sonoramente, mientras las otras le hacían coro, y al fin todo el tropel de cabras, balando desesperadamente, se dirigió a galope hacia las niñas. Pedro despertó entonces, pero tuvo que frotarse los ojos fuertemente, pues había soñado que el sillón estaba de nuevo ante la cabaña, más intacto que nunca y, aun despierto, había visto las tachuelas doradas brillar al sol. Pero pronto se dio cuenta de que no había tales tachuelas, sino que se trataba de las florecillas amarillas que salpicaban el césped. Al mismo tiempo, la angustia que había experimentado durante sus sueños al ver el sillón intacto, resurgió en él con más fuerza que antes. A pesar de que Heidi le prometió no decir nada al Viejo, Pedro sentía el temor de que cualquier otro lo descubriera. Así, pues, se mostró muy amable y obediente e hizo todo cuanto Heidi le ordenaba.

De vuelta a los prados, Heidi se apresuró a ir en busca del saquito de la comida y se dispuso a cumplir la promesa, pues al amenazar a Pedro sólo había querido decir que lo dejaría sin comida. Al ver, por la mañana, los manjares exquisitos que el abuelo había puesto en el saquito, a Heidi la complació la idea de que una parte de ellos sería para Pedro. Mas en vista de su obstinación, quiso darle a entender que no probaría aquellas cosas tan ricas, cosa que Pedro interpretó de modo muy diferente. Heidi vació el contenido del saquito y trozo a trozo formó tres pilas iguales. Viendo lo altas que eran, exclamó con alegría:

—¡Además, Pedro tendrá todo lo que a nosotras nos sobre!

Después dio sus dos raciones a sus dos compañeros y se sentó con la suya al lado de Clara. Los tres comieron con gran apetito a causa del inusitado ejercicio realizado aquella mañana. Llegó, sin embargo, lo que Heidi había previsto. Cuando a Clara y a ella se les había terminado el apetito, quedaba todavía una segunda ración para Pedro, tan abundante como la primera. Éste se lo comió todo en silencio y aún recogió las migajas, pero no mostró su habitual satisfacción. Algo pesaba en su estómago y le oprimía la garganta a cada bocado.

Habían comenzado a comer tan tarde, que poco después vieron aparecer al abuelo, que acudía en su busca. Heidi corrió a su encuentro. Quería ser la primera en contar al Viejo lo que había sucedido, pero su gozo era tan grande que apenas halló las palabras precisas para explicarle el hecho. Éste, sin embargo, comprendió en seguida lo que la niña quería decirle, y un vivo placer iluminó su rostro. Apresuró el paso y llegó junto a Clara, a la que dijo sonriendo gozosamente:

—¿Te has atrevido al fin? Pues entonces la victoria es nuestra.

Después la ayudó a levantarse y, poniéndola de pie, la rodeó con el brazo izquierdo y le tendió el firme apoyo de la mano derecha. Clara anduvo todavía con más seguridad que antes. Heidi comenzó a dar saltos en torno de ella mientras lanzaba exclamaciones de gozo. En cuanto al abuelo, hubiérase dicho que la suprema felicidad se había adueñado de él.

Pero de pronto se detuvo y, tomando a Clara en sus brazos, le dijo:

—Para ser la primera vez, ya está bien. Por otra parte, es ya hora de regresar a la cabaña.

Después se puso inmediatamente en camino considerando que Clara ya había hecho bastante ejercicio y necesitaba reposo.

Más tarde, cuando Pedro volvió a Dörfli con sus cabras, halló cerca del camino un numeroso grupo de gente que se empujaban mutuamente para ver mejor lo que había en el centro del corro. Pedro, como es natural, quiso también saber de qué se trataba. A empujones y codazos, se colocó en primera fila.

Y vio:

Sobre la hierba, la parte central del sillón de ruedas, del cual pendía todavía un trozo del respaldo. El cojín rojo y las tachuelas brillantes testimoniaban todavía su pasado.

—Yo vi cuando lo subían —dijo el panadero, que estaba ni lado de Pedro—. Valía lo menos quinientos francos. Me apuesto cualquier cosa. Lo que yo quisiera saber es cómo ha sucedido la catástrofe.

—El Viejo dice que fue tal vez el viento que lo empujó —observó Barbel, que no se cansaba de admirar el bello terciopelo rojo.

—Menos mal que no lo hizo una persona —añadió el panadero—, porque ¡pobre de ella! En cuanto el señor de Francfort se entere, pondrá seguramente en movimiento la policía para hacer averiguaciones. Por mi parte estoy muy satisfecho de no haber puesto los pies en los Alpes desde hace dos años, pues las sospechas recaerán sobre cualquiera que estuviera en la montaña en el momento del accidente.

Otras opiniones se dieron respecto del asunto, pero Pedro no necesitaba oír más. Se deslizó furtivamente por entre el gentío y echó a correr hacia la montaña con todas sus fuerzas, como si alguien lo persiguiese. Las palabras del panadero le inspiraban un profundo terror. De un momento a otro podía llegar de Francfort un policía para entender en el asunto, y si se descubría que había sido él el autor, lo esposarían y lo meterían en la cárcel. Esta perspectiva erizaba a Pedro los cabellos. Llegó a su casa aterrado.

No respondió a las preguntas que se le hacían, rehusó su ración de patatas, se fue hacia el lecho y se hundió en él para ahogar sus gemidos entre las sábanas.

—Pedro debe de haber comido otra vez acederas y le deben de haber sentado mal —dijo Brígida oyéndole suspirar.

—Es preciso que se lleve un poco más de pan. Mañana dale un trozo del mío —dijo la abuela compasivamente.

Aquella misma noche, cuando las niñas contemplaban desde sus camitas el cielo estrellado, Heidi dijo a Clara:

—¿No se te ha ocurrido pensar hoy cuán conveniente es que Dios no nos conceda las cosas en seguida que las pedimos, pues él sabe muy bien lo que nos conviene?

—¿Por qué dices eso, Heidi? —preguntó Clara.

—Porque cuando estaba en Francfort no cesaba de rogarle que me permitiera volver en seguida a casa y, como no pude hacerlo inmediatamente, creí que Dios no me había escuchado. Pero he aquí que si yo hubiera dejado Francfort cuando se lo pedí, tú no habrías venido a los Alpes ni te habrías curado.

Clara quedó pensativa.

—Entonces, Heidi, no debemos pedir nunca a Dios, puesto que Él sabe muy bien lo que nos conviene y qué es lo que debe darnos.

—¡Oh, no, Clara! —replicó Heidi—. Debemos rogar a Dios todos los días, pidiéndole muchas, muchísimas cosas, para demostrarle que no olvidamos que sólo Él puede concedérnoslas. Si no recibimos en seguida lo que solicitamos no debemos considerar que Dios no nos ha escuchado. Por el contrario, es preciso decir: «Dios mío, yo sé que tú me darás alguna cosa mejor y me complace mucho que arregles las cosas tan bien».

—¿Cómo se te ha ocurrido pensar en eso, Heidi? —preguntó Clara.

—Me lo explicó la abuela de Francfort en primer lugar y, como al fin ha sucedido lo que ella dijo, he sabido que ello es verdad. Así, pues, opino —dijo Heidi incorporándose en el lecho— que debemos dar gracias a Dios con mayor fervor por el gran bien que nos ha hecho permitiendo que volvieras a andar.

—Sí, Heidi, tienes razón y te agradezco mucho que me lo recuerdes. A fuerza de ser feliz casi lo había olvidado.

Rogaron, pues, las dos niñas fervorosamente, dando gracias a Dios, cada una por su parte, por la gran felicidad que había enviado sobre Clara, después de tantos años de sufrimientos.

Al día siguiente el abuelo opinó que era conveniente escribir a la señora Sesemann para preguntarle si quería venir a los Alpes, donde le aguardaba una sorpresa. Pero las niñas tenían otro proyecto. Querían preparar a la abuelita una sorpresa todavía mayor. Era preciso que Clara aprendiera a andar mejor aún, para poder dar algunos pasos apoyándose solamente en Heidi. Sobre todo era necesario que la abuelita no tuviera la menor idea de lo sucedido. Se preguntó al abuelo cuánto tiempo se necesitaría para obtener tal resultado, y como éste opinaba que una semana sería suficiente, se escribió a la señora Sesemann para invitarla con insistencia a que fuera a los Alpes ocho días después. Pero no se le dijo cuál era la sorpresa que se le reservaba.

Los días siguientes fueron los más hermosos que Clara pasó en los Alpes. Todas las mañanas, al despertar, oía en el fondo de su corazón una voz que le decía: «Estoy curada, estoy curada. No necesito sillón ninguno. Puedo andar como todos».

Después hacía el correspondiente ejercicio. Como cada día progresaba más, aunque poco a poco, Clara pudo intentar dar paseos más largos. Este ejercicio despertaba de tal modo su apetito, que el abuelo hacía cada día las rebanadas más gruesas y las veía desaparecer con creciente satisfacción. Además, aparte del pan, les llevaba cada día un gran jarro de leche espumosa con el que llenaba las tazas una y otra vez.

Así llegó el fin de la semana y, con él, el día en que era esperada la abuela de Clara.