La comitiva fúnebre de la anciana era una lenta y estrecha hilera de gente que iba con la cabeza descubierta y los pies descalzos, gente con sombreros cónicos y sandalias hechas con neumáticos, gente que llevaba puesto lo que parecía ser un traje de los domingos remendado, que subía con dificultad, y a veces resbalaba, por la pendiente enlodada, portando humeante incienso que se negaba a permanecer encendido y cabos de vela protegidos por las palmas de las manos o por una hoja. Los niños soplaban instrumentos que hacían ruido y aporreaban objetos: unos casquillos, la palangana que yo había usado para limpiar la herida de Ahn. Después me enteré de que la finalidad del ruido era ahuyentar a los demonios. Me dio la sensación, por las auras de aquellos que me rodeaban, que celebrar un funeral tan tarde no era lo normal, ya que fuera podría haber más demonios de lo habitual. Hue cojeaba y Truong, nerviosa, se ofrecía como apoyo, una ayuda que Hue rechazaba la mayoría de las veces. Las dos mujeres iban de blanco, con trozos de papel dorado y de tela roja sujetos al pelo y a la ropa. Hue, que debería haberse quedado en la cama después de su aborto, caminaba rodeada de dos amigas. Lo hacía encorvada, y supuse que era porque la serpiente le debió de romper algunas costillas. Ahn y yo nos unimos a la comitiva y el niño se apoyaba en el anciano, Huang, y golpeaba su muleta improvisada con otro palo para hacer ruido. Alcanzarlos era lo único que podía hacer para seguirles el ritmo a un anciano y a un niño minusválido: tal era mi nivel de cansancio; además el camino estaba muy resbaladizo.
Mi pequeño amigo me miró con la expresión lúgubre de un director de funeraria aficionado que hacía lo posible por parecer abatido tras haber hecho un buen negocio. Yo sabía que no se alegraba de la muerte de la anciana, pero el sentido práctico que desarrollan los pobres y dependientes le decía que ella estaba muerta y él, vivo. La causa de su muerte era también una oportunidad para integrase, que lo adoptaran y convertirse en un habitante de la aldea. No es que quisiera desvincularse de mí. Mi mundo había sido su hogar durante un tiempo. Juntos habíamos hecho algo que le había proporcionado un lugar en el mundo. Pero aunque era un niño, no podía permitirse el lujo de ser inocente. Estaba asegurándose su propia supervivencia. Su fe en mi omnipotencia ya no era la misma que antes, lo cual era lógico tras lo vivido en los últimos días. Le di unas palmaditas en el hombro y con dificultad me puse a su lado.
No entendía muchos aspectos de ese funeral, pero la necesidad de incienso era evidente y no solo por motivos simbólicos o religiosos. El cadáver ya apestaba: la serpiente, al haber aplastado a la mujer, le había reventado los órganos y había acelerado la descomposición. Llevaban el cuerpo encima de una tabla, envuelto en una tela roja sobre la que habían esparcido flores de la selva. Por suerte, los que portaban el cadáver caminaban muy despacio y eran de pie firme, como las cabras montesas. Por lo visto, no habían tenido tiempo de fabricar un ataúd.
Todo el mundo hacía mucho ruido cantando y llorando, pero como a mí me habían educado para pensar que los entierros eran ceremonias silenciosas donde era casi de mal gusto que la familia del difunto llorara en público, me quedé callada. Asistí más que nada por curiosidad y, por supuesto, para presentarle mis respetos a la familia. La mía creía que aunque no conocieras u odiaras al difunto, si conocías a alguien de su familia debías presentarte en el funeral para mostrarles que te preocupabas por ellos. Pero era algo incómodo. Yo no conocía ni a la difunta ni a la familia. Y no sabía nada acerca de los ritos fúnebres vietnamitas salvo que se celebraban con bastante frecuencia.
Esto era evidente por el número de tumbas cubiertas de piedras que había en lo alto de la colina. Probablemente había cien veces más sepulturas (contando solo las más nuevas) que habitantes en la aldea. En algunas había pequeños altares de madera pintada de rojo, de papel deshecho por la lluvia, de fotografías enmarcadas u otros objetos. Atravesamos las tumbas y nos dirigimos hacia lo que parecía ser el panteón familiar de la anciana, donde el agujero recién hecho, que ya se estaba llenando de agua, la esperaba. Los que portaban a la difunta fueron terriblemente cuidadosos cuando la bajaron, pero aun así el cuerpo salpicó un poco cuando cayó en el hoyo y la tela roja comenzó a oscurecerse por los extremos que tocaban el agua.
Los portadores del incienso formaban zarcillos de humo que describían elegantes arcos alrededor del cuerpo y colocaban objetos al lado del cadáver: un cuenco de arroz y palillos, una olla resquebrajada y un libro con el título en francés. Unos ancianos con pantalones de pijama negros, la parte de arriba blanca pero sucia y sombreros cónicos cantaban oraciones. Unos niños que vestían pantalones cortos y camisetas, y algunos de los más pequeños camisetas pero no pantalones, no dejaban de golpear las cacerolas y demás objetos mientras lloraban y ululaban de forma ceremoniosa y miraban a sus mayores para asegurarse de que desempeñaban su papel adecuadamente. Sus auras eran de colores brillantes, como aves tropicales, y que contrastaban con el cielo gris, la lluvia plateada y la tenue aura colectiva de los adultos. Huang encendió una varita de incienso y después de lo que pareció ser una frase o dos, trazó con ella círculos alrededor del cuerpo. Una joven embarazada lanzó flores, de una en una, encima de la tela que cubría el cadáver.
En el momento apropiado, cuando a la anciana le habían rendido los debidos honores, apareció Hue con un pequeño bulto, que eran los restos de su bebé, envuelto en un trozo de seda. Sus amigas la ayudaron a arrodillarse. Respiraba trabajosamente. Tenía el rostro desolado por el dolor y la ira, y mojado del sudor, la lluvia y las lágrimas cuando se inclinó hacia el interior de la tumba y colocó el cuerpo envuelto del bebé al lado de su abuela. Las amigas de Hue la ayudaron a ponerse de nuevo de pie.
Esperé a que la gente empezara a echar tierra en la tumba, pero después de lo que pareció un momento de oración comunal, Huang, Truong y dos más que reconocí de cuando matamos a la serpiente comenzaron a hablar entre ellos; cuando terminaron me miraron expectantes. Ahn les dijo algo que sonó a pregunta, recibió una respuesta corta y se giró hacia mí.
—Mamasan, gente querer saber: ¿qué hacer norteamericanos cuando enterrar muertos?
Estaba tan cansada que por un momento me sentí molesta por la pregunta. ¿Qué pensaban ellos que hacíamos? Evidentemente, cavábamos un agujero en la tierra y enterrábamos a la gente o los incinerábamos, igual que los vietnamitas. Pero estaba claro que Truong, Huang, Hoa y los demás aldeanos querían una respuesta, así que les respondí:
—Bueno, depende de tu religión o de hmmm… de la religión del ser querido, pero normalmente rezamos, llevamos flores y entonamos un cántico.
Ahn les transmitió esta información. Hablaron de nuevo entre ellos y entonces Huang le dijo algo a Ahn que sonaba a orden.
—Papasan decir, tú cantar por Ba Dinh —me dijo Ahn.
Iba a protestar, pero observé que papasan asintió bruscamente una vez; su aura estaba rodeada por completo de un ribete del color rojo violáceo del orgullo, el orgullo del prestigio. Él y los demás estaban intentando concederme el honor de incluirme en el servicio. Si me negaba, sería un desprestigio para él. El único problema era que no sabía ningún cántico. Por lo general, eran demasiado agudos para mí. Me quedé mirando fijamente la tumba. Un diminuto destello de color aguamarina rodeaba la empapada tela escarlata y de la del bebé, un viso azul. Recordaba haber leído una vez en la parte de atrás de la carátula de un disco que, en Nueva Orleans, los esclavos solían celebrar desfiles y fiestas por los difuntos porque creían que venir al mundo era triste y escapar de él, feliz. Por eso When the Saints Go Marching In no sonaba a canción de funeral. Canté el estribillo y la única estrofa que podía recordar, y me contuve para no pedirles a los demás que cantaran conmigo. Dudaba de que Ba Dinh hubiera sido una santa, pero su otra vida, su otro mundo, o lo que fuera, no podía ser más duro que el que acaba de dejar. Y la serpiente probablemente le había ahorrado al bebé la vida triste de un niño de madre asiática y padre norteamericano, y fruto de la violación.
Estornudé dos veces durante la canción, como otras personas, que estornudaron, tosieron y se sonaron la nariz. Hoa lanzó una última corona de flores de la selva en la tumba y medio nos fuimos caminando, medio deslizando por el sendero enlodado, lejos del superpoblado cementerio, hacia el banquete funerario.
Me dieron unos palillos de bambú recién tallados y un cuenco blanco, que debió de haber sido el tesoro de alguien. Todos los demás comían en cuencos de barro. La cena era estilo bufé. Nos pusimos en fila delante de la olla y la sirvienta que estaba de servicio (todos se turnaban) nos llenaba los cuencos con estofado de serpiente y removía, mientras el resto nos apiñábamos en las entradas a las chozas, debajo de los árboles más cercanos y hablábamos. O mejor dicho, hablaban. Nadie parecía notar cómo la lluvia nos empapaba la ropa y cómo nos bajaba por la cara para mezclarse con el lodo que cubría las sandalias y los pies descalzos. El fuego parecía más aterrador que acogedor y yo no dejaba de pensar en las brujas de Macbeth. El cielo se volvió negro con mucha rapidez y el fuego y alguna que otra lámpara de aceite o vela eran lo único que iluminaba la aldea.
Engullí el estofado de serpiente. La proteína no era algo que pudiera despreciar, fuera lo que fuera, y la serpiente cocinada era mejor que la rata cruda. Además, era justo que nos la comiéramos. Ella nos habría comido a nosotros. Ahn se zampó un cuenco tras otro. Después de todos estos días, por fin teníamos comida caliente en abundancia, aparte del arroz de hacía unas horas, con la que llenarnos las barrigas.
El vapor que salía de mi cuenco hizo que me gotearan la nariz y los ojos y de vez en cuando tenía que limpiármelos con lo que me quedaba de manga. Para entonces temblaba y estornudaba con tanta frecuencia como Ahn.
Hacia el este, lo que parecían unos fucilazos iluminaron el cielo de un amarillo intenso por unos segundos y después desaparecieron. Lo siguieron otras luces, esta vez unas líneas. Oí pisadas que se alejaban del banquete hacia la selva. El aura de la gente se oscureció por el temor. A lo lejos, me llegó el estruendo de los morteros, casi imperceptible. Oírlo me proporcionaba una extraña sensación de seguridad. Entonces, percibí un sonido casi igual de sordo, el «ra-ta-tá», silencio, «ra-ta-tá» de un arma automática que se repetía varias veces, sola y acompañada.
La mayoría de los aldeanos parecían bastante tranquilos, al igual que nosotros en la 83, como si estuviéramos viendo fuegos artificiales. Pero sus auras seguían irradiando un miedo que nos envolvió a todos como la neblina. Entonces me di cuenta de que cada vez estaba más asustada. Aquí no había búnkeres, solo unas cuantas casas endebles; no existía ningún sitio al que ir para ponerse a cubierto. Supongamos que mis compatriotas no vinieran en misión de búsqueda y destrucción, sino que simplemente abrían fuego. Supongamos que la aldea de repente fuera declarada zona de tiro libre. Supongamos que un piloto decidiera tirarnos las bombas que le sobraban de camino a la base. Y es que ni siquiera sabían que yo estaba ahí; no era justo. Podrían matarme, matar a una norteamericana.
El viejo Huang tallaba un palo de madera rodeado por los niños. No veía ni a Truong ni a Hue. Pensé en ir a ver a esta última; quizá si le presentaba mis respetos, si le decía que sentía lo de su madre, podríamos tener una relación más amistosa. Su hostilidad me desconcertaba. No le había hecho nada; solo porque sus violadores fueran norteamericanos, eso no le daba motivos para odiar a una norteamericana.
Hue estaba arrodillada en medio de una nube de incienso y frente a un pequeño altar con fotos de diferentes personas, algunas flores, lo que parecía ser una condecoración militar, un trozo de bordado y un pedacito de madera tallada con la forma de un elefante.
Me quedé en silencio en la entrada y esperé a que terminara sus oraciones. Las fotografías eran de dos hombres y, añadida recientemente, una de su madre. También había un pequeño cuenco tapado, que parecía un azucarero. El incienso se mezclaba con un color gris oscuro, el color del luto que, como el aroma del incienso, llenaba la pequeña choza, y cubría las cacerolas, manchaba el arroz y teñía las sábanas y las esteras.
Cuanto más tiempo permanecía Hue arrodillada, más crecía el color del luto, y el humo llenaba la habitación y salía por las grietas de la choza para desaparecer en la lluvia.
Su aura, sus brillantes colores, poco a poco eran más intensos, más nítidos, hasta que por fin se puso de pie. Iba a anunciar mi llegada en voz baja, pero estornudé.
Hue se sobresaltó y se dio media vuelta rápidamente. Por un momento, me sentí culpable por haberla interrumpido, pero el gesto que realizó cuando movió la boca, de una forma casi imperceptible, era más de aceptación que de enfado. Todavía llevaba la ropa del funeral: un pijama blanco con manchas de barro por las rodillas de cuando se cayó al subir la colina. Se había peinado su pelo negro y ahora brillaba: la sangre, el barro y el sudor se los había llevado la lluvia.
Hice el ademán de juntar las manos. Ella también me saludó con expresión atribulada y asintió por encima de las suyas.
—Yo… yo solo venía a ver qué tal estaba tu pierna.
Señalé su muslo herido con la cabeza. Su aura seguía siendo menos fuerte ahí y habían vuelto a aparecer unas manchas negras. Daño tisular, pensé yo. El veneno había desaparecido, pero sus toxinas habrían causado necrosis tisular, una fuente de infección, posiblemente gangrena.
Ella se miró la pierna con desconcierto. Su aura se enturbió y arremolinó de nuevo, empañada por la conmoción. Bueno, ¿quién no estaría trastornado después de que casi la mataran, de sufrir un daño horrible y de perder a su madre y a su bebé todo el mismo día?
Señalé su altar con la cabeza y musité:
—Sin loi. —Y ella juntó las manos e inclinó de nuevo la cabeza.
No estaba segura de si el «lo siento» que yo conocía era el adecuado, pero ella pareció aceptar mi gesto.
La luz del quinqué se reflejaba en sus ojos negros.
Quería hacer algo, decirle algo, para que supiera que lo entendía al menos en parte, que la compadecía. Busqué en mis bolsillos y encontré el arrugado paquete con los tres últimos M&M’s de cacahuete. Me pareció tan estúpido como la vez en la que puse mis pendientes de bisutería en el platillo de la colecta de la iglesia porque lo había visto en una película, donde una duquesa había donado a la Iglesia sus pendientes con diamantes porque, gracias a Dios, su marido seguía con vida. Pero no se me ocurría ninguna otra forma de decírselo.
—En mi país, cuando alguien muere, la gente le lleva comida a la familia. Por favor, acepta estos caramelos como símbolo del respeto que siento por tu madre y por tu dolor —le dije yo con mucha ceremonia.
Ella miró el arrugado paquete y yo esperaba que pusiera la mano para que los caramelos cayeran en ella.
En cambio, lo abrió con la misma delicadeza con la que abriría un regalo envuelto con mucho esmero, sacó los tres M&M’s, uno naranja, uno verde y uno amarillo y los colocó formando un triángulo en el altar de su madre.
A continuación, bajó la cabeza de nuevo y me dio la espalda; la confusión giraba a su alrededor en un manto de emociones encontradas. Lo dejé estar: ya había hecho todo lo posible para que fuéramos amigas.
Fuera, el viento arreciaba y se trajo con él el olor acre del humo, que flotaba en el frescor del ozono previo a la tormenta por encima del hedor a descomposición de la selva, el débil tufo que provenía de las zanjas de aguas residuales y la mezcla de incienso y estofado de serpiente. Ahora era difícil diferenciar entre los sonidos de la guerra y los sonidos de la tormenta. Los estruendos y los destellos que se oían y veían hacia el este en el cielo podían haber sido cualquiera de las dos. La lluvia chocaba contra los tejados de paja, salpicaba en el barro y repiqueteaba en las hojas, creando un ruido tremendo. Las copas de los árboles se inclinaban de un lado a otro como serviles mayordomos de una película antigua. Las palmeras se doblaban con facilidad cediendo bajo la tormenta hasta que llegaban al suelo. Las pequeñas zanjas del exterior de las casas se estaban convirtiendo rápidamente en verdaderos fosos. Habían dispuesto tinajas y garrafas de plástico para recoger el agua de la lluvia. La gente corría de un lado a otro como cangrejos de tierra; el color verde primavera de la expectación se mezclaba con el miedo que había visto antes.
En casa, durante las tormentas de este tipo, los perros estarían ladrando, las vacas se dirigirían como idiotas hacia los árboles para que debajo de ellos les alcanzara un rayo y los gatos se harían un ovillo y mirarían por la ventana, felicitándose a sí mismos por ser lo bastante sensatos como para no salir afuera. De repente, me pregunté dónde estaban los animales. Con la notable excepción de la serpiente y el cachorro de Hoa, no había visto ningún animal, ni siquiera un pollo, y mucho menos un búfalo de agua. ¿Dónde estarían todos? No es que supiera mucho de ferias de ganado, pero sí lo bastante como para saber que no todo se ponía a la venta de golpe.
Los soldados norteamericanos que tenía de pacientes me contaban que a veces, para aumentar el número de víctimas o para evitar disparar a la gente, mataban animales, pero por lo general ocurría durante las operaciones de búsqueda y destrucción. Esta aldea no parecía haber sido objeto de tales operaciones. No había marcas de fuego en la tierra, aunque me imaginaba que la vegetación de rápido crecimiento las habría tapado con bastante celeridad; me daba la impresión de que, si habían masacrado a los animales desde hacía el tiempo suficiente como para que los vestigios de otros daños hubieran desaparecido, los aldeanos habrían podido sustituir al menos algunos de ellos.
Me dolían los pies, las piernas y las caderas de tanto caminar por el fango. Todo lo demás se me estaba agarrotando también. Luchar con una serpiente hacía que utilizaras músculos en los que de alguna forma no había reparado en las clases de anatomía.
Me tragué dos paracetamoles sin agua, ya que no tenía ni idea de dónde había agua potable y no quería pasar por la charada de preguntarle a nadie, y me tumbé en la estera.
En algún momento, en mitad de la noche, un misil pasó silbando por encima de nosotros y me desperté. Ahn no estaba en la estera contigua y nuestra anfitriona, Truong, también había desaparecido. Unos destellos blancos, naranjas y rojos aparecieron ante mis ojos cuando miré hacia la puerta. El peligro se estaba acercando. Bueno, si me iba a matar, prefería que cayera encima de mí. Estaba demasiado agotada como para averiguar el paradero de nadie. Me puse bocabajo y apoyé la cabeza en los brazos a modo de almohada, tapándome los ojos con la parte interior del codo para que las luces no me despertaran, y me quedé de nuevo dormida.