Una sorpresa tras otra.

A la mañana siguiente, el Viejo de los Alpes salió de la cabaña aún más temprano que de costumbre para examinar el cielo y ver cómo se presentaba el día. Un resplandor anaranjado aparecía por detrás de las cimas lejanas. Un viento fresco mecía las ramas de los abetos: el sol iba a salir. El Viejo permaneció algún tiempo inmóvil, contemplando con recogimiento la aparición del día. Después de las altas cumbres, fueron las colinas las que se vieron coronadas de una transparente claridad, los sombríos vapores del valle se disiparon, absorbidos por una luz rosada, y pronto, desde las cimas al llano, todo resplandeció sumido en una luz flotante. El sol había salido.

El abuelo sacó el sillón de ruedas del cobertizo, lo llevó ante la puerta y allí lo dejó; luego subió a despertar a las niñas y a decirles que había amanecido un día hermoso.

En aquel momento Pedro aparecía en lo alto del sendero. Las cabras no iban, como habitualmente, a su lado, sino que, aterradas, corrían de un lado a otro, pues a cada momento el pastorcillo cortaba el aire con su látigo y los animales rehuían los golpes. Pedro había llegado al colmo de la cólera y de la desesperación. Desde hacía dos semanas no había tenido a Heidi sólo para él, como de costumbre. Desde el amanecer, cuando subía a los Alpes, hallaba a la niña forastera instalada en su sillón de ruedas y acompañada de Heidi. Al atardecer, cuando volvía, el sillón y la enferma estaban bajo los abetos, y Heidi tan cerca de la inválida como por la mañana. La niña no le había acompañado una sola vez a los prados en todo el estío. Hoy quería subir, pero en compañía del sillón y de la forastera, y sólo se ocuparía de ésta durante todo el día. Esta perspectiva le llevaba al colmo del resentimiento. Al advertir el sillón irguiéndose orgullosamente sobre sus ruedas, Pedro lo miró como al enemigo causante de todos sus males. Dirigió una mirada en torno suyo: todo estaba silencioso y no se veía un alma. Entonces se abalanzó como una fiera sobre el objeto de su furor y le imprimió una sacudida tan violenta hacia la parte de la escarpada pendiente que el sillón se deslizó sobre sus ruedas y desapareció en un instante. De pronto, como si también él hubiera tenido ruedas en los pies, echó a correr hacia la montaña, por la que trepó raudamente. No se detuvo hasta tropezar con unos zarzales donde pudo ocultarse completamente. No estaba dispuesto a que el Viejo lo viera. Él, sin embargo, protegido por las breñas, podía contemplar la montaña de arriba abajo y ocultarse más aún, apenas el Viejo hiciera su aparición. Así lo hizo y vio que, lejos, a lo largo de la pendiente, rodaba su enemigo con una rapidez progresiva. Dio dos o tres vueltas de campana, después un gran salto al hallar un obstáculo en el camino, otras vueltas más, y se precipitó definitivamente hacia su fin.