—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó a la niña, que permanecía inmóvil.
—Quisiera ver lo que hay dentro de la cabaña —dijo Heidi.
—Pues, ¡ven! —exclamó el abuelo, mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta—. Coge tu ropa —añadió antes de entrar en la casa.
—¡Ya no la necesito! —declaró Heidi.
El viejo se volvió y fijó una mirada penetrante en la niña, cuyos ojos negros brillaban de curiosidad por todo lo que vería en la cabaña.
«No le falta sentido común», se dijo, y añadió en voz alta:
—¿Y eso por qué?
—Me gusta más ir como las cabras que tienen las patas tan ligeras.
—Está bien, pero ve a coger la ropa —le contestó el anciano—, vamos a ponerla en el armario.
Heidi obedeció. El viejo abrió la puerta y la niña entró con él en una habitación bastante grande que ocupaba todo el ancho de la casa. Vio una mesa y una silla; en un rincón, la cama del abuelo, en el otro, una gran caldera colgada en el hogar. En la pared opuesta había una puerta, el abuelo la abrió: era un armario de pared. Su ropa estaba colgada dentro; sobre uno de los tableros se veían algunas camisas, calcetines y pañuelos; en otro, platos, tazas y vasos y en el tablero más alto, un pan redondo, carne ahumada y queso. De hecho, el armario contenía todo lo que el abuelo poseía y necesitaba para vivir.
Cuando el abuelo abrió el armario, Heidi acudió corriendo y puso la ropa en el fondo, detrás de la ropa del abuelo, donde no sería fácil encontrarla. Luego examinó con atención toda la habitación y preguntó:
—¿Dónde voy a dormir yo, abuelo?
—Donde quieras —respondió éste.
Era todo cuanto ella deseaba saber, y buscó con la mirada el mejor sitio donde poder dormir. Cerca del rincón en el que estaba la cama del abuelo había una escalera apoyada contra la pared; Heidi subió y encontró un montón de perfumado heno. Por un pequeño tragaluz se podía ver todo el valle.
—Aquí quiero dormir —gritó Heidi—. ¡Qué bonito! ¡Ven a ver lo bonito que es, abuelo!
—Ya lo sé —contestó el viejo.
—Voy a hacerme la cama —añadió la niña, corriendo de un lado para otro—, pero tendrás que subir para traerme una sábana, porque en una cama se pone una sábana, y encima de ella se duerme.
—Está bien, está bien —dijo el abuelo, y se dirigió al armario.
Después de revolver un poco en él, extrajo, de debajo de sus camisas, un gran trozo de tela basta que podría servir de sábana. Con él subió la escalera y vio el lecho que Heidi se había preparado. La niña había amontonado más heno en la parte de la cabecera y lo había orientado de forma que, echada, pudiera ver la ventana.
—Está muy bien —dijo el abuelo—; ahora pondremos la sábana, pero antes…
Y diciendo esto, cogió un montón de heno y dobló el espesor del lecho para que la niña no notara la dureza del suelo.
—Ahora, toma la sábana.
Heidi cogió rápidamente la tela. Era tan gruesa y pesada que pudo apenas sostenerla, pero le venía muy bien porque así los tallos de heno no podrían atravesarla y no pincharían. Su abuelo le ayudó a extender la tela. El conjunto tenía buen aspecto y Heidi se puso delante para contemplar su obra pensativamente.
—Nos hemos olvidado algo, abuelo —dijo.
—¿Qué es? —preguntó éste.
—Una manta, porque cuando uno se acuesta, se mete entre una sábana y una manta.
—¿Ah, sí? ¿Y si no tuviera yo ninguna? —dijo el viejo.
—¡Oh! Entonces es igual, abuelo. Haremos una manta con el heno —le tranquilizó Heidi, y ya iba en seguida manos a la obra, pero el anciano la detuvo.
—Espera un momento —dijo, y descendió la escalera; se dirigió a su propia cama y volvió con un gran saco de lienzo que puso en el suelo.
—¿No vale esto más que el heno? —preguntó.
Heidi empezó a tirar del saco para desplegarlo, pero pesaba tanto que sus pequeñas manos no podían manejarlo. El abuelo la ayudó y pronto quedó extendido sobre la cama y parecía una manta de verdad. Heidi miró su nuevo lecho, algo sorprendida, y exclamó:
—¡La manta es fantástica y la cama también! Quisiera que fuera de noche, para poder acostarme ya en ella.