El abuelo, después de haber admirado debidamente los abetos que Heidi le había indicado, envolvió a la niña con el gran saco, se acomodó en el trineo y la sentó en sus rodillas; luego asió el travesaño para mantener el equilibrio y dio un vigoroso empujón con ambos pies. El trineo partió como una flecha y se deslizó por el sendero con gran rapidez. Heidi tuvo la impresión de que volaba como los pájaros y daba grandes gritos de alegría. De pronto el trineo se detuvo casi en seco. Habían llegado a la cabaña de Pedro, el cabrero. El abuelo puso la niña en tierra, le quitó el saco con la que la había envuelto y dijo:

—Ahora entra y cuando comience a oscurecer ponte en camino para regresar a casa.

Luego dio vuelta al trineo y, arrastrándolo tras de sí, volvió a subir por el sendero.

Heidi abrió la puerta de la cabaña y penetró en una habitación muy pequeña y oscura. En uno de los rincones había un hogar y algunos recipientes en una repisa: aquello era la cocina. Heidi empujó otra puerta y entró en un cuarto estrecho y de techo bajo. No era aquélla una cabaña grande y hermosa de montañés, como la de su abuelo, sino una choza en la que todo era bajo y estrecho. En una mesa estaba sentada una mujer que remendaba el chaleco de Pedro; Heidi lo reconoció en seguida. Una viejecita arrugada hilaba en un rincón del cuarto. Heidi comprendió inmediatamente quién era aquella anciana y, sin vacilar, se dirigió hacia ella, diciendo:

—Buenos días, abuela. Hoy he venido a verte. ¿Se te ha hecho muy larga la espera?

La viejecita levantó la cabeza y buscó con su mano la que le ofrecía Heidi y, cuando la hubo cogido, la retuvo un momento sin hablar. Al fin dijo:

—¿Eres tú la pequeña que vive allí arriba con el Viejo de los Alpes? ¿Eres Heidi?