De aquí que Clara hiciera, por fin, el anhelado conocimiento de la pequeña Blancanieves, la alegre Cascabel, las aseadas cabritas del abuelo, de todas, hasta del Gran Turco.
Mientras tanto, Pedro se mantuvo apartado y echaba miradas amenazadoras a Clara, la cual no cabía en sí de contenta y nada advirtió del extraño proceder del muchacho.
Cuando las niñas le dieron las buenas noches, Pedro, por toda respuesta, hendió tan furiosamente el aire con su látigo como si quisiera romperlo. Luego echó a correr montaña abajo, seguido de las cabras.
Digno remate de todas las cosas hermosas que Clara había visto aquel día, fue la sorpresa que experimentó cuando, después de acostarse en el muelle lecho de heno, pudo contemplar, a través de la abertura del techo, el firmamento lleno de estrellas.
—¡Oh, Heidi —exclamó—, si parece que estamos en un coche que se dirige directamente hacia el cielo!
—Sí, eso parece, y ¿tú sabes por qué están tan contentas las estrellas y nos guiñan el ojo? —preguntó Heidi.
—No, eso sí que no lo sé. ¿Qué quieres decir? —preguntó Clara a su vez.
—Pues porque las estrellas ven como Dios Nuestro Señor todo lo dispone tan bien para los hombres a fin de que nada teman y estén seguros de que todo ha de resultar, al fin, para su bien. Esto les causa mucha alegría. Fíjate como nos hacen señas para que también nosotras estemos contentas. Pero, Clara, nosotras no nos hemos de olvidar de rezar. Hemos de rogar mucho a Dios Nuestro Señor para que no nos olvide cuando lo dispone todo, para que también nosotras podamos estar seguras y no tengamos nada que temer.
Entonces las dos niñas se incorporaron nuevamente en la cama y cada una de ellas dijo la oración de la noche. Después Heidi se echó otra vez, se apoyó sobre un brazo y se durmió instantáneamente. Sólo Clara permaneció largo rato despierta todavía, porque jamás había visto una cosa tan maravillosa como aquel dormitorio alumbrado por la luz de las estrellas, a las cuales no se cansaba de contemplar.
Es que Clara nunca había visto las estrellas, porque, de noche, jamás había salido de casa, y, dentro de ella, la servidumbre cerraba las cortinas de las ventanas mucho antes de la aparición de los astros nocturnos. Y ahora, cada vez que cerraba los ojos para dormir, volvía a abrirlos nuevamente, para ver si todavía estaban en el firmamento aquellas dos estrellas grandes que brillaban más que las otras y que tan singulares señas hacían, como había dicho Heidi. Así continuó hasta que el cansancio la rindió, pero aun en sueños seguía viendo aquellos dos luceros del cielo.