Heidi se aproximó al sillón.

—¿Cómo te gusta más que te llamen, Heidi o Adelaida?

—Yo me llamo Heidi y nada más —contestó la niña.

—Entonces te llamaré siempre así —afirmó Clara—, el nombre me gusta, te sienta muy bien. No lo había oído jamás, pero tampoco había visto a ninguna niña que se pareciera a ti. ¿Siempre has tenido el pelo tan corto y tan rizado?

—Sí, creo que sí —respondió Heidi.

—¿Estás contenta de haber venido a Frankfurt? —siguió preguntando Clara.

—No, pero mañana volveré a casa y llevaré panecillos blancos a la abuela —explicó Heidi.

—¡Qué niña tan extraña eres! —exclamó Clara—. ¡Si te han traído a Frankfurt expresamente para que te quedes a mi lado y tomes lecciones conmigo! Verás, será muy divertido porque tú no sabes leer, por fin habrá algo nuevo durante las lecciones. A veces son muy aburridas y las mañanas no acaban nunca. Y es que todos los días, a las diez, viene el profesor y entonces comienzan las lecciones, que duran hasta las dos de la tarde. ¡Son muchas horas! A veces, el profesor acerca el libro a sus ojos como si de pronto se hubiera vuelto miope, pero de hecho es para poder bostezar detrás del libro, y la señorita Rottenmeier saca también de cuando en cuando su gran pañuelo y lo lleva a la cara como si se enterneciese a causa de lo que estamos leyendo; pero yo sé muy bien que también bosteza mucho detrás del pañuelo. Y entonces yo tengo muchas ganas también, naturalmente, pero me aguanto, porque en seguida que la señorita Rottenmeier me ve bostezar, dice que soy débil y me hace tomar el aceite de hígado de bacalao. Y créeme, tomar aceite de hígado de bacalao es lo más horrible que hay en el mundo y prefiero aguantarme las ganas de bostezar. Pero ahora será todo más divertido y podré escuchar cómo aprendes a leer.

Heidi movió enérgicamente la cabeza cuando oyó lo de aprender a leer.

—Sí, sí, Heidi, es preciso que aprendas. Todas las personas deben aprender a leer y el profesor es muy bueno, no se enfada nunca y te lo explicará todo. Lo que pasa es que, cuando explica algo, no se entiende nada; entonces hay que esperar y callar, porque si no lo vuelve a explicar y cada vez lo entiendes menos. Pero después, cuando has aprendido algo y lo sabes bien, entonces ya entiendes todo lo que había querido decir el profesor.

En aquel momento regresó la señorita Rottenmeier. No pudo alcanzar a Dete y estaba muy nerviosa, porque no había logrado decir todo lo que, en ese asunto, no se ajustaba a lo que se había acordado. Y como la idea había sido suya, no sabía qué hacer para volverse atrás, y se ponía cada vez más nerviosa. Salió de la sala de estudio y se fue al comedor, regresó y volvió allí, en donde la tomó con Sebastián, quien con sus redondos ojos examinaba la mesa que acababa de poner para ver si faltaba algo.

—Siga usted mañana sus reflexiones, Sebastián, y dese prisa en servir la mesa.

Dicho lo cual se dirigió a la puerta y llamó a Tinette con voz tan seca, que la doncella se acercó con paso más menudo que nunca y se colocó frente al ama de llaves con rostro tan burlón que la señorita no se atrevió a reprenderla, aunque por dentro hervía.

—Es preciso preparar la habitación de la recién llegada, Tinette —dijo con forzada calma—; todo está dispuesto; de todos modos, quite el polvo de los muebles.

—¿Seguro que vale la pena? —dijo irónicamente la doncella saliendo.

Entre tanto, Sebastián había abierto las puertas de doble hoja que daban a la sala de estudio con mucho ruido. Estaba muy enfadado, pero no podía permitirse contestar a la señorita Rottenmeier. Con aparente calma entró en la sala para llevar el sillón de ruedas al comedor. Mientras arreglaba un tomillo del asiento, se plantó Heidi delante de él y le observó. Sebastián advirtió la insistente mirada de la niña y la increpó:

—¿Por qué me miras así?

Seguramente no lo hubiera hecho si hubiese visto a la señorita Rottenmeier, que en aquel momento cruzaba la puerta. Precisamente cuando Heidi contestó:

—Te pareces a Pedro, el cabrero.

La dama juntó horrorizada las manos y exclamó:

—¡Es posible! ¡Está tuteando a los criados! Esta criatura no tiene la menor noción de educación.

Sebastián empujó el sillón de ruedas hasta la mesa y después cogió a Clara en brazos y la puso en su silla.

La señorita se sentó a su lado e hizo señas a Heidi para que ocupara una silla frente a ella. No había nadie más en la mesa y sobraba sitio entre cada una de ellas, por lo que Sebastián podía moverse fácilmente para servir. Junto al plato de Heidi había un panecillo blanco y tierno y la niña lo contemplaba con alegría. La semejanza que Heidi encontraba en Sebastián debió de despertar su confianza hacia él, porque estuvo muy quieta y no se movió hasta que aquél se acercó con la fuente para ofrecerle el pescado frito. Entonces Heidi, señalando el panecillo, preguntó:

—¿Puedo cogerlo?

Sebastián asintió con un movimiento de cabeza, pero al mismo tiempo miró de soslayo a la señorita Rottenmeier para ver qué impresión había causado en ella aquella pregunta. Heidi tomó en seguida el panecillo y se lo guardó en el bolsillo. Sebastián se limitó a hacer una mueca porque sentía ganas de reír, pero sabía que no le estaba permitido. Mudo e inmóvil permaneció junto a Heidi, porque no tenía permiso de hablar ni tampoco de marcharse hasta que todos los comensales se hubiesen servido. Heidi le miró un rato con ojos asombrados, pero al fin preguntó:

—¿He de comer eso?

Sebastian volvió a asentir con un gesto.

—Pues… dame algo —dijo la niña y miró tranquilamente a su plato.

Las muecas de Sebastián iban aumentando y la fuente empezó a vacilar de un modo peligroso en sus manos.

—Puede usted dejar la fuente sobre la mesa y volver luego —ordenó con rostro severo la señorita Rottenmeier.

Sebastián desapareció al punto. El ama continuó dando un suspiro:

—Está visto, Adelaida, que he de enseñarte todavía las reglas más elementales. Empezaré por enseñarte cómo te has de servir en la mesa.

Le explicó lo que tenía que hacer y añadió:

—Además he de advertirte que en la mesa no has de hablar con Sebastián, ni en ningún otro sitio, excepto únicamente cuando tengas que dirigirle una pregunta importante, imprescindible, o bien darle una orden. En tal caso no le has de hablar de «tú», sino de «Sebastián» o «usted». ¿Has entendido? ¡Que no vuelva a oír que le tratas de otro modo! También a Tinette le hablarás de «usted». A mí me llamarás señorita, como hacen los demás. En cuanto a Clara, ella te dirá cómo quiere que la llames.

—Clara, naturalmente —dijo ésta.

Luego siguieron un sinfín de reglas de conducta sobre el modo de levantarse, acostarse, entrar, salir, cerrar las puertas, sobre el buen orden de las cosas, y fueron tantas y tantas las advertencias, que Heidi acabó durmiéndose porque estaba desde las cinco de la mañana en pie y había hecho un viaje muy largo. Y cuando al fin la señorita Rottenmeier dio por terminadas sus recomendaciones, añadió:

—¡Y espero, Adelaida, que no olvides nada de lo que te he dicho! ¿Has comprendido?

—Heidi esta durmiendo hace rato —exclamó Clara sonriendo.

Estaba contenta porque hacía mucho tiempo que la hora de la cena no había transcurrido de una forma tan divertida.

—¡Es absolutamente increíble lo que nos pasa con esta criatura! —exclamó la dama, muy enojada, y agitó con tanta fuerza la campanilla, que ambos, Sebastián y Tinette, acudieron corriendo. A pesar del ruido, Heidi seguía durmiendo, y no fue fácil despertarla para hacerla cruzar la sala de estudio, la habitación de Clara, y la habitación de la señorita Rottenmeier antes de llegar por fin a la suya.