Heidi se precipitó al encuentro de su buen amigo. Éste la saludaba con la mano. Cuando la pequeña lo alcanzó, lo abrazó cariñosamente y exclamó conmovida:

—¡Buenos días, señor doctor! Y muchas, muchas gracias.

—¡Buenos días, Heidi, que Dios sea contigo! ¿Y por qué me das las gracias ya ahora? —preguntó el doctor sonriendo.

—Pues porque he podido volver a casa de mi abuelo.

El rostro del doctor resplandeció como iluminado por un rayo de sol. No había sospechado que le dieran tan buena acogida en los Alpes. Siempre sumido en sus tristes pensamientos y sintiéndose, más que nunca, muy solitario, había subido a la montaña sin advertir las bellezas de la Naturaleza, que aumentaban a medida que subía. Habíase dicho que lo más probable sería que la pequeña Heidi no lo reconociera, toda vez que lo había visto sólo de cuando en cuando. Además, tenía la impresión de que con su persona llevaba una decepción a la niña y que, naturalmente, no habían de recibirlo bien. Pero, muy al contrario, los ojos de Heidi brillaban de alegría y, llena de agradecimiento y de afecto, no le soltaba del brazo.

El doctor, con ternura paternal, cogió a la niña de la mano y le dijo:

—Vamos, Heidi, llévame junto a tu abuelo y enséñame tu casa.

Mas Heidi no se movía del sitio; con mirada de sorpresa miraba hacia el valle.

—¿Dónde están Clara y la abuelita? —preguntó por último.

—Sí, es verdad, he de decirte lo que ha de causarte pesar, como me entristece a mí —dijo el doctor—. He venido solo, Heidi. Clara estaba muy enferma y no podía ponerse en camino; por lo tanto, tampoco puede venir su abuela. Pero en la próxima primavera, cuando los días sean largos y el sol caliente más, entonces es seguro que vendrán.

Heidi se quedó quieta, muy decepcionada. No podía comprender que toda la alegría que de antemano experimentara se desvaneciera así de pronto. Permaneció inmóvil, como aturdida ante aquel golpe inesperado. El doctor guardó silencio; todo a su alrededor estaba quieto; sólo más arriba se oía el viento que sacudía los altos abetos. Súbitamente, Heidi recordó por qué había bajado corriendo la pendiente y que su buen amigo el doctor había venido a verla. Entonces alzó la vista y vio que sus ojos estaban tan tristes como nunca los tuviera allá en Francfort. La mirada de su buen amigo le llegó al corazón, porque Heidi no podía ver que nadie estuviera triste, y menos aquel hombre tan bondadoso. Seguramente el doctor sufría porque Clara y la abuelita no habían podido acompañarlo, se dijo Heidi, y en seguida buscó un consuelo y lo halló.

—¡Oh, no tardará en llegar la primavera —dijo en tono consolador—, y entonces vendrán, con toda seguridad! Aquí, en las montañas, el tiempo pasa muy rápido y, además, viniendo en primavera, pueden permanecer más tiempo y Clara seguramente lo preferirá mejor así. Ahora, vámonos a ver al abuelito.

Y poniendo su mano en la del buen amigo, empezó a subir la cuesta hacia la cabaña. Heidi tenía tanto deseo de devolver al doctor la alegría y la felicidad, que comenzó de nuevo a demostrarle cuán rápidamente pasaba el tiempo en los Alpes y que los largos y cálidos días del verano volverían muy pronto, mucho antes de que uno se diera cuenta. Hablaba con tanta convicción que se olvidó de la decepción que sufriera poco antes y, apenas vio a su abuelo, empezó a gritar alegremente:

—Todavía no han venido, pero el tiempo pasará rápidamente y entonces vendrán.

El doctor no era para el abuelo un desconocido, pues la niña había hablado de él muchas veces. El Viejo tendió, pues, la mano al recién llegado y lo saludó con gran cordialidad. Luego los dos hombres se sentaron en el banco delante de la casa, dejando un pequeño lugar para Heidi, a la que el doctor hizo señas para que se sentara a su lado. Contó a los dos cómo el señor Sesemann lo había animado para hacer el viaje y cómo él mismo había encontrado que la excursión le podría sentar muy bien, porque desde hacía algún tiempo su salud no era muy buena. Luego, volviéndose a Heidi, le dijo al oído que pronto vería llegar una cosa que había venido con él desde Francfort y que le causaría, seguramente, mucha más alegría que el viejo doctor. Heidi se mostró muy intrigada, y hubiera querido saber en seguida de qué se trataba.

El Viejo trató de convencer al doctor de que pasara allí en los Alpes aquellos hermosos días de otoño o que, por lo menos, subiese cada vez que el tiempo fuese bueno. Lamentaba no poder ofrecerle alojamiento en la cabaña porque no había medio de arreglarlo. Le aconsejó que no volviera al balneario de Ragatz, sino que tomara una habitación en Dörfli, por ejemplo, en la posada del pueblo, la cual, aunque sencilla y modesta, era agradable y limpia. De este modo el doctor podría subir todas las mañanas a la montaña, lo que no podría menos de hacerle bien, aseguraba el Viejo muy convencido, y añadió que, además, él tendría sumo placer en servirle de guía para enseñarle las partes más elevadas de aquella región, donde hallarían sitios que seguramente serían de su agrado.

Mientras, el sol había ido remontándose en el cielo y señalaba el mediodía. El viento se había calmado y los abetos guardaban silencio desde hacía largo rato. El aire, que era delicioso y suave aún, a pesar de la altura en que se hallaba la cabaña, llevaba una agradable frescura hacia el banco soleado.

El Viejo se levantó al fin y entró un momento en la cabaña, de la cual salió con la mesa que colocó delante del banco.

—Ahora, Heidi, ve a buscar lo que hace falta para comer —dijo—. El señor doctor habrá de contentarse con lo que podemos ofrecerle, y si nuestra cocina es sencilla, el comedor, por lo menos, es una cosa que se puede ver.

—Soy de la misma opinión —repuso el doctor, mirando hacia el valle inundado de sol—, y acepto gustoso la invitación. Aquí arriba la comida ha de saber bien.

Heidi iba y venía, ágil como una ardilla, y llevó todo lo que encontraba en el armario, porque, para ella, era una gran alegría poder ofrecer hospitalidad al doctor. El abuelo, mientras tanto, preparó la colación y no tardó en salir de la cabaña con la cacerola de leche caliente y el queso tostado de color de oro. Luego cortó largas y delgadas lonjas de carne de un color rojo, que él mismo se encargaba de secar al aire. El doctor halló la comida tan excelente que declaró con entusiasmo que en todo el año no había comido tan bien.

—Sí, sí, es preciso que nuestra Clara venga sin falta. Aquí puede adquirir nuevas fuerzas y, si come durante una temporada como acabo de comer yo, se pondrá robusta y lozana como no lo ha estado en su vida.

En aquel momento apareció en el sendero del valle un hombre que llevaba un gran fardo. Cuando llegó delante de la cabaña, se detuvo jadeante, dejó caer su carga en tierra y aspiró anhelante el aire fresco de la montaña.

—¡Ah, ya está aquí lo que ha venido conmigo desde Francfort! —exclamó el doctor, y se levantó para conducir a Heidi cerca del fardo.

Comenzó a deshacerlo y, cuando hubo quitado el primer envoltorio, que era el más grueso, dijo:

—Ahora, pequeña, te toca a ti continuar la obra. Saca tú misma tus tesoros.

Heidi obedeció y, a medida que el fardo se deshacía, contemplaba con ojos asombrados el contenido. El doctor se acercó de nuevo y, quitando la tapa de la caja grande, enseñó a Heidi lo que había dentro, diciendo:

—¡Fíjate en lo que hay aquí para que la abuela lo tome con su café!

Sólo entonces recobró la niña el habla y exclamó fuera de sí de alegría:

—¡Oh, ahora la abuelita podrá también comer pasteles!

Y se puso a saltar y a brincar alrededor de la caja; quería a todo trance volver a hacer el paquete para llevarlo todo a la choza de la abuela de Pedro. Pero el Viejo se opuso y decidió que iría más tarde, hacia el atardecer, cuando acompañasen al doctor. Heidi volvió a la obra; no tardó en descubrir el saquito de tabaco y lo llevó en seguida al abuelo, el cual se mostró muy satisfecho y en seguida llenó su pipa con parte del regalo. Luego, los dos hombres, sentados en el banco y lanzando ambos grandes nubes de humo, empezaron una animada conversación, mientras Heidi iba y venía sin cesar de uno a otro de sus tesoros. De pronto se dirigió a los interlocutores, se colocó delante de su amigo y, cuando advirtió una pausa en la conversación, declaró en tono perentorio:

—No, eso no me ha causado más alegría que la llegada de mi amigo el doctor.

Los dos hombres no pudieron menos de echarse a reír, y el doctor aseguró muy formalmente que no lo hubiese creído.

Cuando el sol estaba a punto de desaparecer detrás de las altas cumbres de las montañas, el visitante se levantó para descender a Dörfli, donde había decidido buscarse alojamiento. El abuelo tomó la caja de los pasteles debajo del brazo, así como el enorme salchichón y el chal, mientras que Heidi se cogió de la mano de su amigo, y así bajaron los tres hasta la choza de Pedro, el cabrero, donde se despidieron. Heidi debía entrar a ver a la abuela y allí esperaría el regreso del Viejo, que quería acompañar al doctor hasta Dörfli. Cuando el doctor tendió la mano a la niña para despedirse de ella, Heidi le dijo:

—¿Le gustaría subir mañana a los prados, con las cabritas?

—Muy bien, Heidi, iremos juntos —respondió aquél.

Los dos hombres continuaron su camino y Heidi entró en la choza de la abuela. Primero llevó allí, no sin grandes fatigas, la enorme caja de pasteles; luego se vio obligada a volver a salir, porque el abuelo había colocado las cosas delante de la puerta, para buscar el salchichón y el chal. Llevó las tres cosas lo más cerca posible de la abuela para que ésta pudiera tocarlas con la mano y darse cuenta de lo que eran. En cuanto al chal, ella misma se lo colocó sobre las rodillas.

—Todo esto viene de Francfort, de parte de Clara y de su abuela —explicó a la asombrada anciana y a Brígida, a quien la sorpresa había paralizado brazos y piernas y estaba mirando, sin moverse, cómo se esforzaba Heidi por entrar aquellos grandes objetos.

—Pero ¿verdad, abuelita, que los pasteles te gustan mucho? Tócalos y verás qué tiernos son —decía la niña.

—Sí, sí, Heidi —respondió la anciana—. ¡Qué personas tan amables! —Y pasando nuevamente la mano sobre el suave tejido del chal, dijo—: ¡Esto sí que es una cosa preciosa para el invierno! ¡Jamás en la vida hubiera creído que yo iba a poseer una cosa tan maravillosa!

Heidi, sin embargo, extrañaba grandemente que la abuela He alegrase más por el chal que por los pasteles. Brígida seguía admirando el salchichón gigantesco, y lo miraba con cierto respeto. No había visto nunca un embutido de aquel tamaño. ¿Era verdaderamente suyo? ¿Podría ella cortarlo? Tal ventura le parecía increíble. Y movía la cabeza expresando sus dudas al decir:

—Será necesario preguntar al Viejo qué significa esto.

Pero Heidi respondió sin vacilación:

—Esto no significa otra cosa sino que se ha de comer.

En aquel momento entró Pedro en la cabaña, tropezando, como siempre, con todo.

—El Viejo sube detrás de mí y Heidi ha de…

No pudo continuar. Su mirada había caído sobre la mesa y, a la vista del salchichón, se sobrecogió de tal modo que no encontraba palabras que decir. No obstante, Heidi había entendido el mensaje inacabado y se dio prisa en despedirse de la abuela.

Sin embargo, el Viejo ya no pasaba, como antes, por delante de la choza sin entrar a saludar a la anciana; a ésta le gustaba oír el paso de aquél, porque siempre le decía algunas frases de consuelo. Mas aquella noche se hacía tarde para Heidi, que siempre se levantaba al rayar el alba, y el abuelo, decidido a que a la niña no le faltara el descanso, se limitó a llamarla desde la puerta, deseando a la anciana que pasara buena noche. Luego cogió a Heidi de la mano, cuando ésta se acercó saltando como siempre, y así caminaron los dos amparados por el firmamento lleno de estrellas, hacia la apacible cabaña.