Y tomando a Heidi de la mano, comenzaron el descenso de la montaña. Las campanas repicaban en todo el valle, cada vez más fuertes a medida que se iban aproximando. Heidi escuchaba embelesada:

—¿Oyes, abuelito? Es como una gran fiesta —exclamó.

En la iglesia de Dörfli estaba ya casi todo el pueblo cuando el abuelo entró de la mano de Heidi y se sentó en la última hilera de sillas. La asamblea ya había empezado a cantar, pero un feligrés que estaba sentado cerca los vio y dijo a su vecino:

—¿Te has fijado? ¡Es el Viejo de los Alpes!

La voz fue corriendo hasta que el murmullo se hizo general.

—¡El Viejo de los Alpes! ¡El Viejo de los Alpes!

Las mujeres se volvieron casi todas y casi todas desafinaron. Pero cuando el pastor subió al púlpito y comenzó a predicar, cesó la distracción, pues en sus palabras había tanto calor, tantas alabanzas y agradecimiento, que todos tuvieron el sentimiento de que algo muy feliz acababa de producirse. Al terminar el oficio religioso, el Viejo de los Alpes cogió a la niña de la mano y se dirigió al presbiterio. Todos los que en aquel momento salían o estaban ya fuera, le siguieron con la mirada para ver si en efecto entraba en la casa parroquial. La gente se agrupó y comenzó a comentar animadamente la inesperada aparición del anciano en la iglesia. Todas las miradas se fijaban con curiosidad en la puerta del presbiterio y todos se preguntaban si saldría furioso con el pastor, o al contrario alegre y en paz: nadie sabía lo que había empujado el Viejo de los Alpes a bajar y qué había detrás de eso.

Sin embargo, en la mente de muchos se empezaba a efectuar un cambio. Uno dijo:

—A lo mejor, el Viejo de los Alpes no es tan terrible como se cuenta. No hay más que ver de qué manera coge la mano de la niña.

Otro añadió:

—Es lo que yo he dicho siempre. A buen seguro que no iría a visitar al pastor si tan malo fuera, pues le daría miedo. ¡Siempre se exagera!

El panadero ponderó:

—¿No os lo dije? Si tan terrible fuera, ¿dejaría una niña una casa donde tiene todo cuanto pueda desear para reunirse con su abuelo?

Esta buena disposición de ánimo hacia el Viejo de los Alpes se comunicó muy pronto a los demás grupos. Las mujeres también se acercaron y relataron lo que habían oído decir a Brígida y a la abuela; según ellas, el Viejo de los Alpes era muy distinto de lo que la gente pensaba. Al fin, los habitantes de Dörfli tenían cada vez más la sensación de que ahora todos estaban reunidos para dar la bienvenida a un amigo que estuvo ausente mucho tiempo.

Entre tanto el Viejo de los Alpes había entrado en el presbiterio, llamando a la puerta del cuarto del pastor. Éste abrió y, al verle, no demostró la menor sorpresa. Se hubiera dicho, por el contrario, que le esperaba. Por lo visto, su inusitada aparición en la iglesia no le había pasado inadvertida. Tomó la mano del anciano y la estrechó calurosamente; éste permaneció silencioso, incapaz de articular una sola palabra, pues no esperaba que le dispensara semejante recibimiento.

Al fin se repuso y dijo:

—Vengo a suplicar al señor pastor que olvide las palabras que le dirigí allá, en la montaña, y no me guarde rencor si me he negado a admitir sus buenos consejos. Estaba usted en lo cierto. El equivocado era yo. Pero, desde ahora, seguiré sus consejos y durante el invierno viviré en Dörfli, pues el invierno allí arriba es demasiado duro para la niña. Y si la gente del pueblo me mira con desconfianza, me resignaré, pues reconozco que no merezco otra cosa… Pero, usted, señor pastor, confía en mí, estoy seguro.

Los ojos del pastor brillaban de alegría. Volvió a tomar la mano del anciano y, estrechándola entre las suyas, le dijo emocionado:

—Vecino, usted fue a la verdadera iglesia, la de Dios, antes de bajar a la mía y me alegro mucho. No se arrepentirá usted de haber venido a vivir entre nosotros. En mi casa será usted siempre bien recibido, como amigo y como vecino, y nos lo pasaremos bien durante las veladas de invierno, pues me gusta su compañía; en cuanto a Heidi, ya le encontraremos buenos amigos.

Dicho esto, el pastor acarició la crespa cabellera de Heidi y la cogió de la mano para acompañar a su abuelo hasta la puerta. En el umbral se despidió y toda la gente reunida allí pudo ver como el pastor estrechaba durante un largo momento la mano del Viejo de los Alpes, como si éste fuera un entrañable amigo del que cuesta separarse. Y apenas la puerta del presbiterio se cerró tras el pastor, la gente se apresuró a ir al encuentro del Viejo de los Alpes. Todos querían ser los primeros en saludarle. Tantas manos se le tendieron al mismo tiempo, que el anciano no supo cuál estrechar.

Uno le decía:

—¡Cuánto me alegro, Viejo, de que haya vuelto a vernos!

Otro decía:

—Hace mucho tiempo que deseaba hablar con usted un rato.

El tumulto creció y cuando el Viejo, contestando a todos los amables saludos, anunció que pensaba pasar el invierno en Dörfli, entre sus antiguas amistades, se armó un verdadero alboroto. Se hubiera dicho que el anciano era el personaje más estimado del pueblo y que éste lamentaba haber estado privado de su compañía durante tanto tiempo. La mayor parte acompañó al abuelo y a su nieta un buen trecho hacia arriba, y, al despedirse de él, todos quisieron obtener la seguridad de que el Viejo les haría una visita la próxima vez que bajara a Dörfli. Mientras éstos volvían al pueblo, el anciano se detuvo y les siguió con la mirada. Su rostro estaba iluminado por un cálido reflejo.

Heidi, que no cesaba de mirarle, le dijo toda contenta.

—¡Abuelo, jamás has estado tan guapo como hoy!

—¿Tú crees? —repuso el anciano sonriendo—. Pues, sabes, Heidi, nunca me he sentido tan feliz, y es porque me he reconciliado con Dios y con los hombres. Dios ha sido muy bueno al enviarte a mi lado.

Al llegar a la cabaña de Pedro el cabrero, el abuelo abrió la puerta y entró.

—¡Buenos días, abuela! —dijo sin vacilar—. ¡Me parece que habremos de remendar otra vez esta casita antes de que lleguen los vientos del otoño!

—Pero ¿es posible? ¿El Viejo de los Alpes? —exclamó la abuela, agradablemente sorprendida—. ¡Cuánto me alegro de vivir todavía para darle las gracias por todo el bien que me ha hecho! ¡Que Dios se lo pague! ¡Que Dios se lo pague!

Temblando de emoción, la abuela tendió la mano al abuelo y éste se la estrechó calurosamente.

—Tengo que hacerle un nuevo ruego —continuó la abuela—. Si algún daño le he hecho, no me castigue dejando partir a Heidi otra vez, antes de que mis huesos reposen allá abajo, junto a la iglesia. ¡Usted no sabe lo que esta niña significa para mí! —exclamó estrechando contra su pecho a Heidi, que se había acurrucado a su lado.

—No se preocupe, abuela —repuso el anciano tranquilizándola—. No quiero que semejante castigo caiga sobre usted ni sobre mí. Estaremos todos juntos y Dios quiera que durante mucho tiempo.

Brígida se llevó entonces al Viejo a un rincón de la estancia y, mostrándole el sombrero de plumas, le contó lo que había sucedido, añadiendo que no podía aceptar semejante regalo de la niña.

Pero el abuelo dirigió a Heidi una mirada de satisfacción y contestó:

—El sombrero es de ella; de modo que si no lo quiere, hace bien en dárselo a usted. Guárdelo, pues.

Esta inesperada respuesta llenó a Brígida de gozo.

—¡Pero si vale más de diez francos! —exclamó levantando el sombrero alegremente—. ¡Qué bendición nos ha traído de Frankfurt esta Heidi! Más de una vez he pensado que haría bien en enviar allí a Pedro para una temporada. ¿Qué le parece, abuelo?

En los ojos de éste apareció un destello de malicia. Repuso que el viaje no podría hacer daño al muchacho, pero que era preferible esperar una buena ocasión.

En ese instante, Pedro abrió la puerta después de haberla golpeado con tanta violencia con la cabeza, que toda la casa había vibrado. Llevaba mucha prisa. Jadeante, sin aliento, se detuvo en medio de la habitación y tendió una carta. Aquello era un acontecimiento inusitado. ¡Una carta dirigida a Heidi! Se la habían entregado al muchacho en la estafeta de Dörfli.

Todos se sentaron alrededor de la mesa sorprendidos, y Heidi, abriendo la carta, la leyó en voz alta sin vacilar. Era de Clara Sesemann, la cual contaba a Heidi que desde su partida reinaba en la casa un gran aburrimiento y que ya no lo aguantaba más. Así pues había convencido a su padre para que la dejara ir en el otoño a Ragatz. Su abuelita la acompañaría a hacer una visita a Heidi y a su abuelo. Además, su abuela le mandaba decir que Heidi había hecho muy bien en llevarle los panecillos a la abuela de Pedro y que, para que no se los comiera a secas, le enviaba café, el cual ya estaba en camino. Añadía que Heidi habría de llevarla a casa de la abuela de Pedro cuando ella fuera a los Alpes, en otoño.

Tan agradables eran estas noticias y tanto podía hablarse sobre ellas, pues todos estaban interesados en el asunto, que el abuelo no se dio cuenta de que era ya muy tarde. La perspectiva de los días venideros les llenaba de felicidad. La dicha de estar juntos en este momento era aún más grande y la abuela exclamó:

—Lo más hermoso de todo es la visita de un viejo amigo que viene a estrecharnos la mano como antes. Nos deja en el corazón el sentimiento de que alguna vez volvemos a encontrar todo lo que amábamos. Volverá usted pronto, ¿verdad, abuelo? Y la niña, mañana mismo, ¿no es cierto?

Con un apretón de manos, le prometieron que sí. Pero ahora era preciso separarse y el abuelo reanudó con Heidi el camino de las alturas. Las mismas campanas que por la mañana les llamaron del valle, les acompañaron ahora con su apacible toque del Ángelus hasta que llegaron a la cabaña, que, bajo el sol poniente, tenía un aire de fiesta.

Cuando la abuelita de Clara fuera en el otoño, tanto Heidi como la abuela de Pedro recibirían más de una alegría y más de una sorpresa. Y en el henal acabaría por haber una verdadera cama, pues bastaba que la abuela de Clara fuera a un sitio para que en él se estableciera el orden y todo marchara bien, tanto por dentro como por fuera.