—¿Heidi, qué has hecho? ¡Cómo vienes! ¿Dónde están tus vestidos, tu pañuelo? ¿Y los zapatos que te compré especialmente para la montaña? ¿Y tus calcetines nuevos? ¡Todo ha desaparecido! ¡Contéstame, Heidi!

—¡Allí abajo! —respondió la niña tranquilamente, señalando con la mano hacia la pendiente.

La tía vio, en efecto, un montoncito a lo lejos, cubierto con una cosa roja que debía de ser el pañuelo.

—¡Desgraciada! —exclamó furiosa—. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Por qué te has quitado la ropa? ¿Qué significa esto?

—No me hace falta —contestó la niña, que no parecía afligida por su conducta.

—¡Te has vuelto completamente loca! ¿Quién irá a buscarla ahora? Se necesita por lo menos media hora para bajar hasta allí. ¡Pedro, ven aquí! ¡Ve a buscar las cosas y date prisa, no te quedes ahí plantado mirándome!

—Ya me he retrasado bastante —dijo Pedro lentamente, sin moverse del sitio desde donde había asistido, con las manos en los bolsillos, a la explosión de cólera de la tía.

—Entonces, ¿qué haces ahí contemplándome? —dijo—. Ven aquí, te daré algo que te gustará. ¿Qué te parece eso?

Y Dete hizo brillar ante sus ojos una moneda de cinco centavos completamente nueva. Pedro partió como disparado pendiente abajo, llegó a toda velocidad hasta el montón de ropa, la recogió y volvió tan rápidamente que Dete le felicitó y le dio la moneda nueva. Pedro la hizo desaparecer en el fondo de su bolsillo, mientras sonreía satisfecho: semejante tesoro no lo veía todos los días.

—Puedes llevarme todo eso hasta la casa del Viejo, también es tu camino —dijo tía Dete reemprendiendo el camino para subir la escarpada pendiente, que empezaba detrás de la cabaña del cabrero.

El chico aceptó de buen grado y echó a andar, con la ropa de Heidi debajo del brazo izquierdo y en la mano derecha el látigo, que hacía restallar de cuando en cuando. Heidi y las cabras brincaban alegremente a su lado. Al cabo de tres cuartos de hora, llegaron por fin a la altiplanicie roqueña sobre la que se elevaba la cabaña del Viejo. Expuesta a todos los vientos, pero situada de forma que recibía los rayos de sol de la mañana hasta la noche, la cabaña gozaba de un amplio panorama sobre todo el valle. Detrás había un grupo de tres abetos ya viejos, de largas y tupidas ramas. Un poco más lejos subía un camino más escarpado que cruzaba primero unos ricos pastos, luego la pendiente se hacía rocosa y llena de malezas y acababa en unas rocas completamente peladas.

El Viejo de los Alpes estaba sentado en un banco de madera fijado en la pared de la casa que daba sobre el valle. Fumaba en pipa, las dos manos apoyadas en las rodillas, y observaba tranquilamente al terceto que se aproximaba en compañía de las cabras.

Heidi llegó primera, se dirigió derecha hacia el anciano, y tendiéndole la mano le dijo:

—Buenos días, abuelo.

—¿Qué significa esto? —contestó en tono rudo, pero también le tendió la mano, y contempló a la niña largamente por debajo de sus espesas cejas.

Heidi sostuvo la mirada sin pestañear. Aquel abuelo, con la larga barba, las cejas grises erizadas como la maleza, le causaba tanta extrañeza, que no podía dejar de mirarlo. Mientras, Dete llegó también, seguida de Pedro, que se detuvo un momento para observar la escena.

—Le deseo buenos días, Viejo —dijo Dete acercándose—. Le traigo a la hija de Tobías y Adelaida. Creo que no la reconocerá. La última vez que la vio usted, tenía un año.

—¡Ah! ¿Y qué ha de hacer ella aquí? —preguntó el viejo secamente; y, dirigiéndose a Pedro, añadió—: ¡Tú, márchate con las cabras, ya es tarde, y llévate las mías!

Pedro obedeció inmediatamente y desapareció con su rebaño, porque le bastaba con una sola de las terribles miradas del Viejo.

—Ha de quedarse con usted, Viejo —contestó Dete—. Creo que he hecho todo lo que debía durante esos cuatro años, ahora le toca a usted.

—¡Vaya! —dijo el viejo a Dete echándole una mirada fulgurante—. Y si la niña no quiere quedarse y empieza a llorar porque quiere irse contigo, ¿qué quieres que haga yo?

—Será su problema —replicó Dete—. Nadie ha venido a decirme a mí cómo me las había de arreglar cuando tuve que hacerme cargo de una niña de sólo un añito, y bastante tenía ya con mi madre. Ahora he aceptado un nuevo empleo y usted es su pariente más próximo; si no puede tenerla, haga lo que quiera, pero si le pasa algo, será usted el responsable. ¿No cree que ya tiene bastante sobre la conciencia?

Dete también se sentía un poco culpable y por eso, sin querer, había dicho más de lo que quería. Al oír sus últimas palabras, el Viejo se levantó y la miró de tal manera, que la joven se echó atrás. Después el viejo levantó el brazo gritando:

—¡Vete inmediatamente de aquí y no vuelvas en mucho tiempo!

Dete no se hizo repetir el mandato.

—Pues bien, ¡adiós! ¡Adiós, Heidi! —dijo rápidamente, y presa de una violenta emoción, bajó corriendo sin detenerse hasta Dörfli.

Cuando llegó a la aldea, todo el mundo se precipitó sobre ella para hacerle preguntas; todos conocían bien a Dete y sabían quién era la pequeña.

—¿Dónde está la niña? —le gritaban— Dete, ¿dónde has dejado a la pequeña?

Dete, cada vez más impaciente, contestaba:

—Allá arriba, con el Viejo. ¿Lo habéis oído? ¡En casa del Viejo de los Alpes!

De todas partes las mujeres se exclamaron: «¿Cómo has podido hacer semejante cosa?». «¡Pobrecita!». «¡Una niña indefensa!». Y una y otra vez oía: «¡Pobre niña!».

Muy irritada, Dete huyó tan rápidamente como pudo, y se sintió aliviada cuando dejó de oírlas. No tenía la conciencia tranquila, ya que su madre antes de morir le había confiado la pequeña. Pero Dete se dijo, a fin de tranquilizarse, que podía volver a cuidar de ella cuando hubiera ganado mucho dinero. Y a medida que se alejaba del pueblo y de sus gentes, se alegraba de la magnífica colocación que la esperaba.