Me desperté cuando tumbaron a mi lado a un hombre ensangrentado. Gritó cuando lo dejaron en el suelo, que fue lo que me despertó. Me di la vuelta, lo miré y después miré a Truong, que se dirigía a la puerta.
—¿Qué cojo…? —dije entre dientes.
Ella me lanzó una mirada de disculpa, pero siguió su camino. En otro momento, pusieron al lado del hombre a una anciana con un torniquete hecho con un trozo de tela alrededor de la parte superior del brazo y un ensangrentado muñón donde debería estar su antebrazo, seguida de otro joven con varios agujeros sangrantes en el cuerpo. Por el momento, estos eran los únicos que podían acomodar, así que me puse a gatas para ver qué podía hacer, ya que parecía que yo estaba a cargo de la sala de triaje y urgencias.
Me costó centrarme: me había despertado de una pesadilla en una habitación extraña llena de cuerpos destrozados. ¿Qué esperaban que hiciera con esta gente? No había jabón, agua limpia, ni siquiera un botiquín; por supuesto, nada de analgésicos, ni forma alguna de practicar una operación aunque yo supiera cómo hacerlo. Después de todo, puede que esta no fuera la sala de urgencias. Puede que fuera el depósito de cadáveres.
El resplandor de los cadáveres solía ser más intenso que las auras de esta gente; el hombre que tenía a mi lado empezó a gemir y a gritar lo que parecía un nombre. Una exigua franja rosada brillaba en medio de su aura, que no era tanto su espíritu como su propia confusión.
Saqué las tijeras para vendajes de mi bolsa y le corté la camisa, aunque ya sabía dónde tenía que estar su herida porque la zona abdominal estaba muy ensangrentada. Estaba parcialmente destripado, tenía los intestinos perforados, machacados y de ellos salían y entraban gusanos. Ahora sí que necesitaba la palangana. Si hubiera un cirujano, podría haber sido uno de los pacientes de nivel medio para el triaje: los que se salvan, pero que llevan un poco más de tiempo. Sin un cirujano y el equipo adecuado, era hombre muerto. Pasé por encima de él para llegar a la anciana.
Estaba sentada y se mecía agarrándose el muñón y diciendo en tono quejumbroso «Oi, oi, oi, oi» una y otra vez. Su herida no era tan grave como la del hombre, aunque la pérdida de sangre y la conmoción representaban un problema. Aquí no había veneno que extraer, ni infección que quitar de su cuerpo. Antes de empezar a experimentar con el amuleto, tenía que encontrar vendas limpias. Fue entonces cuando apareció Hoa con el faldón de la camisa lleno de gasas. Detrás de ella venía la niña que por la mañana llevaba a su hermana pequeña apoyada en la cadera. Portaba la palangana, la que habían utilizado para hacer ruido en el funeral, llena una vez más de agua. No de agua caliente, pero de agua al fin y al cabo. Quienquiera que estuviera desempeñando el papel de director de hospital, estaba haciendo un trabajo bastante bueno. Hoa me lanzó las vendas y se fue corriendo. Cogí la palangana que me entregaba la otra niña, y la seguí afuera. A lo largo de las zanjas llenas de agua, tumbados directamente en el barro, había media docena de heridos. Ni siquiera los miré. Vi a Ahn con el anciano y lo llamé.
Parecía asustado y algo reticente, pero el viejo Huang vio que yo le hacía un gesto al niño y lo largó de allí para que se fuera conmigo. Ahn se apoyaba en una nueva muleta hecha con una larga rama de árbol, el palo que había visto tallar a Huang antes. Me recordó al bastón de un hechicero.
—Babysan, necesito ayuda. Agua caliente, trapos.
Él se inclinó hacia mí y su rostro me pareció por un momento inmenso.
—Mamasan, esta gente está…
—Babysan, no me importa. Tú consíguemelo, ¿vale? Pregúntale a Huang. Pregúntale a Truong. No me importa. Estoy cansada y no quiero discutir. No sé dónde están las cosas y no puedo trabajar porque no tengo nada y me encantaría que la gente me dejara en paz de una vez y…
Me di cuenta de que estaba levantando la voz de modo estridente y de que estaba a punto de llorar.
—Mierda, tú díselo —le ordené yo y volví a entrar en la choza para probar el amuleto en los pacientes.
El poder del amuleto me permitía ver dónde estaban las heridas, en caso de que la metralla, las quemaduras y las balas no estuvieran a flor de piel, y aunque intenté con todas mis fuerzas que la sangre volviera a las arterias, y curar las heridas, no ocurrió nada.
Estaba empezando a verlo de una forma racional. Me quité el amuleto, lo agité, lo froté en caso de que la mugre acumulada estuviera entorpeciendo su poder, como la suciedad en los faros de un coche. No vi que tuviera nada mal, así que acerqué las manos a los huesos y músculos que tenía al descubierto en el muñón la anciana ba e intenté pensar en la sanación. Cerré los ojos y casi me quedé dormida, imaginándome que la carnicería que me rodeaba era un sueño, al igual que las extrañas sombras de los vietnamitas que correteaban como parpadeantes demonios fuera de la choza.
De allí me llegaron unas voces que gritaban y un cuerpo mojado y frío se abrió paso entre los heridos y se puso a mi lado. Ahn me dio un golpecito en el hombro como si yo fuera la niña y empezó a parlotear tan rápido que supe que yo debía de tener un aspecto horrible, porque él sonaba preocupado.
—Mamasan, mamasan, no llorar, mamasan. Mamasan, Truong decir siente tanto poner esta gente triste al lado de bac si de primera. Ella decir tú tocar Hue, Hue no morir. Tú tocar Ahn, Ahn no morir. Cuando gente herida venir, ella decir poner al lado de co Mao. Ellos tocar co Mao, ellos ponerse buenos muy rápido. No tener que limpiar heridas, mamasan, no tener que vendar. Solo tocar.
Levanté una mano y fue entonces cuando me di cuenta, sin entender inmediatamente qué significaba, que de ella no salían unas franjas de color, solo unos finos filamentos de un color gris sucio con partículas aisladas de un rosa vinoso que se escapaban lentamente de mi cuerpo como una infección acercándose sigilosamente a una vena. Me quedé sentada y mirando mi mano como una estúpida mientras mis pacientes se morían desangrados, se quejaban y gritaban del dolor.
Ahn me agarró la mano y me la acercó al muñón de la mujer.
—Mira, mamasan, ver, tocar, así. —Y empujó mi mano con la suya hasta que mis dedos rozaron la herida y la anciana gritó. Yo cogí el amuleto con la mano que tenía libre y me volví contra él con toda la furia que el agotamiento me generaba.
—No soy yo, maldita sea. No hago magia. No puedo sanarlos. Es esta maldita cosa y está jodida.
Ahn alargó el brazo para tocarlo. Truong, a quien no había visto en la entrada, se inclinó sobre nosotros, observando, con la mano sobre el hombro de Ahn. La anciana suspiró. La miré pensando que estaba exhalando su último suspiro.
Pero lo primero que vi fue un anillo de un suave rosa grisáceo alrededor de ella. Lo siguiente fue que salía de la mano de Ahn y de la mía. Donde él tocaba el amuleto y mis dedos, el verde de su aura se transformaba en un rosa malváceo cuando se mezclaba con la mía, y donde mis dedos la tocaban a ella, se cerraba la herida, y la suciedad y el pus salían a borbotones pero sin sangre alguna mientras la piel se deslizaba lentamente por el hueso y las terminaciones nerviosas. Su respiración se estabilizó. Me sentí como si acabara de descubrir la penicilina.
Truong había estado sujetando una lámpara y ahora la oscuridad inundó la habitación porque ella retrocedió dando un grito ahogado. Ella sí que no pensaba que yo acababa de descubrir la penicilina. Lo que pensaba era que me acaba de convertir en un fantasma.
Pero mi agotamiento se había transformado en algo parecido a un colocón y la agarré para que volviera con nosotros.
—Ahn, no es solo esto —le expliqué—. Y no soy solo yo. Eres tú y Truong también. Y el paciente. Venid los dos, puede que salvemos a este hombre.
Pero Truong huyó y alzó la voz en un sonsonete áspero provocado por un miedo supersticioso.
De repente, la entrada de la choza se llenó de nuevo de luz y aparecieron Hue y Huang; Truong iba detrás señalando a la anciana y ululando. Bueno, había sido un día largo también para Truong y ya se había adaptado a muchos hechos extraños. Me di cuenta de eso también en ese momento, con una paciencia mental que no tenía nada que ver con mi forma de actuar en ese momento.
—Venga, cállate de una puñetera vez y pírate si no me vas a ayudar —gruñí yo—. Ven, babysan, como antes, solo que esta vez inténtalo con una mano sobre la mía y la otra sobre el amuleto…
Lo intentó, pero el último esfuerzo que había hecho se había llevado algo de él y su aura se veía encogida y marchita, y los pómulos de su pequeño rostro parecían más hundidos. Hue dio un paso adelante, protectora, y agarró al niño del hombro para apartarlo. Nuestra aura colectiva se intensificó de inmediato. Alargué la mano que tenía libre hacia ella. Su aura también tenía partes que eran de un color violeta grisáceo, ligeramente más débil que la de cualquiera de nosotros, pero por debajo era de ese amarillo intenso que hablaba de una inteligencia superior que no se dejaba intimidar por la magia y de un azul valiente e idealista. Me cogió la mano y las dos tocamos al paciente mientras la mano que yo tenía libre sujetaba el amuleto. Mi aura se hizo más brillante y se mezcló con la del hombre con la herida en el estómago. Cuando empezamos, alrededor de él solo veía el aura que rodeaba los gusanos de sus intestinos. A medida que nuestro trabajo avanzaba, su luz comenzó a latir con fuerza y a hacerse visible, por no decir vigorosa, la sangre dejó de manar de su cuerpo, las tripas comenzaron a unirse y los gusanos abandonaron el lugar.
Ahn casi se desplomó encima del pobre hombre antes de pasar al siguiente paciente. Era demasiado agotador para un niño que llevaba tres días muriéndose de hambre.
—Babysan, dile a esta gente que si quiere que los heridos se pongan bien, será mejor que vengan a ayudarme. No puedo hacerlo yo sola, y tú, Truong y Hue no podéis ser mi única ayuda. Todo el mundo tiene que ayudar.
Él asintió cansado y salió por la puerta tambaleándose.
Hue me ayudó con el hombre con heridas de metralla, que no estaba tan mal como los demás y que en una situación normal de triaje habría sido el primero en ser tratado. Mientras el hombre se curaba, no se acercó nadie, ni siquiera a mirar, y todavía podía oír a Ahn hablando atropelladamente con sus paisanos para que vinieran a ayudar.
Truong volvió a mirar con cautela y de nuevo siseó, pero tocó el amuleto de forma fugaz y reverente, como si tuviera miedo de electrocutarse. Por un instante, sentí una punzada de terror, seguida de la aceptación de ese miedo con resignación; unos sentimientos que sabía por su cara que pertenecían a Truong, no a mí. Cuando dejó caer la mano, me miró fijamente y de modo inquisitivo, como si no pudiera creer lo que acababan de sentir, y entonces se acercó y me cogió la mano.
Nos arrodillamos en el lodo al lado del primer paciente, que tenía una herida profunda en la cabeza y enucleación del lado izquierdo (le habían sacado el ojo). Hue, Truong y yo avanzábamos muy lentamente las tres solas, y nadie se había ofrecido a ayudarnos hasta que unos niños se inclinaron hacia delante, empezaron a toquetear el amuleto que colgaba de mi cuello al inclinarme sobre el paciente y cogieron a Hue y a Truong de la mano como si fueran a jugar al corro de la patata. Sentí una explosión de curiosidad y energía procedente de los niños y el círculo formado por nuestras manos se llenó de una luz rosada. No pudimos sustituir el globo ocular, por supuesto, pero detuvimos la hemorragia.
Después de cerrar la herida de la cabeza, la luz rosácea se volvió de un rosa pálido sucio. Todavía quedaban cuatro pacientes más por tratar.
Sabía que había gente a nuestro alrededor, observando, que Ahn estaba haciendo lo que podía para convencer a la gente, casi como un charlatán de feria, de que me ayudara, pero todos los demás parecían asustados. La siguiente paciente tenía tantas heridas que era un milagro que siguiera viva. Caminé a gatas por el lodo para llegar a ella. Era una chica de unos catorce años y estaba tan cubierta de barro y sangre que resultaba imposible saber qué aspecto tendría si la mitad de su rostro no hubiera desaparecido. Lo intenté. Hue, Truong y Ahn intentaron ayudarme, pero estábamos exhaustos. Su respiración irregular cesó. A lo mejor conseguíamos aliviar un poco su dolor antes de morir; no sé. Le había dicho a Ahn que lo que teníamos que hacer cuando intentábamos sanar a esta gente consistía en pensar en cómo eran cuando estaban bien y desear con todas nuestras fuerzas que volvieran a ese estado. Las otras dos mujeres, a quienes Ahn les había comunicado las instrucciones, se quedaron mirando a la niña del barro. El aura de Hue menguó por un momento hasta que pareció que estaba envuelta en solo unos centímetros de barro que fluía de su piel. La de Truong brillaba; cogió a la chica en sus brazos y la empezó a mecer. Yo me dirigí a la siguiente paciente, que era una niña de unos ocho años devastada por otra herida en la tripa, y de nuevo aparté la mirada. Ahn se acercó rápidamente a mí, sentado sobre su trasero, y me dio unas palmaditas en el hombro, pero no tenía mucha fuerza en la mano. Él también parecía que se iba a poner a llorar. No dejaba de darme en el hombro y yo no dejaba de berrear. Truong seguía acunando en silencio a la niña muerta, pero Hue se nos acercó a gatas. Parecía afligida, aturdida por el dolor, pero lo ocultó con su expresión seria y empezó a arengarme con voz lenta y airada, supongo que intentando que reaccionara.
—Babysan, dile que lo siento, pero que no sirve para nada. Necesitamos más ayuda. No hay suficiente magia dentro de mí para hacerlo sola, ni siquiera hay magia suficiente en nosotros cuatro.
Hue se echó hacia delante y tocó el amuleto mientras yo decía estas palabras, y la severidad desapareció de su rostro para dar paso al remordimiento y a más confusión que me atravesó durante el contacto, de tal modo que pude oír cómo se hacía a sí misma un montón de preguntas airadas y desconcertadas.
Levantó su mano llena de barro y me tocó la mejilla; entonces, se dirigió a sus vecinos y les habló casi en tono suplicante, pero con una inflexibilidad subyacente que exigía respeto, atención, aunque aparentemente estaba implorando la compasión de la aldea.
Aunque yo estaba muy agotada como para leer de forma consciente la expresión facial, el tono y el aura de la mujer en su conjunto, comencé a verlo claro y me di cuenta de lo que ella les estaba comentando a los demás. Les decía que estaban quedando en evidencia, que les estaban entregando las vidas de sus seres queridos a una extraña y que además se negaban a ayudarla a salvarlos. El agua de la lluvia formaba líneas limpias entre el barro de su rostro y su apelmazado pelo le daba el aspecto de alguien que se había ahogado y volvía transformada en una banshee para perseguirlos.
Huang, que había estado acarreando los cuerpos, fue el primero en reaccionar. La tranquilizó y le dio una palmadita en la mano, pero ella me la puso en el hombro. Detrás de él, vinieron la madre de Hoa y la pequeña que había llevado a su hermana apoyada en la cadera y su hermano. Ahn cogió la mano de Hoa y la llevó a mi hombro. Ella se apartó de él solo un instante, pero mientras los demás se aglomeraban a su alrededor, la expresión de su rostro era de embeleso. El poder fluía y manaba de la gente que me rodeaba, me tocaba a mí, a Hoa, a los pacientes. Entonces Hue habló de nuevo y supe sin saber vietnamita lo que les estaba diciendo:
—Estos son cuerpos. Estos no son cadáveres. Estas no son simplemente heridas. Son vuestras hijas, vuestros hijos, vuestros padres, vuestras madres, vuestras hermanas, vuestros hermanos, vuestras tías, vuestros tíos, vuestros primos, vuestros vecinos y vuestros amigos. Recordadlos trabajando a vuestro lado en los campos, ayudándoos a construir vuestra casa, negociando con vosotros en el mercado, celebrando con vosotros las festividades. Esta niña ha jugado con vuestros hijos. Podría ser vuestro hijo. Consoladla.
La gente se quedó a mi alrededor o sentada en cuclillas a mi lado, con las manos en mi camisa, en mis brazos desnudos, en mi pelo, tocándome las rodillas, la espalda y la cintura, uno o dos presionaban demasiado, la mayoría me tocaban con más indecisión. Dos de ellos, unos hombres que no reconocí, tocaron el amuleto y de ellos recibí al principio una punzada de sospecha e ira, seguida rápidamente de un torrente de emoción y fortaleza indescifrable. Encajé mis dedos entre los suyos y el amuleto y sus dedos se cerraron sobre los míos.
Y entonces me acordé de la niña a la que estaba tocando; la herida que tenía en el vientre se estaba curando; la piel componiéndose, suave e incluso limpia; su respiración era más regular; su expresión de dolor se transformó en una de miedo y de enfado infantil por haber sido abandonada. Cuando llamó a su mamá, reparé en el siguiente paciente. No había sitio suficiente para que todos los aldeanos pudieran tocarme a la chica o a mí, así que algunos de ellos estaban apretados contra sus vecinos, pero tocaban a los otros pacientes. Todos excepto la niña que había muerto ya se estaban curando.
Quería dormir, allí mismo en el barro. Pero dos jóvenes me ayudaron a entrar en otra de las chozas. Justo antes de quedarme dormida, pensé: Estos jóvenes deben de haber venido de la otra aldea con los heridos. Ayer no había chicos en esta aldea.
Nada debía haberme despertado, pero las voces sí lo hicieron. En primer lugar, no eran las voces a las que me había acostumbrado en las últimas veinticuatro horas. En segundo lugar, aunque estaba muy cansada, tenía los nervios a flor de piel y pesadillas bastante reales. Un ruso con sombrero de piel se inclinaba sobre mi madre. Yo sabía que era mi madre, aunque no tenía cabeza, porque la llevaba debajo del brazo. Ella no paraba de decir: «No quiero ocasionarle ninguna molestia, señor. En serio, mi hija me puede llevar al médico por la mañana». Pero el ruso tenía un invento secreto y me pareció que tenía algo que ver con lo que el Sputnik había encontrado en el espacio e iba a utilizarlo para volverle a colocar la cabeza a mamá en su sitio; el problema era que no sabía dónde tenía que ponerla.
Nuestro vecindario estaba envuelto en llamas, el Vietcong entraba en Bethel y muy pronto cruzarían el puente sobre el barranco cerca de la casa de los Foster, pero sabía que ellos no conocían el terreno tan bien como yo. Yo parecía estar en casa sola. Mi familia se había marchado a algún sitio, o puede que ya estuviera muerta. Atravesé sigilosamente el patio trasero, pasé por delante del manzano silvestre, caminé por la acera de cemento, atravesé el jardín y me metí en el cauce seco del río. Podía esconderme ahí y el Vietcong nunca me encontraría porque no habían vivido en nuestra calle y solo los niños que sí se habían criado aquí conocían el escondite. Más tarde, me dirigí a hurtadillas a la casa de los Foster a tiempo de verlos atravesar el puente; crucé por debajo y corrí por el barranco detrás de la casa. A ellos nunca se les ocurriría buscarme allí.
Pero entonces, aunque la casa de los Foster estaba a dos manzanas de la nuestra, cuando los del Vietcong se pusieron furiosos y le prendieron fuego a nuestra casa porque no había nadie dentro, pude verlo todo con claridad: la vivienda ardió como una cerilla y yo pensé: No, espera, dejad que coja la colcha que hizo mi abuela, los elefantes de la colección de mi madre y mi álbum de recortes de los Kingston Trio. Y mi gatito, Blackie, ¿dónde está Blackie? Y entonces vi que estaba muerto y supe que ellos le habían disparado por diversión. Le estaban prendiendo fuego al manzano silvestre y a nuestro jardín, y ahora hacían lo mismo con el de los Sortors; entonces recordé que Blackie había muerto cuando yo tenía diez años, así que tenía que ser un sueño.
Pensé: Pero yo soy una buena persona. No le he hecho nada a nadie. Intento ayudar a los demás, traduzco, soy amable y servicial, ayudo a los menos afortunados. Y vi que estaba aporreando una puerta y gritando que quería volver a un sitio seguro, mientras que a mi alrededor la gente, zombis o leprosos, me desgarraba la ropa e intentaba infectarme. Estaba en el infierno, pero no podía ser verdad porque había sido buena y había hecho lo que tenía que hacer.
Intenté despertarme, pero estaba tumbada en el suelo y me pasaba algo en la tripa; vi mis intestinos y supe que había mucha sangre, pero me pregunté por qué no me dolía. Los pacientes siempre gritaban cuando los evisceraban. Y dije: «Eh, que alguien me ayude a volver a meter esto dentro y a coserme» y cuando bajé de nuevo la vista parecía el espantapájaros de El mago de Oz. Y me rodeaban todos los vecinos y no parecían obreros ni secretarias, sino granjeros que vestían monos y batas de andar por casa y llevaban horcas en la mano. Todos ellos me miraban con esa expresión hermética que significaba «Me niego a discutirlo contigo» y que mamá y papá tienen a veces, cuando pienso que están enfadados conmigo, pero que después me entero de que están muertos de miedo y que no quieren pensar en ello porque les daría incluso más miedo. Y nadie me ayudaba hasta que aquel tipo que vigilaba al prisionero de guerra en la sala de Carole, en la 83, salió de entre la multitud vistiendo todavía su uniforme pero llevaba una horca y una sonrisa cruel en su rostro mientras apuntaba hacia mis tripas con su herramienta.
Esta vez, me desperté. Ahn me daba golpecitos en el costado con el bastón.
—Mamasan, mamasan —susurró él.
—¿Hmmm?
—Darse prisa, mamasan. Correr a la selva. Vietcong aquí. Hue decir tú ir a la selva, esconder.
—De acuerdo, de acuerdo, tranquilo —dije yo entre dientes; había asimilado solo en parte lo que me acababa de decir, pero sentí cómo la adrenalina volvía a recorrer mis venas como un chute de cafeína.
Asomé la cabeza por la puerta, pero no vi nada.
—¿Dónde están?
—En casa de Hue. Darse prisa. Hue engañarlos. Tener reunión. Tú irte rápido.
—De acuerdo, pero…
Coloqué el amuleto entre mi mano y la suya. De Ahn me llegó un torrente de desesperación inarticulada, de pesar por perder a otra madre y de miedo por mí y por él. Intenté proyectar consuelo, pero por lo visto, el amuleto transmitía solo lo que realmente sentía el que lo llevaba porque Ahn parecía más asustado.
—Didi mau, mamasan. Didi mau —me suplicó él.
Tuve que escabullirme por la parte delantera de la choza, ya que si había una salida por atrás, no sabía cuál era. Debí de haber dormido varias horas. El cielo estaba de un gris relativamente brillante, con una zona de un color más amarillo que el resto, que era por donde el sol intentaba aparecer. De la selva salía un dulce olor a tierra que hacía que quisiera tumbarme y enterrar la cara en ella. Pero tenía que guarecerme rápidamente.
Cuando me encontré rodeada de árboles, dudé por un instante, sin saber adónde ir, temerosa de las minas y de las trampas. Alguien me agarró por detrás y yo me volví rápidamente, preparada para luchar. Hoa me cogió de la mano y tiró de mí.
Estaba cubierta por una niebla gris y enturbiada por un castaño con matices aceituna, un color que me hubiera inquietado si no estuviera ya totalmente aterrorizada. Me llevó a través de la maleza, que tenía un camino lo suficientemente ancho como para que lo hubiera hecho un perro grande o un niño pequeño. Levantó un arbusto; debajo de él habían cavado un agujero, que no era enorme, pero sí lo suficientemente grande. El sitio estaba a tiro de piedra de la aldea, y, aunque no estaba muy escondido, sí tenía el mismo aspecto que el resto de la selva. El arbusto era lo suficientemente alto como para que nadie me pisara por accidente. Me agaché y ella volvió a colocar el arbolillo en su sitio. Podía ver un poco entre las raíces.
Esperé bastante tiempo y, mientras, observaba la aldea, sobre todo el espacio que había entre la casa de Hue y la de Truong. Seguí oyendo a gente que gritaba, pero era un sonido sordo y yo no dejaba de cabecear, a pesar de estar muerta de miedo.
¿Cómo conocía Hoa este escondrijo? ¿Podría esa encantadora niña ser del Vietcong? Entonces me acordé del cachorro. Por supuesto, esto tenía que ser la caseta del perro. Tenía que haberlo deducido por el olor… y por lo que estaba aplastando con las manos y las rodillas.
Mientras me preguntaba dónde estaría el perro, terminó la reunión. No tenía ni idea de que la casa de Hue fuera tan grande. Toda la aldea estaba allí, muchos de los pacientes de la noche anterior y varios hombres y mujeres jóvenes que no había visto antes, además de un hombre mayor que ellos. Era a él a quien Hue estaba suplicando. De repente, le dio un revés que la tiró al suelo y uno de los hombres, como el guardia de mi sueño, se inclinó hacia delante y le clavó la bayoneta en la parte en la que le había mordido la serpiente.
El hombre mayor le hizo otra pregunta, pero ella negó con la cabeza y siguió hablando. El más joven la amenazó con pincharla de nuevo, pero su superior se lo impidió.
Esta mañana, las auras de la gente eran en su mayoría de un color apagado y sucio. Incluso el color de la de Hue, que normalmente era brillante e intenso, se había atenuado y ahora mostraba el tono gris y pardo oliváceo que había mostrado la de Hoa. Pero la del hombre mayor era de un intenso amarillo limón dentro de un aguamarina jaspeado, un verde azulado y un verde más claro y menos definido. Todos ellos estaban envueltos en el castaño del cansancio y el ocre oscuro de la depresión, pero el amarillo del intelecto, el azul de la entrega a sus ideales de ese hombre hacían que su aura brillara por encima de las de los demás, excepto la del joven sádico. La luz del chico me resultaba muy familiar, pero él no. Emitía un brillo negro intermitente que proyectaba sombras curvadas sobre el rojo de su furia. Como William cuando se volvía loco.
Hue lo ignoró y apeló al hombre mayor.
Él negó con la cabeza y se apartó de ella. El hombre más joven le dio una patada en la herida, le plantó un pie en el abdomen y le puso la bayoneta en la cara. Hoa salió corriendo a voz en grito de entre los aldeanos hacia mi escondrijo.
La supervivencia aquí parecía depender de un concurso de popularidad y yo acababa de perder. Levanté el arbusto, me puse de pie y eché a correr. Vi la cuerda de una trampa justo a tiempo. La habían colocada entre dos árboles, justo detrás del agujero para el perro.
Si hubiera pensado con claridad, podría haberme lanzado a la trampa para acabar de una vez. Pero cabía la posibilidad de que no me hubiera matado. Podría haber sido una trampa con estacas punji, que simplemente me habrían lisiado o envenenado, y no una granada. Mi tiempo de reacción fue demasiado lento y para cuando tomé la decisión y esquivé la cuerda, alguien me había retorcido los brazos y me los ponía detrás de la espalda con tanta fuerza que oí cómo me dislocaba las articulaciones. El dolor me recorrió como un hierro candente los brazos, me atravesó el corazón, me bajó por el estómago hasta que lo sentí en la vejiga y en las tripas. Una hoja de cuchillo giró delante de mis ojos.
Entonces, de repente, una voz estridente comenzó a hablar rápido en vietnamita y uno de los hombres más jóvenes, probablemente solo un adolescente, se puso delante de mí mientras hablaba con tanta celeridad como mi captor. El chico me resultaba ligeramente familiar y, aunque hablaba en vietnamita, entendía la esencia de su discurso, que podría traducir de la siguiente manera: «Coronel Dinh, quizá no entienda bien la situación, pero si me permite aventurar una sugerencia, yo con mis propios ojos y toda esta gente hemos visto a esta mujer, perdón, señor, a esta puta extranjera», me escupió para impresionar, «practicar magia que curó a los heridos de ayer por la noche. Quizá al coronel le resultaría menos embarazoso interrogarla en otro lugar».
Cuando lo oí y lo entendí, supe quién era. Era uno de los hombres que me había ayudado a entrar en la choza la noche anterior, uno de los desconocidos que habían tocado el amuleto y que ahora estaba intentando ayudarme. Su aura estaba cianótica por miedo a que lo consideraran un traidor, pero también era de un azul más intenso que el de su superior, un azul que hablaba de una parte de su espíritu que había sido resucitada. Cuando tocó el amuleto, cuando ayudó a sanar a su camarada, se había curado un poco también él. Es más, seguía de alguna manera conectado conmigo, aunque hubiera pasado el tiempo y se hubiera interrumpido el contacto. Tuvo cuidado de no mirarme.
El coronel se puso frente a mí de una zancada, me fulminó con la mirada y asintió con brusquedad; entonces me llevaron de muy malos modos de vuelta al pueblo. El asqueroso que me sujetaba los brazos tuvo que inclinarme hacia delante para colocarme las muñecas entre los omoplatos, porque no era lo suficientemente alto como para llegar a ellos con facilidad cuando me ponía derecha. Así que yo iba delante de él avanzando a trompicones hacia donde estaba Hue sentada, muy recta, observándonos con un aura envuelta en un gris apagado y con una mirada terriblemente seria. Algo brillaba en el barro: su diente de oro.
Los demás habían desaparecido, incluso Ahn. Los aldeanos seguían protegiéndolo, y llegué a la conclusión de que el joven soldado que había hablado con el coronel estaba en lo cierto. Los habitantes de la aldea tenían demasiado miedo del Vietcong como para intentar salvarme, pero el coronel estaría tentando a la suerte si me maltrataba. Maldita sea. William sabía que yo estaba aquí y cabía una pequeña posibilidad de que hubiera encontrado a otros hombres y de que todavía me pudieran rescatar, aunque no estaba segura de que para cuando lo hicieran yo me encontrara en condiciones de poder apreciar la diferencia.
Mientras pensaba en esto, rodeada de hombres pequeños que me miraban con una sonrisa de suficiencia, me daban codazos, me manoseaban y, si no, intentaban hacerme saltar para que los brazos me dolieran todavía más, el coronel se agachó y le tendió la mano a Hue. El hombre dijo algo de manera brusca y con desaprobación. Ella levantó la vista hacia él y habló de nuevo. De nuevo entendí lo que decía sin que me tradujeran. Las palabras de mis captores, salvo las del chico que había hablado con el coronel, me seguían pareciendo un misterio. Evidentemente, una parte de mí llegó a la conclusión de que el amuleto creaba un vínculo entre aquellos que los tocaban, uno que confería entendimiento; suponía que simplemente se volvía más claro y más literal con la práctica o según el tiempo y la intensidad del contacto. O quizá simplemente entendía más debido a la urgencia de saber qué estaban diciendo.
Hue tenía el rostro hinchado, lleno de sangre y de barro, pero habló en un tono de voz tranquilo y suave propio de una chica vietnamita bien educada.
—No he hecho nada malo, padre. Te equivocas con la mujer. En verdad, no es norteamericana. Es una hechicera que se hace pasar por norteamericana para ponernos a prueba, si quieres saber mi opinión. Salvó mi triste vida. ¿Vas a hacer que deshonre a nuestros ancestros traicionándola?
El coronel se puso de pie y, por un momento, la indecisión hizo que el amarillo intenso de su aura parpadeara; y entonces nos hizo salir de la aldea.
Yo no podía seguir el ritmo. El Vietcong atravesaba al trote sitios por los que mi cuerpo no cabía y las ramas me arañaban. Para protegerme los ojos, trataba de no abrirlos, porque, inclinada como iba, la maleza me golpeaba con fuerza en la cara cuando pasaban los demás. Unos cuerpos pequeños y fuertes se aglomeraban a mi alrededor y me empujaban para que tuviera miedo de que me aplastaran. Al final, tropecé.
Caí de bruces en el barro, sin poder poner los brazos para amortiguar el golpe. Me mordí los labios y las mejillas y me empezó a sangrar la nariz. El pequeño bastardo que me había estado sujetando cayó encima de mí; yo me di la vuelta, enfadada, y me zafé de él.
—Déjame en paz, maldita sea —chillé yo—. No te he hecho nada.
Me sentía igual de ofendida que en el sueño cuando me enteré de que estaba en el infierno. Y mientras gritaba me di cuenta de lo estúpido que era todo. Sin duda, gente contra la que no tenía absolutamente nada iba a matarme de una forma desagradable y dolorosa. ¿Cuántos de sus familiares habían muerto de la misma manera? ¿Cuántos pacientes míos habían sobrevivido a algo así? Todo era tan estúpido. Grité.
El joven soldado que había intentado ayudarme esa mañana se arrodilló a mi lado, para apaciguarme, pero el coronel me dio un revés como lo había hecho con su hija. Lo vi venir y lo esquivé. Fue un error. Apartó al joven soldado de un golpe y trató de agarrarme con las dos manos. Su aura no cambió, salvo por unas chispas de color rojo; supe entonces que a él yo le daba igual, que con quien estaba enfadado era con Hue, porque ella se había puesto de mi lado. Y aunque nadie lo podía ver, supe por el gris brumoso que rodeaba su aura que estaba llorando la muerte de su esposa, la mujer a la que había matado la serpiente. Sus movimientos eran precisos y mecánicos mientras se abría camino por la ciénaga de la conmoción y la pérdida.
Primero me cogió del pelo, pero lo tenía corto y resbaladizo por el fango y la lluvia, así que optó por agarrar la correa de la que colgaba el amuleto que llevaba alrededor del cuello y tirar de ella. La correa me cortó la respiración y empecé a toser; de repente no podía respirar, ya no era capaz de toser y comencé a atragantarme, y sentí cómo se me hinchaba la cara por la falta de oxígeno. Los pulmones empezaron a bombear como locos, el pecho me ardía y empezaron a llorarme los ojos y a moquearme la nariz. Me zumbaban los oídos y todo se nubló a mi alrededor.
Y esa parte independiente de mí pensó: Ay Dios, a la prensa le va a encantar esto: Kitty McCulley, la joven mártir. Me pregunto a cuánta gente inocente más van a cargarse como venganza por mi muerte. Ese pensamiento no me llenó de un sentimiento violento de venganza, solo me entristeció, me enfureció e hizo que me sintiera más frustrada con todo este lamentable lío. Iba a morir de una forma burda, estúpida y absurda. Mierda.
La muerte intentaba entrar por el amuleto, pero mi miedo y mi ira le cortaron el camino como lo haría una motosierra.
El oxígeno volvió a mis pulmones como agua que cae sobre una quemadura cuando el general me soltó la correa. La cabeza estuvo un tiempo dándome vueltas, pero no hubo ni golpes ni preguntas. El pequeño bastardo con el aura de lava caliente se quejaba con voz aguda y estaba claro que decía algo así: «Déjamela a mí, déjamela a mí», pero nadie me estaba tocando ya y dejaron que me tapara la cara con las manos y jadeara hasta que los latidos de mi corazón y mi respiración volvieran a la normalidad.
Cuando finalmente levanté la mirada, el coronel estaba a medio paso de mí, observándome. Parecía igual de afectado que yo. Cuando lo miré, él apartó la vista. Aura de Lava hizo un ruido de indignación con la garganta y le gruñó algo al coronel, que le lanzó una mirada de ira. El coronel sí que se parecía a Hue, sobre todo en su expresión malhumorada y en la inteligencia de sus ojos. Pero él se estaba quedando calvo y sus pómulos y mentón marcados formaban un triángulo que le daba un aspecto más similar al de la serpiente que había matado a su mujer.
Parecía haber tomado una decisión; apartó de un codazo a Aura de Lava y a mi aliado y se sentó en cuclillas delante de mí; me habló con claridad, con nitidez y en voz alta… en vietnamita. Mi aliado protestó diciendo que yo no hablaba el idioma, así que el coronel alzó la voz. Pero no era necesario. Aunque por separado sus palabras no tenían sentido para mí, todavía podía seguirlo. Me miró fijamente a los ojos, e intencionadamente evitó el amuleto.
—Dicen que tienes unas manos sanadoras, mujer. Debería cortártelas para que mi gente no caiga bajo tu hechizo. Pero mi ignorante hija dice que no lo haces con mala intención, que usas este poder para ayudar a nuestra gente… que eres compasiva. Si eso es verdad, está en tu poder ayudarnos también a nosotros. Ven al norte con nosotros, habla con tu prensa norteamericana, diles que tus hombres violan a nuestras mujeres, que las asesinan, pero que nosotros te tratamos con respeto. Diles lo injusta que es esta guerra. Que tus manos sanadoras serán inútiles si por cada persona que salvas, mueren miles. Hazlo, mujer, y salvarás la vida. No pienses en engañarnos. En el norte hay gente que habla bien inglés.
No dejaba de mirarme a los ojos mientras hablaba y yo sabía que él sabía que yo entendía lo que estaba diciendo. Asentí, y no mentía. Me sentí tan aliviada que casi me desmayo. En aquel momento, quise complacerlo más a él que a mi propio padre, más que a Duncan, más de lo que nunca he querido complacer a nadie. Podía haber ordenado que me torturaran hasta la muerte o protegerme, y había optado por protegerme, por el momento. Una vez que llegáramos al norte, dondequiera que estuviera, sería otra historia, pero por ahora iba a vivir. Bajé la cabeza, asentí y lo miré con disimulo. Parecía igual de aliviado que yo, y había algo más en su rostro, algo que intentaba ocultar a los demás, algo que al mismo tiempo lo avergonzaba e intrigaba. Sin saber nada de mi procedencia, de mi familia, de mi idioma o de mis costumbres, ahora me conocía igual de bien que a Hue. Mejor, quizá. Y si me mataba, sabría exactamente a quién y qué estaba matando. No es que no hubiera matado muchas veces ya, a mujeres, ancianos, niños. Pero se había hecho fuerte para no oír a esa gente, para verlos como cosas en vez de personas, como cosas hacia las que no tenía responsabilidad ni obligación de entender. No sería capaz de engañarse respecto a mí. Cuando agarró el amuleto para ahorcarme, sin darse cuenta se había acercado más a mí, más que mi madre, más que un amante y no podía ignorarlo sin hacerse más daño del que ya se había hecho. Mientras agarraba el amuleto, lo que yo era entró en él y, al pillarlo desprevenido, no había podido rechazarlo. Solo ahora, cuando él empezaba a batallar con su reacción al amuleto y a mí, podía entender yo su participación en este vínculo.
Bruscamente me ordenó que me pusiera de pie, pero cuando mi antiguo guardián intentó maltratarme de nuevo, él lo regañó y le dijo que me atara las manos por delante y que me guiara; le dijo que qué creía que estaba haciendo, impidiendo mi avance de esa manera, que íbamos muy lentos. Que ya se divertiría metiéndome mano cuando no tuvieran tanta prisa.