—Me cago en Dios, no te vas a creer lo que he encontrado.
Sentí en la cabeza el cañón de un rifle que se abría paso por mi pelo enmarañado y apelmazado hasta quitarme de encima al guardia muerto. Un hombre con el rostro ennegrecido, el pelo de un rubio ceniza y demasiado desaliñado y grasiento como para que fuera reglamentario, y dientes separados, se inclinó para limpiarme la suciedad y la sangre del brazo como si estuviera siguiendo a un animal examinando su mierda.
—¡Oh, no! —le retó otra voz—. ¿Qué pasa? No me digas que ese amarillo tenía un pendiente que puedes usar de colgante para tu collar.
—Mejor. Mira.
—Mierda. Eh, señorita. Señorita, ¿de dónde cojones ha salido?
Esto lo dijo un muchacho con el rostro picado de viruela y la piel oscura, y un acento de Nueva York mezclado con el dialecto de paleto que muchos reclutas usaban. Las auras de los dos hombres lanzaban destellos de color rojo, marrón, negro, oliva, mostaza y naranja, un caos de emociones que se mezclaban delante de mí. Me incorporé y me sentí como si hubiera estado en un ascensor que de repente había caído dos pisos. Llevábamos cuatro días caminando por la selva cuando de repente se armó la de Dios y ahí estaba yo, en el suelo, mi guardia desangrándose encima de mí, disparos de automáticas y explosiones de granadas a mi alrededor, y mis manos atadas e inmovilizadas por el cuerpo que tenía encima. Alguien cerca de mí emitió un fuerte quejido.
—Tenemos a uno con vida aquí.
—Bueno, pues sácalo. ¿Dónde cojones está Bao?
Esto lo dijo otra voz incorpórea. Yo seguía intentando enfocar los dos rostros que tenía delante de mí.
—Dios, mírale las manos. Mírale los brazos. Cariño, ¿qué te han hecho? Eh, Didi, tú salva a ese cabrón. Se han hecho con una mujer norteamericana, los muy hijos de puta.
—¿Una qué? Hierbas, ¿qué cojones te has fumado…?
—No, tío, la encontré yo. Déjala en paz. ¿Puedes ponerte en pie, cariño? Enséñale a papá dónde te duele. —E intentó cogerme; yo quería desplomarme en sus brazos y llorar, pero lanzaba destellos rojos, naranjas y negros con tanta intensidad que parecía que estaba ardiendo. Miré a mi alrededor. Dinh estaba medio sentado, con los brazos torcidos detrás de él. Tenía una de las piernas llenas de sangre y la pantorrilla en un ángulo extraño. Hierbas, el del pelo rubio ceniza, vio que lo estaba mirando—. ¿Ese fue el hijo de puta que te dio la paliza? Le voy a dar para el pelo.
Se levantó y se acercó a Dinh dando grandes zancadas.
—No, para nada, tío. Primero tenemos que apretarle las clavijas. Es un hijo de puta de esos de alto rango —dijo el hombre que lo estaba atando, el que se llamaba Didi.
—¿Sí? Vale. Entonces no lo mato.
Se echó hacia atrás para coger impulso y le dio una patada en la rodilla herida. El coronel emitió un sonido similar al de un coche que va a gran velocidad y frena, y se desmayó. El olor a orina reciente se mezcló con el hedor a muerte y a deposiciones de los cadáveres de mis antiguos captores.
—Basta —dije yo. Pensé que lo había dicho en voz alta, pero apenas fue un susurro.
—Eh, gilipollas, estás disgustando a la señorita. Ya ha sufrido bastante.
El tipo con el acento de Nueva York me ayudó a ponerme en pie, pero no duré mucho así. Miré a mi alrededor y me doblé de nuevo, vomitando el poco arroz que había ingerido ese día; seguí teniendo arcadas hasta mucho después de echar la bilis.
Al cabo de un rato, pude decirles quién era. Alguien se comunicó por radio con la base y les habló de mí y de Dinh. Hubo una larga pausa y después:
—Espera, hijo. Al habla el general Hennessey, en visita de inspección. ¿Estás diciendo que habéis encontrado a una enfermera norteamericana? ¿E iba acompañada de unos guerrilleros del Vietcong?
—Afirmativo, señor.
—Dame de nuevo vuestras coordenadas.
Así lo hizo y el general estableció un lugar de encuentro. Supuse que debía sentirme honrada. A lo mejor quería que asistiera a una fiesta en el comedor de oficiales. Aunque estaba hecha un cuadro. Tenía el uniforme hecho jirones y estaba llena de mordeduras y arañazos y la herida que me habían hecho con la bayoneta.
Alguien cogió a Dinh como si fuera un saco de patatas y se lo llevó, con la pierna destrozada colgando. No creo que tuvieran un médico. A lo mejor había muerto. Hierbas y Granos, el tipo de Nueva York, me ayudaron. No sé cuánto tiempo nos llevó, ni lo lejos que estaba. No estaba lúcida del todo. Seguía confundida, pensaba que todavía estábamos en la aldea con el hombre punta entrando en el campo de minas, y que él era Dinh. Cuando me miré la mano no vi color alguno alrededor de ella. Me dio la risa tonta. Hierbas me sonrió y movió las cejas de modo alentador.
—Me he quedado sin gasolina —le expliqué yo. Para mí tenía sentido, pero él giró un dedo delante de la oreja y Granos asintió. Eso me resultó bastante gracioso y volvió a darme la risa tonta.
Ataron a Dinh a un árbol. No podía estar de pie, ni siquiera sobre su pierna buena. Intentaron interrogarlo, pero él no decía nada. Me pareció que la mayor parte del tiempo estaba consciente, pero por mucho que le preguntaran, por mucho que lo golpearan, por mucho que lo amenazaran, él no decía nada, solo se quejaba y gritaba mucho.
Algunas de las preguntas eran sobre mí. El sargento que dirigía el cotarro formulaba las preguntas en vietnamita chapurreado y el intérprete se las repetía a Dinh; después le pegaban y él gritaba de nuevo.
—Nada, joder. ¿Qué le vamos a decir al general?
—A lo mejor no sabe nada.
—Sabe lo que le hicieron a ella. Y de dónde es.
—Bueno, tío, eso se lo podemos preguntar a ella.
—Sí, pero está dinky dao de cojones.
—A la mierda, tío, no va a decir nada. Estoy cansado de esta mierda. Vamos a jugar un poco a destripar al gato, sargento. ¿Qué te parece? Ha estado jodiendo a una blanca de primera clase, tío. Nosotros no tenemos nada de eso. Se va a cagar.
—Ahí le has dado.
—No, tío, el general va a querer interrogar a este desgraciado.
—No nos has escuchado, gilipollas. Que no suelta prenda. Vamos a hacer que se relaje un poco.
—Míralo. Lo vas a matar antes de que llegue el general, tío. Va a estar muy decepcionado.
—Una pena de cojones. Le guardaremos un trozo. Un trocito pequeño.
Miré a Granos de forma inquisitiva. Todavía tenía problemas para hablar. Habían pasado solo unos días, pero a mí me parecía que habían pasado años desde la última vez que había oído a otros norteamericanos hablar inglés. Me daba la impresión de que hablaban muy rápido. Todavía no sabía qué querían hacer. Me costaba seguirlos.
—Ya verás, cariño. A lo mejor tú también quieres jugar.
Ay, qué bien. Vietnam era maravilloso. En el colegio nadie me quería en su equipo y aquí los chicos me escogían a mí primero.
—Primero yo, tío, la encontré yo —dijo Hierbas, y le cortó la ropa a Dinh.
—Eh, tío, déjale los calzoncillos. Hay mujeres delante.
—¿Cómo le voy a cortar las pelotas si le dejo los calzoncillos puestos? Además, ella es enfermera. Ha visto de todo.
—No le cortes ahí todavía, tío. Eso es demasiado. La va a palmar enseguida.
—Me importa una puta mierda —dijo él.
Y se puso delante de Dinh; cuando se apartó llevaba en la mano un trozo sanguinolento de algo y había una larga tira ensangrentada donde antes estaba el pezón derecho del coronel. Dinh emitió ese sonido de frenado.
—Ves, cariño, así es cómo funciona. ¿Quieres jugar? —dijo Granos y después—: Eh, es el turno de la señorita, tío.
—Hmmm, sí, me gustaría jugar con ella —dijo alguien en tono lascivo.
Pensé que estaba de broma y que quería decir otra cosa, pero un escalofrío me recorrió toda la espalda. Me levanté despacio y me acerqué a Dinh. Le miré la rodilla. Toqué el amuleto lentamente. Pero volví a dirigir la mirada hacia su rostro. Tenía los párpados abiertos unos milímetros y, cuando me vio, soltó un quejido. Me quedé de pie delante de él.
—Está tardando mucho en decidir lo que quiere. Alguien debería decirle que esto es algo espontáneo. Eh, cariño, deja que lo intente otro.
—Cierra el pico. No sabes lo que le hizo ese jodido amarillo.
—No, pero es divertido imaginarlo, ¿eh?
—Me pones enfermo. —Granos se acercó y se puso a mi lado—. Eh, cariño, ¿necesitas algo con lo que trabajar? ¿Eh? ¿Un cuchillo de campo quizá?
Yo miraba a Dinh. Sus ojos luchaban por permanecer abiertos un poco más. El padre de Hue, que había hecho saltar por los aires a todos los niños de una aldea, que había asesinado a una familia, que había disparado a uno de mis pacientes. Me impactó comprobar que, aunque puede que sus gritos no fueran fingidos, sí lo era su nivel de aturdimiento. Estaba más alerta que yo. Y su aura, apenas un hilo de luz, era del color gris de un bloque de hormigón. Me miró fijamente, al principio con desafío y, después, en respuesta a lo que fuera que vio en mí, con imploración, súplica, exigencia, demandando el pago de la deuda. Sin hablar siquiera con Granos, saqué su arma de la funda. Me observaba con tanto detenimiento que no pareció darse cuenta. Tampoco los demás. No sé qué creían que iba a hacer. Saqué el arma y, todavía mirando al coronel a los ojos, que se iluminaron con aprobación y cuya cabeza asintió de manera imperceptible, se la introduje en la boca y apreté el gatillo.
—¡Maldita sea! —Hierbas tiró su casco al suelo con enfado.
—¿Ves? ¿Ves? ¡Mujeres! ¡Dios! ¡Dejas que participen en algo y lo fastidian todo!
—¡No todo!
—Venga ya, Hierbas. Lo que pasa es que no les enseñan a jugar al fútbol y eso.
Le devolví el arma a Granos, volví a mi roca y me senté; me quedé mirando al cadáver de Dinh y al árbol como si todo formara parte de una obra abstracta de arte moderno que intentaba entender. En realidad, no veía nada. Estaba descansando la vista. Descansado la mente. Todo el mundo se mantenía alejado de mí. Los gritos dieron paso a unos murmullos airados. No me importaba. No tenía ganas de hablar con nadie.
Más tarde, llamó mi atención el tableteo sordo de las palas de un helicóptero. Un Huey descendió y se quedó suspendido sobre el claro, provocando un vendaval. Yo me quedé sentada y me tragué todo el aire y la lluvia, y vi que un tipo de complexión atlética, piel bronceada y pelo canoso bajaba de él de un salto. Había otro tipo allí también, pero yo me quedé mirando al general como si nunca hubiera visto uno. Llevaba una brillante hebilla dorada a la altura de la cintura. Pensé en que sería un blanco perfecto. Su aspecto era limpio, impoluto, autoritario y atractivo, denotaba tenacidad, como el típico hombre madurito y con éxito con el que toda secretaria desea casarse. No me gustaba el verde musgo de su aura, que ocultaba sus intenciones, pero al menos le quedaba bien con su uniforme.
Unos minutos después, el helicóptero se elevó y se alejó de nosotros de un bandazo.
Hierbas y su sargento, que parecía permanentemente aburrido, se acercaron al general, que se aproximó airado al cadáver que seguía atado al árbol y lo examinó; cada vez se enfadaba más y se ponía más tenso, tanto que pensé que de un momento a otro iba a reventar de la tensión. Hierbas me señaló.
El general se acercó a mí dando grandes zancadas y me miró como un dios iracundo.
—¿No se pone de pie cuando un general se dirige a usted, teniente? —me preguntó él.
Yo simplemente me quedé mirándolo. Pensé en intentar estirar las rodillas y ponerme de nuevo de pie. No. Demasiado esfuerzo.
—Según lo que me han contado estos hombres, debo llegar a la conclusión de que es una simpatizante del Vietcong. —Lo dijo como si me estuviera acusando de algo horrible. Lo consideré detenidamente. Era verdad, al menos en parte. Sin duda, había sentido compasión por el coronel Dinh en sus últimos momentos. Pero los generales no estaban para distinciones tan consideradas.
—Actué de acuerdo con mi MOS, señor. Uno de mis principales objetivos es mitigar el sufrimiento.
—Como miembro del Ejército de los Estados Unidos, teniente, su principal objetivo es contribuir a que ganemos esta guerra. ¿Le ha quedado claro? —No le pregunté de qué guerra hablaba ni cuándo declaramos la guerra. No quería que al hombre le diera un ataque—. Tengo entendido que acaba de ejecutar a un prisionero enemigo muy valioso, por voluntad propia, lo cual nos ha costado la oportunidad de extraerle información de vital importancia. ¿Se da cuenta de que la pérdida de esa valiosa información podría ocasionar la muerte de miles de norteamericanos?
Me encogí de hombros.
El verde musgo de su aura estalló en un destello de rojos y naranjas de ira y arrogancia, mezclados de forma delicada con el mostaza de una inteligencia de nivel inferior y con el azul intenso y el verde azulado de una devoción fanática a causas egoístas. Como su profesión. Su rostro se puso rápidamente de color púrpura. Me agarró del brazo y tiró de él; en ese momento me di cuenta de que, después de todo, todavía me quedaban fuerzas para gritar. Era el brazo con la herida de bayoneta. Cada vez estaba más edematoso e hinchado. Puede que tenga que amputarme esta cosa inútil, pensé yo distraídamente.
Me soltó y se limpió la mano en el uniforme, mientras soltaba palabrotas.
—¿Dónde demonios has dicho que la encontraste? —le preguntó a Hierbas.
—Le quité de encima un soldado del Vietcong muerto, señor —respondió él.
—¿Cómo sabes que es una de los nuestros? No veo ninguna chapa de identificación.
—¿Quiere que la cacheemos, señor? —preguntó alguien con entusiasmo.
—Más tarde. Jovencita, quiero ver su chapa de identificación.
—De acuerdo —accedí.
Entonces recordé que la había sacado de mi bolsillo y la había metido en el petate y el petate se había quedado en la aldea de Hue.
—Uy —exclamé yo—. La perdí.
—Muy oportuno. Soldados, quiero que oigáis esto. Nuestros enemigos son muy listos. Existe un informe que afirma que una tal teniente Kathleen McCulley desertó hace unas dos semanas. El Huey en el que iba dirección a Quang Ngai fue derribado. Ella, el piloto y el jefe de tripulación han sido dados por muertos. Es un secreto a voces, han hablado de ello por teléfono, por radio. Y ahora aparece esta chica que dice ser McCulley. ¿Cómo ha podido llegar una chica sola hasta aquí? ¿Y no me acabas de decir, soldado, que cuando encontraste a esta mujer la estaba escudando uno de sus camaradas? ¿No te dice eso algo? Ya sabes, no todos los comunistas son vietnamitas. Hay mujeres norteamericanas trabajando para el enemigo. Ahora bien, no me gustaría pensar que una enfermera del Ejército norteamericano haya podido ser tan tonta como para haber sucumbido a la propaganda comunista, aunque estas mujeres no son soldados de verdad, después de todo. Se las puede asustar e intimidar. Lo que delató a esta es que mató a su líder antes de que nos pudiera decir algo sobre la operación. Caballeros, creo que estamos tratando con una traidora. Dudo que esta mujer sea siquiera Kathleen McCulley, pero si lo fuera, apuesto lo que sea a que hizo que ese helicóptero cayera en una emboscada y después se reunió con sus colegas del Vietcong.
—Espere un minuto, señor —dijo Granos—. Por como habla parece que le vaya a formar un consejo de guerra.
—Bueno, es una posibilidad, soldado.
—¿Señor?
—Si esto llega a oídos de la prensa, empañará la reputación de todas nuestras leales chicas que están de servicio, todas nuestras valientes enfermeras y demás personal femenino. Y no querrá que eso ocurra, ¿verdad?
Hubo un murmullo incoherente de voces que básicamente quería decir que en verdad les importaba una mierda.
—Bueno, hay otra opción. Nadie sabe esto excepto vosotros y yo. Supongamos que a esta mujer la mataron con el resto de sus camaradas. Supongamos que confidencialmente Kathleen McCulley murió a manos del enemigo. Y oficialmente, falleció en un accidente de helicóptero. Por consideración a su familia, por supuesto.
Lo miré fijamente; oía sus palabras pero no daba crédito a lo que estaba oyendo. Tenía que estar de broma, ¿verdad? No, por supuesto que no. Los generales no bromeaban. Pero se suponía que había venido para llevarme a casa. Por eso estaba aquí. Iba a volver a la 83, a darme un último chapuzón en la playa de China, a hacer las maletas y a irme a casa para ver a mi madre y a Duncan. Me había estado dejando llevar por la conmoción y el cansancio pensando que estaba tan cerca de salir de todo esto para llegar, si no a la playa, al menos a una cama caliente y un baño…
—Quiero irme a casa —dije yo, pero todo el mundo estaba hablando y nadie me oía. Era mejor así. Gimotear porque me quería ir a casa no serviría de nada. Todo el mundo… bueno, casi todo el mundo se quería ir a casa. De nuevo me encontraba entre los privilegiados. La gente con la que había estado más o menos en la última semana ya estaba en casa y no les sirvió de mucho. Sentía que la fuerza poco a poco volvía a mí y recorría todo mi cuerpo: unos zarcillos de ira empezaban a calentarme la sangre casi coagulada por el frío.
Detrás del general con su almidonado uniforme, el cuerpo sin vida de Dinh colgaba del árbol, como una versión moderna de la crucifixión; la sangre, mezclada con la lluvia, le seguía bajando en regueros rosas por el pecho y por la boca. ¿Qué pasa aquí?, me pregunté yo y, cuando me miré las piernas, lo supe: no tenía aura. No estaba aferrada al cuerpo, como había visto que hacían las auras con tanta frecuencia justo después de la muerte. Estaba aferrada a mí y recubría mi voluta de color rosa sucio con ese azul y ese amarillo claros, y destellos rojos.
No me extrañaba que el general me tomara por una espía del Vietcong. Estaba envuelta en el aura del difunto coronel y era un poco como estar envuelta en una de esas capas de invisibilidad que salen en los cuentos, solo que no tan útil. Aun así, me estaba empezando a sentir más fuerte. Podría ser peor. ¿Y si fuera vietnamita y no tuviera derecho o deseo alguno de abandonar esta hermosa y asolada tierra? ¿Y si este fuera mi hogar y no tuviera nada que hacer salvo quedarme e intentar repeler oleada tras oleada de invasores mientras mi familia, la cultura que conocía y el paisaje que me rodeaba se pudrían a mi alrededor como una vieja cortina de seda en temporada de monzones? Nada que esperar, solo lucha y más lucha. Los últimos días habían sido horribles, pero seguía teniendo opciones, otra casa, mi propia casa… pero tenía que espabilar si quería vivir para poder ver de nuevo los estúpidos anuncios de la tele y tomar cereales para desayunar. Lo que el coronel me había dicho volvió a mí como si hubieran pasado años, y había sucedido esa mañana: «Un miembro muerto no puede resucitar, y ahora que lo ha hecho, arde…».
—Bueno, jovencita, me gustaría oír su versión. ¿Qué hacía en compañía del enemigo?
—Era su prisionera, señor —fue mi respuesta—. Por eso tenía las manos atadas.
Obviamente. Imbécil.
—Sí, pero ¿qué hay del tipo que tenías encima, cariño? —me preguntó Hierbas con maldad—. A mí me daba la impresión de que se llevó tu parte de los disparos. Vaya enemigo.
El tono de voz de Hierbas era estridente y malicioso.
—Y ese tipo. —Granos señaló el cadáver del coronel con el pulgar—. ¿Por qué te lo cargaste? Como dice el general, le podríamos haber sacado información muy valiosa.
—Tú no querías información valiosa —le espeté yo—. Ya habías intentado interrogarlo y sabías que no iba a decir nada. Tú solo querías hacerle daño.
—¿Y? ¿A ti qué te importaba? ¿No te había hecho daño? O es que te gustó, ¿eh, cariño?
—No, es que no me gusta ver cómo maltratan a la gente.
—Bueno, señorita, estás en la guerra equivocada, entonces.
Los hombres pasaron de ser protectores y atentos a ser hostiles y agresivos. Levanté la mirada y vi que el general tenía una expresión de suficiencia parecida a la que debían de haber tenido los primeros cazadores de brujas; entonces entendí con total claridad lo que estaba pasando. La negrura en el aura del general se estaba comiendo los demás colores que habían estado presentes en ella, y crecía, y como si de una telaraña se tratara, se extendía hasta tocar la negrura, que era el componente principal del aura de Hierbas, para que en Granos creciera también esa oscuridad, para entretejerse con el odio y la ira que había formado parte del aura de todos ellos; y cuando la negrura tocaba la negrura, esta se amplificaba hasta llenar el claro. El general Hennessey era un líder entre los hombres, pero de las mujeres no tenía una opinión muy buena.
Uno de ellos miró al otro mientras el general señalaba con el pulgar el arma que llevaba colgada del cinturón. Hierbas me hizo una mueca y sacó su machete.
—¿Sabe, general? Seguro que esos rojos se lo han dejado bien rojo.
Sonrió y me guiñó el ojo. Qué chiste más bueno. Muy gracioso.
—Muy bien soldado —dije yo—. ¿Qué hacías de pequeño? ¿Arrancarle las ancas a las ranas? Te quité tu juguete y…
Me quedé con la palabra en la boca cuando oí jaleo alrededor. El centinela gritaba y alguien respondía a gritos también. Varios de los soldados corrieron a ver qué pasaba. El general simplemente se giró, molesto por la distracción.
—Maldita sea, señor, mire eso. Hoy deben de tenerlos de rebajas —exclamó Hierbas cuando dos hombres forzaban a un tercero a salir al claro. El tipo llevaba unas cananas cruzadas encima de sus huesudos hombros y de una marcada caja torácica.
Él seguía forcejeando y una y otra vez con los hombres que lo sujetaban; atacó a Granos para arrebatarle el arma. Otros tres hombres más se lo quitaron de encima y lo inmovilizaron. Granos le apuntó.
El general salió de detrás de un árbol.
—¿Qué está pasando aquí, señores?
—Encontramos a este tío fisgoneando entre los amarillos muertos, señor. Empezamos, ya sabe, a charlar con él y el jodido nos atacó.
—Iba a cargármelo, pero Darby dijo que como era norteamericano debíamos traerlo aquí —explicó el otro hombre.
—De acuerdo, soldado, ¿qué tiene que decir en su defensa? —exigió saber el general.
Lo que quedaba de William escupió y una gota fue a parar justo al centro de la brillante hebilla dorada. El aura roja y negra destellaba como loca, al igual que la que rodeaba a Granos.
—Maldita sea, ya basta —exclamé yo—. Está dinky dao. Se cree que sois del Vietcong. Dejadlo en paz de una puñetera vez.
Pasé al lado del machete de Hierbas y me arrodillé al lado de William. También me escupió a mí, pero últimamente había soportado cosas peores.
No me quedaba mucha aura que compartir y no había nadie a quien me apeteciera tocar, pero el general me resolvió ese problema. Se acercó y se quedó de pie de tal forma que su pierna me rozaba la espalda.
—¿Conoce a este hombre, joven?
Me intentaba intimidar, pero su bien alimentada y descansada energía era lo que necesitaba. Solo que no ocurrió nada. No hubo ningún cambio y William me volvió a escupir.
Así que le di una bofetada y lo fulminé con la mirada.
Movió la cabeza de un lado a otro, una y otra vez, intentando quitarse de encima esa aura. Después de lo que me pareció una eternidad, fue desapareciendo poco a poco y él abrió los ojos.
—Teniente Kitty. Eh, amiga, ¿qué ocurre? Creí que estabas llevando a babysan al pueblo.
Suspiré, me puse en cuclillas y oculté la cabeza entre mis manos.
—¿Conoce a esta mujer, soldado? —preguntó el general—. ¿Qué hace en este sector? ¿Dónde está su unidad?
William parpadeó varias veces, como si estuviera intentando fijar la vista en mí. Toda su aura se extendía a solo unos milímetros de su cuerpo y era igual de oscilante e irregular que el electrocardiograma de un paciente con un infarto de miocardio.
—¿Qué cojones está pasando aquí? Tíos, os estaba siguiendo la pista, colegas, pero no siempre estaba seguro de si erais vosotros o los del Vietcong, ¿lo pilláis? Así que lo que hice fue continuar. Y entonces, no sé cuándo, me encuentro a otros tíos corriendo a toda prisa por los matorrales y pensaba que erais vosotros, pero vi que tiraban de la teniente como si fuera un perro, si sabéis a lo que me refiero. Y después, no sé, estaba disparando a alguien y entonces alguien más abrió fuego, pero que me parta un rayo si sé a quién cojones le estaban disparando. Creo que me golpearon, ¿veis? —Se tocó la nuca y cuando levantó los dedos estaban manchados de sangre—. Cuando vuelvo en mí, voy a mirar los cuerpos y entonces estos otros tíos me atacan… mierda, tío, ¿erais vosotros? Teniente Kitty, tienes razón, chica. Debo de estar dinky dao de cojones para confundir a estos tíos con amarillos. No hay amarillos tan feos. Estoy de broma, tío.
El operador de radio, que era negro, se rió a carcajadas y otros dos tipos también de color resoplaron.
—Puede que esté dinky dao, pero no ciego —dijo uno de ellos.
Sin embargo William ahora estaba estudiando su entorno y el mismo instinto que le había dicho cuándo meterse debajo de la cama hacía que, debido a la inquietud, su aura emitiera unos rayos de color gris azulado.
—Eh, tío, eh, mira, yo no… quiero decir, no me digáis que me he cargado a uno de los nuestros, ¿verdad? Yo…
El general carraspeó y Granos y Hierbas lo fulminaron con la mirada, pero el soldado negro que estaba apoyado contra el árbol dijo:
—No, tío, nada de eso. Lo que pasa es que parece que aparte de los charlies hay más peña paseando por la selva hoy.
—Te dije que los dos nos perdimos… —empecé a decir yo con cansancio, pero William me interrumpió con un parloteo nervioso. Era un aspecto de él que no había visto antes, algún tipo de defensa, supongo, como la pistola automática o la llave al cuello.
—Tío, entiendo. Esto es una locura, porque te digo que estaba segurísimo de que no iba a ver a esta mujer viva de nuevo. ¿Cómo está babysan, teniente?
Me encogí de hombros y dije entre dientes:
—Está en la aldea.
William habló por encima de mis palabras. Se había puesto derecho, mientras el sanitario, que era uno de los hombres de color, le limpiaba y vendaba la herida. William movía mucho los brazos al hablar, de tal forma que al hombre le resultaba difícil vendarlo mientras contaba cómo su unidad había sido atacada.
—Sí, ya me enteré. Lo peor, tío. No sabíamos que había escapado uno.
—¿Por qué no informó al cuartel general, soldado? —exigió saber el general.
—General, tío, eso es lo que he estado intentando decirte. Estuve semanas intentándolo, tío, pero es que no tenía radio y vosotros sois los primeros tíos que veo y no estaba seguro de si erais nosotros o ellos.
—Pero logró contactar con la teniente McCulley.
—No es que ella estuviera en un cuartel general. Estaba perdida, como yo. —Frustró al sanitario cuando se apartó de él a toda prisa para rodearme con su brazo—. Pero, eh, chica, lo conseguimos, ¿verdad? Aquí estamos, sanos y salvos al calor de esta unidad, sea cual sea su jodido nombre.
Me dio un abrazo.
—Bueno, quiero que os fijéis bien en esta mujer. Es una tía increíble. De repente, veo que choca un helicóptero y aparece mamasan por la selva con un niño que solo tiene una pierna y me dice que su novio la palmó en el accidente y que si sé cómo llegar al hotel más cercano. Entonces decide que mi compañía es demasiado violenta y se va a una aldea a dejar al chico y a pedir que le dejen usar el teléfono. Creía que a estas alturas sin duda ya estaría criando malvas, pero aquí la tenéis, qué mujer, ¿verdad, mamasan?
—Soldado, quiero que me dé su nombre, rango, número y unidad —le ordenó Hennessey.
—Bueno, ya, señor, relájese —dijo el operador de radio, cuyo aura mostraba unas vetas de color malva que se habían estado haciendo más intensas a medida que escuchaba a William.
—Quiero saber cuál es su relación con esta mujer, soldado —insistió Hennessey.
—¿Relación? No tenga relación alguna. ¿No me has escuchado, tío? Ya le he dicho de qué la conozco. Ella y yo somos amigos, ¿verdad, Kitty? Atacaron mi unidad y el helicóptero de su novio se estrelló y nos quedamos solos en la selva. Pero como tenía que cuidar del crío, decidimos separarnos: ella se va al pueblo a dejar al chaval y yo voy a buscaros a vosotros, tíos. Aunque fue ella la que os encontró primero.
—La encontramos en compañía de un grupo de soldados del Vietcong —le informó el general.
—Estás de coña. Cariño, ¿estás bien?
—A la mierda. Voy a llamar a los de evacuación —dijo el operador de radio—. Mi hermano aquí presente está herido.
—No vas a hacer nada —le gritó Hennessey—. Estoy llevando a cabo una investigación.
—Mírelo —insistió el sanitario—. Está como una chota y ese subidón lo provoca el hecho de que está muerto de miedo. Y le va a dar algo si no lo saca de aquí ya. No es solo la cabeza, señor. Este hombre tiene síntomas graves de haber estado expuesto a condiciones extremas.
—Yo también, Washington. Envíame de vuelta a… —dijo Hierbas, y se calló cuando el sanitario lo fulminó con la mirada.
El operador dio su opinión:
—Con el debido respeto y toda esa mierda, señor, puede hacerle el resto de las preguntas en el cuartel general. Si seguimos aquí más tiempo, va a venir alguien a buscarnos.
Hierbas apagó su cigarrillo.
—Eso es un afirmativo como una puta casa.
Aunque el general intentó mangonearlos, los hombres se fueron dispersando y se pusieron a hacer muescas en los cascos o a fumarse un porro descaradamente.
El operador de radio pidió un helicóptero de evacuación médica para que nos llevara al hospital de Quang Ngai. Puso los dos pulgares hacia arriba cuando despegamos.
El general se bajó el sombrero para taparse los ojos y fingió estar dormido todo el trayecto.
William y yo nos recostamos en el asiento corrido del helicóptero, pero ni siquiera intentamos hablar por encima del ruido. Él pasó de hablar como una cotorra a estar callado como una tumba. Estaba tan débil que seguía sentado solo porque llevaba cinturón de seguridad. Casi no tenía aura. Apoyé la cabeza en su brazo e intenté compartir mi fuerza, pero el aura de Dinh había desaparecido y a mí no me quedaba nada que compartir. Los dos entramos en camilla en el hospital, pero a William lo llevaron a una sección diferente. Me guiñó el ojo con cansancio cuando lo metían dentro. Sé que le hicieron más preguntas sobre mí y que lo iban a asignar a otra unidad, pero aparte de eso, nunca pude averiguar qué fue de él.