Hay cierta confusión en la casa Sesemann.

A la mañana siguiente, apenas Sebastián acababa de abrir la puerta al profesor y de conducirlo a la sala de estudio, sonó por segunda vez la campana, con tanta fuerza, que el criado echó a correr escaleras abajo, porque pensaba: «Sólo el señor Sesemann llama así. Será él, que, sin duda, ha llegado sin avisar».

Abrió la puerta y se encontró frente a un muchacho andrajoso que llevaba sobre la espalda un organillo.

—¿Qué significa esto? —exclamó Sebastián—. Vaya un modo de llamar. ¿Qué es lo que quieres?

—Quiero ver a Clara.

—¡Tú! ¡Con este aspecto! ¿Y no puedes decir «señorita Clara» como todo el mundo?

—Me debe cuarenta céntimos —repuso el muchacho.

—¡Tú has perdido la cabeza! ¿Y cómo sabes que vive en esta casa una señorita que se llama Clara?

—Ayer le enseñé el camino de ida por veinte céntimos y el de vuelta por otros veinte.

—¡Dices mentiras! La señorita Clara nunca sale de casa. No puede andar. Anda, vete y que no te vea más por aquí.

Pero el muchacho no se dejó intimidar. Permaneció inmóvil diciendo fríamente:

—¡Yo la vi ayer en la calle! Le puedo decir cómo es: tiene los cabellos negros, cortos y rizados; los ojos, del mismo color, y llevaba un vestido oscuro. No habla como nosotros.

«Ya veo —se dijo Sebastián, riendo para sus adentros—, es la pequeña señorita que ha vuelto a hacer alguna de las suyas». Después, haciendo pasar al muchacho, le dijo:

—Está bien. Sígueme y espera detrás de la puerta hasta que yo vuelva a salir. Si te hago entrar, toca algo en el organillo. Esto complacerá a la señorita.

Subió, llamó a la sala de estudio y entró.

—Hay un muchacho abajo que quiere hablar personalmente con la señorita Clara —dijo Sebastián.

Ante tan inesperado suceso, Clara se alegró.

—Entonces que entre en seguida —repuso—, ¿verdad, señor profesor?

Pero el muchacho, sin esperar a que le dieran permiso, se había introducido en la sala y, obedeciendo a una seña de Sebastián, comenzó a tocar el organillo. La señorita Rottenmeier, que estaba en el comedor para librarse de las lecciones del abecé, aguzó el oído. ¿Aquellos sonidos llegaban de la calle? ¡Qué curioso! ¡Se habría dicho que venían de la sala de estudio! ¡Un organillo en la casa!

Cruzó a toda prisa el comedor y abrió bruscamente la puerta de la sala de estudio. ¿Era posible? Había, en medio de la habitación, un andrajoso organillero que tocaba el instrumento con mucho entusiasmo. El profesor parecía querer decir algo, pero no se oía nada. Clara y Heidi escuchaban la música con caras de felicidad.

—¡Parad inmediatamente! —gritó la señorita Rottenmeier, pero la música cubría su voz. Se precipitó hacia el muchacho, pero de pronto, sintió que sus pies tropezaban con algo: un horrible animal negro se arrastraba por el suelo. ¡Era una tortuga! La señorita dio un salto como no lo había dado en muchísimos años y chilló:

—¡Sebastián! ¡Sebastián!

El órgano enmudeció instantáneamente, pues esta vez los gritos habían sido más fuertes que la música. Sebastián, de pie detrás de la puerta, era presa de un ataque de risa al ver los brincos que daba el ama de llaves. Al fin, pudo entrar. La señorita Rottenmeier se había derrumbado en un sillón.

—¡Sebastián, que se vayan todos: músicos y animales! ¡Inmediatamente!

Sebastián se apresuró a obedecer. Hizo salir al muchacho, que había recogido rápidamente su tortuga, y le puso unas monedas en la mano, diciendo:

—Toma: los cuarenta céntimos de la señorita Clara y otros cuarenta por haber tocado tan bien.

Después le acompañó hasta la calle y cerró la puerta.

La calma volvió a reinar en la sala de estudio. Se había reanudado la lección interrumpida y la señorita Rottenmeier se había quedado en la misma sala para que no volvieran a suceder semejantes calamidades. Había resuelto también informarse, una vez las lecciones hubiesen concluido, de las causas del escándalo para castigar al autor como se merecía.

En aquel momento volvió a sonar la campana de la puerta y Sebastián entró para anunciar que habían traído una cesta para la señorita Clara.

—¿Para mí? —preguntó ésta intrigada y pensando de quién podía ser—. Tráigamela en seguida por favor, Sebastián.

Sebastián se fue y reapareció momentos después con una gran cesta tapada. La dejó y desapareció.

—Opino que sería conveniente terminar ahora la lección y después destapar la cesta —manifestó la señorita Rottenmeier.

Pero Clara, que no podía adivinar lo que contenía la cesta, no cesaba de dirigirle miradas impacientes.

—Señor profesor —exclamó de pronto, interrumpiéndose en medio de una declinación—, ¿no podría destapar la cesta un momentito para ver lo que hay dentro y después continuaría en seguida la lección?

—Por un lado accedería, pero, por el otro, me opondría —repuso el profesor—. Lo que especialmente hace que me incline por lo primero, es que toda vuestra atención ya está concentrada en la cesta…

No tuvo tiempo de acabar su discurso. La tapa de la cesta no estaba bien cerrada y de golpe aparecieron uno, dos, tres gatitos, seguidos de otros, que echaron a correr por toda la habitación con tal rapidez que se hubiera dicho que había muchos más de los que en realidad eran. Se agarraban a las botas del profesor, mordisqueaban sus pantalones, se encaramaban a la falda de la señorita Rottenmeier, le hacían cosquillas en los pies, saltaban alrededor del sillón de Clara, arañaban y maullaban. ¡Un verdadero barullo! Clara se sentía feliz como nunca y no cesaba de exclamar:

—¡Oh, qué preciosidad de animalitos! ¡Mira cómo saltan por todos lados, qué divertido, mira, mira aquél, Heidi!

Heidi, no menos encantada que Clara, corría tras ellos por la habitación. El profesor, de pie ante la mesa, muy desconcertado, levantaba ora un pie ora el otro, para tratar de sustraerlos al desagradable hormigueo. En cuanto a la señorita Rottenmeier, seguía sentada en su sillón, muda de terror, pero después de un rato empezó a gritar con todas sus fuerzas: —¡Tinette! ¡Tinette! ¡Sebastián! ¡Sebastián!

No se atrevía a dejar su sillón, temiendo que a aquellos pequeños monstruos les diera por saltar sobre ella todos a un tiempo.

Sebastián y Tinette acudieron al fin, cazaron una por una las pequeñas criaturas, y las pusieron en la cesta. Después Sebastián se los llevó al granero, donde ya estaban instalados los dos hermanitos del día anterior.

Tampoco aquella mañana nadie había tenido ocasión de bostezar durante las lecciones. Por la tarde, la señorita Rottenmeier, ya repuesta de las emociones, reclamó la presencia de Sebastián y de Tinette para someterlos a un escrupuloso interrogatorio acerca de los incidentes que se habían producido en la casa. Se desprendió de ello que Heidi, con su salida del día anterior, había sido la causante de todo el barullo. La señorita Rottenmeier, pálida de rabia, no hallaba palabras para expresar sus sentimientos. Indicó por señas a Tinette y a Sebastián que se alejaran. Después, se volvió hacia Heidi, la cual estaba de pie al lado del sillón de Clara y no entendía muy bien qué mal había hecho.

—Adelaida —empezó la señorita Rottenmeier con voz severa—, no conozco más que un castigo que pueda causarte efecto, porque eres una pequeña salvaje. Ya veremos si en la oscuridad de la bodega, en compañía de las ratas y de los lagartos, aprendes a ser dócil y no se te vuelvan a ocurrir más locuras.

Heidi escuchó la sentencia sin conmoverse. La pequeña dependencia de la cabaña que su abuelo llamaba bodega, donde conservaba el queso y la leche, le parecía, por el contrario, un lugar atrayente. En cuanto a las lagartijas y a las ratas, no las había visto jamás. Fue Clara la que elevó la voz en son de queja.

—¡No, no, señorita Rottenmeier! Espere a que mi papá esté aquí. Ha escrito diciendo que va a llegar de un momento a otro. Se lo contaré todo y él decidirá lo que se debe hacer.

La señorita Rottenmeier no tuvo más remedio que doblegarse ante aquella orden, tanto más cuanto que estaba a punto de llegar el padre de Clara.

Se levantó pues, y dijo con tono seco:

—Está bien Clara, pero también yo hablaré con el señor Sesemann. —Y salió de la habitación.

Los siguientes días fueron de calma. Sin embargo, la señorita Rottenmeier no salía de su indignación. Cada vez que veía a Heidi, pensaba en el error que había cometido al hacerla venir a aquella casa. También estaba convencida de que, desde la llegada de la niña, todo se había desquiciado y jamás volvería a reinar el orden.

Clara, por el contrario, estaba muy contenta. Durante las lecciones ya no se aburría, pues Heidi hacía las cosas más divertidas del mundo. Confundía todas las letras del alfabeto sin lograr aprenderlas y cuando el profesor trataba de fijárselas en la memoria, comparando la forma de una letra con la de un pequeño cuerno o de un pico, Heidi exclamaba llena de gozo:

«¡Es una cabra!» o «¡eso es un gavilán!». Las descripciones del profesor despertaban en ella toda clase de imágenes, excepto las de las letras del alfabeto.

A finales de la tarde, Heidi se sentaba cerca del sillón de Clara y le relataba larga e incansablemente su vida en los altos pastos de los Alpes, hasta que la nostalgia de las montañas se apoderara de ella y terminaba invariablemente diciendo:

—¡Tengo que volver a mi casa! Mañana mismo me iré.

Pero Clara siempre lograba apaciguar esos accesos de tristeza y le hacía ver que era preferible que esperase la vuelta del señor Sesemann. Entonces se vería lo que convenía hacer. Heidi se dejaba convencer y cuando por fin se calmaba, reanudaba su charla con animación, porque tenía una perspectiva secreta: cada día que pasaba en Frankfurt significaba dos panecillos que aumentaban la provisión que guardaba para la abuela. En efecto, en todas las comidas, Heidi hallaba al lado de su plato un lindo panecillo muy blanco y muy tierno que se apresuraba a guardar en su bolsillo. No habría podido comérselo ella pensando que el de la abuela era negro y tan duro que no se le podía hincar el diente.

Todos los días, después de comer, Heidi permanecía una o dos horas en su cuarto, sentada en un rincón, sin osar moverse. En Frankfurt, estaba prohibido salir y correr como en los Alpes. Lo había entendido muy bien y ya no lo intentó. Tampoco podía salir al comedor para hablar un poco con Sebastián. La señorita Rottenmeier también se lo había prohibido. En cuanto a entablar conversación con Tinette, a Heidi ni se le pasaba por la cabeza. Evitaba encontrarse en su camino. La doncella la intimidaba y le hablaba con expresión irónica y burlona que la niña advertía perfectamente. Se quedaba, pues, sola y con tiempo más que sobrado para pensar en las montañas, que ya debían de estar verdeando, en las flores doradas, en la luz dorada del sol que hacía resplandecer todo cuanto había alrededor: la nieve, la montaña y, a lo lejos, el valle. A veces su nostalgia era tan grande que casi no lo podía soportar. ¿No le había asegurado tía Dete que podía volver a su casa cuando ella quisiera?