Cuando vi la serpiente por primera vez, pensé: ¿Qué hace esa manguera ahí? Creía que podría ser algo que los aldeanos usaban para el riego. Ahn estaba sentado en el límite del arrozal, muy quieto, y me pregunté si no estaría replanteándose lo de estar de nuevo con su gente. Pensé que tenía miedo de algo así de fútil. Entonces observé la manguera con más claridad y noté que en ella latía un aura inconfundible, el rojo oscuro que creaba la mezcla entre sangre ancestral, ira, maldad y hambre.
Los aldeanos se apiñaban al otro lado del arrozal y se quedaron mirando con aire indeciso. La serpiente se puso de pie como si ella sola estuviera ejecutando uno de esos trucos indios de la cuerda hasta llegar a medir más de dos metros, con lo que era más alta que cualquiera de los que estaban allí.
Era gente muy pequeña, baja y enjuta debido al duro trabajo, a no comer mucho y a los parásitos intestinales; no había ni un hombre sano entre ellos. Ancianos, ancianas, chicas embarazadas que parecían demasiado jóvenes como para tener el periodo y niños diminutos estaban ahí de pie con azadas y cuchillos contemplando la serpiente. Ella también los observaba mientras se balanceaba, y me dio la impresión de que su aura parpadeaba de satisfacción mientras miraba a un bebé a quien su hermana llevaba apoyado en la cadera. La serpiente se creía una tía dura y se acercó con chulería a la gente como si fueran un puñado de ratones.
Por su parte, los aldeanos retrocedieron prudentemente, pensativos, aunque la miraban principalmente como una rareza. Hablaban entre sí como si esperaran que a uno de ellos se le ocurriera algo. La serpiente se echó hacia atrás como si estuviera a punto de atacar y la más delgada de las chicas embarazadas apareció de improviso fuera del alcance de la serpiente, y empezó a burlarse de ella y a agitar los brazos para intentar desviar la atención de los demás. Y mientras tanto, algunos de los aldeanos empezaron a retroceder en círculo hacia la cola de la serpiente.
La criatura no se andaba con tonterías y decidió que si la imbécil de la chica deseaba tanto que la comieran, la complacería. Se lanzó encima de ella. Los otros lanzaron cuchilladas cuando el animal pasó volando a su lado, pero la serpiente la agarró con los anillos de su cuerpo; la chica gritaba mientras la comprimía. Le mordió el muslo; la chica dejó de repente de darle con el machete y se desmayó. Los otros aldeanos intentaron aflojar los anillos, pero la serpiente apretaba con más fuerza. Uno de los bebés, al sentir el pánico de los mayores, comenzó a berrear.
Ahn cogió su palo y se dirigió hacia ella cojeando. No dije nada al acercarme por detrás. Él aún no sabía que yo estaba allí. Se sujetó a la anciana que tenía más cerca y se apoyó en ella con una mano y con la otra hurgó en la serpiente hasta que encontró la cola, se la llevó a la boca y mordió. El animal dejó de morder y sus anillos se relajaron, de tal modo que la serpiente, la chica y Ahn cayeron amontonados sobre el suelo.
No podía quedarme agachada entre los arbustos mirando. Ya había un cadáver tendido en la hierba, cerca de donde se había levantado la serpiente. Una anciana o un anciano, no sabría decir: era solo una masa de piel con manchas y una madeja de pelo gris entre un montón de harapos. La serpiente intentaba liberar la cabeza para llegar a Ahn. Los demás tiraban del animal por diferentes partes mientras un anciano y una niña de unos ocho años trataban de golpearle con fuerza la cabeza sin hacer daño a la víctima o a Ahn, que seguía con los dientes clavados en la cola.
Sabía que por muy frágil que fuera la apariencia de esta gente, eran bastante fuertes, debido a años de un trabajo tan duro que a mí me habría matado. Sabía que eran mucho más rápidos que yo y que era muy probable que me mordiera la serpiente o que me dieran una cuchillada si intentaba ayudar. También sabía que yo pesaba casi el doble que cualquiera de ellos y que podría ayudar si la arrastraba con todo mi peso. Y además tenía un machete enorme. También pensaba que no podría vivir conmigo misma, me quedara el tiempo que me quedara, si permanecía sentada mirando cómo la maldita serpiente mataba gente que había sobrevivido tantos años a las bombas y a las balas.
Me metí en el arrozal; todo el barro acumulado en mis botas caía en el limo acuoso que había debajo de los tallos de arroz.
Ahn estornudó, soltando así la cola del animal, que se alejó de repente de la chica y lanzó a Ahn por los aires. La serpiente separó la cabeza unos quince centímetros del cuerpo de la chica para mirar al niño y abalanzarse sobre él. Tuvo que desenrollarse un poco para lanzarse y cuando lo hizo le di con el machete, aunque no estaba segura de estar usando el extremo correcto.
El cuerpo del animal era más ancho que mi cuello, incluso que mis muslos, así que al principio no sabía si le había hecho algo. Pero la hoja del machete se había clavado profundamente justo detrás de la cabeza del animal, que siseó y agitó su cabeza en forma de pala; la sangre le salpicó los ojos y también a mí, y los pies de varias personas que estaban alrededor. Me monté encima de ella y me incliné sobre el machete para presionarlo más hacia abajo, lo cual me resultó muy difícil. La serpiente se retorcía y me quitó primero una bota y después la otra, que resbaló por el enlodado arrozal, pero yo resistí sin caerme. Tenía que hacerlo. El machete se movía bruscamente, pero yo lo sujeté bien con las dos manos. Oí un crujido y supe que el animal estaba aplastando uno o más huesos de la chica. Ni siquiera podía gritar ya que le estaba cortando la respiración. Los demás aldeanos intentaban desesperadamente sacarla de la presión de los anillos. Yo me apoyé con más fuerza sobre mi arma. No había suficiente espacio entre la chica y yo para poder hacer buena palanca en la cabeza de la serpiente. En cualquier momento, la aplastaría a ella y se volvería contra mí.
—Apartadla de mí. Ahn, diles que la aparten.
Ahn empezó a farfullar en vietnamita y los demás empezaron a mover los hombros y las piernas de la chica hacia atrás para separarla de mi espalda, como si liberaran a la gente de las serpientes todo el tiempo. Me puse de rodillas y las usé como tornillo de banco contra la serpiente, que corcoveaba debajo de mí como un potro salvaje. Pero en la posición estratégica en la que estaba, podía apoyar la mayor parte de mi peso sobre la hoja. Si me soltaba y la cabeza de la serpiente se liberaba de golpe, la partida se acabaría para mí.
Por dentro, me encogía del horror cada vez que el animal ondulaba, por miedo a que estuviera aplastando a la chica. No me atrevía a mirar hacia atrás para cerciorarme y el no hacerlo casi me mata.
Al morderle la cola, Ahn había conseguido, aunque eso no lo supe en ese momento, que la serpiente dejara de apretar con tanta fuerza y la gente pudo soltar a la chica. Pero en cuanto la liberaron de la cola, esta también se había liberado de ella y la punta empezó a restallar cerca de mis hombros, haciendo que yo, el machete y la cabeza de la serpiente nos echáramos bruscamente hacia atrás.
Cuando los anillos comenzaron a comprimirme, dejé de apretar el machete. Notaba que la gente se apiñaba detrás de mí para agarrar al resbaladizo animal.
Y entonces la cabeza de Ahn apareció al lado de la mía y agarró la punta de la cola con la boca y masticó suavemente. Los anillos se aflojaron y los aldeanos redoblaron sus esfuerzos por estirar la serpiente. Eso me permitió seguir sujeta al machete y con él bajar de nuevo la enorme cabeza al suelo.
—La tengo —dije yo jadeante, y quise reírme a pesar de lo que estaba ocurriendo, porque cualquiera que estuviera mirando habría visto que yo no tenía muy claro quién tenía a quién.
William tenía razón. Sí que me creía Sheena, la reina de la selva, una cazaserpientes sin igual. Pero la verdad era que no veía que tuviera muchas más opciones. Yo era una chica grande y fornida por aquel entonces y estaba acostumbrada a mover a mujeres de más de cien kilos y con escayolas que cubrían todo su cuerpo hasta sus orinales, a las violentas peleas con adultos que sufrían delírium trémens y a calmar a histéricos niños de tres años mientras les ponía las inyecciones. La serpiente era más grande y más peligrosa que cualquiera de las situaciones a las que estaba acostumbrada, pero no demasiado.
—¡Que alguien le corte la puta cabeza, por amor de Dios! —exclamé con voz áspera.
Lo dije en inglés, nadie tenía por qué haberme entendido y la boca de Ahn estaba ocupada con la serpiente, pero el abuelo de la azada le dio un golpe en la cabeza y los anillos se aflojaron y se desplomó en el suelo como una bufanda de plumas. Me caí encima de unos aldeanos y me quedé un rato tumbada, jadeando. El anciano seguía dando cuchilladas; su aura era de un rojo igual de vivo que el de la serpiente y su rostro tranquilo, casi una máscara de bondad.
Me acerqué gateando a la chica a la que la serpiente había mordido. Su aura era débil, gris y turbia salvo la parte de la pierna en la que le había mordido el animal. Esa zona era de un color negro intenso que se iba extendiendo.
La mordedura era más grande que la de cualquier serpiente que hubiera visto; la mandíbula era de un tamaño considerable, más grande que la mía y casi más grande que mi cabeza entera. Sabía que el tratamiento habitual para una mordedura de serpiente de cascabel no iba a servir de nada, sin embargo cogí el machete de la persona que tenía más cerca e hice un corte en la herida. La chica aspiró con fuerza y dirigió hacia mí una de sus manos, en la que tenía un cuchillo. Yo dejé caer el mío y le paré la mano, impidiendo por poco que nos hiriera a las dos. Me miraba con lo que normalmente habría interpretado como odio, el aura y todo, pero teniendo en cuenta por lo que había pasado, me imaginé que estaba un poco trastornada y que era probable que me estuviera confundiendo con su anterior atacante.
—Vamos, chicos, sujetadla o no podré ayudarla —les pedí yo, e hice que la abuela que tenía más cerca agarrara con su mano la muñeca de la chica.
Debí de ser bastante clara porque tres niños y otra mujer embarazada corrieron a sujetarla por las manos. Ella puso los ojos en blanco del pavor que sentía, y gemía y se retorcía debajo del cuchillo.
—Sssh, sssh, sssh —le rogué yo, como había oído que hacían las mujeres vietnamitas para callar a sus bebés. Me senté encima de su pierna para que no la moviera y poder hacer así una pequeña incisión en lugar de someterla a una cirugía mayor—. Sé que duele, pero tengo que sacarte el veneno.
A mi alrededor, las mujeres la estaban haciendo callar y siseaban más fuerte que la difunta serpiente. Esperaba no tener una nueva caries ni aftas en la boca de las que no me acordara; me incliné sobre su pierna e hice lo que haría un vampiro: chupaba veneno y sangre y lo escupía, como la respiración artificial pero al revés. Era una serpiente enorme y había mucho veneno. Mientras chupaba, podía ver cómo como la negrura se extendía por la pelvis, subía por el torso hacia el corazón y bajaba por la rodilla.
Sabía que no iba a conseguir nada y, cuando se pasaron los efectos de la adrenalina, de repente sentí el agotamiento, la inanición y el esfuerzo. Con impotencia, pasé las manos por donde se estaba extendiendo la negrura del veneno, ordenándole entre dientes y sin sentido que parara, maldita sea. Yo estaba cansada, llena de barro y frustrada y a punto de perder a pesar de todo a esta valiente, aunque un tanto chiflada, jovencita. El veneno me hacía cosquillas en la lengua e iba a girarme para enjuagarme la boca cuando me di cuenta de que donde el malva brillante de mi aura tocaba su negrura, esta se juntaba delante de mis manos como un rebaño. Me la quedé mirando con expresión estúpida y le pasé las manos por el torso, por la pierna y por la pelvis, como si estuviera barriendo el veneno fuera de su cuerpo. Cuando tocaba la parte negra, retrocedía bajo las palmas de mis manos hasta que se acumulaba en la herida y salía de ella a borbotones, como un pozo artesiano. Cuando desapareció, me quedé un rato mirando la zona en la que había estado y entonces me pasé la mano por la lengua. Un brillo negro apareció en la palma, que me limpié en el arrozal.
La chica estaba quieta, jadeando, con los ojos como platos y una expresión de terror todavía en su rostro.
—Ahn, dile que creo que todo va a ir bien —le pedí. Tenía la lengua tan pastosa que tuve que repetirlo—. Dile que creo que el veneno ha desaparecido.
Deseaba no estar dando falsas esperanzas. Esperaba no estar alucinando. Mi cabeza parecía pesar demasiado cuando la levanté para mirar a los rostros que tenía a mi alrededor: la chica, igual de guapa que Xinhdy, salvo por un diente de oro en la parte delantera de su boca; el anciano que había acuchillado a la serpiente y que casi no tenía dientes; y los niños, con los ojos como platos y una expresión en parte de miedo, en parte de excitación. Finalmente, el anciano cogió la cabeza de la serpiente y los niños lo siguieron e intentaron levantar partes del cuerpo del animal. Cuando me puse de pie, el hombre agarró la cabeza por atrás e intentó pasármela. Rechacé su ofrecimiento y vacié mi desayuno de mono estofado en el arrozal. Odio las serpientes. No puedo mirarlas y mucho menos tocarlas.
Una de las chicas ayudó a la joven herida a ponerse de pie, mientras Ahn supervisaba, apoyado en su palo. Sentí que la chica se estremecía cuando le pasé un brazo por la cintura para que descansara en mí su lado herido; entre todos pudimos llevarla de vuelta a la aldea. Ni minas ni trampas. Solo lodo, arroz y una barrera de alambre de espino.
Más tarde, cuatro de las chicas sacaron una estera al campo para arrastrar hasta casa a la primera víctima de la serpiente. Yo observaba en silencio mientras preparaban el cuerpo de la mujer. No era tan mayor como yo creía, aunque sí gris. Tenía el rostro morado debido a la asfixia y el cuerpo aplastado. La muerte había afeado tanto sus facciones que tuve que apartar la mirada. La chica herida gritó y discutió largo y tendido con una de las mujeres que se estaban ocupando del cadáver, pero finalmente la convencieron de que se volviera a tumbar. Su aura irradiaba una profunda pena, de un gris tan frío y vacío como un cielo en pleno invierno.
Mientras limpiaban el cuerpo y procuraban que su rostro volviera a tener un aspecto normal antes de colocar sobre él una hoja de baniano, me dio la impresión de que la muerta se parecía mucho a la viva. No me extraña que la chica estuviera tan dispuesta a matar a la serpiente.
A Ahn no le dejaron estar allí mientras preparaban el cuerpo y la mujer herida me miraba, todavía con enfado, como si estuviera cometiendo una terrible falta de educación, pero la verdad era que no tenía fuerzas para salir de allí. Me quedé dormida mientras terminaban de preparar el cadáver.
Me desperté más tarde con los quejidos de la chica que tenía al lado. Estaba tumbada en la estera y yo a su lado, en el suelo de tierra. Tenía el cuerpo tan agarrotado que no me podía mover y se me pasó por la cabeza que a lo mejor la serpiente me había hecho más daño de lo que yo creía.
Pero los quejidos de la chica dieron paso a un repentino chillido de pánico. Me incorporé y automáticamente le tomé el pulso y miré mi reloj, contando. La barriga se le movía por debajo de la parte de arriba de su pijama de algodón fino y se la agarró con ambas manos.
Esta vez, me miró suplicante.
—Dau quadi —dijo en voz baja—. Dau quadi.
Estaba teniendo un aborto, por supuesto. En realidad, era inevitable. Aunque el veneno no hubiera atravesado nunca la membrana placentaria, el hecho de que los anillos de la serpiente gigante la comprimieran era letal para el feto. Me estiré hacia la puerta de la choza y grité a quien correspondiera:
—La dai, la dai. —Y esperaba que mi tono de urgencia compensara el que no diera explicación alguna.
Casi había terminado antes de que nadie pudiera llegar a ella. La sangre y el agua salían a borbotones de su entrepierna, empapando su pijama y la estera antes de que yo pudiera apartarme de nuevo de la puerta. Justo cuando la primera mujer de la aldea entró en la choza, salió el feto, un feto muy pequeño. No estaba desarrollado del todo. Casi podía haber pasado por la cría de cualquier animal, pobre cosita. No tenía ninguna posibilidad. Las mujeres trajeron trapos para limpiarla y yo envolví el feto en uno de ellos. Ella me agarró de la muñeca. Lo quería ver. Al principio, negué con la cabeza y ella insistió, así que se lo enseñé. A veces, ayuda saber a quién lloras.
Ella empezó a sollozar y después a ulular; una de las mujeres me tocó en el hombro y con un movimiento de cabeza me dijo que abandonara la choza. Con gestos lentos y pesados, me puse de pie; me sentía como un búfalo de agua en baja forma detrás de la pequeña y ágil figura que iba delante de mí. No tuvimos que irnos muy lejos; me condujo a una choza que estaba a unos metros de allí y en la que, gracias a Dios, estaba solo Ahn, zampándose un cuenco de arroz. Él levantó la mirada lo suficiente para saludarme con la cabeza y siguió comiendo.
La mujer me mostró una estera con un rollo de tela que hacía de almohada. Yo me senté agradecida y me disponía a echar una cabezada cuando ella se puso en cuclillas y comenzó a desatarme los cordones de las botas, como si pensara que era mi sirvienta o algo así.
—No, no —dije yo e intenté indicarle con un gesto de la mano que se fuera—. Ahn, por favor, dile a esta mujer que no necesito una sirvienta, que solo quiero dormir. Y que ella también debería dormir si no quiere perder a su hijo.
—Yo decirle, co, pero ella enfadarse… quedar mal.
Cedí y me volví a sentar, y la ayudé a que me quitara las botas. Una niña me trajo un cuenco de arroz y una botella de Pepsi a temperatura ambiente, que abrí con el abrelatas que me había dado William. Ella cogió la botella y me echó la Pepsi en un cuenco.
La niña juntó las manos y se retiró, dejando el refresco a mi lado. Yo también junté las manos e hice una reverencia. Tenía toda la pinta de que iba a recibir un curso intensivo sobre las costumbres vietnamitas en las próximas horas.
Aunque estaba cansada, me sentía eufórica. William estaba equivocado y yo, en lo cierto. Esta gente no parecía más amenazante que mis pacientes. No había caído en las garras del enemigo, solo me había metido en una agotadora misión de acción civil, acompañada de la fauna y flora autóctona y prehistórica.
Ahn se movía y tosía mientras dormía. Le toqué la frente. Estaba ardiendo otra vez. En circunstancias normales no habría tocado ni el arroz ni la Pepsi, pero debía tener algo en el estómago si quería recobrar las fuerzas. Mientras la comida hacía efecto, la percepción que tenía de su aura se intensificó. La negrura se extendía desde el muñón y le subía por la pierna. Estaba segura de que si lo despertaba, le encontraría un nudo en las ingles. Bueno, ahora que había practicado lo de ser una sanadora espiritual probándolo con una perfecta extraña, estaba segura de que el poder del amuleto funcionaría con Ahn también. Extendí los dedos de tal forma que cada uno de ellos tocara el extremo de una de las líneas de infección y me concentré en pensar que las venas estaban limpias y despejadas, sin nada más que sangre sana fluyendo por ellas. Los hilos negros se anudaban cerca del muñón y, con un poco de presión, salían por el extremo. Mientras trabajaba, la niña estaba al tanto. Me trajo agua en lo que se parecía sospechosamente a una de las palanganas que usábamos en la 83. Suponía que era otro ejemplo de lo misterioso que era el funcionamiento del mercado negro.
De nuevo llevé a cabo la rutina de la reverencia y le sonreí. La pobre niña había luchado contra la serpiente tanto como yo y debía de estar igual de cansada. Le desenvolví el muñón a Ahn, que despertó y siseó. La manga de mi camisa tenía un aspecto inmundo.
Me giré hacia la pequeña, que estaba sentada en cuclillas y me miraba con la expresión de una profesora de enfermería comprobando que lo estaba haciendo bien. Que hubiera desinfectante era pedir mucho, pero hice ademán de echar algo en la herida de Ahn y de vendar de nuevo el muñón. La otra manga de la camisa la tenía sucia y viscosa a causa de mi pelea con la serpiente.
La pequeña salió de la choza y unos minutos más tarde entró un anciano, que se sentó en cuclillas. Llevaba una botella, a la que le dio un trago antes de pasármela. Era de Jim Beam. Me la pasó y me indicó que le diera un trago. Solo fingí hacerlo, porque lo último que necesitaba era beber para caerme de culo, y limpié la boca de la botella antes de echarle un buen chorro a Ahn encima del muñón. Él hizo una mueca de dolor, siseó y rompió a llorar.
El anciano también hizo una mueca de dolor, siseó y rompió a llorar cuando eché su bebida por encima del muñón de Ahn. Se la devolví e hice el gesto de las manos otra vez. No recordaba cómo se decía «gracias» en vietnamita.
Él asintió con prudencia y me miró de arriba abajo como hacen los viejos verdes en cualquier parte del mundo.
—Mamasan beaucoup —dijo él, y sonó un poco atemorizado.
—No —dije yo; sonreí y negué con la cabeza—. No, papasan tete.
Que, por supuesto, era verdad. Había caminado a mi lado de vuelta a la aldea y solo me llegaba al pecho, que podría ser lo que le llevó a hacer esos comentarios personales. Él se rió y negó con la cabeza ante mi incomparable ingenio y él y el Jim Beam desaparecieron.
La niña hacía tiempo que se había ido y empecé a pensar que iba a ser demasiado pedir que hubiera vendas. Probablemente la gente no tenía ropa de sobra que estuviera mejor que la mía, que estaba bastante mal. Utilicé lo que quedaba de agua en la palangana para limpiarme el barro del cuerpo y arrojé el agua sucia a la zanja que rodeaba la choza. Un foso típico. Bueno, yo ya me había encontrado con el monstruo.
El anciano estaba delante de la vivienda, admirando de nuevo la serpiente. Técnicamente, la había matado él, pero no lo habría logrado sin el resto de la aldea, sin Ahn y sin mí. Pero caminaba alrededor de ella asintiendo para sí mismo. Yo pensaba que se estaba pavoneando hasta que presté atención a su aura. Era el gris que yo ya asociaba con la pena. Dejé a Ahn un momento y crucé la zanja.
—Vaya serpiente, ¿eh, papasan? —comenté yo y señalé con la cabeza nuestra presa, que todavía me ponía los pelos de punta.
—Sí, serpiente de primera —dijo él con tristeza y pronunciando vacilante la palabra «serpiente», una nueva palabra.
—Nunca había visto una tan grande —dije yo como una tonta.
Él siguió mirando al reptil como si yo no hubiera dicho nada.
—Beaucoup serpiente —seguí.
Extendí los brazos y puse los ojos en blanco para darle énfasis.
—¿Hay más como esta por aquí? —le pregunté y señalé nuestra serpiente, y después otra imaginaria, y otra.
El hombre negó con la cabeza tristemente.
—Serpiente fini —dijo él y repitió mi gesto para indicar que quería decir que todas las serpientes habían desaparecido, después levantó los brazos como un niño que imita una bomba e hizo los ruidos explosivos apropiados. Debía ser divertido, pero el gris del duelo y las chispas rojas que veía en su aura contradecían su sonrisa y toda la demostración era igual de grotesca que si se hubiera arrancado un ojo y me hubiera pedido que me riera de él.
Yo bajé la mirada y asentí. Pensar en eso nos ponía tristes, por lo relativamente inofensivas que parecían las serpientes enormes ante la magnitud de una explosión. Cogió un palo y dibujó en el barro unas líneas muy bien hechas y un cocodrilo hambriento apareció dentro de ellas, con la boca abierta. El anciano levantó los brazos, imitando de nuevo la bomba y le dio golpecitos al dibujo del cocodrilo.
—Fini.
Cuando el barro se volvió a juntar y el cocodrilo desapareció en el lodazal, él blandió de nuevo su palo y el barro se pobló de anguilas, nutrias, peces enormes y un tigre hambriento.
—Fini —decía el anciano cada vez, y su tono de voz se volvía más sombrío con la desaparición de cada especie.
El tigre había aparecido en uno de los juegos de palabras que celebrábamos en la sala del hospital y pensé que sería conveniente cambiar a un tema menos serio.
—¿Mao bey? —pregunté yo señalando el dibujo.
Él me miró como si hubiera hecho algo sorprendente. Su sonrisa se acentuó y parte del gris desapareció dentro de él, como habían desaparecido los dibujos en el lodo. Asintió con entusiasmo. Una norteamericana a la que se le podía enseñar algo. Qué increíble.
Dibujé un gato.
—¿Mao?
Él asintió. Caminábamos sobre terreno seguro. La palabra «mao» había aparecido con frecuencia en los juegos de palabras a los que Xinhdy, Mai, Ahn y yo habíamos jugado.
Dije:
—En inglés, mao mismo que cat y mismo que Kitty y mismo que yo. —Y me señalé a mí misma.
A él le pareció muy gracioso y me silbó.
La niña de antes corrió hacia nosotros y su cabello negro ondeaba detrás de ella como un pañuelo. En su manita caliente llevaba un rollo de gasa, todavía en su envoltorio blanco con la cruz roja dentro del círculo azul.
—¡Co, co, mirar, mirar! —gritaba ella.
Era una niña preciosa, como una muñequita con su boquita en forma de corazón, su barbilla pequeña y puntiaguda y ese pelo brillante.
—Co Mao, co Mao —dijo el anciano.
Era inútil intentar que dijera mi nombre sin traducir. Entré de nuevo en la choza para vendarle la pierna a Ahn, que ya estaba sentado y me supervisaba mientras lo hacía. La niña de nuevo nos observaba como si su vida dependiera de ello. Le sonreí cuando terminé.
—Ahn, deberíamos presentarnos.
El niño parecía tener dudas, pero dijo su nombre y una sarta de palabras después como si lo acabaran de elegir para el poco honorable cargo de presidente de Vietnam del Sur.
La pequeña se señaló y dijo:
—Hoa. —Me hizo una reverencia y añadió—: Co Mao.
Ahn negó furiosamente con la cabeza.
—Mamasan Kitty, chu…
Yo lo miré y negué con la cabeza ante de que pudiera decir «chung wi». Esta gente no tenía por qué conocer mi rango, no más que los civiles norteamericanos.
—Ahn, aquí tengo un nombre vietnamita. Me gusta Mao.
—De acuerdo, de acuerdo —accedió él, como si me hubiera disgustado por eso, y miró a Hoa como si dijera: «Estos norteamericanos, ¿quién sabe qué es lo siguiente que van a querer?».
Ella asintió con gravedad, como si por el hecho de que él fuera mayor que ella, su opinión y su sabiduría fueran incuestionables.
Quería descansar un poco más, pero creí conveniente comprobar qué tal estaba mi otro paciente. Parecía dormir cuando asomé la cabeza por la puerta, pero en cuanto entré en la habitación se despertó bruscamente y me fulminó con la mirada. Ignoré su mirada de odio y me arrodillé a su lado.
Su aura era en su mayor parte una mezcolanza de ira, pena, miedo y dolor, pero en esencia era de un atractivo aguamarina brillante y de un amarillo claro, con zarcillos de un verde primavera y un fulgor rosa. Los colores más brillantes se encontraban ocultos bajo la capa de colores sucios, como un arcoíris en una mancha de petróleo antigua. Ella me miraba con una animadversión desafiante que me pareció totalmente injusta, teniendo en cuenta que yo había contribuido a salvarle la vida dos veces.
—De acuerdo, que así sea —dije en voz alta.
Tenía buen aspecto y su aura era brillante y fuerte a pesar de la turbidez que la rodeaba. Esta aldea ya se había enfrentado a problemas ginecológicos antes de que llegara yo, así que no iba a inmiscuirme en la intimidad de una mujer que estaba claro que no me quería allí.
Me estaba dando la vuelta para marcharme cuando la joven que me había traído a la choza entró por la puerta. Ahn se buscó un hueco entre ella y la puerta. La mujer parecía disgustada e hizo la reverencia dos o tres veces. Yo le correspondí. Empezó a hablarle rápidamente a Ahn y a señalar a la mujer de la cama con el mentón, mientras me miraba con inquietud. Estaba claro que sabía que la chica había sido grosera conmigo y se estaba disculpando por ello.
—¿Qué ha dicho, Ahn? —le pregunté yo.
—Nombre de ella Tran Thi Truong, muy encantada de conocerte —me informó Ahn e inclinó la cabeza hacia la mujer que tenía al lado—. Truong decir que ella Dinh Thi Hue.
Dinh Thi Hue lo interrumpió de repente con un aluvión de preguntas imperiosas, que sonaban duras y acusadoras.
—Bueno, ¿qué ha dicho?
—Ella querer saber dónde están otros soldados norteamericanos.
Iba a decir que ya no había más y entonces pensé que a lo mejor no era tan buena idea.
—¿Y por qué lo quiere saber? —le pregunté a Ahn.
Truong nos llevó afuera y comenzó a hablar de nuevo, en voz baja y en un tono enérgico, con una mirada llena de disculpa y algo de ira.
El chico, con un aire de sensatez, respondió:
—Última vez norteamericanos aquí bum bum Dinh Thi Hue. —Formó un círculo con el pulgar y el índice de una mano e hizo un gesto explícito con el índice de la otra y con igual despreocupación que un niño norteamericano de ocho años diciendo adiós con la mano—. Hacer babysan. Ella no gustar soldados norteamericanos.
No me extrañaba. Me volví hacia ella con una compasión que no sabía cómo expresar. Murmuré:
—Sin loi, Dinh Thi Hue.
Ahn se puso a la defensiva en mi nombre y se acercó a la cama de Hoa; entretuvo a la chica durante unos minutos, señalándome con la cabeza y dándose palmadas en el muslo por encima del muñón en un gesto que parecía afirmar que ahora funcionaba como un reloj gracias a mi experta intervención, y estaba claro que le decía que yo era diferente a los soldados que había conocido antes. Esperaba que no le dijera que yo era única en mi especie.
Ella dejó escapar un largo suspiro y se apoyó en la almohada, con el rostro sudoroso y el pelo todavía enmarañado y apelmazado por el barro y la sangre. Su cara me resultaba familiar, pero pensé que era porque me recordaba a una de mis pacientes. Su actitud chulesca me recordaba a Cammy Dover, un motero que medía metro y medio y que conocí en un club de música folk en Denver.
Ahn le cogió la mano, me indicó que me sentara a su lado y nos juntó las manos. Ella no me miró a los ojos, pero inclinó la cabeza apenas unos centímetros y musitó algo entre dientes.
—Decir «Gracias, Mao» por ayudar a ella cuando serpiente grande atraparla. Dar gracias a Ahn también porque Ahn morder serpiente grande, hacer que ella dejar ir a chica. Decir que Ahn y Mao equipo de primera y que ella querer a nosotros mucho.
Yo me reí y le di a Ahn una palmadita en el hombro.
—Yo decir que Ahn ser un fantasma de primera y que hacerse muchas ilusiones, pero que gracias por intentarlo.
—¿Com bic? ¿Qué significar «hacerse ilusiones»? —me preguntó él.
Pero en ese momento, apareció Hoa por la puerta y le hizo gestos a Ahn para que fuera para allá inmediatamente. Él abandonó la conferencia de paz y se dirigió cojeando a la puerta, sorteando la zanja con más agilidad de la que yo creía posible. Deseé poder haber salvado su muleta en el accidente.
La pequeña apareció por la puerta de nuevo y esta vez me dijo que fuera con ella. Truong la miró con el ceño fruncido, pero la niña no se dio cuenta.
Dinh Thi Hue lo observaba todo con los ojos entrecerrados, como si estuviera tomando notas.
—Me ha encantado mantener esta charla tan agradable contigo —le dije yo—, pero tengo que irme. Niños. Ya sabes cómo son. Es probable que quieran que los lleve a un partido de béisbol o a tomar un helado.
Ella parpadeó, un tanto desconcertada. Su aura tenía un color menos sucio ahora. Me pareció que por el aura podría saber si estaba perdiendo sangre. Sin duda estaría más oscura. Como sabía lo que sentía por los norteamericanos, no quería invadir su intimidad mirando debajo de la manta del Ejército que alguien había colocado encima de ella. Truong se inclinó sobre ella y murmuró algo.
Empezó de nuevo a llover, una fina llovizna gris, que creaba un telón de fondo de estaño en el lluvioso resplandor de la selva.
En cuanto salí afuera, Hoa se marchó corriendo dejándome sola con Ahn.
Unos minutos después, Hoa volvió, y su paso era ahora más lento y solemne y en brazos llevaba algo que resultó ser un cachorro.
—Este amigo de Hoa, perro guardián tete muy feroz, Bao Phu —me informó Ahn—. Proteger Hoa, Bao Phu herido. Hoa querer que Mao poner mejor.
Vaya. Encantadora de serpientes, sanadora espiritual y veterinaria: todo en un día. Iba a quedar genial en mi currículo.