20

Estaba muerta. Sabía que estaba muerta. Me habían disparado en la cabeza y por eso había visto todas esas estrellas. No era más que un aura en busca de un lugar al que ir a parar. Cuando abrí los ojos y vi de nuevo la oscuridad, supe que definitivamente estaba muerta. Había sentido el disparo. Me habían disparado debido a mis heridas. Con un soldado sin una pierna y sin genitales irían más despacio y el hospital más cercano estaba a muchos kilómetros de allí…

No, estaba equivocada. Estaba viva. Era el hombre punta el que había perdido los genitales y la pierna. Era a él a quien habían disparado. Pero yo era la que estaba tumbada en la oscuridad con un dolor de cabeza horrible, casi literalmente muerta de miedo. Intenté incorporarme y si hubiera habido algo a mi alrededor, probablemente me hubiera dado vueltas. Me desplomé y eché la ración de arroz del día; tuve que girarme de repente para no vomitar cuando caía de espaldas, ahogándome. Era difícil porque tenía de nuevo las manos atadas, y ahora también los pies.

Empecé a hacer ejercicios de respiración profunda y me incorporé más lentamente. Esta vez no me mareé antes de incorporarme del todo y levanté las manos. Algo se deslizó por las palmas de mis manos y distinguí un color negro frío ligeramente más claro que el de mi agujero, y unas sombras calientes bailaban delante de mí. Estaba en otro túnel, quizá en un lugar donde almacenaban el arroz.

No estaba muerta, ni herida, ni siquiera prisionera. Estaba escondida. Habían matado a mi paciente y yo estaba viva y escondida. Habían matado a una familia entera y vi que en la aldea, más allá de mi escondrijo, los tejados de paja de dos de las casas de barro encaladas estaban ardiendo. ¿El coronel había quemado las casas solo para tener luz suficiente y así terminar de castigar a la aldea?

No podía haber estado inconsciente mucho tiempo. La gente no había cambiado de posición. El coronel había regresado al poblado, aunque el cuerpo de mi pobre paciente seguía tirado en el fango, entre las minas.

Los cerdos chillaban y los pollos piaban como locos cuando algunos de los soldados del Vietcong intentaban acorralarlos. Los niños gritaban y lloraban mientras sus madres intentaban desesperadamente hacerlos callar. Una anciana trató de arrastrarse hasta uno de los cuerpos y la alejaron de una patada.

El coronel formó un círculo con el brazo y sus hombres dejaron de perseguir a los pollos y comenzaron a separar a los niños de sus madres o a llevarlos hacia la puerta de entrada. Las sombras de las llamas iluminaron el rostro y las manos de Dinh, creando un aura visible.

Dispusieron a los niños en fila delante de la puerta de la aldea, frente al camino minado, como si fueran a echar una carrera. Dinh cogió a dos de los mayores por los hombros y señaló a mi paciente muerto, más allá del campo de minas. Dejó caer el brazo cuando se derrumbó el tejado de una de las chozas, lanzando chispas y paja ardiendo por los aires; los chicos atravesaron la puerta corriendo y tropezando.

Cerré los ojos para enfocar mejor. Cuando volví a levantar la mirada, el rostro angustiado de Hien tapaba la entrada del agujero. Tenía el labio tan hinchado que se le veían las muelas. La luz de las llamas se reflejó en uno de sus dientes de oro. También tenía un ojo cortado e inflamado. Había dejado de intentar ser amable. Me puso la mano en la cabeza y me empujó hacia abajo para que volviera a meterme en el hoyo. Debía de haber estar sentado detrás de mí o a un lado, tan concentrado en observar lo que estaba pasando en la aldea que le había llevado un tiempo darse cuenta de que yo había destapado el agujero.

La fuerza de la siguiente explosión nos sobresaltó a los dos. Hien se alejó de un salto de la boca del escondrijo. Tierra y arroz cayeron al suelo cuando las vibraciones lo hicieron temblar y el olor a pólvora se unió al tufo de la paja ardiendo. Una mujer chillaba de forma entrecortada. Yo saqué de nuevo la cabeza. El coronel estaba en medio de los aldeanos ejecutados, que yacían a sus pies como maniquíes desmontados. Cuatro de sus hombres apuntaban con sus automáticas a los adultos de la aldea. Otros cuatro apuntaban con sus armas a los niños que habían caminado con cuidado por el sendero minado. Por una fracción de segundo, los niños se quedaron inmóviles como si estuvieran jugando a un grotesco juego de estatuas. Entonces, uno de los más pequeños, un niño de unos tres años que iba desnudo, empezó a llorar e intentó volver corriendo hacia su madre. Él y sus chillidos se perdieron en el fogonazo de otra explosión.

Me volví a poner de rodillas en el agujero y me vomité bilis en las piernas y en los pies. No quería volver a mirar, pero lo hice. Los guardias seguían amenazando a los dos niños mayores, que habían llegado al soldado muerto e intentaban arrastrarlo entre los dos hasta la puerta de la aldea. Solo uno de ellos lo consiguió.

No vi el resto. Dentro del agujero, no dejaba de tener arcadas mientras el crepitar del fuego y los lamentos de los familiares de los muertos eran interrumpidos ocho veces más, las conté, por las explosiones y los chillidos.

Mucho tiempo después, Hien me sacó, mareada y temblorosa, del agujero. El coronel y todos sus hombres menos uno se encontraban cerca de nosotros, con nuevas adquisiciones de la aldea. Entre ellos estaban las madres de los niños; reconocí a uno de los críos que habían arrastrado el cuerpo. Seguía conmocionado, pero intentaba fumarse un cigarrillo y dar la impresión de que lo habían sacado de la cola del paro para llevar a cabo un trabajo rutinario. Nadie podría ver la diferencia entre él y un soldado del Vietcong y llegaría el momento en el que él tampoco.

El fuego de las chozas se había extinguido y no busqué ni las auras de los muertos ni las de los vivos. No miré hacia la aldea. Dejé que me sacaran de allí, a través de una pesadilla menos siniestra de insectos, lianas y raíces que hacían que me tropezara y me cayera. A media mañana, Hien tiró de mí hacia otro túnel. Sentí cómo temblaba a mi lado, como si padeciera perlesía. Ni siquiera cuando se tranquilizó pude dormir. Tenía miedo de hacerlo. No me creía que, después de verle hacer cosas horribles a su gente, Dinh me dejara vivir más tiempo. Dios mío, ¿y si hubiera encontrado a Ahn? ¿Qué le habría hecho? Nunca sabría de su existencia por mí. Y tampoco Hien. Pobre. Tenía tanto miedo de Dinh que en verdad no me resultaba de mucha utilidad. Pero le podría enviar a mi madre mis últimas palabras, si me salía alguna.

Al otro lado, tenía al coronel, que se movía inquieto mientras dormía. Me alejé de él y me acerqué a Hien lo máximo que pude. Todavía podía oler la sangre, la pólvora y el humo en la ropa de Dinh. Este se volvió hacia mí y yo me aparté de él con un escalofrío. Él se incorporó casi del todo en el túnel y tiró de mi soga.

Me sacó afuera, donde se encendió un cigarrillo y se lo puso en la boca como si fuera una bombona de oxígeno y él estuviera bajo el agua.

Me lo pasó después de darle una calada, pero yo lo rechacé con un gesto de la mano. Estaba tosiendo ya tanto que me dolían los costados.

—Hien salvó tu insignificante vida la pasada noche, mujer —me informó él.

Yo asentí con indiferencia. Durante casi todo el trayecto, había dejado que me llevaran a regañadientes lejos de la aldea. De todas las cosas horribles que habían ocurrido, las muertes de la familia y de los niños, creo que lo que más me impactó fue cuando Dinh le disparó a mi paciente poco después de dedicarle toda mi energía a curarlo. Parte de mí seguía perdida en la penumbra con el aura de mi antiguo paciente. No sabía si a Hien le ocurría lo mismo. Quizá. Nunca lo supe.

Miré mis pies sucios y me pasé la lengua por la boca, llena de sangre y de bilis. Parecía como si me hubieran metido vendas mugrientas dentro de ella. No podía soportar mirar a Dinh. Nunca en toda mi vida había odiado tanto a alguien. La manera en la que había masacrado a toda esa familia. A esos pobres niños en el campo de minas. A aquel hombre indefenso que pensaba que íbamos a ayudarlo. Me ponía enferma haber considerado a ese monstruo un ser humano, y, más aún, un protector.

Tenía tanto frío que parecía como si un viento invernal soplara dentro de mis huesos vacíos. Cuando me tocó, sentí como si me hubieran tirado a un pozo lleno de serpientes de cascabel. No podía dejar de temblar.

Me dio la impresión de que se estremeció de una forma casi imperceptible cuando apartó el cigarrillo, algo que no hizo cuando mató a los niños delante de sus madres y a uno de sus… no, a dos de sus hombres. El aura que lo rodeaba era apenas un hilo de luz, y los colores eran tan sucios y tan poco nítidos que era difícil saber cuáles eran.

Pero él solo sonrió e hizo un anillo de humo que inmediatamente desapareció en la lluvia. Y me hablaba en voz baja, de un modo casi informal, y en vietnamita, como le hablarías a un perro o a un gato, o quizá a un completo desconocido, cuando tienes algo terrible que contar y no quieres que lo sepa nadie que conoces o que te importa.

—Te disgustó lo que ocurrió en la aldea, co. No podía permitirte que me desautorizaras; si hubieras intentado siquiera intervenir, eso te habría acarreado funestas consecuencias. Pero ahora me puedes contar qué me ibas a decir en ese momento.

Me humedecí los labios y dejé que la lluvia mojara mi boca seca. Se me movía uno de los dientes. Iba a hablar cuando el coronel se inclinó hacia mí y tocó el amuleto. Yo me aparté; el gesto me había ofendido igual que si me hubiera metido la mano en la entrepierna. No quería que este hombre supiera nada más de mí. No quería saber nada de él. Hizo una mueca para hacerme creer que le divertía mi rechazo, pero no era así. Mis ganas de venganza hicieron que me relajara un poco. Ya sabía que lo odiaba. Tocar el amuleto no era un acto sádico hacia mí, sino de masoquismo para él.

—Solo iba a decir que te detuvieras —le dije yo—. Iba a decir que no lo hicieras. Que era tu gente. ¿Cómo pudiste?

—Tenía que hacerlo. Al perdonarte a ti la vida, al perdonarles la vida a los aldeanos que te habían escondido, al perdonarle la vida a mi hija, ya cometí un grave error. Créeme, no lo habría hecho si no pensara que ciertos hombres influyentes agradecerán tenerte entre nosotros.

Me pregunté entonces si tenía intención de mentir por Hue y por la aldea, de decir que me capturaron y que tuvieron la iniciativa de mantenerme con vida y entregarme. Bueno, al menos esperaba que fuera así de humano.

—Podrías haberme dejado ayudar a los niños heridos, a los que sobrevivieron —dije yo.

—No quería que sobrevivieran. No quería convertirte en una heroína popular, que se contaran historias sobre ti en todas las zonas rurales. No quiero que nadie sepa nada de ti hasta que lleguemos al norte. Voy a contarte algo y que quede entre nosotros, co. Todavía me siento unido a esa despreciable hija mía. Te agradezco que la salvaras y también lo que hiciste por esa gente. ¿Sabías que el pueblo entero se arriesgó a sufrir mi cólera, a que les ocurriera lo mismo que a esa otra aldea, por suplicar por tu vida? Durante décadas no se habían preocupado por la vida de nadie que no fuera de su familia y ahora que te has ido se olvidarán de ti como un sueño perturbador y volverán a su apatía. Aunque intento no ser un hombre supersticioso, creo que mi hija está en lo cierto con respecto a ti. Creo que eres una mujer santa con un aspecto bastante inusual y lo respeto. Si dependiera de mí como hombre, te llevaría de vuelta con tu gente. Si dependiera de ti como simple mujer, creo que continuarías utilizando tu don como has hecho hasta ahora, por el bien de cualquiera que te necesite. Pero no depende de mí, ni de ti.

»Si te dejo libre, con el tiempo descubrirán tu don y tu Gobierno lo utilizará para que mi gente crea que el Mandato del Cielo está con los norteamericanos y que la resistencia es inútil. ¿Entiendes? Si estuvieras entre nosotros en tiempos de paz, serías una mujer santa mendiga. Con tu gente, lo que para ti es algo bueno es un arma contra nosotros. Aunque no quieras cooperar, ellos te pueden obligar a hacerlo. Tú y tu don seréis examinados, analizados, y tu talento al final lo pervertirán y utilizarán para fines militares, y los dos sabemos que eso es lo último que quieres. Por desgracia, te juro que si cooperas, mi bando hará más de lo mismo, pero es mi bando. No puedo traicionarlo y permitir que caigas en manos enemigas. Te puedo proteger hasta cierto punto.

—¿Como protegiste a ese hombre que pisó la mina? ¿O a esos niños? —pregunté yo.

—Era necesario que la aldea pagara un precio alto por su traición. El soldado no nos habría servido de mucho vivo. Muerto, al menos hizo que pareciera un intercambio justo. Les he hecho muchas cosas a tus compatriotas que te gustarían incluso menos —me dijo él en un tono premeditado de amenaza que no consiguió asustarme, al igual que su dulce tono de pesar—. Eres demasiado sentimental.

—Soy demasiado humana —le repliqué yo con amargura—. ¿Cuál es tu problema?

Suspiró y extendió las extremidades en un gesto que parecía más de retorcimiento que de estiramiento. Después volvió a su pose relajada, con el cigarrillo colgando de sus dedos, que tenía entre las rodillas.

—Sabía que tenía que haberte matado en la aldea. Espero que no pienses que soy un buen ejemplo de comunista totalmente entregado a la causa. Ni siquiera soy miembro del partido todavía, aunque puede que tú me ayudes a conseguirlo. En realidad no soy digno de tal honor. Todavía no he purgado mi corazón de todas las reaccionarias ideas confucianas.

Hizo una mueca cuando dijo esto último. Ni el comunismo ni el confucianismo significaban nada para él; era lo que decían su voz y su cara. Eran conceptos útiles por cómo los usaban otras personas para definirlo a él. Entonces levantó de nuevo la mirada y, aunque su aura era demasiado delgada como para que yo pudiera leerla, sí pude leer sus ojos. Eran como los de aquellos pacientes que han tenido un derrame cerebral y cuando se despiertan se encuentran con que no se pueden mover, tienen la boca torcida y no pueden articular sonidos inteligibles.

—Maldita sea, mujer —farfulló él finalmente—. ¿Quieres saber de verdad por qué te salvé la vida?

Asentí con un parpadeo.

—Al principio fue porque matarte habría sido una deshonra para mí, para mi hija, para la memoria de mi mujer y para el movimiento delante de mi aldea. Y, por supuesto, tendría que haber matado a mi hija, a quien, muy a mi pesar, me siento muy unido. Pero más tarde, en la selva, cuando quise matarte, no lo hice porque cuando te miré, cuando empecé a hacerte preguntas, por primera vez en años vi a otra persona… a una persona viva. Todos, durante años, me habían parecido cadáveres andantes, incluso mi hija. Pero ahora pienso que tenía que haberte matado después de todo. Se supone que un miembro muerto no puede resucitar, y ahora que lo ha hecho arde en el fuego del infierno.

Hien salió entonces del agujero, seguido de algunos de los hombres, y reanudamos nuestra caminata.

Viajábamos sobre todo a última hora de la tarde y por la noche, justo cuando las tropas norteamericanas acampaban y empezaban a asignar patrullas.

Creo que Hien debió de haber oído parte de lo que dijo el coronel. No se separaba de mi lado y el azul de su aura estaba casi oculto por una avalancha de un marrón depresivo. La noche anterior debió de haber sido horrible para él, más que para mí; debió de haberle hecho revivir la masacre de su familia. Sabiendo lo asustado que estaba y cómo había actuado para salvarme la vida, por muy doloroso que fuera, me sentí su protectora ese último día. Y ocurrió algo extraño. Teníamos que caminar pegados unos a otros, ya que la maleza era muy espesa y con los machetes se tardaba mucho en abrir camino. Hien agarraba mi cuerda y fingía empujarme cuando en verdad lo que hacía era examinar el daño que me había hecho en el rostro e intentar aminorar la marcha para que no me quedara atrás. Eso suponía un esfuerzo enorme para él, porque como ya he dicho estaba muy deprimido. Pero me di cuenta de que mi aura, aunque estaba muy débil y se había vuelto de un rosa sucio como el del vestido de un bebé de barrio pobre, iba envolviendo la suya. Era como lo que había pasado con el coronel y sus hombres, y eso me desconcertó.

No sabía qué hacer, o qué decir, con respecto a la forma en la que él, la aldea y el coronel reaccionaban conmigo. Era como cuando el chico equivocado se enamora de ti por los motivos equivocados que no tienen nada que ver contigo. Esta gente suponía que yo hacía lo que hacía porque era quien era, que yo conseguía que el amuleto hiciera lo que hacía, en vez de ir descubriendo sus poderes sobre la marcha. Incluso cuando perdí totalmente mi capacidad para usarlo, en la aldea de Hue, y los aldeanos y Hien tuvieron que ayudarme, pensaron que estaba compartiendo mi poder, no cogiendo prestado el suyo.

Y aun así no me podía quitar el amuleto. La razón principal, por supuesto, era que sin él era una invasora norteamericana más que no era digna de ningún trato especial, salvo el tipo de atención que no necesitaba. Pero también, de una forma extraña, me había convertido en lo que solo podía describir como una adicta al amuleto; dependía de él. A través de él, mi ser se vaciaba dentro de mis pacientes, pero mientras lo tuviera conmigo, sentía como si pudiera renovarme. Me di cuenta de por qué el viejo Xe había esperado hasta su último aliento para cederlo. Él estaba tan lleno de mi vida como yo de su poder. Y, por supuesto, mientras lo tuviera conmigo, puede que estuviera sometida a cierta adoración poco merecida, pero no me habían torturado ni me habían ejecutado sumariamente como habría ocurrido sin él.

Creo que si hubiera tenido los años de experiencia y sabiduría de Xe, podría haber hecho mucho más con el poder mientras lo hubiese tenido. Deseé poder haber hecho al menos algo más por Hien.

Cuando caímos en la emboscada, fue él quien me tiró al suelo y se echó encima de mí, recibiendo en mi lugar las balas y las granadas de fragmentación. Al morir, su cuerpo se retorcía encima de mí y dudo si decirlo o no, pero era como si me estuviera haciendo el amor. Y supongo que así era, a pesar de todo.