Al fin, un día, no pudo más. Se apresuró a envolver los panecillos en el gran pañuelo rojo, se puso el viejo sombrerito de paja y se dispuso a partir. Pero en la puerta de la calle surgió un gran obstáculo: la señorita Rottenmeier en aquel momento volvía de un paseo. Al ver a la niña se detuvo y la miró de pies a cabeza, muda de asombro. Se fijó especialmente en el hato que llevaba. Finalmente estalló:

—¿Qué significa esta nueva expedición? ¿No te he prohibido terminantemente que vayas a vagar por las calles? ¿Entonces, cómo te atreves a insistir? ¡Disfrazada de esta manera, pareces una vagabunda!

—No quería vagar por las calles. Sólo quería volver a mi casa —repuso Heidi, a la que empezaba a asustarle la señorita Rottenmeier.

—¿Cómo? ¿Qué oigo? ¿Volver a tu casa? —continuó la señorita Rottenmeier retorciéndose las manos—. ¿Huir? ¡Oh, si el señor Sesemann lo supiera! ¡Huir de su casa! ¡Más te vale que no se entere nunca! ¿Y qué es lo que te disgusta de esta casa? ¿No estás aquí mejor tratada de lo que te mereces? ¿Qué te falta? ¿Has tenido jamás una casa, una mesa, un servicio como los que aquí tienes? ¡Responde!

—No —contestó Heidi.

—¡Ya lo sabía! No te falta nada. Nada absolutamente. ¡Eres una criatura ingrata! Y tan bien se te trata que no sabes qué tontería inventar.

Entonces todo aquello que Heidi tenía en el fondo del corazón, le salió de golpe y exclamó:

—Sólo quiero irme a mi casa. Porque cuando yo no estoy, Blancanieves está triste, y la abuela me espera, y Pedro pegará a Cascabel si no recibe su porción de queso. ¡Además, aquí no se puede ver el sol ni decir buenas noches a las montañas! Si algún gavilán pasara por encima de Frankfurt, graznaría con todas sus fuerzas al ver como tanta gente se amontona aquí en vez de irse a la montaña donde se vive tan bien.

—¡Misericordia! ¡Esta niña se ha vuelto loca! —gritó la señorita Rottenmeier lanzándose escaleras arriba, donde chocó violentamente contra Sebastián, que bajaba— ¡Haga subir enseguida a esta desgraciada criatura! —exclamó frotándose la frente.

—Sí, sí, está bien, en seguida voy —contestó Sebastián frotándose el mismo sitio, porque el golpe había sido duro.

Heidi no se había movido. Sus ojos fulguraban. Estaba presa de una emoción tan violenta que le temblaba todo el cuerpo.

—¿Vaya, nos hemos metido en otro lío? —preguntó Sebastián sonriendo, pero cuando vio la expresión de Heidi, que parecía tan trastornada, le dio un amistoso golpecito en la espalda y la consoló:

—¡Bah! No lo tome tan a pecho, señorita. ¡Más vale reírse! A mí la señorita Rottenmeier también me trata severamente, pero no hay que dejarse intimidar. Veo que la señorita no quiere moverse. Vamos, tenemos que subir, ella lo ha mandado.

Heidi obedeció y subió la escalera, pero lentamente y sin hacer ruido, lo que estaba fuera de sus costumbres. Sebastián sentía pena por ella e intentaba darle ánimos:

—No se deje abatir. No se ponga triste. ¡Usted siempre ha sido tan valiente y razonable! Y jamás ha llorado desde que está en nuestra casa; en cambio, otras pequeñas señoritas de su edad suelen llorar una docena de veces al día, ya se sabe. Además, están los gatitos. Si los viera: corren y juguetean como locos. Iremos juntos a verlos, cuando esa dama se haya marchado, ¿de acuerdo?

Heidi asintió con la cabeza tan tristemente, que a Sebastián se le encogió el corazón y le dirigió una mirada compasiva mientras ella iba a su cuarto.

Durante la cena, la señorita Rottenmeier no despegó los labios, pero la miraba frecuentemente con recelo, como si temiera verla hacer de un momento a otro alguna trastada. Pero Heidi, después de haberse guardado, como todos los días, el pan en el bolsillo, permaneció inmóvil y silenciosa sin comer ni beber.

A la mañana siguiente, cuando el profesor apareció en lo alto de la escalera, la señorita Rottenmeier le condujo al comedor con aire misterioso y, presa de una gran agitación, le expuso sus preocupaciones; tenía fundados motivos para creer que la niña no andaba bien de la cabeza, ya por el cambio de aire y de costumbres, ya a causa de las nuevas impresiones recibidas. Y le contó el intento de fuga de la niña y las extrañas palabras que profirió. Pero el profesor la tranquilizó, asegurándole que si, por una parte, había en efecto observado en Adelaida ciertas excentricidades, por otra también pudo comprobar que tenía mucho sentido común merced al cual, poco a poco y en un desenvolvimiento gradual de sus facultades, podía esperarse restablecer el equilibrio espiritual de la niña. Lo que a él le inquietaba más era que no pudiera llegar al fin del alfabeto, mostrándose incapaz de aprender las letras.

Tras esta conversación la señorita Rottenmeier se sintió más tranquila y mandó al profesor junto a sus alumnas. Al final de la tarde se acordó del atuendo que Heidi llevaba cuando se disponía a marcharse. Decidió arreglar un poco su guardarropa, poniendo en él algunos vestidos de Clara, antes de que llegara el señor Sesemann. Se lo comentó a Clara, quien estuvo de acuerdo en regalarle muchos vestidos y sombreros. La señorita Rottenmeier fue a la habitación de Heidi para determinar lo que debía conservar y lo que era preciso tirar. Pero no tardó en volver con gesto horrorizado.

—¡Qué acabo de descubrir! ¡Adelaida! —exclamó— ¡Jamás vi cosa semejante! ¿Qué he encontrado en tu armario, un armario que sólo es para guardar ropa? He encontrado un montón de panecillos. ¡Panecillos, Clara, en el armario! ¡Y qué montón! ¡Tinette! —añadió abriendo la puerta—, vaya a sacar del armario de Adelaida todo el pan duro que hay allí y eche al mismo tiempo el sombrero de paja abollado que encontrará sobre la mesa.

—No, no —gritó Heidi—, quiero guardar mi sombrero y los panecillos también: son para la abuela.

Heidi quiso correr detrás de Tinette para impedírselo, pero la señorita Rottenmeier la retuvo cogiéndola de un brazo y diciéndole en un tono que no admitía réplica.

—¡Tú te quedas aquí mientras Tinette tira todas esas porquerías!

Entonces, Heidi se dejó caer al lado del sillón de Clara y prorrumpió en sollozos. En medio de éstos, cada vez más violentos, no cesaba de repetir con palabras entrecortadas:

—Ahora la abuela ya no tendrá panecillos. Eran para la abuela - y seguía llorando como si su corazón fuese a desgarrarse.

La señorita Rottenmeier se apresuró a alejarse. Ante semejante estado de desesperación, Clara se asustó.

—¡Heidi, Heidi, no llores! —dijo en tono suplicante—. ¡Escúchame! ¡No te desesperes! Cuando te vayas, te prometo darte todos los panecillos que quieras para la abuela, y serán tiernos y frescos. Los tuyos se hubieran hecho duros, si es que no lo estaban ya. ¡Vamos, Heidi, no llores!

Heidi tardó un buen rato en calmarse, pero al fin comprendió el consuelo que le ofrecía Clara y se atuvo a él, pues de otro modo no hubiera acabado nunca de llorar. Necesitaba asegurarse que el ofrecimiento de Clara iba en serio y volvió a preguntar, entre sus últimos sollozos:

—¿De verdad me darás tantos panecillos como ya tenía recogidos para la abuela?

Clara la animó, repitiendo:

—Claro que sí, tantos o más. Pero no llores más.

Cuando se sentó en la mesa para cenar, Heidi tenía aún los ojos enrojecidos y al ver el panecillo que estaba sobre el mantel, un nuevo sollozo le subió a la garganta. Pero se aguantó, porque sabía que en la mesa debía comportarse. Sebastián le hacía extrañas señas cada vez que se aproximaba a ella. Tan pronto indicaba su cabeza como la de la niña, guiñando un ojo como queriéndole decir:

—¡Ánimo! Lo he visto todo y lo he podido arreglar. Cuando Heidi entró en su habitación para acostarse, descubrió su viejo sombrerito de paja debajo de la manta. Estaba tan contenta que lo estrechó entre sus brazos y lo aplastó un poco más de lo que estaba. Después, tras haberlo envuelto en el pañuelo rojo, lo ocultó cuidadosamente en el último rincón de su armario. Era Sebastián el que lo había puesto bajo la manta. Se hallaba en el comedor cuando la señorita Rottenmeier llamó a Tinette y había oído el grito de desesperación de Heidi. Siguió a la doncella y cuando ésta salió del cuarto con el sombrero y los panecillos, se apoderó de aquél, diciendo:

—¡Yo me encargo de tirarlo!

Y lo puso en lugar seguro. Era lo que le había querido dar a entender por señas mientras cenaban.