El anciano callaba. Sus ojos se humedecieron por primera vez desde hacía años y tuvo que quitarse las lágrimas con el revés de la manga. Por fin se desasió de la niña, la sentó sobre sus rodillas y, contemplándola un momento, dijo:

—Así que has vuelto, Heidi. ¿Cómo es eso? ¡No estás muy elegante que digamos! ¿Acaso te han despedido?

—¡Oh, no, abuelo! —empezó Heidi, muy animada—. ¡No creas eso! Todos han sido muy buenos conmigo, Clara, su abuela y el señor Sesemann. Pero verás, abuelo, ya no podía más, tenía que volver a tu lado y muchas veces me parecía que me ahogaba de pena. Pero nunca hubiese dicho nada, no quería ser ingrata. Y de pronto, una mañana me llamó el señor Sesemann muy temprano, creo que el doctor fue la causa, pero eso debe de estar en la carta… —Y extrajo de la cesta el cartucho y la carta, dando ambas cosas a su abuelo.

—Esto es tuyo —dijo éste, mientras colocaba el cartucho sobre el banco. Luego cogió la carta y la leyó; después, sin decir una palabra, la guardó en el bolsillo.

—¿Crees que aún te gustará beber nuestra leche, Heidi? —preguntó, tomando a la niña de la mano para entrar con ella en la cabaña—, pero coge el dinero; es tanto que podrás comprarte una cama y además ropa durante muchos años.

—No, no lo necesito, abuelo —aseguró Heidi—; la cama ya la tengo y Clara me ha dado tantos vestidos, que seguramente no necesitaré comprarme nunca más.

—Cógelo de todos modos y guárdalo en el armario. Alguna ve/, te vendrá bien.

Heidi obedeció y corrió detrás del abuelo, que había entrado en la cabaña. Allí la niña brincó de alegría de un rincón a otro y por fin subió la escalera que conducía al henal. Pero allí se quedó perpleja.

—¡Oh, abuelo, ya no tengo mi cama! —exclamó.

—Ya volverás a tenerla —sonó la voz del anciano desde abajo—. No sabía que habías de volver. Pero ahora baja y toma la leche.

Heidi bajó y se sentó en el taburete alto que el abuelo hizo para ella, cogió el tazón y bebió con avidez, como si nunca hubiese gustado cosa tan buena. Cuando dejó el tazón, dijo con un profundo suspiro:

—¡Abuelo, como nuestra leche de la montaña no hay nada en el mundo!

De pronto sonó un agudo silbido y Heidi salió como una flecha afuera. De la montaña bajaba todo el hatajo de cabras, saltando y brincando, con Pedro en medio de ellas. Al ver a Heidi, se quedó como clavado en el suelo y la miró mudo de asombro. Heidi habló primero:

—Buenas tardes, Pedro —dijo. Y se precipitó en medio de las cabras, exclamando—: ¡Blanquita, Diana!, ¿os acordáis de mí?

Las cabritas debieron de reconocer su voz, porque la rozaban con la cabeza y balaban de alegría. Heidi las llamó a todas por sus nombres y todas corrieron como locas, apretujándose contra ella. La impaciente Cascabel dio un salto por encima de dos cabras para aproximarse más rápidamente, y también la tímida Blancanieves empujó a un lado con inusitada terquedad al macho llamado Gran Turco, amo y señor del hatajo, que se quedó mirándola con sorpresa a causa del inaudito atrevimiento, alzando las barbas para demostrar quién era.

Heidi no cabía en sí de felicidad por estar de nuevo con sus amigas. Abrazaba una y otra vez a la dulce Blancanieves y acarició a Cascabel, la impetuosa. Se dejó empujar de un lado a otro por los cariñosos animales hasta que llegó cerca de Pedro, quien no se había movido de su sitio.

—¡Ven, Pedro, ven a saludarme! —exclamó Heidi.

—Pero ¿has vuelto? —logró por fin decir Pedro.

Acercándose, cogió la mano que ésta hacía rato le tendía, y preguntó, como siempre había preguntado cuando regresaba al caer la tarde:

—¿Vendrás mañana conmigo?

—No, mañana aún no, porque he de ir a ver a la abuela; tal vez iré contigo pasado mañana.

—Está bien que hayas vuelto —dijo Pedro y su rostro se transfiguró en una inmensa mueca de alegría.

En seguida se dispuso a bajar la montaña, pero hoy le costaba más trabajo que nunca reunir todas las cabras, pues apenas las había obligado, con ruegos y amenazas, a ponerse a su lado y Heidi se marchaba con Diana y Blanquita rodeándolas con los brazos, cuando todas se dispersaron nuevamente y se fueron corriendo detrás de la niña. Para remediarlo, Heidi tuvo que encerrarse con las dos cabritas en el establo, porque de otro modo Pedro no hubiese podido marcharse nunca con su hatajo.

Cuando la niña volvió a entrar en la cabaña vio que el abuelo había arreglado nuevamente su lecho, que era fragante y blando, pues el heno era de reciente cosecha. Sobre él estaban extendidas cuidadosamente las blancas sábanas y Heidi se acostó entre ellas con gran placer y durmió maravillosamente bien, como no lo había hecho en un año.

Durante la noche, el abuelo se levantó lo menos diez veces para subir la escalera y escuchar si la niña dormía tranquilamente. También comprobó que la abertura del tragaluz, que había llenado de heno para que no entrara ningún rayo de luna, siguiera bien tapada. Pero Heidi durmió sosegadamente y no se levantó a dar paseos nocturnos como en la otra casa, pues ahora su nostalgia estaba apaciguada. Había vuelto a ver sus montañas en el fulgor del crepúsculo, y oído el susurro del viento en los abetos.

Por fin había vuelto a su casa, al lado de su abuelo, en la cabaña de los Alpes.