En los pastos de alta montaña.

Un silbido agudo despertó a Heidi a la mañana siguiente. Al abrir los ojos, un rayo de sol dorado penetraba por la ventana e iluminaba, como si fuera oro, todo cuanto la rodeaba. Heidi miró a su alrededor, sorprendida, porque no se acordaba de dónde estaba. Pero al oír la voz grave de su abuelo, todo volvió a su memoria: el viaje, la llegada a la montaña, y a la casa, donde se quedaría a vivir ahora. Ya no viviría más con la vieja Úrsula, que siempre tenía frío y se pasaba el día al lado del fuego en la cocina o la sala. Como estaba medio sorda, no quería perder de vista a Heidi y la obligaba a permanecer a su lado. La niña echaba de menos poder correr al aire libre. De ahí que ahora sintiese una dicha muy grande al despertarse en su nueva morada, pensando en todas las cosas bonitas que había visto el día anterior y en lo que podría ver hoy, sobre todo en que podría jugar con Diana y Blanquita.

Heidi se levantó rápidamente y se vistió en pocos minutos con la ropa que llevaba el día anterior. Bajó la escalera y salió corriendo de la cabaña. Pedro el cabrero ya estaba allí con su rebaño, y el abuelo, que en aquel momento abría el establo para hacer salir a sus dos cabras. Heidi corrió hacia ellos dando los buenos días al abuelo y a las cabras.

—¿Quieres acompañarles al pasturaje? —le preguntó el anciano.

Heidi, al oír tal proposición, saltó de alegría.

—Pues entonces ve a lavarte para que estés muy limpia; de lo contrario, el sol allí arriba se burlaría de verte tan sucia. Ahí tienes lo que necesitas para lavarte.

Le señaló con el dedo un cubo lleno de agua, que se calentaba al sol, delante de la puerta. Heidi empezó inmediatamente a lavarse y a frotarse para tener la piel brillante.

Entre tanto, el abuelo había entrado en la cabaña y llamó a Pedro.

—¡Ven aquí, general en jefe de las cabras! Trae tu mochila.

Pedro, muy asombrado, obedeció y le tendió su mochila, en la que llevaba su pobre comida.

—¡Ábrela! —le mandó el anciano, y metió en ella un gran pedazo de pan y otro no menos grande de queso.

Pedro, estupefacto, abría cuanto podía los ojos, porque la porción de comida para Heidi era doble de la que él llevaba para sí.

—Y ahora pondremos también el tazón; la niña no sabe beber como tú directamente de las ubres de las cabras. Tú le ordeñarás dos tazones de leche a la hora de comer, porque ella irá contigo y permanecerá a tu lado hasta que vuelvas. Y ten cuidado de que no se caiga por ningún precipicio. ¿Has entendido?

En aquel momento, Heidi entró corriendo.

—¿Se burlará ahora el sol de mí, abuelo? —preguntó ansiosa.

Temiendo presentarse sucia ante el sol, la pequeña se había frotado con tal vigor el rostro, el cuello y los brazos con la tela gruesa que el abuelo había dejado al lado del cubo, que estaba roja como un cangrejo. El abuelo esbozó una sonrisa.

—No, no tiene por qué reírse —la tranquilizó—, pero ¿sabes qué? Esta noche, cuando regreses, lo mejor será que te metas completamente en el cubo, como los peces, porque cuando se va con los pies desnudos como las cabras, se ponen muy sucios. Y ahora, ¡en marcha!

Los dos niños subieron alegremente hacia los pastos con las cabras. Durante la noche, el viento había despejado el cielo. El sol resplandecía sobre los verdes campos de pastos, y las pequeñas flores azules y amarillas se abrían gozosas a sus cálidos rayos y parecían sonreír a Heidi. Los campos estaban cuajados de florecillas, se veían verdaderas alfombras de belloritas; en otro lugar brillaba vivo el color de las azules gencianas y, por todas partes, se desplegaban los delicados heliantemos.

Heidi no cabía en sí de gozo; al ver todas aquellas hermosas flores que se mecían suavemente en sus tallos, fue tanta su alegría, que se olvidó de todo, hasta de las cabritas y de Pedro, y recogió flores a manos llenas, gritando y saltando de un lado a otro. Porque en un lado todas las flores eran rojas, en otro todas azules, y ella hubiera querido estar en todas partes a la vez. Mas en su delantal no cabían tantas flores como habría deseado llevar a la cabaña del abuelo, donde pensaba adornar con ellas su improvisado dormitorio, para que tuviera semejanza con las soleadas praderas.

El pobre Pedro, encargado de velar por ella, se vio aquel día obligado a prestar atención a todos lados a la vez, lo que era tanto más difícil cuanto que sus ojos no se hallaban acostumbrados a girar en sus órbitas tan velozmente como el caso requería. Además, las cabritas hacían lo mismo que Heidi, corrían también caprichosamente en todas direcciones y Pedro había de estar silbando sin parar, gritando y haciendo sonar su látigo para mantener reunidas a las fugitivas.

—¿Dónde estás Heidi? —gritó al fin en tono muy enojado.

—¡Aquí! —respondió una voz que parecía pertenecer a un ser invisible.

—¡Ven aquí, Heidi! ¡Ten cuidado de no caer por las rocas, pues ya sabes que el abuelo nos lo ha advertido!

—Pero ¿dónde están las rocas? —preguntó Heidi sin moverse de su sitio, porque la pequeña se sentía cada vez más embriagada del dulce perfume de tantas flores.

—¡Allá arriba! Todavía hay un buen trecho, de modo que ven pronto. Además, ¿no oyes cómo grita el gavilán en el aire?

El efecto de la amenaza fue inmediato. Heidi se puso en pie y corrió hacia Pedro, pero sin soltar las flores que contenía el delantal.

—Por ahora ya tienes bastantes flores —dijo el pequeño pastor a su amiguita—, y además, si las coges hoy todas, no te quedará ninguna para mañana.

Esta razón acabó por convencer a Heidi, y viendo además que su delantal estaba lleno, continuó la ascensión al lado de Pedro. Las cabritas se habían tranquilizado también en cierto modo, porque percibían ya de lejos la sabrosa hierba de los pasturajes, y caminaban en derechura hacia ella, sin detenerse como antes, a fin de llegar con mayor rapidez.

Los campos de pasto donde Pedro tenía por costumbre detenerse con sus cabras para establecer allí su cuartel general durante la jornada, se hallaban al pie de las altas rocas que alzaban al cielo sus cimas abruptas y desnudas y en la parte de abajo estaban cubiertas de pinos y matorrales. El pasturaje lindaba por un lado con el borde de un precipicio cortado a pico, y el abuelo había tenido razón al advertir a los niños que tuviesen cuidado.

Cuando hubieron llegado al campo, Pedro se quitó la mochila y la colocó cuidadosamente en una cavidad del terreno, porque conocía el viento y sabía que si empezaban a soplar sus fuertes ráfagas podía llevarse sus provisiones montaña abajo. Después, se tendió sobre la hierba soleada para reponerse de la fatiga de la ascensión.

Heidi, mientras tanto, se había quitado el delantal con las flores e hizo de él un paquete, que guardó también en la cavidad, junto a la mochila de Pedro. Luego se sentó al lado de su compañero y miró a su alrededor. Abajo, el valle estaba inundado de la brillante luz de la mañana; frente a Heidi se extendía, a bastante distancia, un enorme ventisquero que se destacaba fuertemente sobre el azul del cielo; a la izquierda había una enorme masa de rocas y de donde se alzaba una alta torre de granito, desnuda y escarpada, inclinada sobre Heidi y los pastos. La niña miraba y callaba; un gran silencio les rodeaba; el viento acariciaba suavemente las delicadas gencianas azules y los heliantemos resplandecientes, que se mecían sobre sus delicados tallos. Pedro se había quedado dormido y las cabras saltaban por la maleza. Heidi no se había sentido nunca tan dichosa como en aquel momento; absorbía los rayos dorados del sol, el aire fresco, el perfume de las flores y sólo tenía un deseo: poder permanecer allí siempre.

De ese modo transcurrió un largo rato. Heidi había contemplado tantas veces los picos escarpados, que ya los consideraba como buenos amigos de agradable y acogedor aspecto.

De pronto oyó un grito penetrante. Heidi levantó los ojos y vio volar a un enorme pájaro, tan grande como aún no había visto otro, el cual se cernía por encima de ella, las alas desplegadas, describiendo anchos círculos y dando gritos roncos y fieros.

—¡Pedro! ¡Pedro! ¡Despiértate! —exclamó Heidi—. ¡Allí está el gavilán!; ¡Míralo!

Pedro se levantó rápidamente y contempló también el ave de presa, que volaba cada vez más alto y desapareció al fin detrás de las rocas grises.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Heidi, que había seguido el vuelo del pájaro con la vista.

—A su nido —contestó Pedro.

—¿Allí arriba tiene su nido? ¡Qué bonito debe de ser vivir tan alto! ¿Por qué gritaba tanto? —siguió preguntando la niña.

—Porque le sale así —explicó Pedro.

—Podríamos seguirle hasta su nido —sugirió Heidi.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —hizo Pedro, marcando en el tono de las exclamaciones seguidas su creciente disgusto—. Las cabras no pueden subir tan alto y el abuelo ha dicho que no quiere que tú te caigas por las rocas.

Entonces Pedro se puso a silbar y a gritar con tanta fuerza que Heidi se preguntó qué iba a suceder; pero, al parecer, las cabras conocían muy bien aquellas señales, ya que iban llegando una tras otra y en poco tiempo el rebaño se hallaba nuevamente reunido, unas ramoneando las plantas, otras corriendo de un lado a otro, y algunas, las más juguetonas, embistiéndose mutuamente con los cuernos. Heidi se había levantado y corría entre las cabras. Sentía una indescriptible alegría al contemplar los juegos de aquellos animales tan ágiles, y la niña iba de una cabra a otra para conocerlas mejor, pues cada una tenía alguna característica que la diferenciaba de las demás.

Mientras Heidi se divertía así, Pedro fue a buscar su mochila y puso en el suelo los cuatro pedazos que contenía, colocándolos en cuatro ángulos simétricos, los pedazos grandes del lado de Heidi, los pequeños del suyo, pues recordaba muy bien para quién era la parte mayor de las provisiones. Luego tomó el recipiente, ordeñó a Blanquita y puso el tazón lleno de leche blanca y fresca en medio del cuadrado. Después llamó a Heidi, pero hubo de llamarla con más fuerza de la que empleara para mandar a los animales; la niña se divertía tanto con los saltos y brincos de éstos, que no veía ni oía nada. Pedro gritó tan fuertemente que su voz retumbó entre las paredes roqueñas y Heidi al fin apareció; al ver la improvisada mesa, se puso a bailar de alegría alrededor de ella.

—Deja ya de saltar, es la hora de comer —dijo Pedro—; siéntate y empieza.

—¿Es para mí esta leche? —preguntó, mirando el cuadrado con el tazón de leche en su centro.

—Sí —respondió Pedro— y los dos grandes pedazos que ahí ves, también son para ti. Cuando hayas bebido el tazón de leche, ordeñaré otro para ti y luego me tocará a mí.

—¿De qué cabra tomarás la leche para ti?

—De la mía, esa que se llama Moteada. Pero ¡empieza ya a comer!

Heidi bebió primero la leche y cuando hubo terminado, Pedro se levantó para llenar el tazón por segunda vez. La niña cortó entonces su pan en dos trozos y, reteniendo para sí la parte más pequeña, ofreció la otra a Pedro con todo el queso destinado a ella, diciendo:

—Es para ti, yo tengo bastante con esto.

Pedro se quedó mudo de sorpresa, porque a él jamás se le hubiera ocurrido hacer algo así. Vacilaba, no sabía si Heidi lo decía en broma o en serio; pero la pequeña seguía tendiéndole el pan y el queso, y al ver que él no los cogía, se los colocó encima de la rodilla. Entonces Pedro comprendió que no bromeaba, y aceptó finalmente el regalo, dándole las gracias con una inclinación de la cabeza. Fue la mejor comida de toda su vida de cabrero. Mientras tanto, Heidi contemplaba las cabras.