Ambos echaron a andar. En el camino, Heidi preguntó a su compañero qué era lo que llevaba en la espalda cubierto con un paño. El muchacho le explicó que era un órgano del que salía una preciosa música cuando se daba vueltas a la manivela. Llegaron a una vieja iglesia con su alto campanario. El muchacho se detuvo y dijo:

—Es aquí.

—Pero ¿cómo podré entrar? —preguntó Heidi viendo las grandes puertas cerradas.

—No sé —soltó.

—¿Crees que habrá que llamar con la campanilla como cuando se llama a Sebastián?

—No sé.

Heidi había descubierto una campanilla en la pared y se puso a tirar del cordón con todas sus fuerzas.

—Si subo, espérame abajo, si no, no sabré volver sola. Tendrás que enseñarme el camino.

—¿Qué me darás a cambio?

—¿Qué más quieres que te dé?

—Otros veinte céntimos.

De pronto una llave chirrió en la vieja cerradura y la puerta se abrió rechinando. Asomó un viejo que comenzó por mirar a los niños con estupefacción y luego les increpó, bastante furioso.

—¿Quién os ha dado permiso para llamar? ¿No sabéis leer lo que pone encima de la campanilla?: «Para los que quieran subir al campanario».

El muchacho señaló con el dedo a Heidi sin pronunciar palabra. Ésta repuso:

—¡Es lo que yo quería, subir al campanario!

—¿Y qué quieres hacer allá arriba? —preguntó el campanero—, ¿te envía alguien?

—No, sólo quiero subir para ver lo que hay abajo.

—¡Volved a casa y mucho cuidado con repetir estas bromas, la próxima vez os vais a enterar!

Dichas estas palabras, el campanero fue a cerrar la puerta, pero Heidi lo detuvo asiéndole de la chaqueta, y le suplicó:

—¡Sólo una vez!

El viejo giró la cabeza. Heidi tenía una mirada tan implorante que no pudo resistir. La tomó de la mano y le dijo amablemente:

—Si tanto lo deseas, ven conmigo.

El muchacho se sentó sobre las gradas de piedra delante de la puerta y con un gesto señaló que no quería acompañarla. Heidi, cogida de la mano del campanero, subió muchas, muchísimas escaleras, cada vez más estrechas. Después subieron una escalerilla más angosta aún y finalmente llegaron a lo alto del campanario. El campanero aupó a Heidi a la altura de la ventana abierta.

—Ya puedes mirar abajo —le dijo.

Heidi vio un mar de techos, torres y chimeneas. Retiró la cabeza y dijo con descorazonamiento:

—No es lo que yo creía.

—¿Lo ves? Una niña pequeña como tú no sabe apreciar esta vista. ¡Ven, vamos a bajar y no vuelvas a tirar de la campanilla otra vez!

El anciano dejó a Heidi en el suelo y ambos comenzaron a bajar, él delante. A mitad de camino, donde las escaleras se ensanchaban un poco, había una puerta que conducía a la habitación del campanero; a su lado el techo formaba una pendiente, juntándose con el piso. Allí, ante una cesta, había una gran gata gris, que comenzó a maullar amenazadoramente, porque en la cesta estaban sus crías y la madre advertía a los visitantes que no debían mezclarse en asuntos de familia. Heidi se detuvo sorprendida. En su vida había visto un gato tan grande. Había muchísimos ratones en el campanario y el animal cazaba con facilidad media docena cada día. El campanero, advirtiendo la sorpresa de Heidi, le dijo:

—Acércate. No te hará nada si estás conmigo. Puedes mirar los gatitos.

Heidi se acercó a la cesta y gritó, loca de alegría:

—¡Oh, qué bonitos son! ¡Qué chiquitines!

Se puso a dar vueltas alrededor de la cesta para ver mejor los siete u ocho mininos que se subían unos encima de los otros, trataban de encaramarse al borde de la cesta y caían de espaldas una y otra vez.

—¿Te gustaría tener uno? —preguntó el anciano, que disfrutaba viendo la alegría de la niña.

—¿Uno para mí sola? ¿Para tenerlo siempre? —exclamó sin poder dar crédito a lo que oía.

—Sí, sí, sólo para ti. Y si los quieres todos y tienes donde ponerlos, te los puedes llevar —añadió, ya que no deseaba otra cosa que deshacerse de los animales sin verse obligado a matarlos.

Heidi se sentía colmada de felicidad. Sin duda alguna que había sitio para ellos en la inmensa casa donde ahora vivía.

¡Oh, qué contenta se pondría Clara cuando la viera llegar con tan lindos gatitos!

—Pero ¿cómo podría llevármelos? —preguntó Heidi tendiendo la mano para coger uno.

La gran gata se arrojó entonces sobre su brazo y mayó con aire tan amenazador, que la niña retrocedió asustada.

—Si me dices dónde vives, yo te los llevaré —dijo el campanero acariciando a la gata para calmarla, pues eran buenos amigos. Hacía mucho tiempo que vivían juntos en el viejo campanario.

—Vivo en la casa del señor Sesemann, que en la puerta tiene una cabeza de perro dorada, con un gran anillo en la boca —repuso vivamente Heidi.

El anciano no necesitaba tantas explicaciones. Desde que vivía en el campanario conocía todas las viviendas de muchas leguas a la redonda; además, Sebastián era buen amigo suyo.

—Ya sé dónde es —repuso el viejo—. Dime, cuando lleve a los gatos, ¿por quién he de preguntar? Porque ¿tú no perteneces a la casa Sesemann, verdad?

—No, pero está Clara, que se alegrará mucho cuando vea los gatitos.

El campanero quería irse, pero Heidi no podía decidirse a dejar aquel espectáculo tan divertido.

—¡Si pudiera llevarme ahora uno o dos! Uno para mí y otro para Clara, ¿me deja?

—Espérate un momento —dijo el campanero.

Cogió la gata con precaución y la dejó en su habitación, delante de un platito de leche. Después cerró la puerta y volvió al lado de Heidi.

—Ahora toma los dos gatitos.

Los ojos de la niña brillaron de gozo. Escogió uno completamente blanco y otro con listas blancas y puso uno en el bolsillo derecho de su delantal, y el otro en el izquierdo. Después bajó la escalera. El muchacho seguía sentado en los escalones. Cuando el campanero hubo cerrado la puerta detrás de Heidi, ésta preguntó:

—¿Qué camino hay que tomar para volver a casa del señor Sesemann?

—No sé —contestó una vez más.

Heidi entonces le dio cuantos detalles conocía de la casa: la puerta de entrada, las ventanas, la escalera; pero el muchacho no hacía más que mover la cabeza negativamente. Todo aquello le era desconocido.

—Mira, si te asomas a una de las ventanas, se ve una casa grande y gris que tiene un tejado así —explicó Heidi marcando en el espacio varios zigzags con el dedo índice.

En seguida, el muchacho se puso en pie de un salto —tenía la misma forma de orientarse que ella— y se fue derecho hacia la casa, seguido de Heidi. En poco tiempo llegaron a la gran puerta adornada con una cabeza de perro de latón. Heidi tiró del cordón de la campanilla y apareció Sebastián, que, apenas vio a la niña, exclamó:

—¡De prisa, de prisa!

Heidi se apresuró a entrar y Sebastián cerró la puerta sin reparar en el muchacho que no salía de su asombro.

—De prisa, señorita —repitió Sebastián—, al comedor, ya están sentadas a la mesa. La señorita Rottenmeier está a punto de explotar.

Pero ¿cómo se le ha ocurrido hacer esta escapada?

Heidi entró en la habitación. La señorita Rottenmeier no levantó los ojos de su plato. Clara tampoco dijo nada. Ese silencio era inquietante. Sebastián colocó en su sitio la silla de Heidi. Cuando estuvo sentada, la señorita Rottenmeier le dijo con rostro severo y tono solemne:

—Adelaida, después de la comida he de hablar contigo. De momento te diré sólo que lo que has hecho es muy grave y merece castigo: marcharse de casa sin pedir permiso, sin decir nada a nadie, y andar por Dios sabe dónde toda la tarde, es una conducta en verdad sin precedentes.

—¡Miau! —se escuchó por toda respuesta.

Entonces la dama montó en cólera.

—¿Cómo, Adelaida? —gritó con una voz cada vez más aguda—. Después de hacer lo que has hecho, ¿aún te atreves a burlarte de mí? ¡Ojo con lo que haces: te lo advierto!

—Yo… —balbuceó Heidi.

—¡Miau, miau!

Sebastián casi dejó caer la fuente sobre la mesa y salió precipitadamente de la habitación.

—Esto es demasiado —dijo la señorita Rottenmeier con voz apagada—. Levántate y sal del comedor.

Heidi, aturdida, se levantó de su silla y trató aún de explicarse.

—Yo no soy…

—¡Miau! ¡Miau!

—Pero, Heidi —le dijo Clara—, ¿por qué haces «miau» si ves que eso disgusta a la señorita Rottenmeier?

—No soy yo la que lo hago, son los gatitos logró por fin decir Heidi.

—¿Cómo? ¿Qué dices? ¿Gatitos? —exclamó la señorita Rottenmeier—. ¡Sebastián! ¡Tinette! ¡Buscad a esos horribles animales! ¡Lleváoslos!

Y dicho esto, echó a correr hacia la sala de estudio y se encerró pasando el cerrojo para estar más segura, pues para la señorita Rottenmeier los gatos eran los más horribles animales de la creación. Sebastián, que estaba detrás de la puerta, hacía grandes esfuerzos para dominar su risa. Al acercarse a Heidi para servirla, había visto que por uno de sus bolsillos asomaba una cabeza de gato, y se imaginaba la escena que se iba a producir. Cuando por fin recobró la serenidad, entró en el comedor. Hacía un buen rato ya que la señorita Rottenmeier había huido pidiendo auxilio, y la calma había vuelto. Clara tenía los gatitos en el regazo y Heidi estaba arrodillada ante ella. Ambas jugaban, encantadas, con los graciosos animalitos.

—Sebastián —le dijo Clara al verle entrar—, necesitamos su ayuda. Tendría que encontrar un sitio para los gatos donde la señorita Rottenmeier no los pueda descubrir, porque les tiene mucho miedo y no los quiere en la casa. Pero nosotras los encontramos muy monos y nos gustaría quedárnoslos; los sacaremos del escondite cuando estemos solas. ¿Dónde podríamos guardarlos?

—Yo me encargo de eso, señorita Clara —se apresuró a responder Sebastián—. Les haré una camita en una cesta y la pondré en un rincón al que una dama temerosa no tratará de llegar, puede contar con ello.

Sebastián puso en el acto manos a la obra riendo para sus adentros, pues pensaba: «¡Esto no acabará aquí!». No le disgustaba ver a la señorita Rottenmeier perder la compostura.

Más tarde, a la hora de acostarse, la señorita Rottenmeier entreabrió la puerta de la sala de estudio y preguntó:

—¿Han desaparecido ya esos repulsivos animales?

—Naturalmente —respondió Sebastián, que se había quedado en la habitación, sabiendo que se le iba a hacer la pregunta.

Cogió rápidamente los dos gatitos que permanecían en el regazo de Clara y desapareció con ellos.

En cuanto al sermón que la señorita Rottenmeier reservaba para Heidi, fue dejado para el día siguiente, pues aquella noche se encontraba agotada por las emociones, la ira y el susto que la niña le había causado sin saberlo. Se retiró pues en silencio, y las dos niñas hicieron lo mismo, muy contentas de saber que sus gatitos estaban seguros en una buena cama.