22

Los bichos y parásitos vietnamitas me salvaron más de una vez en las semanas que siguieron. El general Hennessey no se dio por vencido fácilmente y a menudo, mientras estaba en el hospital, entraba mucha gente que me hacía muchas preguntas sobre lo que había pasado en la selva. Muchas de esas personas parecían más inteligentes que el general Hennessey y uno de ellos hasta tuvo la gentileza de parecer avergonzado. Si no era evidente para el general que no había estado de aquí para allá con el Vietcong, lo era para casi todos los demás. Mi piel era un muestrario de picaduras infectadas, el cuero cabelludo estaba lleno de piojos y se me caía el pelo. Tuvieron que desbridarme la herida del brazo hasta tres veces su tamaño y profundidad; las perforaciones superficiales de mis pechos me produjeron una grave mastitis que hacía que me doliera al respirar y que al toser, de la neumonía, sintiera un dolor espantoso. Tenía los pies tan llenos de llagas y mugre que no pude más que preguntarme cómo había podido caminar siquiera. Había cogido la malaria y parásitos intestinales por no haberme tomado las pastillas. Mis interrogadores por fin lo entendieron.

Me sacaron de Quang Ngai, que solo era para cirugía de emergencia, en cuanto me desbridaron el brazo y me enviaron a unas instalaciones más grandes en Long Binh. No recuerdo el traslado. Deliré por la fiebre durante ese tiempo y seguí así una semana. No sé porque tardé tanto en ponerme enferma de verdad. Pudo haber sido la anestesia, que me bajó las pocas defensas que me quedaban. Puede que el amuleto me hubiera proporcionado protección mientras lo usaba para curar con tanta intensidad, pero cuando quedé fuera de combate, sin un poder generativo del que se pudiera alimentar, se fastidió. O puede que fuera así como funcionaba: mi cuerpo sabía que mientras el estrés estuviera en un punto álgido, eso no me permitiría desplomarme, así que me dejó seguir hasta que el ritmo disminuyó.

En todo caso, estaba demasiado enferma para responder a preguntas, demasiado enferma para hacer nada más que sudar, tener sueños horribles que no recordaba y hablar entre dientes.

El personal era muy amable al principio y estaba muy ocupado. Mi médico era uno de esos hombres sin sangre en las venas que ven la medicina como una ciencia y a los pacientes como especímenes. Su aura era casi de un amarillo puro, con algunos matices de color malva y azul, como chinchetas de colores, que lo clavaban a su profesión. El uniforme de las enfermeras era un vestido blanco, que observé con pena. Las medias de nailon a cuarenta y tres grados intentarían fundirse con las piernas. Pero mi cama estaba seca, mis sábanas limpias y me habían dado un baño. El primer día que pude ducharme, volví tambaleante y mareada a la cama, pero me detuve en el mostrador y le dije al sanitario:

—Qué bien me ha sentado. Ahora me gustaría descansar un poco y después te podría ayudar con las TPR o lo que sea.

Era otro de esos críos que parecían recién sacados de un centro de enseñanza secundaria, con el pelo rapado y rubio y el rostro quemado por el sol. Se puso todavía más rojo cuando le hablé. Él se mojó los labios y dijo:

—No, gracias, señora. —Y después—: Tiene una vista esperándola.

—¿Ah, sí? ¿Quién?

—Una de esas personas que han estado aquí todos los días desde que la trajeron. La enfermera jefe los echó, pero dijo que teníamos que llamarlos en cuanto usted estuviera lo suficientemente fuerte.

Yo no me encontraba con fuerzas aún. Nadie es lo suficientemente fuerte como para aguantar la clase de mierda que tenía que soportar de esa gente de Inteligencia día tras día durante semanas. Hacían que las acusaciones de Hennessey sonaran a un simple chasquido de lengua. Un tipo en particular empezó a ponerse realmente hostil. Intentaban que me derrumbara y eso era fácil. Nunca he sido capaz de aguantar el maltrato psicológico. Pero no sirvió de mucho. Estaba confundida y tenía ganas de llorar, y ni siquiera a mí mi relato me sonaba exactamente igual cada vez que lo contaba.

Pero Marge me vino a visitar una vez. Le conté todo lo que sabía sobre dónde estaba Ahn y le dije que si encontraba a Heron, estaba segura de que él encontraría al niño. Solo quería saber que estaba bien. Ella escuchaba y asentía, pero sin comprometerse. Al marcharse, se detuvo a charlar con la enfermera jefe y después, cuando vinieron los interrogadores, una de las enfermeras de sala se encargó de quedarse cerca.

Por lo demás, la mayoría del personal me dejaba en paz, salvo cuando llegaba la hora de las curas. Estaba al final de la sala y había una cortina que me separaba de los demás pacientes, de modo que los podía oír, pero no los podía ver. Incluso tenía un guardia (normalmente una mujer, para que pudiera entrar en el baño conmigo si era necesario). Me sorprendió que prescindieran de las esposas, pero al menos tener un guardia significaba tener a alguien con quien hablar. Supongo que contaban con eso, pero como no tenía nada incriminatorio que revelar, no sirvió de mucho. Algunas de mis vigilantes me ignoraban bastante y tonteaban con los sanitarios o con los pacientes, pero en particular a una del cuerpo de Mujeres del Ejército me hubiera gustado tenerla como amiga en otras circunstancias. Me recordaba un poco a Hue; era bajita, dura y muy rápida, parecía más joven de lo que era, con un aura de un amarillo brillante intelectual, un lavanda creativo y un azul idealista cubierto ligeramente por un engañoso verde grisáceo. Casi le hablé del amuleto, una vez, pero entonces recordé cómo era un manicomio por dentro y supe que no era ahí donde quería pasar mis primeros años de vuelta a mi mundo. Además, en mi mente, seguía oyendo lo que el coronel Dinh había dicho sobre la forma en la que el Gobierno usaría el poder ganar la partida. Pensé que si Charlie Heron aparecía antes de que yo me fuera, posiblemente le daría el amuleto a él. Pero nunca volvió.

La sargento Janice Mitchell, la que me recordaba a Hue, nunca me interrogó. Simplemente se sentaba conmigo con las cortinas echadas a charlar, saliendo solo el rato suficiente para fumarse un cigarro lejos del oxígeno que fluía por una cánula hasta mi nariz, como terapia para la neumonía. Escuchaba lo que yo le decía con comprensión, no como si fuera a utilizar mis palabras para acusarme de algo. Cada vez que le tocaba estar conmigo, me desahogaba con ella como podía, me quejaba, y volvíamos sobre la misma historia casi con tanta frecuencia como hacía con los interrogadores. Puede que más. Además, empezamos a hablar de casa. Ella también era del Medio Oeste de Estados Unidos, de Nebraska, y se había alistado para estar cerca de su hermano, que había estado en Phu Bai hasta que resultó herido. Salía con varios tíos, pero no entró en detalles. Deduje de ello que quizá no podía hablar del asunto. Le hablé de Duncan, le repetí algunas de sus historias, y de mi familia. Pero, de alguna forma, siempre acabábamos hablando de lo que ocurrió después de mi pelea con Krupman.

No quería mentir, pero tampoco quería contarle lo del amuleto, ni tampoco quería que pareciera evidente que ocultaba algo. Así que le hablé de los aldeanos, pero minimicé lo de las heridas y exageré un poco la calidad del equipamiento médico del que disponía. Pasamos dos semanas hablando antes de mencionar siquiera lo de la emboscada. Le empecé a contar lo que pasó después, lo que había dicho Hennessey.

—Espera un segundo, espera un segundo —me dijo ella—. ¿Me estás diciendo que el general intentó convencer a sus hombres para que te mataran? ¿Tienes testigos?

Parecía un perro de caza que acababa de oler algo.

—Bueno, sí, como te he dicho, William Johnson estaba allí, pero llegó después de que el general lo dijera casi todo. Y Granos y Hierbas, pero… no son sus nombres reales. —Me encogí de hombros con impotencia y me quedé mirando las sábanas—. Espera un segundo. Estaba el operador de radio. Un tipo de color. En su chapa ponía Brown. Él te lo dirá.

—Lo comprobaré —dijo con pesar—. Probablemente haya un par de miles de hombres con ese nombre en la zona.

Se levantó de repente, descorrió la cortina y se puso a los pies de mi cama. Oí el clic de su mechero y vi cómo su sombra daba unos pasos cortos hacia un lado, otros tres pasos cortos hacia otro, una y otra vez.

Ella y el sargento Llewellyn, el jefe de sala, trabaron una gran amistad mientras estuve allí. Él había mencionado una vez cuando me estaba haciendo una cura que Janice había estado conmigo casi toda la semana que estuve inconsciente debido a la fiebre. Supuse que fue entonces cuando empezaron a conocerse. Oí que él le preguntaba si quería una taza de café y ella agachó la cabeza y dijo:

—Kitty, voy al puesto de enfermería a por un café. ¿Quieres uno?

Yo negué con la cabeza. Más tarde, oí susurros que provenían del puesto y después unas voces que empezaban a discutir en voz alta. Entendí las palabras «tu carrera» pronunciadas por una voz de hombre y después Janice decía «casi tan subversiva como tú» en un tono de voz alto y claro, seguido de «mi carrera» y murmullos que anunciaban un acuerdo a regañadientes.

Antes de que terminara el turno de día, Llewellyn, un «91-Charlie» desgarbado y enjuto que tenía pómulos de indio cheroqui y acento de Tennessee, permaneció un rato al lado de mi cama después de recoger mi bandeja de la cena. Su aura era de un malva algo sucio y el rosa de curación estaba cubierto de un violeta grisáceo ansioso justo en ese momento, contradiciendo así su tono despreocupado.

—Bueno, ¿cómo se encuentra, señora?

Suspiré e intenté sonreír, pero la sonrisa se perdió antes de llegar a mi boca.

—Bien.

—Sí, bueno, sin duda es emocionante tenerla aquí, ¿sabe? Con todos estos visitantes y eso. Es lo más emocionante que nos ha pasado desde lo de My Lai con esos periodistas e investigadores por todas partes. Mitchell estaba cuando ocurrió, pero yo no la conocía por aquel entonces. Aunque sí la vi. No sé cómo lo vivisteis vosotros, pero a nosotros nos dio la impresión de que Calley simplemente asumió las culpas de algún superior. Pero tengo que reconocer que el general Hennessey tenía razón cuando dijo, como todo el mundo, que había sido una atrocidad, aunque conocí a un tío que solía trabajar en el comedor del general. —Alzó la voz con el tono interrogativo sureño que quería decir «¿sabes?», pero que dejaba el signo de interrogación y omitía las palabras—. Dijo que Hennessey estaba a favor de liquidar a toda la población. No es que sea una idea inusual, pero es una creencia muy extendida que si para liquidarlos a todos ellos hace falta liquidarnos a todos nosotros, él va a ser el primero en defenderlo hablando de la teoría del dominó. Entre tú y yo, el tipo está pescando sin cebo. Ha estado por aquí un par de veces para repartir medallas y es de lo más grosero con el personal femenino. Bueno, recuerdo que la primavera pasada una teniente fue violada por un soldado que estaban al mando de Hennessey y ella tuvo que acudir al inspector general y pedirle a su madre que escribiera al congresista para que impidiera que la echaran de las Fuerzas Armadas por ser una mujer fácil. Algo muy útil lo del inspector general. Creo que el general Torelli, el mismo oficial que estaba al mando cuando ocurrió lo de la teniente LaVeau, sigue siendo el oficial al mando. Entre tú y yo, pienso que podría querer encontrar algo de lo que acusar a ese cabrón.

Mi cerebro iba un poco lento, pero el hombre me había hecho un relato muy detallado. Había estado demasiado tensa e ida como para pensar en ello, pero de repente me di cuenta de que no había recibido ni cartas, ni llamadas, ni muestras de preocupación de casa desde mi regreso. No había recibido nada. Me pregunté qué le habrían dicho a mi familia.

—Bueno, escribiría a casa —dije con cansancio—, pero supongo que me interceptarían la carta.

—Es posible… a menos que encuentre una forma de evitarlo. Creo que sería mejor que lo intentara, señora.

Lo hice, porque sabía que él se estaba arriesgando y que Janice se estaba arriesgando también, por intentar ayudarme. Por aquel entonces, no le di demasiada importancia. No parecía importar lo que contaba, ya que ellos le daban otra interpretación. En la sala del hospital, siempre fui la «amante de los amarillos». Los investigadores me contaron que toda la gente con la que había estado en contacto lo decía. No sentía nada hacia los soldados norteamericanos. ¿Y cuándo había yo aprendido un vietnamita lo suficientemente bueno como para que me ayudara en mi supuesta odisea? Estaba harta de eso, pero no tanto como lo estaba de todo lo demás; y me estaba acostumbrando a estar harta de las cosas. No tener problemas, que la gente en el poder fuera razonable y que me permitieran ponerme buena para volver al trabajo empezaba a parecer un sueño ingenuo.

Pero por lo que había dicho Llewellyn, Hennessey estaba más loco de lo que yo creía y ya había hecho daño a mucha más gente. Así que escribí algunas cartas más, rellené más papeles y finalmente contesté a más preguntas. Se llevó a cabo una investigación oficial, una que incluía a otros altos cargos aparte del general Hennessey. Janice me contó que localizaron a Brown en Quang Ngai justo antes de que lo evacuaran a Japón para que le extrajeran media radio de la espalda. Intercambiaron palabras y rellenaron más documentos. Janice también me contó que habían reasignado a William al III Cuerpo. Todavía lo seguían buscando. Se habló de la posibilidad de una vista para que me formaran un consejo de guerra.

Mientras tanto, recibí una carta de casa. Mi madre se alegraba mucho de saber de mí. Había pedido información acerca de mi paradero a través de la Cruz Roja cuando dejé de escribir, pero todavía no había recibido respuesta alguna.

Entonces, poco a poco, los interrogadores, incluso Janice, dejaron de visitarme, salvo para hacerme alguna que otra enigmática pregunta. El silencio me ponía más nerviosa que su presencia. Pensaba que aquello nunca iba a acabar. Que nunca iba a poder volver a casa.

Una mañana, la enfermera jefe, la comandante Hanson, me tomó personalmente las constantes vitales, me puso con cuidado en una silla de ruedas para llevarme a la ducha, me arregló la cama y me ayudó a ponerme un camisón limpio. Llevaba una semana yendo a pie yo sola a la ducha y cambiándome las sábanas, así que supe que iba a tener lugar algún evento oficial. Me pregunté si aparecería mi última comida en el carrito del desayuno y casi me desplomé en la ducha al intentar coger el jabón, que se resbalaba continuamente de mis temblorosas manos.

El general Hennessey, un coronel y un comandante aparecieron por el pasillo de la sala y se detuvieron en mi cama. El comandante hojeó un documento y le entregó una caja al general, quien la abrió y sacó algo.

—Teniente McCulley, en honor a su…

No oí el resto. Estaba demasiado ocupada en echarme hacia atrás al ver el pin que me iba a prender sobre el pecho infectado. Mientras tanto, el general, en vez de pronunciar las palabras, las escupía, y empezó a mover el pin de un lado a otro. El coronel, que llevaba la insignia de la oficina del inspector general se lo arrebató de las manos y me lo puso sobre la almohada. Mi Corazón Púrpura, pensé yo, sin mirarlo siquiera. Y qué, joder. En vez de formarme un consejo de guerra, me daban una medalla. Una hora y media más tarde embarcaba en un avión Braniff naranja, de vuelta al mundo.