23

El viaje de vuelta en avión fue una gran fiesta, larga y escandalosa, pero yo me acurruqué en mi asiento y fingí estar dormida. No llevaba dinero encima cuando llegué a Fort Lewis y me quedé deambulando por allí intentando pensar qué hacer cuando un suboficial me dio un golpecito en el hombro. Una mujer que parecía estar a punto de explotar estaba de pie a su lado, observando e intentando controlar a dos niños de unos ocho y cinco años de edad.

—¿Se ha perdido, teniente? El mundo real está por ahí.

Él señaló las puertas. Lo miré y vi a Tony, que debería estar reuniéndose con su mujer. Tardé un poco en enfocar.

—Se me olvidó cobrar —le expliqué finalmente—. Tengo que irme a casa y me olvidé de cobrar.

—¿Dónde vive?

—En Kansas City.

Parecía como si me fuera a mandar al diablo y a dejarme allí, pero dijo:

—Hay una oficina de Western Union en el aeropuerto de SeaTac. Si te llevamos hasta ahí, ¿tienes a quién llamar para que te envíe el dinero?

Asentí. Me dejaron allí y me prestaron veinticinco centavos. Llamé a mis padres a cobro revertido y hablé con la mujer de la oficina de Western Union, que llevaba el pelo cardado y la parte de abajo de su uniforme era una minifalda.

Qué bien estar de vuelta en el mundo, pensé yo. Una mujer, que llevaba el pelo a lo Mary Travers y unas gafas con montura metálica, pasó por mi lado con su novio, que portaba una guitarra; yo probé a sonreírles para ver qué pasaba. La mujer apartó con cuidado la falda de su vestido largo de flores y miró directamente mi uniforme y las botas de combate que una de las enfermeras me había prestado para el viaje de vuelta a casa.

Entré en una de las tiendas de ropa del aeropuerto. Vendían toda clase de batiks y prendas étnicas hechas con gasa de algodón, además de unos pendientes largos preciosos, la clase de pendientes que no te podías poner estando de servicio. Deseé que me hubieran pagado los atrasos que me debían.

—¿Hay alguna cosa que quiere que le enseñe? —me preguntó la joven de detrás del mostrador, que llevaba puesto un bonito vestido de seda.

—No, lo siento. Ojalá pudiera permitírmelo, pero acabo de volver de Vietnam y no me pagaron antes de marcharme.

—¿Estuvo ahí? Debió de ser horrible.

Tuve ganas de espetarle que no, que me lo había pasado bomba, pero me contuve. Solo estaba intentando ser amable.

—¿Qué hacía allí? —me preguntó ella.

—Era enfermera —dije yo, y añadí—: Cuidaba de los soldados norteamericanos y también de muchos civiles vietnamitas.

No quería que pensara que era una «quemaniños».

—Qué interesante.

Anunciaron un vuelo por los altavoces y se inclinó hacia delante por encima del mostrador. Yo hice lo mismo para oír lo que tenía que decirme.

—Entonces debió de aprender mucho sobre esa gente. ¿El collar se lo compró allí? —Y alargó la mano para tocar el amuleto antes de que yo me diera cuenta siquiera de lo que iba a hacer.

Lo soltó rápidamente; los intensos colores mostaza y verde de su aura se oscurecieron como la nieve después de haber vaciado un cubo de agua sucia en ella. Se echó hacia atrás.

—Bueno, si no quiere nada, discúlpeme. Tengo que terminar este inventario.

Me moría de ganas de ver a mis padres y las cinco horas que duró el viaje a casa se me hicieron interminables, pero cuando me abrazaron, tuve que fingir que les devolvía el abrazo. No estaba preparada para sus sonrisas, así que estas desaparecieron de sus rostros rápidamente. En Kansas City uno tenía la sensación de que el resto del mundo no existía. Los árboles crecían tranquilos, la gente llevaba traje, sombrero con velo y unos zapatos de tacón que hubieran hecho imposible salir huyendo. A mí no me parecía real.

Cuando llegamos a nuestro viejo camino de entrada, me sentí de nuevo como una adolescente. El móvil de campanillas sonaba alegremente con la brisa. El pino del jardín delantero parecía un poco más alto. Todas las mascotas hacía tiempo que habían muerto. Estaban allí mi hermano y los abuelos. No sabía qué decir. Me fui arriba a mi habitación, me senté en la cama y me quedé mirando fijamente el papel de la pared rosa con motivos chinos que había elegido con catorce años. En el tocador de madera clara que mis padres me habían comprado de segunda mano se hallaba lo que quedaba de mi colección de gatos y un par de frascos de perfume de Avon. Me acerqué al mueble, cogí uno de los gatos de cristal y lo acaricié en busca de consuelo. La superficie era fría y suave, pero parecía estar más caliente que yo. Me sentía como si me hubieran vaciado las entrañas con una cuchara para el helado: fría, entumecida y hueca. Ya no veía mi aura. Pensaba que la suciedad que veía en el espejo era mugre real. Había sido un viaje largo.

Me quité el amuleto y lo metí en mi viejo joyero. No lo iba a necesitar aquí en el mundo. Me puse unos vaqueros que cuando me fui me quedaban demasiado pequeños y que ahora me estaban enormes, una de las camisetas de papá y unas chanclas de mamá. Por lo menos había perdido peso. A lo mejor podía hacer dinero presentando «La exótica dieta milagro del mar de la China Meridional»: amebiasis y tenias. La mayoría habían desaparecido gracias a la acción de los antibióticos, de los fungicidas y de otros medicamentos, pero de otras no era tan fácil librarse.

Mamá me preparó mi comida favorita: filete con patatas fritas, mazorcas de maíz, tomates y judías verdes. Mi tía me hizo mi tarta preferida, bizcocho de chocolate y crema, y por encima le había puesto un glaseado de menta que solo ella sabía hacer. No pude comer mucho. Todavía no había pronunciado «Pásame la jodida sal», como les pasó a algunos de los chicos, pero tampoco pronuncié muchas palabras más. Así que cuando mamá encontró la medalla, pensó que podría ser un tema de conversación.

—Cariño, esta es una Estrella de Plata, ¿verdad? No me contaste que te habían concedido una medalla. ¿Puedo llamar al señor Mingel del Kansan para decírselo? Lleva esperando para entrevistarte desde que volviste a casa.

Debería haber deshecho yo las maletas antes de que ella se decidiera a hacerlo. El uniforme que llevaba cuando ingresé en el hospital seguía ahí y no es la clase de cosas que quieres que tu madre vea. Pero mi actitud era «quémalo todo». Me enviarían mis pertenencias desde Da Nang más adelante. Los ojos de mamá parecían llorosos cuando abrió la caja en la que alguien había puesto la medalla. Yo no la había traído. Supongo que lo había hecho quienquiera que hubiera metido mis cosas en la bolsa. Ojalá Janice se hubiera despedido de mí. O Llewellyn.

—Una Estrella de Plata, ¿eh? —dije yo, y la miré. Como era de esperar. Me imagino que el general pensó que necesitaba un soborno mayor que un simple Corazón Púrpura para que mantuviera la boca cerrada. Normalmente, lleva meses revisar cada caso y conceder estas distinciones. Me ponía enferma pensar que intentaban comprarme con algo que la mayoría de la gente recibe por haber perdido uno o más miembros, o incluso la vida—. No quiere decir nada, mamá. Por favor, no llames al periodista. No quiero hablar con él.

—Bueno, si estás segura de ello —dijo, indecisa, y me dio unas palmaditas—. Sabes que tu padre y yo te queremos y estamos muy orgullosos de ti, cariño.

Me sentí como si me hubiera pegado. Los ojos se me llenaron de lágrimas. ¿Orgullosos de qué?

Había matado a un hombre, había sido la responsable de la muerte de otros dos y había abandonado al niño que había tratado de salvar en una aldea del Vietcong. Nada había salido bien. La medalla era una farsa. Un final feliz al estilo Hollywood. Joder. Se la daría a Duncan. Le gustaban este tipo de mierdas. Me inventaría una historia divertida y se la daría. Y después, él me abrazaría y yo le podría contar cómo fue de verdad. Si pudiera contarle todo, empezaría a sentirme de nuevo en casa. Era una buena idea. Si pudiera hablar con él, él haría que me sintiera mejor y me podría comportar de forma normal delante de mis padres. Ahora vivía en Independence, Misuri, según la tercera y última carta que recibí de él. Me senté en la cama de mis padres y lo llamé, pero no contestó nadie.

Al día siguiente, me fui en coche a Independence. Mis padres no estaban de acuerdo. Opinaban que debería quedarme y amenizar a mis familiares con más historias de la guerra. Pero tenía muchas ganas de ver a Duncan. Si no estaba, a lo mejor podía esperar. Hice una parada y lo llamé de nuevo desde un 7-Eleven.

—¡Gatita! ¡Ya estás aquí! —exclamó él—. Dios, es casi lo más maravilloso que he oído en mi vida. Maldita sea, claro que sí, vente para aquí. Tengo tanto que contarte.

Puede que las cosas fueran a salir bien. Puede que sí que le importara más de lo que yo creía. Puede que se hubiera dado cuenta de lo mucho que me echaba de menos. Entré en el complejo de apartamentos y sentí un nudo en el estómago cuando llegué y llamé al timbre. Se abrió la puerta.

Una melena de pelo rojo salvaje recogida con un pañuelo azul tapaba a una chica que llevaba unos guantes de goma, unos vaqueros cortados y un top atado al cuello con muy poca tela; tenía unas piernas interminables. A lo mejor me había equivocado de apartamento después de todo. A lo mejor se había mudado, pero había mantenido el número de teléfono, así que sencillamente se le había olvidado mencionármelo.

—Busco a Duncan —comencé.

Ella me cogió la mano con sus guantes de goma y dijo alegremente:

—¡Tú debes de ser Kitty McCulley! Ay, ese canalla no me dijo que llegarías tan pronto. Llevo toda la mañana limpiando para que lo vieras todo bonito cuando llegaras. Duncan me ha hablado tanto de ti que me moría de ganas de conocerte.

Me llevó dentro y se quitó los guantes.

—Soy Swoozie —se presentó ella, como si tuviera que significar algo. Definitivamente, Duncan no me había hablado de ella.

—Hmmm… hola —dije y miré hacia el fondo para ver si estaba él. Al otro lado del salón había unas escaleras. Arriba, oí que se cerraba un grifo, unos pasos y después a Duncan bajando a toda prisa por las escaleras, vestido con unos vaqueros limpios y una camisa almidonada. Me había olvidado de lo aseados que podían ser los hombres.

Me dio un abrazo de oso y, para mi sorpresa, no sentí más ganas de abrazarlo a él que a mis padres. Me lo quedé mirando. Si me abrazaba de verdad, ¿quién demonios era ella?

—Ya veo que has conocido a Swoozie. Es estupenda, ¿verdad?

—Ajá —dije yo sin más.

—Nos ha hecho pollo para comer. Te gusta el pollo, ¿verdad, gatita?

No esperó a que contestara. El pollo hizo resaltar ampliamente sus habilidades domésticas y la forma en la que se colgaba de Duncan hacía resaltar otras.

Cuando se despegó de él un segundo, le dije:

—Duncan, tengo tanto que contarte.

—Claro, y yo también quiero hablar contigo, cariño. Pero va a tener que ser más tarde. Swoozie y yo tenemos que irnos a toda prisa a la granja de sus padres. Nos llevará una hora o así. Te podrás entretener tú sola, ¿verdad? La televisión está en la habitación.

No dije nada y él no preguntó nada. Los dos se metieron en el Camaro de Duncan y se fueron. Yo deambulé por la casa pensando que debería largarme de allí. Se comportó como si me pasara por su casa todos los domingos a cenar. Como si nunca me hubiera ido. Y para mí, su apartamento no parecía real. Subí lentamente las escaleras. Iba a tener que quedarme viendo la televisión. Creo que todavía tenía la esperanza de que a mitad del trayecto a la granja de la tía esa, se diera una palmada en la cabeza y dijera: «¡Ay, qué tonto he sido! Tengo que volver y hablar con Kitty. Podemos ocuparnos de estos asuntos triviales más tarde». Pero, aunque agucé el oído, no escuché nada. Abrí la puerta del armario y me vino el olor a su colonia y a ropa recién planchada. Levanté una manga de camisa y la olí. Antes de marcharme, le había pedido que guardara mis cartas y me pregunté si lo había hecho. No esperaba encontrarlas con tanta facilidad. Pero ahí estaban, en un fajo, sujetas con una goma. Cogí el atado de cartas, todas escritas en papel del Ejército. Cuando le quité la goma, entendí por qué sus cartas nunca habían hecho referencia a las mías. No las había abierto. Con incredulidad, empecé a manosear la pila. No había ni una abierta.

Las cogí, me las metí en el bolso y volví al coche de mi madre. Conduje por el campo con la esperanza de encontrármelos por casualidad y de que él me lo pudiera explicar. Había llovido y cuando iba por un camino de tierra con árboles a cada lado, enseguida se hizo de noche. No me importaba. Cogía las curvas muy rápido y acabé en el monte. Seguía centrada en las cartas, y en Duncan, y me llevó un tiempo darme cuenta de que ya no estaba en el camino y que me estaba dirigiendo a un empinado terraplén. Me olvidé de frenar. Sentí el impacto contra el árbol; el parachoques terminó abollado y el radiador escupiendo agua.

Salí del coche y caminé hasta que encontré una granja. Llamé a Duncan, y él y Swoozie vinieron a buscarme y llamaron al taller.

No le pregunté nada acerca de las cartas en ese momento. Al día siguiente me puse en contacto con el hospital de veteranos de Fort Collins, Colorado, y me cogieron como enfermera jefe casi en el momento.

Creía que lo que necesitaba era volver a trabajar, volver a la acción, dejar de pensar tanto en mis problemas y ayudar a los demás. Me enviaron a la sala de rehabilitación de drogadictos y alcohólicos. Estos últimos sufrían generalmente de delírium trémens y los otros de hepatitis. Los alcohólicos les decían a los miembros del personal dónde conseguían los drogadictos sus dosis y los drogadictos dónde escondían los alcohólicos sus botellas. No gozaba de popularidad entre mis compañeros de trabajo. Estaba acostumbrada a organizarme, a hacerlo todo al principio del turno y a velar por los pacientes. Vi que me estaba volviendo quisquillosa y brusca con el personal y me molestaba cuando me pedían que los ayudara con su trabajo. Era un aburrimiento. No sentía empatía alguna por los pacientes y ni siquiera me ayudaba llevar puesto el amuleto. Sus auras eran de un verde grisáceo, uniforme y deprimente, con un matiz intenso provocado por el autoengaño y de un castaño caca causado por el autodesprecio. La mía era delgada y marrón. Una vez, trabajando en ortopedia, cuidaba de un hombre muy agradable que sentía un dolor horrible en la espalda. Intenté ayudarlo, centrándome, usando el amuleto. No ocurrió nada. Le di una inyección para el dolor, que tampoco le hizo nada.

El día que recibí la carta de Charlie Heron, no cupe en mí de alegría. Dejó un número de teléfono y lo llamé. Vivía en la Costa Oeste, en un sitio estupendo de San Francisco, y quería que fuera a visitarlo. Su voz sonaba diferente a cuando estaba en Vietnam, sin propósito ni energía, pero me imaginaba que era porque se sentía solo. Quizá sí pudiéramos hablar el uno con el otro. Podría darle el amuleto. Él se había formado con el viejo Xe y sabría qué hacer con él.

Uno de sus amigos quedó conmigo en el aeropuerto y me llevó a la casa que compartía con Charlie. Cuando llegamos, lo encontramos hecho un ovillo delante de la televisión con un porro en la mano. La casa apestaba tanto a hierba que te podías colocar solo respirando. Fumé con los dos, pero a Charlie no le saqué ninguna palabra coherente en todo el fin de semana. Ni siquiera consideré darle el amuleto. Su aura no se diferenciaba mucho de las de mis pacientes en Colorado.

Trabajé en el hospital un mes más, pero finalmente lo dejé. No podía soportarlo. A medida que los pacientes dejaban de estar borrachos, el amarillo de sus auras, un zarcillo de color azul, a veces otro color más saludable, crecía a la par que florecía su personalidad, para apagarse cuando les daban el alta. Yo volvía a casa y bebía para olvidarme de ese sufrimiento. Estrellé el coche otra vez y durante mucho tiempo dejé de conducir.

Iba sin rumbo de un trabajo a otro, intentando trabajar en las guardias nocturnas siempre que fuera posible, primero en una sala, después en otra. Me gustaba la variedad y la descarga de adrenalina que me proporcionaba ocuparme de las emergencias graves. Eso hacía que me sintiera como en casa, como si hubiera vuelto a Vietnam. Pero lo que más me gustaba era que no tenía que conocer a nadie. No me arriesgaría a contaminar a nadie más.

Cuando Nixon dio la guerra por terminada, me alegré muchísimo. Nuestros hombres podrían volver a casa y los vietnamitas podrían empezar a adaptarse a tener un solo jefe en vez de muchos. Esperaba las noticias de la subida al poder del comunismo. Cuando llegó el día, no fui a trabajar. Me quedé en la cama; intenté recordar cómo era Mai, me pregunté si haber sido paciente en un hospital norteamericano afectaría a la situación de Ahn y tenía la esperanza de que Hue volviera a ser aceptada por los ganadores. Sentada en la cama, me quedaba mirando fijamente la televisión, tomaba comida basura, me abrazaba a mis piernas, observando, meciéndome y haciéndome preguntas. Poco después, empecé a llorar; al principio solo eran unas lágrimas, pero después no podía contener los sollozos; no había llorado así desde antes de que Tony nos estrellara en la selva. Pensar en Tony y en Lightfoot hizo que empezara a llorar de nuevo, hasta que me quedé sin aliento. Tampoco fui a trabajar al día siguiente. No tenía fuerzas para ir a ningún sitio. No podía ni cepillarme los dientes y me costaba mucho meterme en la ducha.

Cuando me di cuenta de que ya no tenía nada con qué sonarme la nariz, me calmé lo suficiente como para volver al trabajo. Todo el mundo hablaba de un nuevo restaurante, o de la película que acababan de estrenar. Si no habías estado allí, no tenías nada de qué hablar. Estaba y no estaba en casa. Aquí todo parecía trivial y superficial. La vida no era agradable. Ni siquiera soportable.

Una noche, estaba trabajando en urgencias, en Gallup, Nuevo México. Hubo un largo espacio de tiempo entre el herido por arma blanca y el borracho al que alguien había atropellado para después darse a la fuga. La recepcionista y la auxiliar de enfermería estaban charlando sobre trivialidades: un nuevo novio, un nuevo culebrón, los abuelos que llevaban a los hijos de la recepcionista a Disneylandia, un nuevo patrón para hacer ganchillo. Quería gritar. Me había consolado intentado lanzarme de nuevo a todo, a los trabajos, a los amoríos que eran poco más que rollos de una noche (seguía intentando encontrar a alguien que me emocionara), a la parte comercial de la cultura popular. Pasaba casi todos los días en centros comerciales cargando cosas que no necesitaba a mis tarjetas de crédito y dándole vueltas a cómo iba a pagarlo y comiendo fuera para no tener que hacerlo sola en casa. Vivía en un complejo de apartamentos para solteros, donde no había gente mayor, ni niños, ni mascotas, pero sí muchos depredadores de ambos sexos dando vueltas a la piscina como tiburones, intentando ligar con el mejor cuerpo que tuviera el mejor bronceado. Y a mí me importaba una mierda.

Esa mañana salí a buscar mi coche después del trabajo y vi que me había dejado las luces encendidas y que se le había agotado la batería. Pasé un rato intentando adivinar cómo funcionaban las pinzas de arranque; el de la estación de servicio me recogió y me llevó a casa. Entré en mi monada de estudio, rodeé la barra de la cocina y le eché una buena ojeada a los cuchillos para la carne. Escogí uno afilado y me lo llevé al baño.

¿Por qué no? Duncan no me quería, mis padres estarían mejor sin mí y ya no era buena en mi trabajo. Nadie me quería ni me necesitaba. Había pasado de ser una persona con poderes especiales a ser una inadaptada, alguien que estorbaba, alguien que había dedicado un año de su vida a hacer algo de lo que no se podía hablar en una conversación normal. Me iba a suicidar y así nadie tendría que preocuparse por mí. Nadie me había llevado siquiera a Disneylandia. Y siempre había querido ir. Las lágrimas me bajaban por las mejillas, por las manos y caían encima del cuchillo; y mientras, pensaba en lo injusto que era haber luchado por mi país y que nadie me hubiera ofrecido siquiera un asqueroso viaje a Disneylandia.

Bueno, maldita sea, me suicidaría, sin duda, pero lo haría después de irme a Disneylandia. Duncan no había mantenido la promesa de ser el hombre de mis sueños, mis padres no habían mantenido la promesa de hacer que todo estuviera bien siempre, pasara lo que pasara, y el Ejército por supuesto nunca había mantenido sus promesas en general, pero yo sí podía hacerme esta promesa a mí misma. No esperaba que fuera un lugar maravilloso. No esperaba que me emocionara. Sabía que sería tonto, infantil y comercial, pero era algo que la niña que yo había sido antes de Vietnam quería hacer, así que pensara lo que pensara ahora, iría por ella. Como ir al funeral de la madre de Hue. Para honrar su memoria. Nadie más iba a hacerlo.

Llamé para decir que estaba enferma e hice la maleta. Conduje hasta el aeropuerto de Albuquerque y me compré un billete a Los Angeles con la tarjeta de crédito. Volar por encima de la ciudad me hizo pensar en Vietnam: las montañas, las palmeras, el océano. También me acordé de la canción de Joni Mitchell que hablaba de enlosar el paraíso y de levantar aparcamientos. Había oído que la ciudad te podía llegar a quemar, pero a mí me parecía que no estaba mal. Uno de los pacientes había bromeado acerca de volver aquí después de Vietnam: «Cuando has pasado un tiempo en el infierno, Los Ángeles no está tan mal».

La zona de recogida de equipajes parecía que estaba a kilómetros de donde desembarcamos. La gente andaba con muchísima prisa y sus auras parecían una pesadilla psicodélica. Decidí que antes de entrar en Disneylandia me quitaría el amuleto y lo metería en el bolsillo de mis vaqueros. No estaba preparada para ver a Mickey Mouse con un aura negra y roja.

Ya estaba familiarizada con las zonas de recogida de equipajes, pero ese día me parecía solo una sala enorme con varias entradas, una de las cuales tenía un pasillo que parecía un túnel, como los interminables pasillos de los hospitales de los veteranos.

Me volví para escudriñar la cinta transportadora en busca de mi nueva maleta de tweed, cuando oí un ruido, como si hubieran metido las calles del centro de Da Nang en la sala. ¿Qué era? ¿Un flashback?, me pregunté mientras me giraba hacia el lugar de donde me venía el soniquete familiar que me provocaba un nudo en el estómago, esa algarabía en vietnamita, esas voces asustadas, enfadadas, a la defensiva, intimidadas; vi a la mitad de Vietnam saliendo por el túnel.

El aura, de un color violeta grisáceo que me resultaba tan conocido, envolvía a esta gente temerosa como si de niebla se tratara, pero a muchos de ellos los rodeaban unos destellos de color amarillo y de un turquesa claro esperanzador. Sus cuerpos, normalmente pequeños y delgados, estaban descarnados y algunos tenían llagas. Los niños miraban a sus padres con miedo y sus padres parecían aturdidos y con neurosis de guerra. Algunos llevaban pequeños fardos; otros, nada. Nadie fue a la zona de recogida de equipajes. Hacía mucho tiempo que había dejado de escuchar las noticias o de leer el periódico y no me podía imaginar que estaban haciendo aquí. Pensé que estaba alucinando. Entonces vi que en el grupo principal había varios norteamericanos y un par de vietnamitas bastante bien vestidos, separando a la gente por grupos que debían de ser familias. Esperando detrás de la barrera que separaba la zona de equipajes del resto de la sala había gente con pancartas. «Bienvenidos», decían en inglés y en vietnamita, y debajo había escritos unos nombres. De nuevo me entraron ganas de llorar. A nosotros, nadie nos había recibido con pancartas. Pero por lo menos la mayoría de nosotros estábamos acostumbrados a los aeropuertos, a los atascos, a coger un taxi y a tener al final un lugar adonde ir. Seguro que esta gente no iba a visitar a unos parientes a Pasadena.

Me los quedé mirando hasta que desaparecieron. Buscaba entre los niños a Ahn o incluso a Hoa, entre las chicas a Mai o a Hue, entre los ancianos a Huang o incluso a Xe, aunque sabía que estaba muerto. Ahora era consciente de que no estaba alucinando, que no eran fantasmas que habían venido en grupo a rondarnos, pero me había quedado embobada al verlos. Cuando ya no salían más vietnamitas y los que estaban fuera se habían ido con el comité de bienvenida, me fui a un quiosco de prensa para ver si decían algo al respecto. En la tercera página de Los Angeles Times, encontré un artículo que casi pasé por alto: «Cientos de refugiados del mar llegan a diario». Y había una fotografía de un grupo de vietnamitas. Escudriñé los rostros de la gente pero no vi a nadie que me resultara familiar. No entendía cómo la gente que había visto podían ser refugiados del mar cuando habían llegado en avión, pero me llevé el periódico a la zona de recogida de equipajes y vi cómo llegaban más aviones con más gente que salía por el túnel, gente de muchos países, pero entre ellos algunos vietnamitas.

No me fui a Disneylandia. Aunque sabía que era algo casi imposible, no dejaba de pensar: Puede que Ahn venga en el siguiente avión y me lo lleve conmigo. A babysan le encantaría Disneylandia. Al final, me cansé de mirar y me fui a un hotel cercano al aeropuerto. Pero volví al día siguiente. Y todos los días de la semana que había planeado quedarme me fui a ver los aviones, a ver cómo recogían a la gente, a escudriñar sus rostros.

Por fin, entre uno de esos enormes grupos de gente, creí verlo: era un niño que tenía solo una pierna y llevaba el pelo corto y un rostro asustado con rasgos simiescos, dispuesto a enfadar a todo el mundo con sus lloros. Estaba apoyada en una barandilla cerca de la cinta transportadora; me puse de repente de pie y avancé hacia el chico como si alguien tirara de mí en su dirección. Me abrí paso entre la multitud a duras penas, pero llegué hasta él; una mujer tiró del muchacho y me fulminó con la mirada.

—Disculpe, ¿qué hace? —preguntó detrás de mí una voz con acento norteamericano.

—Ese muchacho… —dije yo.

Y entonces desafié la airada mirada de su madre y lo volví a mirar. No era Ahn. Era demasiado joven. Se parecía a él cuando llegó por primera vez al hospital, pero Ahn ahora tendría casi quince años.

—Lo siento —me disculpé yo con la mujer norteamericana y junté las manos para hacerle una reverencia a la madre—. Sin loi, ba. —Y le expliqué a la mujer norteamericana—: Creí que era un niño que conocí en Vietnam. Amigo mío; bueno, un paciente en realidad. Yo…

Me sentía igual de aturdida que ellos cuando empezaron a rodearme como lo hace un arroyo alrededor de una roca.

—Lo siento —dije finalmente.

—No pasa nada. Espere un segundo —me pidió la mujer y le hizo una señal a una de las personas que portaban las pancartas; entonces me cogió del brazo y me llevó aparte—. ¿Estuvo en Vietnam?

Asentí.

—¿De misionera?

—En el cuerpo de Enfermería del Ejército —respondí yo.

—¿En serio? ¿Y está esperando al niño que ha cogido en adopción?

Negué con la cabeza.

—Pensaba que era él. Él… no sé dónde está. Lo dejé en una aldea.

—Es probable que no esté aquí, entonces. No hay muchos campesinos en este grupo. La mayoría son profesores de historia y gente del Gobierno, intelectuales que habrían acabado siendo asesinados por el nuevo régimen si no hubieran escapado. Pero nunca se sabe. Siempre intentan colar a algún familiar lejano o a sirvientes que llevaban años con su familia; cualquier persona hacia la que sientan alguna obligación. Puede que el niño consiga llegar con alguna familia.

—Ah —dije yo, decepcionada por no encontrar algo que ni siquiera sabía que estaba buscando. Pero esperé con la mujer, que me dijo que se llamaba Shirley Nussbaum, al siguiente avión, mientras me contaba los problemas a los que tenía que enfrentarse esta gente a la hora de reasentarse: la falta de alojamiento, de aptitudes laborales y, lo peor de todo, de conocimientos de la lengua. El Gobierno los ayudaba, pero los que más aportaban eran los grupos y asociaciones eclesiásticos. Y, por supuesto, había gente que se oponía a la presencia de los refugiados en algunos sitios.

Yo asentía, pero solo escuchaba a medias; apunté la dirección de Shirley y ella se llevó al último grupo de allí. Me quedé un rato mientras la multitud se iba dispersando; entonces me fui al aseo de señoras. Parecía vacío, pero de repente oí la cadena del inodoro y a alguien que chillaba. Sentí una descarga de adrenalina. ¿Un atraco? ¿Un ataque al corazón? ¿Alguien que simplemente estaba asustado? Abrí la puerta de cada cubículo, hasta que llegué a una que tenía el pestillo echado. De ahí salían los sollozos.

—¿Estás bien? —pregunté yo y llamé a la puerta. Más sollozos.

—Mira, ¿puedo ayudarte en algo? ¿Te encuentras bien? Soy enfermera. Por favor, contéstame.

Pero los sollozos fueron en aumento.

Al diablo, no iba a pillar nada en el suelo del aeropuerto de Los Ángeles que no hubiera pillado ya en Vietnam. Me tumbé y miré por debajo de la puerta. Había una escuálida niña vietnamita en cuclillas encima de la tapa del inodoro. Cuando me vio, vi cómo se echaba hacia atrás y se apoyaba contra el botón de la cadena. Chilló de nuevo. Sobrevivir a una guerra, a campos de refugiados y a un mundo totalmente nuevo para acabar asustándose por el sonido de las tuberías. Me metí por debajo de la puerta, le quité el pestillo y ayudé a la niña a bajar del inodoro. No tendría más de siete años. Tiró de mi mano y me puse también en cuclillas a su lado para no parecer tan alta; la cogí en brazos y le enseñé cómo funcionaba la cadena.

—¿Dónde está mamasan, eh, pequeña? —le pregunté yo a la niña y me la llevé al lavabo para enseñarle cómo lavarse las manos; entonces la saqué al vestíbulo. Tenía el número de Shirley, pero no lo necesité. La mujer, con un bebé en brazos, entraba de nuevo a toda prisa por la puerta, seguida de una joven con mirada asustada que llevaba un niño apoyado a cada lado y a otro aferrado a sus faldas. Cuando Shirley nos vio, se detuvo y se puso la mano que tenía libre en el corazón, jadeando de forma exagerada.

—La encontraste.

—Sí —dije, y busqué a alguien que tuviera una mano libre para que cogiera a la niña. No encontré a nadie y habría necesitado una palanca para que me soltara la mano.

—Creo que la señora Huong tiene tantos hijos que no puede saber dónde está cada uno de ellos. ¿Le importaría acompañarnos a la furgoneta?

—Claro que no —respondí yo.

No parecía tener más opción. Cuando estuvieron todos sentados, la señora Huong cogió a la pequeña. La niña se aferró a mí hasta estar segura de que su madre la tenía agarrada y cuando la solté, sus dedos tocaron el amuleto. Sentí que una oleada de calor me recorría todo el cuerpo cuando formamos el triángulo y la energía creó un circuito; entre nosotras surgió una luz de un vacilante rosa malváceo, ligeramente grisáceo, pero que definitivamente crecía en intensidad. La señora Huong no sonrió, pero su expresión se iluminó al ver con alivio que había superado otro obstáculo. La vida después de la guerra. Que sí existía. Había visto cientos de personas en los últimos días que habían sobrevivido a ella y que intentaban seguir viviendo. Y no había nada que yo hubiera visto que la mayoría de ellos no hubiera visto, nada que yo hubiera tenido que hacer que muchos de ellos no hubieran tenido que hacer, y quizá cosas peores. No podía contaminarlos, no podía horrorizarlos, y aun así una niña que había nacido y crecido entre todo ese horror, un horror que espantaba e insensibilizaba, se sobrecogía y asombraba por el botón de una cisterna más que yo por Disneylandia. Vi cómo la furgoneta se alejaba y me volví al hotel. Shirley me vendría a buscar a la mañana siguiente para ver algunas de las instalaciones temporales que su grupo había dispuesto para los refugiados y para llevarme al aeropuerto a recoger a más gente. Me había dicho que necesitaban mucha ayuda. Mientras tanto, yo tenía cosas que hacer y preparativos que llevar a cabo. Me pregunté si Charlie seguiría colocándose todo el tiempo, si estaría vivo, si le interesaría hacer un viaje a Los Angeles y si yo seguía teniendo su número.