En su carrera iba dejando una estela de fragmentos: los brazos, el respaldo, los cojines. Al ver esto, Pedro experimentó tan inmensa alegría, que dio un gran salto y se echó a reír para dar rienda suelta a su regocijo. Después volvió a su refugio para seguir espiando. Nuevas carcajadas y nuevos saltos de alegría. Pedro enloquecía de placer contemplando la destrucción de su enemigo. Preveía lo que iba a pasar: ahora que la forastera carecería de medio de transporte, se vería precisada a partir. Heidi estaría de nuevo sola, la acompañaría a los campos y la tendría para él por la mañana y por la tarde, hasta la hora de regresar a la cabaña, por lo cual todo volvería a su natural estado. Mas Pedro no calculaba lo que sucede después de haber cometido una mala acción.

Heidi fue la primera en salir de la cabaña y se dirigió rápidamente hacia el cobertizo, seguida del abuelo, que llevaba a Clara en brazos. La puerta del cobertizo estaba completamente abierta, las dos tablas habían sido apartadas y la luz del día penetraba hasta los más profundos rincones. Heidi miró en todas direcciones y después volvió al lado del abuelo con rostro en el que se dibujaba el más profundo asombro. El Viejo avanzó a su vez.

—¿Qué significa esto? ¿Eres tú, Heidi, la que te has llevado el sillón?

—No, abuelito. No lo encuentro por ninguna parte, a pesar de que dijiste que estaba en la puerta del cobertizo —repuso la niña mirando en todas direcciones.

A todo esto, el viento había adquirido mayor violencia y comenzó a sacudir las puertas del cobertizo.

—Abuelito, ha sido el viento —exclamó Heidi—. ¡Oh, si se hubiera llevado el sillón de Clara a Dörfli, tardaríamos mucho tiempo en volverlo a traer y ya no podríamos ir a los prados porque sería demasiado tarde!

—Si ha llegado a Dörfli, no podremos encontrarlo de ninguna manera, porque se habrá hecho mil pedazos —dijo el abuelo avanzando para examinar la pendiente—. Es curioso —añadió midiendo con la mirada el trayecto que debía de haber recorrido el sillón para dar la vuelta a la cabaña.

—¡Oh, qué desgracia, ya no podremos ir hoy, y acaso jamás, a los campos de pastos! —exclamó Clara, desolada—. Indudablemente será preciso que me vuelva a casa, puesto que no tengo el sillón. ¡Qué desdicha, qué desdicha!

Pero Heidi levantó hacia el Viejo sus ojos llenos de confianza y dijo:

—¿Verdad, abuelito, que tú inventarás cualquier cosa para que Clara no tenga necesidad de volver en seguida a su casa, como ella cree?

—Por hoy, iremos a los campos como nos lo habíamos propuesto. En cuanto a lo demás, ya veremos lo que sucede.

Las niñas dieron rienda suelta a su alegría.

El Viejo entró en la cabaña y salió con unos cuantos chales que extendió cerca del muro y puso sobre ellos a Clara. Después fue en busca de la leche para que se desayunaran las niñas e hizo salir a Blanquita y Diana del establo.

—¿Por qué tardará tanto nuestro general? —dijo el Viejo como hablando consigo mismo, pues no había oído todavía el silbido del muchacho.

—Desde hoy —dijo poniéndose en marcha— las cabras vendrán con nosotros.

Heidi no podía desear cosa mejor. Un brazo en torno del cuello de Blanquita y rodeando con el otro el de Diana, corría alegremente detrás del abuelo; las cabras se mostraban tan contentas de ir de nuevo en su compañía, que la estrujaban a fuerza de estrecharse contra ella.

Al llegar a lo alto vieron de pronto a las cabras que pacían tranquilamente y a Pedro que estaba tumbado entre ellas.

—Otra vez te enseñaré a que silbes cuando pases. ¿Qué significa esto? —exclamó el Viejo.

Apenas oyó esta voz tan conocida, Pedro se puso en pie apresuradamente.

—Nadie se había levantado todavía —repuso.

—¿Has visto el sillón? —preguntó el Viejo.

—¿Qué sillón? —repuso Pedro con tono áspero.

El Viejo no dijo nada. Extendió los chales al sol, instaló sobre ellos a Clara y le preguntó si se encontraba bien.

—Tan bien como en el sillón —repuso la niña en tono agradecido—. No hay en el mundo lugar más bello que éste. ¡Qué hermoso es esto, Heidi, qué hermoso! —añadió lanzando una mirada en torno suyo.

El abuelo se dispuso a regresar. Dijo a las niñas que no tenían que hacer sino divertirse todo cuanto pudieran durante el día. Cuando fuera hora, Heidi iría a buscar la comida en el saquito que él había colocado en un alto rincón protegido por la sombra.

Pedro les daría tanta leche como quisieran, pero Heidi debía tener cuidado de que la leche fuera de Blanquita. En cuanto a él, volvería al atardecer, pero, ante todo, era preciso que fuera en busca del sillón.

El cielo era de un azul profundo, sin que ninguna nube lo empañara. En los ventisqueros cercanos veíanse brillar millares de estrellas de oro y plata. Las grises rocas se erguían orgullosamente dominando todo el valle. El ave de rapiña cruzaba los aires, y la brisa de los Alpes, barriendo las altas cimas, se deslizaba deliciosamente sobre la montaña soleada. Las niñas experimentaban un bienestar indecible. De vez en cuando, una de las cabritas se acercaba y se tendía junto a ellas. La que con más frecuencia hacía esto era la cariñosa Blancanieves; se frotaba contra Heidi y no se habría separado de ella jamás, de no ir a empujarla otra cabra. De esta forma, Clara fue conociendo a todas las cabras y aprendió a no confundir una con otra observando la fisonomía y las maneras propias de cada una de ellas. Las cabras, a su vez, se familiarizaban tanto con Clara que continuamente se acercaban a ella y frotaban su cabeza contra el hombro de la niña, como prueba de amistad y de afecto.

Algunas horas transcurrieron así. De pronto Heidi tuvo la idea de ir hacia donde estaban las flores a ver si había muchas, si estaban completamente abiertas y si olían tan bien como en el verano anterior. Para poder ir con Clara era preciso esperar a que el Viejo volviera al atardecer, pero entonces quizá ya todas las flores hubieran cerrado sus corolas. El deseo de verlas se hizo en Heidi irresistible hasta el punto de que dijo sin vacilación:

—¿No te incomodarás, Clara, si te dejo un momento sola para ir allá arriba? ¡Me gustaría tanto volver a ver las flores! Espérate…

Heidi había tenido una idea. Se separó un poco de la enferma arrancó unos manojos de hierba y, cogiendo por el cuello a Blancanieves, la condujo al lado de Clara.

—Entre tanto, no estarás sola —le dijo Heidi obligando a Blancanieves a que se echara al lado de la niña.

La cabra comprendió lo que se le ordenaba y obedeció. Después Heidi echó la hierba sobre el regazo de Clara y, ésta, llena de regocijo, dijo a Heidi que podía irse a ver las flores y permanecer ausente tanto tiempo como quisiera. Nada tan delicioso para ella como quedarse sola con la cabrita. Heidi se alejó rápidamente y Clara comenzó a ofrecer a Blancanieves la hierba, brizna a brizna. La cabra se familiarizó tan pronto con la enferma que se pegó a ella y fue comiendo lentamente en su mano la hierba que ésta le daba. Se veía bien claro que se sentía feliz de poder permanecer tranquilamente y bajo una buena protección, pues hallándose entre sus compañeras estaba siempre expuesta a toda clase de persecuciones por parte del muchacho. En cuanto a Clara, le parecía encantador hallarse sentada en la montaña, sola con una tímida cabrita que tenía necesidad de su protección. En ella se despertó, de pronto, un vivo anhelo de ser libre, de poder ayudar a los demás en lugar de ser tan sólo ayudada por ellos. En su mente surgían ideas que jamás había tenido de niña, experimentaba un desconocido deseo de continuar viviendo bajo el sol y de poder hacer a alguien tan feliz como en aquel momento estaba haciendo a Blancanieves.

Un nuevo placer henchía su corazón como si advirtiera que todo podía ser más bello de lo que había sido hasta entonces; y sintió una vaga y desconocida felicidad que la movía a exclamar abrazando a Blancanieves:

—¡Oh, cabrita querida, qué bello es esto! ¡Si pudiera vivir siempre aquí!

Entre tanto, Heidi había llegado al punto donde crecían las flores. Lanzó un grito de alegría. Toda la pendiente estaba cubierta de un tapiz de oro: era el diente de león. Debajo de éste, las campanillas de un azul intenso y un perfume exquisito y penetrante saturaban la atmósfera como si se hubiera echado incienso sobre los pastos. Este aroma era producido por las orquídeas silvestres, las cuales asomaban modestamente su cabecita entre las doradas corolas. Heidi contemplaba las flores y respiraba profundamente su perfume. Después, de súbito, volvió sobre sus pasos y llegó al lado de Clara sin aliento y llena de una viva excitación.

—¡Oh, es preciso que vengas! —exclamó, apenas la divisó desde lejos—. ¡Son tan bellas! Podría llevarte, ¿quieres?

Clara contempló a Heidi, estupefacta, y después movió la cabeza negativamente:

—No, no, Heidi, tú eres mucho más pequeña que yo. Sin embargo, ¡si pudiera ir!

Entonces Heidi dirigió en torno suyo una mirada escrutadora. Sin duda había tenido una nueva ocurrencia. En los altos campos de pastos, sentado en el mismo sitio donde antes estuviera echado, Pedro contemplaba fijamente a las niñas. Dos horas hacía que estaba allí sin moverse y casi sin pestañear, como si no pudiese comprender lo que sucedía. Aquella misma mañana había destruido el sillón, su enemigo, para que todo concluyera y la forastera no pudiera moverse de la cabaña, y he aquí que, de pronto, había aparecido en lo alto del monte, pues estaba realmente allí, sentada sobre la hierba y al lado de Heidi.

Era imposible. Sin embargo, no hacía sino mirar y mirar y siempre veía lo mismo. Heidi lo divisó también.

—Baja, Pedro —exclamó en tono imperativo.

—No —replicó él.

—Sí, es preciso que bajes. No puedo hacerlo sola, necesito que me ayudes. Ven en seguida.

—Yo no voy.

Entonces Heidi echó a correr hacia la altura donde Pedro se hallaba y, deteniéndose a mitad del camino, le apostrofó con ojos centelleantes:

—Pedro, si no vienes en seguida, te aseguro que vas a acordarte de mí.

Estas palabras produjeron a Pedro una gran angustia. Había cometido una mala acción que nadie debía saber. Hasta entonces no había sentido por ello sino alegría. Pero Heidi le hablaba como si estuviera enterada de todo. Y si estaba enterada, podía contárselo al abuelo. Esto último sería para Pedro el mayor terror. ¡Si el abuelo supiera lo que le había sucedido al sillón de ruedas! Lleno de pánico se levantó y se acercó a Heidi.

—Iré, pero no digas nada —dijo en tono sumiso y temeroso para que Heidi se compadeciese de él.

—No, no diré nada —repuso para tranquilizarle—. Ven conmigo y no temas, que nada malo va a sucederte.

Cuando estuvieron al lado de Clara, Heidi organizó la ejecución del proyecto: Pedro por un lado, y ella por otro, debían coger firmemente el cuerpo de Clara para levantarla. Hasta aquí la cosa iba bien, pero entonces venía lo difícil. Puesto que Clara no podía mantenerse en pie, ¿cómo podrían sostenerla y hacerla andar? Heidi era demasiado pequeña para que su brazo le sirviera de apoyo.

—¡Cógeme bien fuerte del cuello! —dijo—. Ahora pasa el otro brazo por el de Pedro y apóyate con todas tus fuerzas. De esa forma podremos llevarte.

Clara hizo lo que Heidi le ordenaba. Pero Pedro, que nunca había dado el brazo a nadie, lo mantenía rígido a lo largo de su cuerpo, como un bastón.

—No se hace así, Pedro —dijo Heidi con firmeza—. Dobla el brazo. Clara pasará el suyo por él apoyándose firmemente. Tú no debes soltarla por nada del mundo. Así avanzaremos bien.

De este modo lo hicieron. Sin embargo, no avanzaban tan fácilmente como ella creyera. Clara no tenía ligereza ninguna, y sus puntos de apoyo, el uno demasiado bajo y el otro demasiado alto, le servían de muy poco. De vez en cuando, Clara intentaba mantenerse sobre sus pies, mas en seguida los retiraba del suelo uno tras otro.

—Pisa una vez con toda tu fuerza —le propuso Heidi— y verás como después el daño es menor.

—¿Tú crees? —replicó Clara vacilante.

Sin embargo, obedeció y pisó firmemente con un pie, después con el otro, aunque no sin lanzar gritos de dolor. Inmediatamente hizo la prueba otra vez y exclamó llena de gozo:

—¡Oh, ahora ya no me hace tanto daño!

—Prueba otra vez —la apremió Heidi.