Y Heidi apresuró de tal modo el paso que su tía apenas podía seguirla, aunque interiormente estaba muy satisfecha, porque estaban llegando a Dörfli y allí podían surgir toda clase de preguntas que harían nuevamente dudar a Heidi. Cruzaron el pueblo sin detenerse y todo el mundo podía ver que era Heidi la que tiraba a su tía de la mano. Por eso Dete contestaba siempre lo mismo a las preguntas que le hacían: —Ya lo veis; no puedo detenerme ahora porque la niña desea llegar pronto y aún tenemos mucho camino por recorrer.
—¿Es que te la llevas? ¿No se queda con el Viejo de los Alpes? ¡Pero si es un milagro que la pequeña aún viva! Y encima con tan buen aspecto.
Dete estaba muy contenta de poder pasar por el pueblo sin verse obligada a dar razón del viaje y sin que Heidi abriera la boca, en su afán de llegar pronto.
Desde ese día, siempre que el Viejo de los Alpes bajaba a Dörfli, aún ponía una cara más furiosa y adusta que antes y no saludaba a nadie. Cuando pasaba por el pueblo con su cesta quesera sobre la espalda, su enorme bastón en la mano, y frunciendo sus espesas cejas, las mujeres decían a sus hijos: —¡Tened cuidado! ¡El Viejo de los Alpes anda por ahí, si no os apartáis, puede haceros daño!
El anciano no trataba con nadie en el pueblo; sólo lo cruzaba para llegar al valle donde vendía sus quesos y compraba sus provisiones de pan y carne. Después de su paso por Dörfli, las gentes se reunían en grupos y hablaban. Cada uno de ellos daba su opinión: que su aspecto era cada vez más salvaje, que ya no saludaba a nadie, etc, y todos estaban de acuerdo en que era una verdadera suerte que la niña hubiera podido escapar, y que bien a la vista estaba la prisa de ella en alejarse, por temor a que el anciano la alcanzase y la obligara a volver.
Sólo la abuela ciega lo defendía con firmeza. A quienquiera que iba a verla para darle trabajo de hilar o para recogerlo, le contaba detalladamente cuán bueno y atento se había mostrado el anciano con Heidi y lo que había hecho por ella y por su hija, las muchas tardes que éste se había pasado reparando la cabaña que sin su ayuda se hubiera derrumbado.
Esos comentarios llegaron naturalmente al pueblo, pero nadie quiso creer en ellos: todos convenían en que la abuela tenía demasiada edad para comprender las cosas y seguramente no habría oído muy bien, porque, además de ser ciega, era también bastante sorda.
El Viejo de los Alpes ya no acudía a la casa de Pedro el cabrero, y era una suerte muy grande que la cabaña estuviese tan bien arreglada, porque durante muchísimo tiempo nadie se prestó a cuidar de ella. La abuela empezaba nuevamente los días con suspiros y quejas. Ni un solo día pasaba sin que dijera:
—Con la niña se nos ha ido toda nuestra alegría y los días parecen vacíos sin ella. ¡Ojalá pudiera oír su voz una vez más antes de morirme!