—¿Cómo se llaman, Pedro? —preguntó.
Pedro conocía el nombre de cada una de ellas, puesto que no tenía otra cosa que retener en su memoria. Las nombró, pues, una tras otra sin equivocarse, señalándolas al mismo tiempo con el índice.
Heidi escuchaba y miraba con la mayor atención y no tardó mucho en saber los nombres, porque todas las cabras tenían algo que las distinguía entre sí. Bastaba mirarlas con atención y así lo hacía Heidi. Había allí el Gran Turco, con sus fuertes cuernos, que siempre buscaba pelea, provocando la huida de las demás cabras que no querían saber nada de él.
Sólo Cascabel, la linda y ágil cabrita se atrevía a enfrentarse a él. En vez de esquivarle, como lo hacían las demás, lo buscaba y lo embestía con tanta rapidez, que el Gran Turco se quedaba mirándola aturdido, sin atreverse a atacar, porque Cascabel era muy guerrera y tenía los cuernecillos muy agudos. Había luego la pequeña Blancanieves, que balaba siempre tan lastimosamente, que más de una vez Heidi había acudido para acariciarla. La cabrita acababa de volver a balar con su voz triste. Heidi corrió hasta ella, la abrazó y le preguntó suavemente:
—¿Qué te pasa, Blancanieves? ¿Por qué te quejas así?
Blancanieves se acurrucó confiadamente al lado de Heidi y permaneció muy quieta.
Desde su sitio, Pedro exclamó con algunas interrupciones, porque seguía comiendo:
—Lo hace porque la vieja ya no viene con nosotros. La vendieron la semana pasada a uno de Mayenfeld.
—¿Quién es la vieja? —preguntó Heidi.
—¡Pues la madre de Blancanieves! —contestó Pedro.
—¿Dónde está la abuela? —volvió a preguntar Heidi.
—No tiene.
—¿Y el abuelo?
—No tiene.
—¡Pobre Blancanieves! —dijo Heidi abrazándola—. Ahora ya no tienes que quejarte más porque yo vendré todos los días y no estarás tan sólita, y si necesitas algo, vienes a mí.
Blancanieves frotó la cabeza contra el hombro de Heidi como si quisiera demostrar su afecto, y cesó de gemir. Pedro, que por fin había terminado de comer, se acercó también al rebaño. Blanquita y Diana eran las cabritas más lindas de todo el hato; iban limpias y tenían cierto aire distinguido; además se mantenían casi siempre separadas de las otras, sobre todo del Gran Turco, al que parecían despreciar.
Todas las cabras habían vuelto a saltar y a brincar por la maleza, cada una a su modo, unas saltando casi deliberadamente sobre el menor obstáculo, otras buscando con mucha atención las hierbas más tiernas, el Gran Turco tratando de atacar a las que cruzaban por su camino. Blanquita y Diana saltaban con agilidad y siempre encontraban los mejores sitios, que ramoneaban rápidamente. Heidi, con las manos a la espalda, lo observaba todo con la mayor atención.
—Pedro —dijo al muchacho, que se había vuelto a tumbar sobre la hierba—, Blanquita y Diana son las más bonitas de todas.
—Lo sé —respondió— No es extraño. El Viejo de los Alpes las frota y las lava siempre y les da sal y además su establo es el más limpio.
De pronto, Pedro se levantó como un rayo y corrió en dirección al rebaño, seguido de Heidi, porque algo estaba ocurriendo que ella no quería perderse. Pedro corrió hacia el lado en que las rocas formaban el precipicio y donde se despeñaría fácilmente una cabra si se aproximaba. Pedro había visto a la temeraria Cascabel saltar hacia aquel sitio y llegó justamente en el instante en que el animal iba a alcanzar el borde del precipicio. El muchacho, al quererla coger, perdió el equilibrio y cayó al suelo, pero aún tuvo tiempo de asir a Cascabel por una pata, y retenerla con todas sus fuerzas. La cabra balaba encolerizada al ver que le impedían continuar la pequeña aventura, y tiraba fuertemente por librarse. Pedro llamó a Heidi para que le ayudara, porque no podía levantarse sin soltar la pata de Cascabel. Heidi llegó rápidamente y le bastó una mirada para hacerse cargo de la angustiosa situación. Sin perder un segundo arrancó un puñado de hierba olorosa, lo acercó al hocico de Cascabel y, hablando en tono convincente, dijo:
—Ven, ven, Cascabel, sé razonable. No ves, tontita, que si te caes por ahí te romperías las patitas y te harías mucho daño.
La cabra se había vuelto en seguida hacia la niña y sin hacerse rogar comía la hierba que ésta le ofrecía. Pedro aprovechó el respiro para ponerse de pie y luego cogió a Cascabel por la cuerda de la que pendía la campanita. Heidi se puso al otro lado y así, entre los dos, condujeron al intrépido animal tranquilamente hacia la manada. Entonces Pedro preparó el bastón para propinar al animal un buen castigo y Cascabel, que advirtió la intención, andaba hacia atrás, poseída de miedo. Pero Heidi exclamó enérgicamente:
—¡No, Pedro, no le pegues! ¿No ves cómo tiembla la pobre?
—Pues lo merece —murmuró Pedro entre dientes, alzando nuevamente el bastón.
Heidi se abalanzó sobre él, le sujetó el brazo y gritó:
—¡No quiero que le pegues! ¡No ves que le harías daño! ¡Déjala ir!
Pedro se quedó muy asombrado ante aquel ademán autoritario de Heidi, cuyos ojos negros brillaban de indignación; instintivamente bajó el bastón.
—Está bien, la dejaré ir si tú me das mañana otra vez parte del queso —dijo, porque quería, cuando menos, que le diese una compensación por el susto que había sufrido.
—Te lo daré todo, mañana y todos los días, no lo necesito —contestó Heidi—, y te daré parte del pan como hoy he hecho, pero prométeme que no pegarás nunca a Cascabel ni a Blancanieves ni a ninguna cabra.
—Como quieras —repuso Pedro y en su boca esa respuesta era como una promesa.
Soltó a la culpable, que se fue a juntar alegremente con sus compañeras.
Así transcurrió el día sin que los niños se dieran cuenta de ello; el sol había alcanzado la línea del horizonte y estaba a punto de ocultarse tras las montañas. Heidi se había sentado en el suelo y miraba como los rayos dorados del sol poniente iluminaban las flores multicolores. La hierba tenía un brillo rojizo y las rocas se encendían. Heidi se puso en pie de un salto y exclamó:
—¡Pedro, Pedro, están ardiendo! ¡Todas las montañas arden! Y también la nieve y el cielo. ¡Fíjate, fíjate cómo arden las rocas! ¡Qué bonita es la nieve en llamas! ¡También está ardiendo el nido del gavilán! ¡Mira las rocas, los árboles! ¡Todo está ardiendo!
—No es nada. Eso pasa todos los días —respondió Pedro tranquilamente; siguió mondando la vara que había cortado y añadió—: No es ningún fuego.
—¿Entonces qué es? —preguntó Heidi, que no sabía a qué lado mirar primero, tan bello le parecía el espectáculo—. Dime, Pedro, ¿qué es? —preguntó la niña por segunda vez.
—No sé, eso sucede así y nada más —contestó rápidamente el muchacho.
—¡Oh, fíjate! —exclamó Heidi, cada vez más excitada—, ahora todo se vuelve color de rosa. Mira aquella montaña cubierta de nieve como está, y aquella otra tan puntiaguda. ¿Cómo se llaman, Pedro?
—De ninguna manera —repuso él.
—¡Qué preciosa es la nieve color de rosa! ¡Oh, qué color más lindo aquél de allí arriba! ¡Ah! Todo ahora se vuelve de color gris… ¡Oh Pedro, todo se acabó!
Y Heidi se sentó en la hierba, muy decepcionada, como si realmente todo hubiera acabado para siempre.
—Mañana lo verás otra vez —dijo Pedro—, y ahora levántate, que es hora de marchar.
Silbó y llamó a las cabras para reunir todo el hato y poco después emprendieron el regreso.
—Pero… ¿de verdad que todos los días pasará lo mismo? ¿Siempre que vengamos aquí al prado? —preguntó Heidi con insistencia mientras bajaban de los campos de pastos.
—Casi todos los días.
—Pero… ¿mañana, seguro?
—Sí, sí, mañana lo verás, seguramente.
Por fin Heidi se sintió satisfecha. Había recibido tantas impresiones diversas, en su mente bullían tantas ideas, que no podía hablar y entre los niños reinó el silencio hasta que hubieron llegado a la cabaña del abuelo. Éste se hallaba sentado bajo los abetos en un banco, también hecho por él, en el que aguardaba todas las noches la llegada de las cabras que regresaban siempre por aquel lado. Heidi se precipitó hacia él, seguida de Blanquita y Diana, que habían reconocido a su dueño y el establo.
Pedro exclamó desde alguna distancia:
—¿Verdad que volverás mañana? ¡Buenas noches!
El muchacho tenía muchas ganas de que Heidi fuese otra vez con él al pasturaje. Heidi se volvió rápidamente hacia él para tenderle la mano y para asegurarle que no faltaría al día siguiente; luego se acercó nuevamente a Blancanieves, la abrazó por el cuello y le dijo:
—Duerme bien, Blancanieves, acuérdate que mañana estaré otra vez a tu lado, y que ya no has de balar con tanta tristeza.
La cabrita volvió la cabeza hacia Heidi y la miró con sus ojos dulces como si quisiera demostrar su agradecimiento por el afecto con que la niña la trataba, y luego siguió, saltando alegremente, al hato. Heidi regresó entonces al lado de su abuelo, sentado debajo de los abetos.
—¡Abuelo, qué bonito ha sido todo! —exclamó—. ¡El fuego, las rosas sobre las rocas y las flores azules y amarillas! ¡Y mira lo que te traigo!
Heidi echó a los pies de su abuelo las flores que ella trajera en su delantal. Pero las pobres flores estaban completamente mustias. La niña no las reconoció, le parecía que había traído heno en vez de flores frescas como se proponía. Ni una sola estaba abierta.
—¡Oh, abuelo! ¿Qué tienen? —exclamó Heidi, muy afligida—. No estaban así esta mañana. ¿Por qué tienen este aspecto?
—Las flores prefieren estar en el prado al sol y no en tu delantal —respondió el abuelo.
—Entonces, nunca más cogeré flores. Pero dime, abuelo, ¿por qué grita tanto el gavilán?
—Ahora tienes que ir a lavarte. Yo, entre tanto, he de ir al establo para ordeñar las cabras y luego, cuando cenemos, te lo explicaré.
Y así fue. Más tarde, cuando Heidi se sentó en el taburete, teniendo delante su tazón de leche, y el abuelo a su lado, la niña repitió su pregunta:
—¿Por qué grita tanto el gavilán, abuelo?
—Pues porque así se burla de las gentes que viven amontonadas en pueblos y ciudades y se molestan unas a otras. El gavilán grita diciéndoles: «Si os separaseis y cada uno de vosotros se labrara su camino y se buscase una roca donde habitar como yo, mejor os irían las cosas».
El tono un tanto rudo con que el abuelo pronunciara las últimas palabras, aumentó aún más el efecto que el grito del gavilán había causado a la niña.
—¿Por qué no tienen nombre las montañas, abuelo? —preguntó después.
—¡Vaya si lo tienen! —exclamó el abuelo y añadió—: Si me describes alguna que yo conozca, te diré cómo se llama.
Heidi le describió en seguida cómo era la montaña de las grandes rocas tal como la había visto, con su gran pico a modo de torreón, y el abuelo le dijo:
—Sí, ésa la conozco bien, se llama Falkniss. ¿Has visto otras? Entonces la niña le explicó cómo había visto el gran ventisquero y la nieve de la cima que se tomó roja como el fuego, luego se volvió de color rosa y por último completamente pálida, como si se extinguiera.
—También la conozco; se llama Cásaplana. ¿De modo que te ha gustado pasar el día allá arriba?
Heidi le contó todo lo que había visto, y qué bonito era aquello, sobre todo el fuego que hubo un poco antes de oscurecer. Y quería saber de dónde venía aquel fuego, porque Pedro no había sabido qué contestar a sus preguntas.
—Verás —dijo el abuelo—, es un efecto de los rayos del sol. Cuando el sol se pone y da las buenas noches a las montañas, les envía sus últimos y más bonitos rayos para que no lo olviden hasta el día siguiente.
A Heidi le gustó mucho lo que su abuelo le había contado y apenas podía esperar la llegada del nuevo día para volver a subir a los campos de pastos y para ver otra vez cómo el sol daba las buenas noches a las montañas.
Pero, entre tanto, era preciso acostarse; la niña durmió toda la noche en el más dulce sueño sobre su lecho de perfumado heno y soñaba con las montañas grandiosas, de rocas carmesí, y sobre todo, con Cascabel y sus alegres piruetas.