No podía seguir su ritmo. Mis captores se movían con facilidad por la selva, como si estuvieran en un parque urbano y ellos fueran la banda callejera que se había adueñado de él. Comían un puñado de arroz una vez al día y bebían unas dos veces. Yo estaba mareada de lo hambrienta y sedienta que estaba cuando no llevábamos ni una hora caminando. El coronel Dinh, irritado, tensó los labios, pero le ordenó a mi otro amigo que me diera de beber un agua amarillenta y una pastilla de sal, y nos pusimos de nuevo en marcha.
La primera noche dormimos en un túnel. He oído que había una compleja red, pero en el que estábamos se parecía más a un búnker subterráneo. El pasadizo era estrecho, era evidente que no estaba hecho para las caderas de una chica norteamericana. Los otros hombres encabezaban el grupo, mi aliado iba justo delante de mí y el coronel justo detrás.
Curiosamente, ahora que sabía que el coronel no suponía ningún peligro inmediato tenía menos miedo que cuando llegué por primera vez a la selva. No tenía que preocuparme ni por las trampas ni por las minas. Estos eran los tipos que las colocaban. No tenía que preocuparme de si me capturaba el enemigo o no. Eso ya había ocurrido. No tenía nada de qué preocuparme, solo de lo que iba a pasar cuando llegáramos al lugar adonde nos dirigíamos, que todavía estaba muy lejos, y de si nos lanzaban por accidente un ataque aéreo. Así que con mi aliado a un costado y el coronel al otro, y el pasadizo demasiado pequeño para hacer ningún movimiento, dormí mejor que nunca desde que abandoné la 83. Mis captores podían dormir profundamente también. El coronel vigilaba la entrada. Si los norteamericanos encontraban el túnel, el coronel me usaría de escudo humano.
Cuando abrí los ojos, estaba oscuro y de nuevo los cerré con fuerza. Recordé que había ocurrido algo horrible, algo irrevocable, pero por un instante no supe qué era y tampoco quería saberlo. Olí la tierra, fértil y almizclada, y la muerte. Cuando alargué la mano, toqué carne y pelo, y la aparté inmediatamente. El corazón me latía con fuerza, del miedo. ¿Estaba muerta? ¿Enterrada? ¿Era ese un cadáver de una fosa común? Lentamente, me obligué a tranquilizarme y palpé a mi alrededor. Alguien gruñó. Tenía las sandalias de otra persona en la espalda. Abrí los ojos. A lo largo del pasadizo del túnel yacían los cuerpos dormidos de mis captores, envueltos en sus auras multicolores, como si fueran fantasmales huevos de Pascua en un nido subterráneo. Intenté incorporarme y me golpeé la cabeza con algo duro. Una mano me frenó y me volvió a bajar con brusquedad. El coronel me clavó las sandalias cuando se incorporó. Un fino rayo de luz me entró en los ojos y, después, otro más ancho cuando el coronel abrió la tapa de la entrada del túnel. Él salió afuera y me alargó la mano. Yo salí después de él.
Se sentó en un tronco y encendió un cigarrillo; me ofreció uno. Lo acepté. Se quedó un buen rato mirando al vacío. Llevaba una pistola. Pensé que podría habérsela quitado durante la noche, pero no estaba segura de qué hubiera hecho después de eso. No podía describir siquiera mi sentimiento de total impotencia e ineptitud.
Me pilló mirando la pistola.
—No me obligues a matarte, co.
—Ni en sueños —murmuré en mi idioma.
Parecía sorprendido, y después cauteloso, ante mi respuesta. No creo que hubiera entendido totalmente lo que acababa de decir. Pienso que su compresión era general, lo mismo que la mía al principio. Lo vi preguntándose si, después de todo, no sería una hechicera, porque por supuesto no entendía el poder del amuleto. Lo desconcertaba la sensación de que me entendía, cuando sabía que lógicamente no podía.
La llovizna me empapó casi de inmediato el cigarrillo; lo mordisqueé y eso hizo que la boca se me llenara de saliva, aliviándome así la sequedad. La selva era espesa aquí y la maleza alta y sarmentosa.
El coronel apagó el cigarrillo, lo deshizo para no dejar rastro, metió el papel en el bolsillo y le dio con una rama pequeña al hombre que estaba más cerca de la entrada del túnel.
Antes de dejar la zona, uno de los soldados, un chico de unos catorce años, colocó una mina en la entrada.
Pasamos la mañana ascendiendo por la colina. Mi guardia y yo éramos los últimos de la columna, que se abría paso a machetazos delante de nosotros. El sendero era tan empinado que del esfuerzo empecé a sentir un dolor punzante en los muslos tras solo unos pasos. Poco a poco, el suelo era más rocoso y había menos maleza.
En lo alto de la cresta, descansamos, o mejor dicho, el coronel ordenó que nos detuviéramos para que yo descansara. Mientras recuperaba el aliento, me di cuenta de que estaba respirando humo. Venía del valle que teníamos debajo de nosotros. Lo que había confundido con bruma de la selva seguía saliendo de las ruinas calcinadas de la aldea que habían atacado la noche anterior. Entre las pocas casas que quedaban en pie o parcialmente intactas vagaban aturdidas algunas personas. El coronel me lanzó una mirada petulante. Era la aldea de donde habían venido los pacientes. La habíamos bordeado por precaución, evitando así a los supervivientes, supongo que para que nadie que me estuviera agradecido me ayudara. Me encogí de hombros. Había sido demasiado cauto. Me daba la impresión de que esa gente estaba demasiado confundida como para que les importara.
Intentaba parecer despreocupada delante del coronel, pero ver a esa gente, sin casa, llorando a quién sabe cuántas personas me conmocionó. Habían bombardeado y ennegrecido sus campos. ¿Qué iban a comer? Estaban heridos. ¿Cómo iban a trabajar? Aparentemente, simpatizaban con el Vietcong y nosotros les plantábamos fuego, pero yo sabía que eso podía cambiar. ¿Bombardearían la aldea de Hue?, me pregunté yo. ¿O la invadirían de nuevo? ¿Y si William había encontrado a aquellos soldados norteamericanos, les había hablado de mí y volvían a la aldea a buscarme y yo no estaba? ¿Qué les harían a los aldeanos? Jesús, esa gente no tenía opciones. Debía de ser como vivir en una novela de Stephen King que nunca terminaba: con cada página, el destino nos deparaba algo aún peor. Bueno, me había acercado demasiado y ahora yo también estaba dentro y ni siquiera quería pensar en lo que me iba a pasar, a menos que William permaneciera cuerdo el tiempo suficiente como para traer ayuda.
Estaba segura de que Ahn intentaría decirle al equipo de rescate qué había sido de mí, pero ¿cómo iba a hacerlo sin condenar a la gente que lo había acogido? Me pregunté si estaría vivo cuando llegara la ayuda. Su herida podría abrirse de nuevo o, peor incluso, alguien podría decidir que era peligroso para ellos y matarlo. Había oído que en ocasiones envenenaban a los niños que habían perdido alguna extremidad. Supuestamente, el razonamiento era que no podrían ser útiles en la vida y que sufrirían un mayor maltrato a medida que se hicieran mayores. Esperaba que la terquedad y el individualismo de Ahn, que habían hecho que se alejara de William, le resultaran muy útiles. Vaya mamasan había elegido. Quería protegerlo para no tener que verlo morir o enterarme de que había muerto, pero si lo hubiera llevado a Quang Ngai ¿cuánto tiempo habría pasado hasta encontrarse él en una situación igual de mala que esta, o peor? No podrían tenerlo en el hospital para siempre. Si de verdad me importara, si hubiera luchado lo suficiente, ¿no lo habría adoptado? Lo dudaba. Incluso los soldados norteamericanos casados con las madres de sus hijos, mitad norteamericanos mitad asiáticos, tenían problemas para llevarse a sus familias vietnamitas a Estados Unidos. Menos mal que no había prometido adoptar a Ahn. Si hubiera sido así, ni yo habría podido volver a Estados Unidos. Entonces, dejé de pensar en ello. Era mucho menos doloroso darle vueltas a lo que le pasaría a Ahn y a los aldeanos que pensar en lo que me pasaría a mí.
Comimos unos puñados de arroz crudo, que era más difícil de masticar que los cereales sin leche, y di otro trago de agua. Todavía necesitaba dormir. Me faltaba el aliento. El coronel llevó a un lado a tres de sus hombres y empezó a señalar cosas a unos metros de mí. Yo miraba fijamente mis botas, sintiendo cómo la lluvia limpiaba el barro de ellas y preguntándome distraídamente si en parte mi falta de aliento no se debería al hecho de que estaba cogiendo una pulmonía, cuando algo puntiagudo me pinchó el pecho izquierdo. Levanté la mirada y ahí estaba Aura de Lava, apuntándome con su bayoneta en el pecho, sonriendo como si hubiera hecho algo inteligente.
Cuando levanté la viste, me pinchó otra vez, en el otro lado. Intentaba desalentarme, el muy gilipollas. Me pinchó de nuevo y, balanceando mis manos atadas, aparté la condenada bayoneta. Me cortó el brazo, que sangró profusamente ya que ni siquiera podía hacer presión sobre la herida para detener la hemorragia. Sonrió de una forma desagradable.
—Déjame en paz, imbécil —le dije, medio llorando.
Él sonrió de una forma incluso más desagradable y movió la bayoneta de un lado a otro a la altura de mis ojos; mi sangre se mezclaba con la lluvia y goteaba de la punta del arma.
Teníamos asquerosos de este tipo en nuestro bando también, sádicos innatos, probablemente niñatos cuyo pasatiempo favorito era arrancarles las alas a las mariposas o torturar gatitos, niñatos que cuando finalmente tenían algo de poder, lo usaban para abusar de cualquiera que estuviera bajo su control. Y me tenía bien cogida. Si gritaba, a lo mejor no me mataba, pero bien podría sacarme un ojo por diversión. Quería asustarme y lo estaba haciendo muy bien el condenado, pero su acoso me estaba poniendo de tan mal humor que estaba empezando a no importarme. Entre tener miedo a que me mutilara y estar decidida a meterle la condenada bayoneta por el culo, la balanza se estaba inclinando rápidamente a favor de la opción más suicida. No tenía nada que ganar de cualquier forma, salvo mi satisfacción.
Me estaba armando de valor para abalanzarme sobre la maldita arma cuando alguien cogió mi soga y le dio tal tirón que caí de bruces en el fango. Casi en ese mismo instante, una explosión tiró al suelo a mi torturador, que cayó colina abajo.
Yo me quité el lodo de los ojos mientras mi aliado me ayudaba a sentarme de nuevo sobre la roca y empezaba a ocuparse de mi corte. Me llevé las manos al cuello, cogí el amuleto entre mis dedos y rocé con él a mi guardia mientras me examinaba el corte. El azul de su aura se había oscurecido un poco, pero ahora brillaba y tenía un delicado tono malva. No sabía qué estaba ocurriendo, pero sentí cómo se detenía la hemorragia. Con aire despreocupado, volví a meterme el amuleto dentro de la camisa cuando el hombre me miró con expresión de asombro y esperanza comedida. Llevaba con el movimiento de liberación desde que el gobierno de Diem ejecutara a su familia. Pensó que el movimiento sería una forma de vengar a su familia, de ayudar a su país. Ahora no estaba tan seguro. En ocasiones, la escena que había visto desde su escondrijo (cómo asesinaban a sus padres, a sus abuelos, a sus hermanas y hermanos) volvía a él con lo que él y sus camaradas hacían. Había querido ser monje budista y, durante un tiempo, que lo admitieran en el partido comunista, para echar del país a los invasores extranjeros y a sus gobiernos de paja. Pero, en lugar de eso, de niño había llevado bombas para hacer saltar por los aires a chicos no mucho mayores que él que intentaban a veces ser amables, y había castigado a aldeanos de la misma forma que habían castigado a sus padres. Había empezado a dudar de la existencia de la bondad hasta aquella noche en la aldea. Se llamaba Hien. Haría todo lo posible para protegerme, pero ¿qué era su indigna protección comparada con la del coronel Dinh?
El coronel, que había vuelto a enfundar su 45, miró hacia la colina con el ceño fruncido. Con la ayuda de Hien, me puse de pie. El cuerpo de Aura de Lava yacía en la ladera de la colina. Muerto, su aura ni cambió ni se aclaró. Seguía siendo negra y roja, y era casi imposible distinguirla de su apariencia física; la mitad de su pecho lo tenía cubierto de sangre y una nube negra de insectos ya pululaba a su alrededor. ¿Tenía yo razón al pensar que era despiadado desde niño? ¿Tenía él simplemente un talento natural para el asesinato sádico y psicótico?, me preguntaba yo. Quizá su aura había empezado como la de William, con destellos aislados de locura, y con el tiempo se había apoderado por completo de su personalidad. Bajo mi punto de vista, no importaba mucho.
—Gracias —dije yo, y le hice una reverencia al coronel, pero él se dio media vuelta, se alejó de mí y con un pequeño gesto hizo que el grupo se pusiera de nuevo en marcha.
Dejaron el cuerpo de Aura de Lava donde estaba. Examiné las auras y los rostros de los hombres que tenía a mi alrededor. Temía que algún amigo suyo me culpara e intentara matarme como venganza.
Pero los hombres ni siquiera miraron el cuerpo. Hien canturreaba. No era el único que parecía aliviado. Era cierto que algunos de estos hombres eran aguerridos soldados, pero muchos eran simples reclutas que venían de aldeas, hombres que se habían unido al Vietcong porque de lo contrario perderían la vida, ellos y sus familias. La mayoría de las auras no cambiaban, eran del mismo marrón sucio, indiferente, insensible, impasible, pero sin la vitalidad que a su difunto camarada le producía causar daño a la gente. Nadie parecía culparme a mí. Me habría gustado pensar que el coronel había matado a uno de sus hombres por mí, porque había desobedecido órdenes. A un perro guardián que no hace caso a su dueño y muerde de forma imprevisible había que sacrificarlo.
Justo antes de que anocheciera, bajamos por la cresta hacia otra aldea. Todos se estaban poniendo un poco tensos; por algunas zonas, el brillo del aura del coronel era de preocupación. A unos metros del perímetro, vimos a un hombre con un rifle que gritó: «Dung lai», pero a medida que nos acercábamos, se dio cuenta de que no era momento de jugar a Solo ante el peligro y entró a toda prisa en la aldea, su aura dejó una pálida estela de violeta grisáceo a causa del miedo.
El coronel intercambió unas palabras con sus hombres y señaló con la cabeza la selva, el arrozal y la cresta de la colina. Uno de los hombres con el aura anodina y sucia fue el primero en adentrarse en la aldea. Intenté no sentir entusiasmo alguno. Si el coronel se mostraba tan cauto aquí, eso debía de significar que esta aldea no era del Vietcong. O por lo menos no del todo. Quizá estaban incluso ocultando tropas norteamericanas justo en ese momento. Quizá.
Yo estaba mirando hacia el otro lado, hacia las colinas, con los ojos entrecerrados, intentando ver qué había señalado el coronel con la cabeza, cuando el hombre punta pisó una mina. Oí la explosión (poca cosa, la verdad, para Vietnam) y el alarido de dolor casi a la vez. Algunos de los hombres iban a correr hacia él, pero el coronel los detuvo con un gesto y se acercó al hombre dando grandes zancadas y con confianza, aunque podía ver que tenía un dejo de miedo.
Le gritó a Hien, que de repente parecía que se iba a desmayar. Su aura formaba remolinos de color verde azulado, de un pálido oliva grisáceo y violeta, con una base de color mostaza. Él creía que yo era especial, una santa quizá, y que debían protegerme y ayudarme, pero era un hombre simple, no tan brillante como el coronel, y tenía miedo. Sus pensamientos eran traidores. Si aquí conseguía ayuda… pero el coronel nos hacía señas desde el otro lado del campo de minas y Hien me quitó la cuerda de las muñecas y me cogió de la mano para llevarme hasta allí, mostrándome que debíamos pisar solo donde el coronel había pisado.
El coronel apuntó al herido con la cabeza para que yo hiciera lo que tenía que hacer, fuera lo que fuera. Entonces, les hizo una señal a todos menos a Hien para que entraran con él en la aldea.
Ahora el amarillo de su aura se mezclaba con el color marrón de una mancha de sangre vieja y en el azul se veía un destello de rojo. Las auras de los hombres se fundían con la de aquel en una mezcla similar: la influencia, supongo, de un líder más carismático de lo que él mismo pensaba.
Corté lo que quedaba de los pantalones del hombre punta. Tenía la pierna amputada por encima de la rodilla y la sangre salía a borbotones de la arteria femoral. Empecé a aplicar presión, como lo haría normalmente, y me imaginé que la arteria se sellaba, la herida se curaba y se convertía en un muñón limpio y suave, pero seguía sangrando hasta que cogí la mano de Hien con la mía, temblorosa, y la puse sobre la herida de su camarada. Ahora los dos estábamos llenos de sangre, pero poco a poco esta fue retrocediendo, como la grabación de un río que fluía hacia atrás. Hien miraba al paciente y a mí con unos ojos tan grandes como los cráteres dejados por una bomba. El herido tenía lesiones en la entrepierna también. No iba a poder tener hijos, pero Hien lo estaba cogiendo con una mano a él y con la otra agarraba mi mano y las heridas como por arte de magia empezaron a formar tejido granular desde el interior, una de las etapas iniciales de la curación. Esta vez el proceso parecía una película pasada a cámara rápida. Pero no sería lo suficientemente rápido como para salvarlo de la septicemia. Para eso necesitaríamos más manos. A mí ya no me quedaban fuerzas y Hien había agotado las suyas con la curación que acabábamos de llevar a cabo.
Levanté la vista del paciente para ver si el coronel estaba cerca y pedirle que enviara a alguien que nos ayudara.
No estaba muy cerca, pero sí lo suficiente como para que yo pudiera ver lo que estaba pasando.
Habían reunido a la gente de la aldea con el asustado guardia del perímetro, ahora desarmado y muerto de miedo, en el centro. Su aura despedía un color púrpura enfermizo. Parecía un adolescente: un chico guapo con el pelo peinado con la raya a un lado. Probablemente, no era lo suficientemente mayor como para haber sido reclutado por el ARVN. Sus ojos parecían los de un caballo asustado, en los que se reflejaba la luz del crepúsculo, y no dejaba de farfullar al coronel en un tono de disculpa a la vez que argumentativo.
El coronel dio una orden y uno de los del Vietcong, un hombre que tenía la piel manchada como si se hubiera quemado, dio un paso adelante. Otro hombre obligó al muchacho a ponerse de rodillas y a subir los brazos para que bajara la cabeza. Pensé que le iban a pegar un tiro, pero el hombre con la piel manchada sacó un machete del cinturón y empezó a cortarle el cuello al chico.
Escondí la cara entre las manos y grité, y mi voz se perdió entre los chillidos de los otros, entre los gemidos, los lamentos y los «oi» de los asustados aldeanos. No quería levantar la vista, pero no pude evitarlo. Uno a uno, un anciano y una mujer igual de anciana, una mujer de mediana edad, una chica y el bebé que llevaba apoyado en la cadera y tres niños mayores, familia del chico quizá, o los ancianos de la aldea, o las dos cosas, fueron llevados al centro a patadas, los inclinaron hacia delante y los masacraron como habían hecho con el chico. Yo ya me había puesto de pie y no dejaba de gritar que pararan.
El coronel había estado observando las ejecuciones con la misma serenidad con la que supervisaría la excavación de unas zanjas o un vertido de hormigón. Casi con indiferencia, miró hacia donde estábamos nosotros y sus ojos se encontraron con los míos en la luz del crepúsculo. Su rostro era el mismo, pero su aura estaba rodeada de una escueta voluta de color castaño claro.
Hien agarró el amuleto y me volvió a bajar de un tirón. Me abofeteó; la mejilla primero me escoció y después me quemó, y pensé que la cabeza también me saldría volando cuando caí encima de nuestro paciente; Hien seguía sujetando el amuleto. El dolor que sentía en el rostro no era nada comparado con el miedo que salía de él. Me invadió un miedo más sobrecogedor que nada que hubiera sentido hasta ese momento y supe lo que significaba ser invertebrado cuando sentí como si mi columna vertebral y mis rodillas fueran gelatina. Nos iban a matar, a los dos, y tendrían que ser unas muertes horribles si querían dar ejemplo; esas muertes conseguirían que la decapitación de esos aldeanos pareciera humana. Tenía que quedarme callada, tenía que fingir que no estaba allí u obligaría al coronel a matarme primero a mí y después a Hien por no hacerme callar.
Hien soltó el amuleto y me sujetó los brazos cuando el coronel dejó a sus soldados, que ahora disparaban a algunas de las chozas, y se dirigió con paso firme hacia nosotros. Yo estaba a la vez enfadada con Hien por pegarme un tortazo y furiosa conmigo misma por lo imbécil que era. Las recriminaciones de Hien resonaron por todos los vasos capilares y las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. ¿Cómo pude haber sido tan estúpida, tan consentida como para pensar que la compasión pragmática que me habían mostrado hasta ahora significaba que yo podía influir algo en el ejercicio del deber?
La aldea había cedido ante el enemigo. Sus habitantes habían colocado minas que eran las responsables de la muerte de un soldado de la liberación. Esta aldea había sido castigada y ahora mi imprudencia obligaría al coronel a aplicarme una sanción ejemplar, para demostrarle a esta gente lo despreciables que eran los aliados norteamericanos.
Oí pisadas en el lodo y vi al coronel de pie a nuestro lado; la luz de la linterna que llevaba uno de sus hombres, situados por detrás de él, se reflejaba en su cabeza. Nos miró con el ceño fruncido y examinó brevemente al paciente, que ahora estaba consciente. Entonces, le hizo un gesto a mi guardia con la cabeza y le puso su propia pistola en la cabeza al soldado herido. Un dolor punzante me atravesó el cráneo y rompió las auras en millones de partículas de luz que giraron como galaxias en la oscuridad.